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Delphine de Vigan
Оглавление«Lo más difícil de remontar es la falta de amor».
Delphine de Vigan, cincuenta y cuatro años, escribió su primer libro, Días sin hambre, con el seudónimo Lou Delvig. Relató el infierno y la resurrección de su anorexia. Explicaba cómo no comer le había hecho soportables dolores mayores cuando tenía diecinueve años. Una década y un puñado de novelas después, en 2011, vendió casi un millón de ejemplares narrando el suicidio y la locura de su madre en Nada se opone a la noche. Su siguiente trabajo, Basado en hechos reales, fue llevado al cine por Roman Polanski. En sus relatos, traducidos a más de veinte idiomas, ha abordado problemas actuales como el acoso, la construcción de la memoria o el alcoholismo en los niños desde un hilo común que denuncia la incomunicación entre parejas, familias y amigos.
En Montparnasse, De Vigan vive con su hijo de veintiún años, que llega en medio de la charla, y con su pareja, el periodista François Busnel, conocido por el programa de libros La Grande Librairie. Cuando prepara un libro, se encierra en su piso, en la novena planta de un edificio de los años sesenta. De modo que para cuando estalle la covid-19 la escritora llevará ya un par de meses enclaustrada. Tiene suerte, en su ático no son los libros, sino la luz la que lo invade todo. La cocina está abierta al comedor y al salón y ambos tienen vistas sobre las azoteas y los bloques del sur de París. Ofrece un té y prepara otro para ella.
¿Cómo nos marca la infancia?
De adultos seguimos arrastrando su huella. Hay algo que se queda. Cuando fui madre, imaginé que convertirse en adulto sería desembarazarse de esas huellas. Pero he comprendido que los dolores que no se atienden, no cicatrizan.
¿Le ha marcado como madre ser consciente del peso de la infancia?
Mi hija de veinticuatro años estudia Medicina y el chico de veintiuno, Filosofía. Están aprendiendo a ser autónomos, una fase clave de la vida, y a veces ella me pregunta por el tipo de niña que fue. Trata de entender los problemas con los que se encuentra o, al contrario, de encontrar apoyo para confrontarlos.
¿Qué es ser una buena madre?
No sé si existe. Es muy difícil ser padre. Ninguno es perfecto por suerte: debe ser angustioso tener padres perfectos… Lo que transmitimos a nuestros hijos es nuestra manera de asumir nuestros propios fracasos. Para mí ha sido muy importante ser una madre benévola. Buena, no sé, pero al menos amorosa. Creo que la herida mayor de una infancia es no haber sido amado. Lo más difícil es sobreponerse a la falta de amor.
¿Fue su caso?
No. A veces me quisieron torpemente, brutalmente, pero, pese a todo, recibí amor. Evidentemente, con mis hijos he tratado de no reproducir lo que me ha hecho sufrir.
¿Reparamos las cosas cuando aprendemos a contarlas?
Sin duda. Creo en el poder de la palabra. Poder decir o escribir las cosas ayuda.
¿Habla de hacer público el dolor?
No necesariamente. Podemos necesitar poner en palabras lo vivido para comprenderlo. A mí me ocurrió. Escribí Días sin hambre y Nada se opone a la noche por mí. La palabra es terapéutica en sí misma, pero publicar un libro sobre algo personal tiene sentido cuando esa historia propia puede tener un carácter universal y entrar en resonancia con las de otras personas. Para mí eso es lo que podría explicar el éxito de mis novelas más personales: son como un espejo.
Usted tuvo una infancia difícil…
Fue complicada. Pero al final, cuando lo vuelvo a mirar todo, a pesar de que hubiera cosas trágicas, pienso que la falta de amor de la que hablábamos es lo peor. Tengo amigos que se han sentido rechazados por sus padres. Esa herida es profunda. Es cierto que mi infancia no fue sencilla…
¿Cuáles eran las complicaciones?
Bueno… ¿cómo decirlo ? Creo que lo más complicado fue tener que afrontar muy joven el sufrimiento de mis padres. Del sufrimiento de mi padre apenas he hablado. Pero tal y como lo entiendo ahora, creo que la enfermedad de mi padre fue más importante en mi construcción personal que la de mi madre. Esto es algo que no puedo decir aquí porque él está todavía vivo y no querría removerlo. Mi padre fue muy destructivo con sus hijos.
¿Habla con él?
