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III

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Con Tatiana nos conocimos hace poco más de treinta años. Treinta y pico, para ser un poco más exactos. Ella venía regularmente al quiosco a jugar unos numeritos. En realidad, la que jugaba era la abuela, y ella le traía la jugada. En ese momento el quiosco no era mío, sino de mi tío Lelo; que era muy amigo del flaco Taunus. Creo que habían ido al colegio juntos, o algo así. Yo me encargaba de las golosinas y esas cosas. No me pagaba demasiado, pero como no tenía grandes gastos me alcanzaba.

Tatiana venía una vez por semana, sin un día fijo, hasta que empezó a venir también los lunes. Todos los lunes, nunca faltaba. No venía a jugar, sino a comprar alguna boludez. Que un caramelo, que unos chicles, que unas pastillitas de eucalipto. A mí en realidad me gustaba su hermana. Era menor que ella, pero tenía unas tetas terribles. A todos mis amigos le gustaba, pero como tenía nada más que quince años, nadie se animaba a decir nada. Creo que todos estábamos esperando que creciera para abalanzarnos sobre ella.

Un día cayó la abuela al negocio, porque había ganado unos mangos con el 285 a la cabeza. ¡Las tres cifras había agarrado la vieja! Hacía ya un tiempo que venía siguiendo ese número. Después me enteré de que era la fecha en que se había jubilado, un veintiocho de mayo de 1984.

Como justo Lelo no estaba, le pagué yo, y después, inocentemente, le mandé saludos para Tatiana. Fue solo una formalidad. Creo que para evitar preguntarle que pensaba hacer con toda esa guita. No era demasiada, pero para la quiniela, y en ese barrio, era una buena cantidad.

Ahí me desayuné que la piba estaba metejoneada conmigo. Mirá que flor de boludo que era que no me había dado cuenta.

Perdón, pero... ¿está bien que te tutee?. Digo, porque estamos hablando hace un rato y me pareció que ya había cierta confianza. Pero está bien, mejor continúo tratándolo de usted. Cualquier cosa me avisa.

Bueno, sigo. Le decía que la abuela me dijo que Tatiana era la que le pedía venir al negocio para hacerle la jugada, y ella se dio cuenta de que yo le gustaba. Mire usted, yo re dormido.

Una vez que le pagué y guardó la plata en un monederito desvencijado enfiló para la puerta, con una mano descargando todo el peso que podía sobre el bastón, mientras con la otra gesticulaba acompañando unas inaudibles palabras, que dirigía a alguna parte dolorida de ella misma, seguramente ya muy acostumbrada a escuchar sus rezongos. Al llegar a la puerta, y sin girar para verme, me dijo a viva voz que no me demorara, porque el alemancito de la esquina ya le había echado el ojo a la nieta.

Por suerte en ese momento el quiosco estaba vacío, y tampoco estaba Lelo. Imagínese el calor que hubiera pasado. Mi tío no me hubiera dejado en paz. Era capaz de abochornarme delante de la propia piba. Y no solo eso, alguien podría haber alertado al alemancito, y ese, además de fachero y rápido, era el hijo de una de las billeteras más importantes del barrio. El padre era el dueño de una fábrica de pastas, con cuatro o cinco locales; uno en cada barrio. En toda la zona, si quería ravioles se los compraba a Don Weber.

Así que yo, más lerdo que perezoso, apenas Tatiana volvió le empecé a dar charla. No me daba abordarla así de una; por lo que le hice notar que me interesaba, y que en cualquier momento la invitaba a salir. Me pareció que un poco de misterio no vendría nada mal.

Ojo que no es que la encaré porque la abuela me dijo que yo le interesaba. Ella me gustaba ya de antes, y no era por algo físico. Era pura sensualidad. Tenía ese gesto pícaro. ¿Vio la Gioconda? Bueno, algo similar. Ese gesto que uno no sabe si lo está seduciendo, o usted le es totalmente indiferente. Una cosa así como tierna, pero que al mismo tiempo parece que está al acecho para devorárselo. Una sonrisa inmortal. Con esa inmortalidad silenciosa de un troglodita. Inmortal y loca, siete veces loca. Ese tipo de locura que lanza llamas. Muy enigmática. Fascinantemente enigmática. Tierna, pudorosa, misteriosa, salpicada de pasión, indescifrablemente sensual.

No eran sus labios, sus mejillas, o sus ojos; sino la expresión que de la interacción entre ellos se conformaba. Toda la magia de su ser se expresaba reveladora en esa gestualidad siempre velada, a la vez que dispuesta a ser capturada. Podía pasarme horas mirándola, embriagado en su fulgor, con el lento frenesí de la pausa que juega con el tiempo.

