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Era la mañana del 13 de septiembre de 1964 cuando tomé el tren que lleva desde Charleston, en West Virginia, hacia Cleveland, Ohio. Tenía treinta y cinco años: debería haber sido una mujer madura a esa edad. Había crecido desde un punto de vista biológico, eso sí. Por momentos, hasta me sentía envejecida. Huía de algo o de alguien. Me escapaba de una existencia equivocada, de un cúmulo de eventos y situaciones que no me pertenecían más. Había escuchado decir que uno realmente comprende que se está alejando para siempre de un lugar si, en el momento de la partida, no siente el deseo de voltear la mirada para apreciar, por última vez, la fotografía definitiva de su propio pasado. Me preparé durante días, imaginando ese momento crucial que me conduciría a un nuevo comienzo. Llevaba la mirada fija hacia adelante mientras el tiempo transcurrido se iba borrando a cada paso que daba.

Si la vida hubiese sido una cinta de seda, al mirar hacia atrás en la mía, habría encontrado solo un trozo de tela lacerado, arrugado y carente de su color original. Anudado, aquí y allá, para indicar las principales etapas de mi existencia, para que no pudieran ser olvidadas por error o por propia voluntad. Etapas de mi vida o de la de aquellas personas que siempre habían decidido todo en mi lugar, tutores y defensores de mi existencia, asistentes de una pobre joven discapacitada, incapaz de entender ni desear. Se habían apropiado de mi vida y, en ella, habían buscado y encontrado una posibilidad para rescatar su miserable realidad. No percibía ninguna diferencia entre mis elecciones y aquello que se me imponía, por más que me esforzara, continuamente, en buscarlas para convencerme de que eso era lo correcto, que me habían enseñado las cosas adecuadas, que yo realmente era su hija y que, por lo tanto, tenían todo el derecho y el deber de ejercer su dominio sobre mí. Incluso un dominio extremo.

Muchas veces escuché a mi madre llorar, escondida en su habitación, cuando mi padre no estaba. Sollozos y amargas lágrimas sofocadas en un trozo de tela, de esas mismas sábanas que la envolvían durante sus noches de insomnio, aquellas que pasaba reflexionando sobre su existencia, sobre su vida robada a manos de un hombre que no la trataba mejor que a sus propios zapatos. (A esos, al menos, cada tanto, les sacaba brillo; y cuando no lo hacía él, debía hacerlo mi madre, de lo contrario, llegaban los golpes).

Muchas noches lo escuché regresar a casa muy tarde, completamente borracho, convertido en un tambaleante residuo de vida ahogada en estallidos de gin y whisky. Gritaba, sin importarle la hora ni tampoco si su mujer dormía o si, tal vez, se había quedado despierta preocupada por él, temerosa de cómo lo habría encontrado a su regreso o de qué le habría hecho esa noche. Mi padre la golpeaba con frecuencia. Le pegaba si ella fingía dormir cuando él entraba en la habitación, en la oscuridad como un fantasma, golpeando la puerta contra la pared en el intento de mantenerse en pie. Le pegaba si ella iba a ayudarlo para sostenerlo, cambiarlo o acostarlo vestido. Todo iba bien con tal de que la noche pasara rápido. Pero con la noche, también se iba un trozo de su vida.

Mi madre esperaba hasta que el ogro se durmiera, luego, iba al baño y, con un trapo humedecido con agua fresca, curaba las señales de los golpes recibidos. Yo la escuchaba, oía sus sollozos de dolor, producto de esos azotes estampados sobre un rostro que ya no mostraba más expresión, forma o color. Luego, mi madre venía a mi cuarto. A menudo, me encontraba despierta, con los ojos de par en par, a merced del terror que me causaba aquello que veía impreso en su rostro. Entre los brazos, yo sofocaba a mi osito de peluche, imaginando y deseando que la víctima de esa noche fuera mi padre. Ese osito era uno de los pocos regalos que había recibido de su parte, tres años atrás, para mi cumpleaños, cuando aún era un hombre ocasionalmente sano.

Gracias a mi padre aprendí a odiar al prójimo, cuando, en realidad, una niña debe hacer lo contrario, debe aprender a amar. Mi madre me consolaba, me decía que todo acabaría pronto y que no había nada que temer, pues mi padre solo estaba un poco cansado, porque había tenido un día difícil y una vida complicada; porque había tenido que soportar situaciones dolorosas, como cuando su comilitón y mejor amigo había muerto entre sus brazos, desmembrado por una de las decenas de miles de granadas que habían explotado durante la segunda guerra mundial, en la que mi padre había combatido.