Hace años que no. Era muy violento. Hoy identifico esa violencia con un gran sufrimiento suyo. Pero haberme tenido que enfrentar a eso siendo muy joven hizo que mi infancia consistiera en adaptarme al humor del otro, en afrontar el humor imprevisible del otro porque cada uno de mis padres estaba enfermo a su manera. Y mi padre más que mi madre.
¿Su padre estaba más enfermo porque su enfermedad no se reconocía?
Era más insidiosa, pero menos visible porque no necesitaba hospitalización o digamos que supo evitarla.
¿Él era consciente de estar enfermo?
Creo que hoy lo sabe. Pero durante años vivió instalado en la negación. Se enfadaba con todo el mundo. Ha terminado por encontrarse muy solo. Jamás podría contar todo esto a un periódico francés.
¿Ha hablado de este tema con sus hermanos?
Continuamente, claro.
¿Y piensan lo mismo?
Sí. Salvo que ellos dos, que son más jóvenes, han logrado mantener el contacto con él. Yo no. Las historias de familia son complicadas y con mi padre… ¿cómo decirlo? Creo que no soporta que finalmente haya conseguido vivir mi vida.
Contó su anorexia con diecinueve años.
Es un crimen contra uno mismo, una manera de hacerte daño cuando muchas otras cosas no funcionan. Cuando lo recuerdo, pienso que no comer era como una droga, una anestesia que evitaba que sintiera otras cosas. Es una falsa armadura que se convierte en un círculo vicioso porque una se destruye cuando cree estar protegiéndose. Cuando comprendí eso, pude romper el círculo.
Con treinta y cuatro años firmó ese primer libro con seudónimo. ¿A quién temía herir?
Tenía miedo de mi padre. Nuestra relación ya era complicada, pensé que solo faltaba el libro con su apellido. Siete años después pensé que tenía que asumir el libro para asumir lo que sucedió.
¿Sus hijos leen sus libros?
No. Solo Nada se opone a la noche. Es una historia de la familia y pensé que les podía interesar. El resto no les interesa. Es normal.
Mi hija me ha dicho que para ella es difícil incluso leer la ficción que escribo porque no sabe qué viene de mí y qué no.
Tras estancias en un psiquiátrico su madre se quitó la vida. Y usted dijo que había trabajado con «material vivo».
Si hubiera esperado, no hubiera escrito Nada se opone a la noche. Creo que el shock de descubrir su cadáver me autorizó a escribir el libro.
¿Por qué?
Fue tan violento encontrarla muerta que no tenía nada que perder. Hoy, diez años después, todo es distinto: la familia no tiene nada que ver, sus hermanos han muerto. Eran nueve y solo quedan dos: la más joven y Tom, que es mongólico. Por eso hoy me digo: menos mal que hablé con todos.
Ese libro ha vendido casi un millón de copias. ¿Qué hace que un drama privado interese a tanta gente?
Creo que funciona un poco como un espejo. Cuenta la historia de tres generaciones de mujeres en el siglo xx. Atraviesa épocas clave para las mujeres porque en ellas hubo cambios. En el corazón de la novela está la cuestión de la transmisión. ¿Qué querría uno transmitir a sus hijos y qué evitar transmitir ? A pesar nuestro, la historia familiar nos atraviesa. Nos vemos arrastrados. Eso concierne a todo el mundo.
Su abuelo abusó de su madre. Abordó ese tema antes de que se hicieran públicos tantos abusos y se desencadenara el movimiento #MeToo.
Es cierto, un poco antes.
¿El silencio es el gran problema de muchas mujeres?
No solo de las mujeres. Es significativo que se estén destapando ámbitos como la pedofilia en la Iglesia. Lo que hoy estamos empezando a escuchar es la palabra de las víctimas. Es cierto que muchas son mujeres, pero las hay en otros grupos. Gracias a la palabra de algunas mujeres hemos podido conocer agresiones sexuales o morales que no queríamos ver. Padecíamos una forma de negación colectiva hacia ese sufrimiento, una forma de cobardía. Sin embargo, en Francia, tras el surgimiento del movimiento #MeToo, he hablado con hombres inteligentes y cultos que han comentado: «Bueno, en eso consiste ser mujer». Que gente cabal pueda justificar que una joven tenga que soportar que se metan con ella diez veces al día porque lleva una falda corta me deja perpleja.
¿La gente amable es la más peligrosa?
Una persona amable puede ser peligrosa porque su capacidad de destrucción no es fácil de ver. Puede haber formas perversas de violencia invisible. Pero vamos, en general prefiero a la gente amable que a los antipáticos.
Otro de los temas que trata en sus novelas es el acoso. ¿Lo ha sufrido?
