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Arte y oficio de la entrevista

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Antonio Muñoz Molina

Una dimensión crucial de la literatura es el tiempo: el tiempo que separa una experiencia vivida de su relato por escrito; el modo en que el tiempo actúa sobre la obra literaria, mejorándola o desmoronándola o haciéndola desaparecer; las cualidades no visibles para los contemporáneos que el paso del tiempo acaba revelando. El tiempo de la escritura en los periódicos es el más rápido de todos, el más urgente y también el más despiadado, aunque no mucho más, por cierto, que el de formas literarias en apariencia respetables, como la novela o el ensayo. Se dice que lo escrito en un periódico queda obsoleto y borrado al cabo de un día, de una semana como máximo: pero en la realidad tampoco duran mucho más, desoladoramente, la mayor parte de las novelas, las memorias, los libros de ensayo, los volúmenes eruditos de historia. El tiempo es una de esas máquinas crueles que convierten en tiras ilegibles de papel los documentos comprometedores, una carcoma que ni de día ni de noche ceja en su tarea secreta, una vibración electrónica que borra sin huella archivos enormes de palabras e imágenes.

El tiempo destruye sobre todo, pero algunas veces, misteriosamente, respeta y cuida, mejora, preserva. El tiempo que no ha tenido piedad con la mayor parte de la enfática prosa española de los años treinta ha respetado y engrandecido algo de lo que fue invisible o no memorable cuando existió en el presente, la escritura de periódico de Manuel Chaves Nogales, por ejemplo, de Luisa Carnés, de Ramón J. Sender, de Josefina Carabias. Todos ellos, ellas, escribieron en el puro presente, en la urgencia de lo recién sucedido, en periódicos que tenían una vida tan fugaz como mariposas de un solo día y a la mañana siguiente ya eran papel de envolver. Escribieron crónicas sobre hechos contemporáneos, y muchas veces ellos fueron los primeros en olvidarlas, urgidos por el ritmo del trabajo. Estaban escribiendo para el aquí y el ahora, y lo escrito tenía en ese plazo una existencia plena. Pero, sin que ni ellos mismos se dieran mucha cuenta, o ninguna, lo que habían escrito llevaba dentro una especie de célula de tiempo, un dispositivo que en vez de borrarlos lo hacía durar, y además crecer en complejidades imprevistas: una serie de crónicas resultaba ser un libro, aunque el autor no hubiera tenido intención de escribirlo. Lo fugaz resultaba ser duradero. Lo muy breve formaba parte de una extensa unidad, sin perder su carácter.

Por supuesto que no es algo exclusivamente español. El spleen de París, que a nosotros nos parece tan unitario, es una secuencia de piezas breves que Baudelaire fue publicando aquí y allá, en periódicos casi siempre de vida corta y escaso brillo, y que no llegó a ver en forma de libro. Dirección única fue el único libro que Walter Benjamin vio publicado en vida, y ahora posee una delicada solidez de obra clásica: pero era también una colección de textos de periódico. El tiempo transmuta en duradero lo fugaz, en memorable lo desdeñado, en complejidad orgánica y unidad de sentido lo que fue azaroso y fragmentario.

Me parece muy improbable que Anatxu Zabalbeascoa emprendiera la serie de entrevistas que ahora ha reunido en este libro como un proyecto consciente. Cada vez estoy más convencido de que los proyectos conscientes, en literatura, casi nunca van a ninguna parte. En España la categoría de literatura de periódico solo se suele conceder a las columnas de opinión, y esa injusticia empobrecedora impide que se aprecie plenamente la calidad de escritura que puede haber en los reportajes, las crónicas y las entrevistas. Un problema es que en nuestro país se confunde con cierta frecuencia la literatura con la palabrería, y el ingenio con el talento, sobre todo si es un ingenio aliado con el sarcasmo. Un ego hipertrófico puede invadirlo todo, pero es más fácil que se despliegue a rienda suelta en una columna que en una crónica o una entrevista. El que escribe una crónica tiene que fijarse en lo que sucede delante de sus ojos. Entrevistar a alguien es borrarse hasta cierto punto a uno mismo para escuchar a otro, para «ser todo oídos», en la bella expresión castellana. Hay, desde luego, entrevistadores que se ven y se escuchan más a sí mismos que al entrevistado, o que se aproximan a él o a ella con una actitud de cacería, para tomarlo por asalto y a ser posible por sorpresa y sonsacarle un titular embarazoso. «Dame un titular», dicen a veces, con asombroso descaro.

