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Treinta años haciendo preguntas
ОглавлениеMi primera entrevista la hice en un taxi. Corría la primavera de 1991. El diseñador francés Philippe Starck estaba en la cresta de su fama. Había viajado a Barcelona para dejarnos atónitos al explicar que, en una década, llevaríamos un chip que controlaría todos nuestros movimientos. No existía Gran Hermano, tampoco los gigantescos primeros teléfonos móviles. Él, que no ha dejado de diseñar sillas con nombre de persona, hablaba de un futuro inmaterial. Se equivocó por poco. Viajaba con su primera mujer, Brigitte Laurent, que tardaría menos de un año en morir de cáncer. Habían aterrizado por la mañana y se iban a meter en un taxi para regresar a París en el día. No concedía entrevistas.
«¿Puedo acompañarles al aeropuerto?», pregunté abriéndoles la puerta. Fue Brigitte la que dijo que sí.
La primera entrevista que publiqué en un periódico fue fruto de escuchar más a mis compañeros de oficio que al entrevistado. «Este tío quiere que lo sigamos al hotel. Va dado. Yo me vuelvo a la redacción», dijo el reportero de «Cultura» de La Vanguardia. Sin redacción a la que volver, yo me fui tras Neville Brody, el grafista del momento. Cuando la tuve, llamé a la sección de «Cultura». «Que esté aquí antes de las doce», dijo secamente el redactor jefe. Durante un par de años, esa voz me haría temblar: las propuestas no se escribían, se hacían de viva voz, y convenía ser precisa y hacer perder poco tiempo al jefe. El día que empecé a trabajar para El País lo telefoneé para invitarlo a comer. Fue entonces cuando empecé a llamar jefe a mi hoy amigo Llàtzer Moix, justo cuando él empezó a verme como a una igual.
Siempre quise hacer entrevistas. En la facultad, mis compañeros deseaban hacer tele, era el momento en que aparecieron las cadenas privadas, y los clásicos soñaban con ser corresponsales de guerra —solo una lo fue— o con trabajar en deportes —hubo varios—. Yo quería hacer las entrevistas de El País Semanal. Específicamente. Como si fueran un género aparte. Decidí estudiar Historia del Arte porque me faltaba fondo de armario para escribir en cultura. Allí aprendí bastante arquitectura (estudié en Chicago) y tuve la suerte de entrenarme haciendo preguntas a diseñadores que dicen cuanto tienen que decir con sus diseños y, claro, no hay trabajo más duro que preguntarles a ellos. Por eso cuando tras el encargo de un libro sobre la nueva arquitectura española, comencé a preguntar a arquitectos, que en general tienen mucho que contar, me quedé durante años en esa especialidad. Algunos han recordado luego el día que entré en su estudio sin saber quién era Carvajal. Y preguntándolo, claro. Había vivido en un edificio de Mies, ya he contado lo de Chicago, y tampoco presumía de ello. Así, si a mí me fue fácil distinguir entre los que repiten una teoría, que con frecuencia ellos mismos se han autoimpuesto, y los que simplemente se explican, a ellos les costaría poco darse cuenta de que lo tenía todo por aprender. De eso se trataba, debía aprender para afinar preguntando.
Mi primer encargo de entrevistas para El País Semanal fue lo menos rentable del mundo. Corría el año 2000. Todas eran para un mismo reportaje —es decir, cobré una sola vez— y dediqué varios meses a hacerlas en persona entre Madrid y Barcelona: Ana María Matute, Paco Rabal, Amparo Rivelles, Oriol Bohigas, Xavier Montsalvatge… Matute se dio cuenta de que estaba embarazada casi antes que yo misma. Y el reportaje se llamó «Lo que la vida me ha enseñado». Ahí estaba: iba a pasarme la vida aprendiendo.
Intenté varias veces hacer entrevistas en El País Semanal, pero hubo jefes que solo me veían preguntando a arquitectos. Y en decoración: la casa me ha dado de comer. Curtida en el mundo de los edificios, comencé a proponer profesionales que tuvieran relación con la ciudad: sociólogas, políticas, psicólogos, ecólogos, paisajistas, casi siempre mujeres y de fuera de España. Pasaron los años, los libros de arquitectura, los hijos, los libros infantiles, y dos mujeres me apoyaron. «Tienes un don —me dijo una redactora jefe—. Te has ganado el puesto». Su sustituta me llamó para invitarme a comer. Quería saber si estaba dispuesta a salirme del mundo cultural:
—¿Te atreverías a entrevistar a la Pantoja?