No siempre estoy en todo lo que escribo. Las horas subterráneas parte de una experiencia dolorosa. Mientras trabajaba en una empresa en la que estuve once años, tuve un conflicto con mi jefe. No compartía su manera de dirigir la empresa. Y se lo dije. Él había creado un comité en defensa de hablar libremente para mejorar como grupo y como empresa. Pero la realidad es que si cuando te expresas libremente lo que dices no gusta, esa libertad queda cuestionada.
¿Qué cuestionó?
Su manera de despedir a la gente a la americana. La imagen de llegar y encontrarte tus cosas en una caja. En Francia eso no existe. Dije que no me parecía bien y él pasó a hacer todo lo que podía para dejarme de lado. Pero las tres personas que trabajaban conmigo fueron irreprochables, al contrario de lo que escribí en el libro. Fue una especie de pulso. Él quería que dimitiera, pero tuvo que echarme. Fue un periodo doloroso que me dio la necesidad de escribir sobre una mujer que se queda sola. La imaginé desarmada. Con tres hijos. Con tal necesidad de su trabajo que no se podía plantear otra cosa que tratar de mantenerlo. Buscaba un personaje universal y, como mi caso no lo era, inventé uno.
¿Olvidar cura?
El cuerpo no olvida. Lo que hemos vivido deja huellas en algún rincón. Pero sí tenemos capacidad de relativizar y mantener el dolor a distancia. Si uno sale de sí mismo, hay cosas mucho más trágicas que su dolor. Tengo amigos que trabajan en asuntos sociales y me hacen pensar que al menos nosotros tuvimos una oportunidad. Mi madre no tenía mucho dinero, pero no me faltó nada. Debes quedarte con lo que has tenido: no ha sido fácil, pero has recibido amor y tanto en el lado de mi padre como en el de mi madre había otros adultos que nos ayudaban. Todo eso cuenta. Hay gente que se encuentra con problemas peores y no tiene a quién recurrir.
¿Una madre enferma convierte a los hijos en padres ?
Con mi madre tuve que asumir una actitud que no corresponde al papel de hija. Pero al final este rol invertido cambió. Ella luchó por volver a ocupar su lugar.
¿Lo consiguió?
Sí. A su manera. Creo que las cosas más importantes nos las dijimos en algún momento. Tal vez con tensión, pero las dijimos. Cuando murió, yo estaba en paz con ella. No sentía ninguna amargura, ningún rencor.
¿Respetó su decisión ?
Eso es otra cosa. Me costó mucho aceptar su gesto. En el momento en que sucedió, no pude. Pero la relación entre nosotras era dulce. Será peor cuando muera mi padre porque no hemos llegado a comprendernos.
¿La escritura le ayudó a comprender a su madre?
Escribir me ayudó a comprender. No puedo decir que los libros tengan un valor terapéutico. Creo que ese trabajo debe hacerse fuera de la literatura. Pero seguir sus huellas desde su infancia hasta su muerte me permitió encontrar el valor que había tenido para afrontar su enfermedad.
Tras una infancia como la suya, ¿temió la maternidad?
Cuando era joven, tenía un deseo de maternidad muy fuerte. Probablemente era una especie de fantasma de reparación, esa idea de que puedes reparar tu infancia siendo madre tú misma. Luego, embarazada, tuve miedo como todo el mundo. Pero cuando nació mi hija, fue tan sencillo que comprendí que los primeros años que viví con mi madre nuestra vida había sido así: fácil, fluida. El hecho físico de coger a mi hija en brazos, de amamantar… me hizo ver que mi madre vivió eso. Pude revivir a mi madre siendo maternal.
¿Su propio miedo le ha permitido ver el miedo en los demás?
Probablemente. Para mí la anorexia es una enfermedad de hipersensibilidad. Como adulta consigo domarla, pero esa sensibilidad me lleva a ver y sentir cosas que otros no ven. Veo en los demás miedo, malestar o tristeza que pueden ser menos visibles para otros.
Basada en hechos reales siguió al éxito de la historia de su madre. ¿Qué es lo peor del éxito?
Para mí esa novela no era tanto sobre el peligro del éxito como sobre el vértigo de mostrarte en lo que escribes y la relación ambigua que establecemos con la verdad. El éxito es otra cosa. Es una alegría vivir de lo que escribo. Sin embargo, el éxito del libro sobre mi madre complicó mi vida. Mi familia lo aceptó cuando salió, pero no cuando empezó a tener éxito.
Polanski filmó Basada en hechos reales. ¿Lo conoció?