Yo creo que nunca me había animado a hablarle de otra cosa que no sea estrictamente banal porque no sabía cómo reaccionar ante esa sonrisa. ¿Que quería de mí? ¿Era realmente para mí?

Hubiese preferido una y mil veces que me sonriera con palabras; porque así era como una proposición a que la interpretase, y yo no disponía de un código certero para hacerlo. Al tiempo que me preguntaba sobre que interpretaría ella de mi conducta ante su sonrisa. Un círculo vicioso de seducción y duda, quizás. No cobardía, porque ya verá que no soy quedado.

Si bien yo le gustaba, y ella venía al quiosco por eso, creo que en el fondo Tatiana no era consciente del impacto que su sonrisa provocaba en mí. Estoy plenamente convencido que, por más que se lo haya dicho cientos de veces, nunca, a lo largo de los años, logró comprenderlo cabalmente. Es como si la relación entre su sonrisa y su intención estuviese entre paréntesis, y solamente yo era el lector de esa frase allí colocada.

Como sea que fuese, ese sonreír tuvo un gran impacto en mí, y hoy, treinta y pico de años después, la huella de aquella sorda conmoción sigue aún fresca.

Uno de esos lunes que vino estuvimos hablando unos minutos de cualquier pavada, y en una de esas le dije si no quería el viernes a la noche ir a tomar un café y jugar unas fichas de pool en el bar del barrio. No era gran cosa, pero me pareció mejor eso, así medio informal, que invitarla a cenar o a cualquier otra cosa más solemne. Nunca me sentí cómodo con esas cuestiones medio estereotipadas. A mí déjeme con las cosas simples. Además, eran otros tiempos. Bueno en realidad era otra forma de manejarse con el tiempo. En aquel momento se andaba más lento, aunque más rápido que en tiempos previos. Es como que si uno mira para atrás cada vez se andaba más lento. Yo qué sé.

Mi tío tenía una teoría respecto al tiempo. Se le había ocurrido a él, porque nunca había estudiado nada. Lo máximo que leía eran revistas de turf. Le tiraban los burros, así que se estudiaba todas las carreras. Igualmente se ve que el estudio no era lo suyo, porque lo bochaban en todas las boleterías. Cada tanto embocaba alguno, pero de esos que pagan uno con cincuenta.

La cosa es que había escuchado en la radio a un científico que decía que el universo se expandía permanentemente, cada vez con mayor velocidad. Y a él no le entraba en la cabeza, no que el universo se expandiera, sino que no nos demos cuenta de eso. Que algo así pasase, y nosotros no lo percibamos de algún modo. Así que se le ocurrió que el tiempo tenía que ser el modo que tenemos los humanos de percibir la expansión del universo.

Yo qué sé, se le ocurrió eso; se le podía haber ocurrido que ese era el motivo por el cual no ganaban nunca sus caballos. Lelo es así. Uno nunca sabe con qué va a salir. Y la verdad que yo creo que algo de razón debe tener. Piénselo un momento. El universo se expande cada vez más rápido, y nosotros vivimos cada vez más rápido. Yo qué sé, a mí un poco me cierra.

Pero bueno, volviendo a lo que le estaba contando, la cuestión es que me dijo que no, porque la abuela se iba a quedar sola, y ella tenía que quedarse cuidándola. Obviamente no le creí. Y sabe porqué no le creí. Porque titubeó. Dudó un instante. Fue mínimo, mire. Una fracción de alguna medida de tiempo muy chiquita. Fue un titubeo sutil, cargado de la evanescencia de lo efímero. Exigua fugacidad que muy a su pesar se eterniza, en tanto una vez extinguida su materialidad, persiste cobrando aún más fuerza el discurso que la infecta.

Así que no le insistí; pero cuando vino el viernes le tenía escrito un poemita. Nada del otro mundo; unos versitos simples pero efectivos. Los llamé: “Yo vi tu mano temblar”.

Tras un muro de aparente calma,

y una mueca de seguridad.

Bajo el cielo de: no pasa nada,

y una huella de neutralidad.

Quizás ni vos lo notaras,

yo vi tu mano temblar.

Se lo di escrito en un papelito de mala muerte para que tuviese más impacto. Se quedó unos segundos mirando el papel, pero yo me di cuenta de que ya lo había leído y demoraba el momento de entrecruzar nuestras miradas. Estaba frente a la encrucijada de permanecer callada, y así aceptar que su negativa había sido una actuación, o fingir que no había entendido y cambiar de tema. Sin embargo, fue más directa, y mientras levantaba la vista me dijo que ella era muy buena jugadora de pool, y me iba a hacer pasar vergüenza frente a todos los viejos del bar.

El potrero de los silencios

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