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Yo creo que con Tatiana nos vamos a seguir queriendo toda la vida. No importa lo que pase o deje de pasar entre nosotros; estamos unidos por fatales y complejos lazos que van más allá de cualquier materialidad imaginable.

Estuvimos saliendo unos cinco años. Casi no peleábamos. Estábamos todo el día juntos en el quiosco.

Un día de repente Lelo se fue a vivir a Corrientes. Así, de la nada, sin previo aviso. Después me enteré de que tuvo un conflicto con el esposo de una clienta. En realidad, se fue para evitar la confrontación, porque parece que el tipo era complicado. Y si Lelo se rajó así de repente, seguro que la cosa era jodida.

De golpe, pasé de ser empleado a ser el dueño del boliche. Al principio tuve miedo que los clientes no se sintieran a gusto con el cambio, porque yo era bastante joven como para estar manejando esas cuestiones del juego. Pero como ya me conocían, la transición fue sin sobresaltos. Una charla organizativa con el Flaco Taunus, que estaba al tanto de lo sucedido, y el negocio siguió con la rutina habitual.

Nunca supe bien que pasó, mi tío siempre fue muy reservado, y yo de preguntar poco. En el barrio se dijeron muchas cosas. Algunos sostienen que fue porque el tipo se enteró de que Lelo andaba con la esposa. Otros dicen que en realidad intentó levantársela, pero la mina lo saco carpiendo y le contó al marido. Los menos afirman que Lelo no le pasó una jugada y justo salió el número. Quién sabe. La del número no creo porque no era tan tonto como para arriesgarse así; pero yo no pongo las manos en el fuego ni en invierno.

Lo que siempre me pareció raro es que el tipo nunca apareció a buscarlo por el quiosco. Alguien le debe haber dicho que Lelo se había fugado. Para mí fue un alivio no tener que enfrentarlo, y encima sin tener idea de lo que había sucedido. Imagínese tener que hacerme cargo yo de una deuda de la que no tenía ni idea. Igualmente, el Flaco Taunus me había dicho que me quedara tranquilo, que si era un tema de guita él lo solucionaba. Quizás por eso nunca vino a buscarlo a Lelo. No sé. Yo por las dudas no pregunté cómo pensaba solucionarlo.

Después que Lelo se fue, Tatiana me daba una mano cuando se llenaba de gente, para que yo pudiese dedicarme a lo de la quiniela y no me complicara con la venta de golosinas. Había dos momentos del día que eran bastante complicados, al mediodía, y a las diecisiete horas. Lo que pasa es que en la esquina hay una escuela, y a la salida se me llena el boliche de pibes gritones y madres que le tienen terror al berrinche de los hijos. Es una pesadilla. Manotean todo. Eligen una cosa, después otra, se arrepienten, preguntan, dejan todo revuelto. Imagínese en verano los chocolates todos manoseados. Y las madres pidiéndoles por favor que decidan rápido, mientras ponen cara de martirizada complicidad. Como si soportar ese suplicio fuese algo inherente a ser madre, y yo debiera convalidarlo con un gesto compasivo. Pareciera que creen que los pibes nacieron con algún chip de insoportabilidad, y a ellas les arrebataron el control remoto el día que los parieron.

No sé si son más insoportables los pibes o las madres. Encima estacionan en doble fila, como si la cuota del colegio incluyera una carta blanca de inmunidad. Así que a los gritos de los pibes y las madres se suman los bocinazos de los ilusos que pensaban que podían pasar a esa hora por esta cuadra. Un infierno. Pero bueno, como a mí lo que me da de comer no es la venta sino el juego, no me preocupo demasiado. Los trató medio mal y listo. Si no les gusta que se busquen otro quiosco.