En un mundo en el que nadie escucha y nadie tiene tiempo, una buena entrevista es una rareza: primero como encuentro entre dos personas, después como artificio literario. El resultado final que se despliega en las páginas del periódico esconde toda una aproximación, una aventura, incluso eso que algunos estilistas del castellano de ahora llaman un making of, cuando no se entusiasman y le llaman making off, que por tener una efe más suena más auténtico. Hay entrevistadores que combinan la familiaridad con la ignorancia: se presentan a sí mismos como grandes amigos, o cómplices, o iguales del entrevistado, pero no se han tomado la menor molestia en informarse sobre él, ni sobre lo que ha hecho o lo que ha escrito. La táctica de Anatxu Zabalbeascoa, en la que algo interviene su condición de mujer, es más sigilosa: cuando se encuentra frente a la persona a la que va a entrevistar ha aprendido mucho sobre ella, pero su actitud es siempre respetuosa, hasta contenida, porque a veces se le nota que siente por la o el entrevistado una simpatía e incluso un entusiasmo mucho mayores de lo que manifiesta. Anatxu Zabalbeascoa, en las entrevistas que uno ha leído en el periódico, se esconde mucho más de lo que se muestra. Sus descripciones del personaje y de su entorno son reveladoras pero muy comedidas. Mantiene siempre el formato de pregunta y respuesta. Sus preguntas cobran a veces la forma de afirmaciones algo dubitativas, de tanteos, de intuiciones. La presencia y la voz del entrevistado resaltan como en una fotografía o un retrato en primer plano, pero a través de sus preguntas breves y sus observaciones más o menos neutras la presencia de la entrevistadora no es menos perceptible. Siempre es cortés pero no dócil. Sin que ella nos dé muchas pistas podemos intuir quién le gusta más y quién menos, a quién está escuchando con más agrado, hasta con fervor, hacia quién siente una distancia que tal vez va agrandándose según avanza o no avanza la conversación.

Uno de los atractivos mayores de este libro son las páginas en las que la autora cuenta algo de lo que no puso originalmente en el periódico: algo de sí misma, de sus dificultades personales, sus angustias, sus enfermedades, las observaciones intuitivas que no tienen sitio en una entrevista canónica, lo que sucedió antes o después, lo que queda justo fuera del marco de una fotografía. El libro es mucho más libro gracias a esas añadiduras, pero lo sustancial ya estaba en las entrevistas del periódico, que al reunirse al cabo del tiempo cobran una conectividad inesperada, una forma imprevista, más allá de las voces individuales, de los momentos en los que sucedieron esos encuentros. El tiempo, sin que nosotros lo sepamos, nos escribe los libros. Y así resulta que un formato dedicado a retratar a otros puede dar lugar también a un pudoroso autorretrato, y que el azar aparente de los personajes a los que Zabalbeascoa ha ido entrevistando a lo largo de los años adquiere la forma de un propósito, de un cierto empeño sostenido a lo largo del tiempo, cuajado ahora en este libro.

Yo recuerdo bien haber leído casi todas estas entrevistas cuando se publicaron, en la cercanía temporal que es propia del periódico. Muchos de estos personajes ya me eran conocidos, y sentía admiración y afinidad hacia ellos. Otros, otras, que me eran indiferentes, o antipáticos, despertaron mi interés porque era Anatxu quien los entrevistaba. Miguel Milá, Richard Sennett, Edna O’Brien, Milton Glaser, entre otros, ya eran personajes memorables para mí; por María Jiménez o Zaha Hadid no me habría interesado, sin duda injustamente, de no ser por la atención que ella les prestaba.

Cada entrevista individual es un modelo de escritura de periódico. La sensación de escuchar una voz no se logra transcribiendo lo recogido en una grabadora. Entre la lengua hablada y la lengua escrita hay diferencias insalvables. Para lograr el tono de una voz individual hace falta un trabajo creativo que es del todo literario, y lo es más todavía porque está sometido a los límites severos de la fidelidad. Cada entrevista de Anatxu es un retrato fiel, aunque nunca una copia. Queremos escuchar esas voces. Queremos aprender de ellas. Nos parece que las escuchamos con nuestros propios oídos, aunque nos lleguen como signos impresos en una página o en una pantalla.

Pero cuando las leemos una tras otra, en el ritmo demorado de un libro, descubrimos algo que de otro modo no habríamos sabido ver. Hay una coherencia entre estas voces, una familiaridad sucesiva en estos retratos, en casi todos ellos, y la causa es la presencia de quien escucha y retrata y cuenta, y también una deliberación tal vez no del todo consciente. A Anatxu Zabalbeascoa le interesan sobre todo personas sabias y raras, contemporáneas pero extemporáneas, conectadas vitalmente con el mundo pero también situadas un poco al margen, por su originalidad, por su vejez, por su agudeza mental, por su irreverencia. Ninguna ortodoxia es más implacable en nuestros días que la de lo actual, lo cool, lo último. Las personas con las que conversa Anatxu Zabalbeascoa suelen haber hecho en sus vidas lo que les da la gana, han inventado cosas, han llegado a revolucionar los saberes o los haceres a los que se dedicaban: pero van a su aire, no aceptan ni las imposiciones autoritarias ni las en apariencia antiautoritarias, son laboriosas y haraganas, son conservadoras y radicales, se ríen de todo y a la vez se toman severamente en serio lo que más les importa.

El resultado, misteriosamente, es un libro sobre la sabiduría, la del vivir y la del hacer, sea lo que sea, hacerlo lo mejor posible, hacerlo de tal manera que no pueda mejorarse, según el dictamen de uno de los héroes centrales de Zabalbeascoa, Miguel Milá: hacer una novela, una canción, un edificio, una lámpara, una entrevista, hacer algo y vivir al mismo tiempo, criar hijos, sobreponerse a una enfermedad, aceptar la posibilidad del fracaso y lo inevitable de la muerte.

Gente que cuenta

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