—El día que ella quiera, será un reto. Mientras cobre, no nos dará nada que merezca la pena.
Contrapropuse entrevistar a María Jiménez. Y esperé dos años a que estuviera bien para recibirme en su casa de Chiclana.
He sufrido, maldecido y hasta llorado haciendo entrevistas. En Iowa, cuando trabajaba para La Vanguardia, regresé precipitadamente de celebrar mi treinta cumpleaños con mi gran amor, que vivía en Francia, para entrevistar a Kazuo Ishiguro, el fantástico escritor de Lo que queda del día. Craso error. Decidió que no quería entrevistas. Para compensar la decepción, la universidad me invitó a cenar y me sentaron a su lado, pero él solo quería hablar del vino. Dos veces me levanté al baño. La primera para llorar. La segunda para pensar. Decidí cortar en tiritas las preguntas que había anotado en los folios y repartirlas entre mis compañeros de beca —había publicado una novela con veinticinco años y estaba en el International Writing Program—. Cuando Ishiguro terminó la lectura, comenzamos a levantar la mano para hacer las preguntas. La levanté cinco veces, dos para repreguntar. La entrevista se publicó. «Las dificultades del periodista para obtener las noticias no forman parte de la noticia». Esa parte del Libro de estilo de El País la hemos aprendido muchos en vivo.
La vida se mete por en medio de las entrevistas. A Jhumpa Lahiri la entrevisté calva y en Roma. Hacía seis meses que me había dado cita y la quimioterapia no iba a impedir el encuentro. Pero lo más curioso no fue mi calva, lo sorprendente es que una mujer de origen bengalí y criada en Estados Unidos me preguntara si la entrevista podía ser en italiano.
Desde la recepción del despacho londinense de Zaha Hadid escuché cómo la arquitecta gritaba que no estaba dispuesta a recibirme. Sabía que no era nada personal. Era más bien costumbre de la casa. Por esa época yo ya no lloraba por algo así, pero me estrujé la cabeza pensando en qué le diría a mi jefe. Eso cuando el periódico pagaba el viaje. Muchas veces fui yo misma quien reunió a tres, cuatro o hasta cinco entrevistados para rentabilizar la inversión que supone comprar un billete de avión. Siempre he sentido que esa relación con la vida real, llegar en metro a las entrevistas, me servía para tener los pies en el suelo. En el mundo de la prensa sobre diseño te hospedaban en cinco estrellas. El de las entrevistas es más bien de pensión o de casa de amiga. Suele ser incómodo. Se sufre. No es que todo eso haga falta, es que sucede: entrar en la vida de otra persona exige, parece ser, alterar también bastante la tuya.
No soy la única que ha llorado. Durante la entrevista que le hice en Fráncfort mucho antes de que recibiera el Princesa de Asturias, la socióloga Saskia Sassen comenzó a temblar recordando al dueño de la trattoria de Turín que, durante un año, le dio cada noche un plato de sopa. A Jenny Holzer se le saltaron las lágrimas durante un ataque de tos cuando, de repente, se topó con una herida profunda de su infancia. Ella misma catalogó lo sucedido de freudiano. Siempre he pedido permiso para publicar la revelación de una violación familiar. Y he tenido que pedirlo varias veces. La misma jefa que me dijo lo del don me espetó un día si no tenía nada mejor que preguntar:
—Pero a ti qué te cuentan. ¿Cómo puede ser que las hayan violado a todas?
—Esa es la pregunta: ¿cómo puede ser?
La poeta colombiana Piedad Bonnett no lloró al hablar de su hijo que se suicidó. Y descubrí que Andrée Putman tenía alzhéimer en medio de la entrevista que le hice en Milán. Su hija lo confirmó al terminar.