Lo vi solo cuando compró los derechos y una vez que fui al rodaje. Es meticuloso y obsesivo cuando dirige. En cambio, me hice amiga de su mujer y la he visto varias veces.
¿Por qué se encierra cuando escribe?
Evito distracciones. Cuando estoy centrada en un libro, me obsesiono. Cuando salgo con mi pareja, él es más sensible al contexto y yo a las personas. Acaparan toda mi atención. Cuando cojo el metro con mis hijos, me riñen, dicen que miro demasiado.
¿Es una decisión política? ¿Cuáles son sus ideas?
Recibí una educación más bien de izquierdas. Y, a pesar de todo, continúo pensando en un ideal de igualdad social y redistribución económica.
¿Defiende las reivindicaciones de los chalecos amarillos?
No se puede estar a favor o en contra de ellos. Son una realidad, la expresión de una fractura social. Hay que admitir que hay gente a la que se ha dejado de lado. Si nos negamos a ver su sufrimiento y su abandono, nos exponemos a su rabia.
En Las lealtades se mete en la cabeza de dos preadolescentes. ¿Cómo lo hizo?
Observando. Los doce-trece años son los del silencio, la edad de la incomunicación con los padres. Mis hijos me han contado cosas de ese tiempo que jamás pude imaginar. Y yo tenía la idea de que hablábamos mucho… Los niños se expresan, pero no los escuchamos. Algunos padres están ciegos por su propio sufrimiento. Los problemas materiales o la incapacidad de salir de una obsesión nos centra tanto en nuestra herida que no nos permite ver lo que sucede. Los niños están sobreprotegidos en algunos aspectos y totalmente desprotegidos en otros. Puedes pensar que en casa están a salvo y, sin embargo, pueden estar muy expuestos en internet. No tenemos miedo donde deberíamos tenerlo.
¿Alguien herido tiene miedo a herir?
El miedo a reproducir lo sufrido es una constante. En los testimonios de abusos me impresiona cuando las víctimas de un cura pedófilo explican que se han pasado toda la vida temiendo convertirse también en pedófilos. Es lo más atroz: la reproducción casi inevitable del dolor.
Tiene una estrategia literaria: lo que parece que va a pasar no sucede. Se nota que valora a Stephen King.
Es verdad. Él plantea una pregunta que me ha interesado siempre: ¿quién eres cuando escribes?
¿Y quién es usted cuando escribe?
Uno es lo que decide mirar. Al escribir se multiplica. Sería yo, pero exagerada porque la escritura nos permite llevar al límite lo que somos.
Delphine de Vigan y el dolor que une
Por correo electrónico, y sin que se lo pidiese, Delphine de Vigan me indicó cómo llegar desde el aeropuerto en RER, el metro rápido parisino que se salta algunas paradas, hasta la estación de Port Royal, a un paseo de su casa. Yo iba a París para visitar una feria de mobiliario de diseño junto al aeropuerto. Y aproveché el viaje para pedir a la editorial un encuentro con la escritora. Me recibió en su casa, un ático que, para París, es un piso extraordinario. La cocina estaba abierta al salón y, aunque era enero, entraba a raudales el sol de la tarde. Llegué una hora antes de lo que ella había calculado, pero le dije que si no le iba bien, podía esperar. Me contestó que al contrario, mejor hacerla ya, que pasara. Ofreció un té. Ella también bebió té verde y tuvo la mayor paciencia del mundo aguantando mis preguntas en francés. Hablo de una paciencia espectacular, sin límites. Era mi primera entrevista en ese idioma y, francamente, no sé cómo le eché tanto valor al creerme que conseguiría hacerla. Llevaba las preguntas escritas (corregidas por Françoise, una francesa residente en Madrid con la que, entonces, hacía intercambio de conversación).
Las preguntas eran minuciosas, pero la contrapregunta es siempre imprevisible. Fue ahí donde demostró su paciencia, su dulzura y su inteligencia. Aunque yo me pasara al inglés en algún momento, ella no dejó de hablar en francés, como si yo no fuera a perder los matices de los asuntos íntimos que me reveló. Cuando terminé de transcribirla, y antes de editarla, mi marido tuvo también la santa paciencia de escuchar los ciento quince minutos de entrevista para comprobar que todo estaba en su sitio. Dos personas mostraron una paciencia extraordinaria conmigo. Muy poco después, Javier y yo tuvimos una crisis de pareja y me fui a vivir a París. Delphine había sacado un nuevo libro. Se anunciaba, con su retrato, en las banderolas de las farolas.