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La leyenda del Buda Gautama
Los cuatro reencuentros

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Quienes han relatado la vida y las palabras de Buda no han dicho casi nada del tiempo transcurrido entre su nacimiento y su adolescencia. En todas las disciplinas a las que se entregó destacó siempre sobre aquellos que le rodeaban: muy pronto manifestó un perfecto conocimiento de las ciencias, las artes, el tiro con arco y la equitación. Cuando cumplió dieciséis años se casó con la joven Gopa Yasodhara, con la que más tarde tendría un hijo. Todavía habían de pasar trece años antes de que ocurriera algo que a los ojos de Siddharta pudiera parecerse a los signos que su padre temía que viera.

Por fin, un día, el joven príncipe – que tenía entonces veintinueve años— quiso dirigirse a un pequeño bosque situado más allá de las murallas de la ciudad. «Me gustaría – dijo— visitar el bosque de Lumbini, en el que mi madre me trajo al mundo». Suddhodana hizo preparar un carro y apostó guerreros a lo largo de todo el trayecto a fin de que nadie se acercara al cortejo.

Fue entonces cuando en el camino, delante de ellos, apareció un anciano con el cuerpo muy deteriorado por el paso de los años que, caminando con dificultad, ofrecía a quienes le miraban el espectáculo de su decrepitud. Marcado por todas las ofensas del tiempo, el anciano avanzaba apoyándose en un bastón.

Siddharta, «el que cumple», le preguntó entonces a su sirviente Chandaka, que le acompañaba:

–¿Quién es ese hombre? ¿Qué le ha ocurrido para que ya no pueda sostenerse? ¿Qué fuerza ha podido destruir su vigor y desfigurar su rostro?

– Este hombre es un anciano y lo que ves es lo que reserva la vida a los seres que viven muchos años – le contestó su criado.

– Entonces – dijo Siddharta—, nacer es algo funesto si conduce a los hombres a esta situación.

Después de este decisivo encuentro quiso regresar a su palacio.

Cuando su padre supo qué había sucedido se acordó de los signos anunciadores e hizo doblar la guardia que acompañaba a su hijo, aunque, naturalmente, no podía detener aquello que el destino había establecido.

Al día siguiente, mientras se dirigía de nuevo hacia el pequeño bosque al que no había llegado el día anterior, el príncipe recorrió de nuevo el mismo camino. Sin embargo, le esperaba un nuevo encuentro en el lugar exacto donde se había desarrollado la escena del anciano. Esta vez vio, echado sobre su espalda, a un ser lívido que deliraba a causa de la fiebre y mostraba una respiración agitada que sacudía todo su cuerpo. Chandaka, el criado, respondió a las preguntas de su maestro diciéndole que se trataba de la enfermedad que podía afectar a todos los habitantes de la tierra sin distinción alguna.

Una vez más el príncipe dio media vuelta y volvió a Kapilavastu.

Por tercera vez quiso el príncipe recorrer de nuevo el camino, pero una visión todavía más atroz le esperaba: una persona muerta rodeada de sus parientes envueltos en lágrimas apareció ante su vista. Dirigiéndose a Chandaka, le preguntó de nuevo:

–¿Cuál es ahora la causa de esta nueva desesperación?

– Señor, acabas de descubrir la muerte – le contestó Chandaka—. Ella es la que pone fin a la vida de todos los seres. Nadie puede escapar a su acción.

Siddharta le respondió entonces:

–¿Para qué sirven en la balanza de la felicidad esas maravillas que se llaman juventud, salud y vida? ¡Mira cómo acaban! ¿Quién puede mantener ahora que la existencia no es una pesada carga?

Días después, aquel al que los tiempos llamarían Bienaventurado decidió, a pesar de las advertencias de su padre, salir por cuarta vez.

En esta ocasión no vio a ningún anciano, a ningún enfermo ni tampoco a la muerte, sino a un hombre que, vestido con un hábito teñido de color azafrán y la cabeza rasurada, caminaba llevando en la mano una escudilla. Era un monje. Entonces, el príncipe descubrió enseguida que en este hombre que caminaba libremente, liberado de los tentáculos del deseo, se escondía la verdad. Y su espíritu recibió la iluminación.

Cuando regresó al palacio, se encontró con un grupo de gente que mostraba gran alegría. Un sirviente se acercó hasta él diciendo: «¡Maestro, ha nacido vuestro hijo!». Sin embargo, él, ya transportado por el recuerdo de su último encuentro, balbuceó unas palabras incomprensibles a todos cuantos le rodeaban:

– Es una nueva atadura que acaba de nacer y que es necesario destruir.

Por eso lo llamó Rahula, «atadura».

Buda y el budismo

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