Solo un tipo me puso la mano en la pierna durante una entrevista. Se la quité diciendo que primero el trabajo y luego la juerga. No hubo juerga. Otro se acercó tanto que pensé que buscaba algo parecido. Pero no: quería saber la marca de mi chaqueta. Era arquitecto. Algunas personas terminan la entrevista preguntándote a ti. Otras, invitándote a comer. Algunas, muy pocas, te vuelven a llamar. Y alguna más te propone que escribas un libro sobre ella. Ha habido entrevistas de una hora y otras, lo más habitual, de casi dos. No es fácil que alguien quiera dedicarte tanto tiempo, por eso los perfiles más completos no salen nunca de campañas ni giras de promoción. Rafael Moneo aceptó la entrevista con una condición: que no hubiera prisa, «aunque se necesiten cinco horas», dijo. Y con Richard Rogers pasé todo el día en Londres. Incluso me pidió que lo acompañara al hospital y lo esperara para seguir hablando. Lo mismo sucedió con Patricia Urquiola en Milán. Puedes comer, beber, sentarte o pasear. Pero no debes nunca olvidarte de comprobar la cinta. Con Paul Auster me pasó justo eso: me dejé la grabadora en casa de mi amiga Elena y tuve que coger un taxi en busca de una tienda de electrodomésticos en Brooklyn. La torpeza me costó más de lo que La Vanguardia me pagó por la pieza. Segunda vez que hablo de dinero, un tema tan esencial como pesado para una free lance por años y experiencia que tenga.
La mayoría de las personas entrevistadas te envían un mensaje o te llaman. No es buena señal que queden muy contentos. Pero cuando entienden tu trabajo y demuestran que lo respetan aceptando preguntas incómodas, se produce uno de los instantes más emocionantes de esta profesión: uno se acerca a otro ser humano como en los momentos importantes de la vida. Muy pocos entrevistados han dado mucho la lata. Alguno más con el retrato que con las preguntas. Alguna que otra ha dudado. Les he pedido siempre fe y casi todos la han tenido. Pocos han querido cambiar respuestas, borrar preguntas incluso. Solo una llamó repetidamente a varios jefes después de que le dijera que ella debía respetar mis preguntas teniendo la libertad de no contestarlas. Sus libros me siguen pareciendo excepcionales.
Una de las consecuencias lógicas de documentarse antes de preguntar —ver todas las películas, leer todos los libros, escuchar todas las canciones, rebuscar entre las entrevistas más antiguas— es que aprendes a evitar las preguntas que ya están hechas y tratas de hacer la siguiente. Cuando se puede. Pero lo mejor de preparar a fondo las entrevistas es que vences prejuicios. Tras leer sus libros, llegué a entrevistar a Jacobo Siruela convencida de que era un sabio. Y dejé al conde de Siruela envidiando su ligereza. O mejor dicho, nos dejó él. La fotógrafa, el cámara y yo nos quedamos en su casa del campo salmantino y él partió. Se fue a comer. Sandra Hochman quiso que me quedara a dormir en su piso de la 86 de Nueva York. Le prometí que volvería al día siguiente. Y lo hice.
Algunos entrevistados ofrecen agua. Casi todos, no todos, café o té. Y alguno ha invitado a gin-tonic. Solo uno me dejó la cuenta por pagar. Era el arquitecto más rico de los que he entrevistado jamás. Mary Karr había cocinado scones. Y cuando terminamos, le llevó los que habían sobrado al vigilante del edificio. También en Manhattan, el oncólogo Siddhartha Mukherjee, que ganó el Pulitzer escribiendo la historia del cáncer, no se dio cuenta de que estaba completamente empapada por la lluvia, literalmente goteando, hasta que terminé la entrevista. Estaba preocupado porque tenía que bajar constantemente a poner monedas en el parquímetro. Cuando al terminar me preguntó si me podía ofrecer algo, le pedí una toalla.
En estos años, he pensado más en el lector que en los entrevistados. He sacrificado una buena pregunta si la respuesta no aportaba. He vencido mi temor a incomodar. También a empatizar. Cuando escuchas a alguien como Miren Arzalluz contar que se pone la ropa de su padre muerto, automáticamente recuerdas la del tuyo, treinta años en el armario. O piensas en los camisones de tu madre con los que duermes. Entonces, por concentrada que estés, se te va la cabeza un segundo, pero vuelves a la vida justamente reconectando la escucha. He encontrado a personas capaces de entender que una pregunta incómoda es una oportunidad para explicarse. Eso es lo que busco como entrevistadora: entender una vida, el hilo de plata del que hablaba Agnes Martin, que invita a tirar de él y termina por explicar la historia.
Si empecé las entrevistas forzando las preguntas en un taxi, sé que hoy no lo haría. He aprendido que la paciencia da mejores frutos que la urgencia. Quería decirlo por si alguien puede ahorrarse los nervios, los miedos, las prisas y disfrutar del aprendizaje que es hacer hablar a otro.
Anatxu
París, junio de 2021