Siempre pensé que algún día me iba a levantar a alguna de las madres. Nunca faltaba alguna con cara de picarona, y que encima estaba buena. Mío tío Lelo no dejaba pasar la más mínima oportunidad. Y como a muchas las conocía desde adolescente, sabía bien donde poner las fichas. Pero desde que me puse de novio con Tatiana esa idea se debilitó bastante. Igualmente, por más que quisiera hubiese sido imposible porque ella estaba todo el día conmigo en el quiosco.

No necesitábamos andar chateando y esas cosas, nos veíamos cara a cara todo el tiempo. No tengo nada contra la tecnología, me parece muy útil, yo la uso cada vez que la necesito, pero en aquel momento ni siquiera era pensable comunicarse de modo tan instantáneo sin tener que caminar buscando una cabina telefónica, y luego hacer la cola, mientras se participaba pasivamente de la conversación del que está hablando. No se imagina cuantas veces tuve ganas de meterme en una charla ajena y decirle: “Así no”, “Eso no se lo digas”, “No arregles para el sábado que dicen que va a llover”, “Saludos de mi parte”, y cosas por el estilo.

Por eso no soy de esos que se llenan la boca diciendo que la tecnología degradó la comunicación humana, y que antes era mejor. Esos que se la pasan repitiendo frases hechas solo para justificar que lo único bueno existió cuando ellos eran adolescentes. Como si lo anterior y lo posterior hubiesen sido una cagada. Yo los dejo hablar, no me meto. Miles de años de civilización, y justo los tipos tuvieron la suerte de ser adolescentes en la única década en que las cosas alcanzaron su plenitud. ¿Que afortunados, no?

Y ahí andan arrastrando su lenta y pesada nostalgia. Reclamando una realidad a la medida de un pasado del que solo recuerdan maquillados jirones. Lo que pasa es que se aferran a lo conocido, y como parece ser que la adultez da chapa de saber todo de la vida, se suben al púlpito para criticar aquello que los desplaza de su lugar de seguridad, mientras viven como impostores del presente.

Son una manga de hipócritas. Se la pasan hablando de la importancia del encuentro cara a cara, sin que medie ningún artefacto, pero se espantan ante la sola idea de quedarse frente a frente con alguien. Tienen terror a confrontarse con las emociones que surgen en un encuentro genuino entre dos personas. Y si no, fíjese. Siempre andan intercalando un artefacto que separe, un motivo que se interponga. Se reúnen a cenar, a tomar un café, a ver una película. Nunca se juntan solo a reunirse. Siempre poniendo en el medio un objeto que los mantenga alejados y a salvo de ese otro que nos puede generar emociones peligrosas.

El tema es que con Tatiana estábamos cara a cara todo el día en el quiosco, y cuando cerrábamos a veces nos quedábamos culo a culo. Bueno, al principio. En esa etapa que uno anda caliente todo el tiempo.

Ninguno de los dos era virgen. No sé cuanta experiencia sexual había tenido ella hasta ese momento, nunca le pregunté nada acerca de su pasado erótico. Tampoco jamás le pregunté por las posibles posteriores. Aunque si bien soy de los que prefieren no saber ciertas cosas, debo reconocer que es cierto lo que dice mi tío Lelo: “Ojos que no ven, corazón paranoico”.

Mi experiencia, si bien no era escasa, tampoco era algo de lo cual andar presumiendo entre los amigos. Algunos de los cuales se esforzaban por traer todas las semanas una heroica jornada sexual, digna de ser incorporada en la mitología del barrio. Pero usted sabe cómo es esto, la gente coge menos de lo que dice, y más de lo que realmente tiene ganas. Es lo que cogen los otros, o lo que dicen hacerlo, lo que marca objetivos a cumplir.

Una vez que me puse de novio con Tatiana, ya no me daba contarle a la barra mis encuentros sexuales. Plantearlo fue un momento difícil, me bardearon bastante. Pero cuando vieron que realmente estábamos noviando ya no jodieron más. Pueden ser medio boludos, pero son buenos pibes. Creo que tampoco quisieron ponerse pesados porque más de uno de ellos estaba cerca de llegar a una situación como la mía, y ninguno quería ser la próxima víctima del grupo. Ese era un lugar al que todos temíamos.