Siempre me contaba esa historia, nunca se la ahorraba. Casi como queriendo justificar el comportamiento de ese hombre en el que ya no reconocía ninguno de los rasgos que, muchos años atrás, la habían atraído, haciéndola enamorarse de él, convenciéndola de que era la persona justa para ella y de que se casarían. Y yo, para complacerla, fingía escucharla por primera vez, permanecía acurrucada en mi cama, en silencio, y cuando mi madre terminaba el relato de esa noche, yo me acercaba a ella para abrazarla y para acariciar las marcas de los golpes, para comprender cuánto dolor le causaban. Ella, en cambio, interpretaba ese simple gesto de mi parte como un inmenso acto de amor que la recompensaba por todo, que la convencía de que, al final de cuentas, valía la pena seguir viviendo por alguien. Por mí.

Se disculpaba mientras abandonaba lentamente mi habitación; solo más tarde comprendí que, en realidad, se estaba disculpando por haberme traído al mundo. Los labios dibujaban en su rostro amoreteado una débil sonrisa que, para mí, resultaba alentadora porque aún no comprendía, al menos, no todo. ¡Pero sabía! Sabía que mi madre regresaba a la guarida del ogro. Escondía mi cabeza bajo las mantas, temblando. Veía un ogro hambriento con rasgos humanos, los de mi padre, que yo embrutecía aún más con el poder de mi fantasía infantil. El ogro se hacía un banquete con los restos de mi madre, haciendo jirones la carne con sus dientes puntiagudos. Eran imágenes tan reales que hasta me parecía sentir el olor de la sangre derramada en mi cama. El ogro me llamaba, me ordenaba entrar en su guarida y me ofrecía un pedazo del cuerpo de mi madre, la mano. Esa misma mano que unos minutos antes me había acariciado, ahora estaba allí, inanimada, delante de los potentes ojos de mi mente. Esa pesadilla me acompañaba, a menudo, durante toda la noche y todo el día posterior, a pesar de que las sombras y los espectros que habitaban el silencio hubieran dado lugar a la entrada de la luz del día. Era una tortura destinada a perdurar por toda mi vida.

Pero luego sucedió un hecho que logró destruir ese maléfico encantamiento. Todo desapareció el día en que, al regresar de la universidad, encontré a mi madre muerta en el baño. Estaba inmersa en un charco de sangre con las muñecas desgarradas por el frío perfil de una cuchilla de acero. El ogro había entrado en su cuerpo y, desde adentro, la había batallado, consumiéndola gota a gota. Lo que quedaba de la candela, casi disuelta, todavía no había dejado al descubierto completamente su mecha y la llama permanecía encendida, aunque tenue. Ella, una mujer pequeña y sencilla, despojada de su identidad, había encontrado el modo de vencer al ogro. Lo había hecho a su modo, justo ese día. Y fue su victoria más grande. Esa mañana, por primera vez, mi madre me entregó su manojo de llaves. Finalmente, había alcanzado mi meta, mi madurez, sentía que había conquistado su confianza, incluso sin ningún mérito en particular. Pero, a mis espaldas, también ella había alcanzado su objetivo.

Tenía veintidós años cuando comencé a cuidar del ogro, a satisfacer sus deseos, incluso el más cruel. Las manos, los pies, todo su cuerpo ahora estaba dedicado a mí, solo a mí. Me había quedado sola. Mi compañera de desventura me había abandonado, ya muy cansada para continuar a mi lado dentro de ese juego. Cansada de todo, cansada de la vida.

Pasaron tres largos años hasta que, finalmente, logré liberarme de él; años que me dejaron sin dignidad, desnuda como mujer y como ser humano. Busqué trabajo en el hospital como enfermera y, extrañamente, me aceptaron de inmediato. Esa fue mi primera salvación verdadera. Tiré los recuerdos de mi dura infancia en el contenedor de basura que estaba justo delante de mi casa y junté las pocas ropas que me quedaban en buen estado, esas que nunca había usado mientas él abusaba de mí, aquellas que no apestaban a su esperma, a su vómito impregnado de alcohol y a mi sangre. Encontré una casa en alquiler fuera de la ciudad, poco digna, pero en la que se podía vivir. Al fin de cuentas, ¿qué sabía yo de dignidad?

Pagué el anticipo con el poco dinero que había logrado reunir gracias a los pequeños trabajos que personas de buen corazón, que me conocían, habían querido asignarme. Conocían mi condición de huérfana de madre suicida y la mala situación en la que, seguramente, debía encontrarme a causa de un padre indigno, con el cual también ellos habían tenido que lidiar más de una vez. Había guardado celosamente ese dinero en una caja de metal escondida bajo una tabla del piso, a la espera del momento justo para poder utilizarlo. El ogro nunca me había permitido trabajar, no quería que yo ganara mi propio dinero, que me vuelva autónoma y, quizás, lo suficientemente fuerte como para encontrar el coraje de denunciarlo ante las autoridades. Afirmaba ser él mismo la autoridad, yo le pertenecía y así debería haber permanecido por el resto de mi vida o, al menos, hasta que él hubiera decidido echarme a patadas de su casa.

Cuando todo estuvo listo, aguardé con impaciencia la llegada de la noche. Seguí cada uno de sus pasos mientras se preparaba para salir, tratando de no traicionar mis emociones. Reflexionaba sobre las noches anteriores, sobre cómo me sentía al ver salir de casa a mi padre y sobre lo que vendría después, cuando, en su lugar, fuese un ogro el que regresara a su guarida. Deseaba representar todo, incluso en ese momento, como lo habría hecho un mimo durante uno de sus números, inclusive las expresiones de mi rostro. Se acercó a la puerta y la abrió. Luego se detuvo y se giró hacia mí.

–¿No vas a la cama?

–Aún no.

–¿Por qué?

–Porque no tengo sueño. Iré en un rato.

–Como quieras, pero no te canses. Sabes que me siento mal si te veo cansada, me haces sentir un mal padre.

El corazón se me detuvo un instante. Si en ese momento me hubiera llegado la muerte, la habría recibido con los brazos abiertos. No respondí, lo miré y luego asentí con un tímido movimiento de cabeza.

–¿He sido un mal padre, Melanie? —continuó como si sintiese placer en proseguir con aquel sanguinario interrogatorio—. ¡Respóndeme, coño! ¿He sido un mal padre?

–No —respondí llorando y moviendo frenéticamente la cabeza para confirmar una respuesta en la cual, obviamente, no creía.

Temblaba. Agarró mi oreja torciéndola con fuerza, con tanta violencia que comencé a pensar que ese día me la arrancaría de la cabeza.

–Bien, muy bien. Ahora está mucho mejor. Siempre has sido una buena niña, muy buena. Debes obedecer siempre a tu padre. Al final de cuentas, soy yo quien te mantiene, así como he mantenido a la puta de tu madre durante toda una vida, como a un parásito. ¡Y asegúrate de estar en la cama para cuando vuelva, si no te meterás en serios problemas! ¿Entendido?

Dejó mi oreja y salió golpeando la puerta. Permanecí sentada unos minutos para asegurarme de que no regresaría para recoger algo que se había olvidado, como otras veces había sucedido. Recuerdo una vez que entró después de unos minutos para coger una pistola que tenía guardada en un cajón, ya cargada con las balas, lista para usar. Fue la primera y la última vez que vi esa arma, nunca supe dónde había acabado o si la había usado contra alguien. Él se dio cuenta de que lo estaba mirando mientras guardaba la pistola en la cintura del pantalón. Yo era muy pequeña. Me miró.

–¿Y? ¿Qué miras? ¡Debes agradecerle al Padre Eterno que aún no la he usado en contra de ustedes!

Permanecí inmóvil, petrificada, con los ojos y la boca bien abiertos, con una expresión de asombro similar a la que había tenido cuando recibí mi primer peluche, pero, esta vez, sin la sombra de la sonrisa. Me sorprendió que de su boca pudiese salir el nombre de Dios. Antes de ese día, solo había visto la imagen de un revolver en algunos carteles; aún no existía la televisión y, por lo tanto, no tenía idea de para qué servía ese objeto ni porqué él se había enojado tanto al ser descubierto. Llegó mi madre en mi ayuda.

–Ven tesoro, ven conmigo. Papá tiene muchas cosas que hacer, no está enojado contigo. No debes pensar eso, ¿de acuerdo?

–De acuerdo, mamita.