De a poco la abuela y las tías de Tatiana empezaron a romper las pelotas con que cuando se casan y esas cosas. No lo decían de frente, pero todo el tiempo lo dejaban entrever. Nosotros ya habíamos decidido no casarnos. Igualmente, si Tatiana lo hubiese querido yo no me hubiese opuesto, aunque lo de la iglesia hubiese sido un garrón. Soy un hereje en permanente conflicto con cualquier dogma, y cualquier etiqueta; principalmente los rótulos que el sistema permite para que uno se crea diferente, al margen. Pero guarda que aún en los márgenes las hojas tienen renglones.

El margen, la estrategia está en el margen. Es ahí donde el sistema juega sus cartas más perversas. Ofrece amplios márgenes para que quienes allí se ubiquen crean poseer libertad de acción para ir contra el sistema, sin reparar que son parte de un engranaje que les permite jugar ese juego para luego lentamente ir incorporándolos. No están afuera. Los que tienen el poder, en una jugada maestra, crean ese espacio. Les venden marcas de pertenencia, emblemas identitarios de extrema y elucubrada caducidad, que obliga al permanente estado de alerta, en tanto su no actualización se transforma en una inapelable sentencia de exclusión. Callejón sin salida que establece la trampa de la elección continua, convirtiendo al propio acto de elegir en el objeto de consumo privilegiado. De modo tal que la libertad de elección, que el sistema enarbola como uno de sus más valiosos estandartes, se transforma en una tiránica esclavitud sigilosamente disfrazada. Así, lo que se muestra como salida no es otra cosa que la parte trasera de la puerta de entrada. La cual se encuentra cerrada y custodiada por un deslumbrante cancerbero que amablemente puede vendernos la llave que nos deposite nuevamente en la loca carrera por el habitual sendero.

Igual no se desanime, porque yo creo que este sistema tiene una debilidad, un sector que no puede capturar. No existe sistema infalible. Siga imaginándoselo como una hoja, con el margen como parte que la integra, pero abandone por un momento el punto de vista bidimensional. ¿Que puede ver? Claro amigo, el canto. Toda hoja tiene un canto. Y el punto ciego de la hoja es el canto. Es parte de la hoja, pero esta por fuera de esta. No le sirve, pero le da sustento. ¿Porqué le hago esta analogía?, porque creo que el canto de la hoja del sistema, su punto débil constitucional, es la gratuidad. Si uno aplica relaciones de gratuidad a actividades pertenecientes al sistema, no deja de estar dentro de este, pero se ubica en una fisura muy profunda, inasible. Eso sí, el requisito es la gratuidad por el solo hecho de hacerlo. Porque si la práctica de una actividad sin esperar recompensa se inscribe dentro de alguna de las actividades ya incorporadas por el sistema, como la solidaridad, la caridad, la búsqueda de masificación, etc., sus pretensiones de inasibilidad se evaporan por completo. Ante lo gratuito sin pretensiones de recompensa a cambio, el mercado se encuentra en la disyuntiva de aceptar la existencia de una fisura en su andamiaje más profundo, o de idear mecanismos que traten de incorporar, y por lo tanto aceptar, aquello que busca desterrar; lo que lo colocaría ante una paradoja generadora de nuevas fisuras. Y la física ya lleva años demostrando que toda rotura y colapso empieza por una mínima fisura; al principio, y por mucho tiempo, imperceptible. Es el efecto acumulativo de gran cantidad de fuerzas ínfimas lo que lleva a un sistema a su colapso, y no la tonta esperanza de un golpe letal, que siempre es pensado como proveniente de una fuerza ajena que no me demanda compromiso alguno.

El potrero de los silencios

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