Mi madre había colocado las manos abiertas sobre mi boca y las apretaba tan fuerte —casi como si quisiera acallar una frase mía pronunciada fuera de lugar— que apenas logré responderle. O como si quisiera sofocarme para ahorrarme todos los dolores que, estaba segura, habría sufrido en el transcurso de los años. Sus manos olían a jabón. Amaba ese perfume porque olía a flores, olía a mi madre.

No regresó. En esos minutos de espera había engañado al tiempo saboreando mis lágrimas, tratando de recordar en qué otro momento del pasado ya les había sentido ese mismo sabor. Tenía un amplio catálogo de sabores entre los que podía elegir, pero, en ese momento, ninguno parecía asemejarse a uno conocido. Había descubierto un nuevo sabor: mis lágrimas se habían endulzado levemente.

Corrí hacia mi habitación, recogí el dinero y lo guardé en la valija. Bajé las escaleras en puntas de pie, abrí la puerta y miré hacia afuera, temerosa de encontrármelo allí, delante de mis ojos, listo para decirme: «¡Te lo advertí, debiste haberme hecho caso, mocosa! ¡Ahora te has metido en apuros!». Pero su sombra no estaba, ya no estaría nunca más. Un paso, dos pasos, tres pasos. Cada vez más rápidos, casi corriendo. Enfilé hacia la calle de la derecha, vi al señor Smith en la puerta de su casa mientras acomodaba las flores en las macetas situadas sobre las escaleras de ingreso. Sus hijos, Martin y Sandy, le daban vueltas alrededor como las mariposas a las flores. Él bromeaba con ellos y con su madre, que los había alcanzado en el umbral de la casa y los miraba sonriente. Disminuí el paso para observar mejor esa imagen de familia feliz, esa que yo jamás había tenido, para llevarla conmigo fingiendo que también me pertenecía un poco.

En los cinco años que siguieron, mi padre nunca vino a buscarme. Por lo menos, ninguno me dijo jamás que lo hubiera hecho. El día que, a desgana, regresé a casa para su funeral, los vecinos me contaron que cuando regresó aquella noche en la que escapé, completamente borracho como siempre, comenzó a gritar alarmando a todo el vecindario. Nadie me había visto salir, ninguno fue capaz de responder a las preguntas que masculló con su boca envenenada de alcohol. Mi dijeron que, a través de sus siniestros contactos, había logrado averiguar mi paradero, pero que había decidido dejarme en paz, no perseguirme, porque sabía que no había sido un buen padre y que solo me causaría más daño si me obligaba a regresar. Había tomado la decisión de irme, y para él estaba bien así. Alguno afirmó que había decidido premiar mi coraje, así como la habilidad que había demostrado al ponerlo contra las cuerdas. No creí ni una sola de aquellas palabras, pronunciadas por gente que ni siquiera me conocía, pero luego me resigné al hecho de que podrían ser ciertas, porque, de cualquier manera, ya no me importaba nada más de él. El ogro había muerto a manos de otro ogro durante un ajuste de cuentas, quizás.

Eran aproximadamente las nueve de la noche del 15 de septiembre de 1960. Llovía a cántaros y sin parar desde hacía tres días, y aún nos aguardaban más días de lluvia. Acababa de llegar a casa después de un largo día de trabajo; con frecuencia hacía turnos un poco más extensos para ganar un poco más de dinero. En cinco años había ahorrado lo suficiente como para decidirme a comprar una casa propia, ayudándome con un pequeño préstamo del banco. Mi vida había cambiado, finalmente estaba empezando a encontrar mi identidad. Débil quizás, pero toda mía. El trabajo me había ayudado mucho en todo este proceso, me había permitido remendar las heridas acumuladas durante años, aunque estas mantenían su dolor bajo las numerosas cicatrices repartidas por todo mi cuerpo. Un dolor extendido, más tolerable, aunque permanente, que no dejaba espacio para que mi alma esté en paz. Calenté mi plato precocido en el horno y me senté a la mesa a esperar a que estuviera listo mientras las manos sostenían el peso de la cabeza.

La televisión existía desde hacía unos pocos años, pero solo las familias más adineradas podían permitirse comprar y mantener una. Sin duda, yo no. Las pocas veces que transmitían algo interesante, me detenía delante de los escaparates de las tiendas de electrodomésticos donde se agrupaban otras personas que, como yo, no podían tener una. Pero una vez que llegaba el horario de cierre de la tienda, el mismo hombrecillo gordinflón con bigotes se acercaba hacia nosotros, protegido por la vidriera, para anunciar, abriendo los brazos sin consuelo, que «las transmisiones del día habían acabado» o que, al día siguiente, se ofrecerían «ventajosas ofertas en la tienda a las que no podríamos renunciar, a fin de poder comprarnos, finalmente, nuestro primer espléndido televisor». Estas palabras las tenía escritas en el rostro, no tenía necesidad de pronunciarlas. También me refugiaba en los bares, esos que ponían un televisor a disposición de sus clientes, sobre todo, durante los meses fríos del invierno o en las noches lluviosas. Pero el olor de los vapores del alcohol me subía rápidamente a la cabeza, me hacía recordar a mi padre y me obligaba a escapar como un recluso que busca el camino hacia la libertad.

En casa tenía una radio vieja que cada tanto encendía, cuando me daban ganas de escuchar una voz que fuera lo suficientemente distante como para no exigirme una respuesta, una interacción. La había encontrado en un puesto de usados, a la venta por unos pocos dólares. Estaba rota, pero el vendedor me había asegurado que sería fácil de reparar. La compré, a pesar de no estar completamente convencida de haber hecho un buen trato, y un amigo se ofreció a reparármela gratis. Se llamaba Ryan. Ese joven fue el único hombre capaz de regalarme un poco de amistad sana e incondicional, esa que necesitaba con vehemencia, esa que no había tenido jamás la suerte de probar en toda mi vida.

También con él me mostraba cerrada en muchos aspectos, pero mientras otras personas, frente a ello, sentían la obligación de hurgar en mis debilidades, él las respetaba. Ryan jamás me preguntó acerca de mi pasado, jamás juzgó mis acciones o las pocas elecciones que había hecho desde que vivía como una mujer libre. Comprendía el momento en que yo tenía ganas de conversar porque me desahogaba como un río en crecida en el que él se dejaba arrastrar. Y aceptaba mi fragilidad, manifestada a través de silencios, cuando prefería quedarme sola para contemplar una hoja de ensalada colocada sobre la mesa de la cocina. Cuando veía llegar uno de estos momentos, tan frecuentes en mí, él me saludaba con un gesto militar y se alejaba marchando, sin hablar, cerrando dulcemente la puerta tras de sí. Me hacía reír, me hacía sentir bien. Como nunca había reído antes y como nunca me había sentido tan bien en mi vida.

Sentía algo por él, un sentimiento extraño que no lograba reconocer ni darle nombre. Cuando un día estuvimos uno frente al otro, a punto de besarnos, lo alejé con fuerza. Había sentido miedo. En ese entonces, no pude comprender a qué le temía, pero tenía la certeza de que era temor puro. Sin embargo, ese gesto inmaduro de mi parte no hizo mella en él y siguió comportándose conmigo del mismo modo.

Un día, me dijo que su familia debía mudarse a causa del trabajo de su padre y de otros temas que este debía afrontar. Por seguridad, no me dijo dónde iría a vivir. Así que debíamos alejarnos durante un tiempo, y yo no podría verlo bajo ningún punto de vista. Pero no debía temer, porque él me buscaría, mantendríamos el contacto y el volvería apenas las aguas se hubiesen calmado. «Te lo prometo, Melanie. Dame la mano, colócala aquí y escucha: ¿sientes mi corazón?». Fueron las últimas palabras que le escuché pronunciar mientras apoyaba mi mano contra su pecho, antes de su último saludo militar, de su última marcha, esa que anunciaba su partida. No respondí a sus palabras con otras que hubiera querido decir y que, por el contrario, quedaron atrapadas en la garganta, sofocadas por el llanto, negándome el respiro.

A través de esa radio —que me recordaba su presencia— yo disfrutaba pasivamente de las transmisiones, las noticias, los boletines meteorológicos, las canciones de los Beatles, de Hendrix, de Armstrong y de los Rolling Stones. Desde hacía unos años, un joven se había presentado en el escenario musical: se llamaba Elvis Presley. Ese guapo muchacho hacía delirar a todas las mujeres cada vez que cantaba y regalaba movimientos pélvicos durante sus presentaciones. A las chicas no les importaba gastar buena parte de sus sueldos para comprar sus discos o para asistir a sus animados conciertos, soñando, tal vez, con tirarse al vacío y ser atrapadas al vuelo por sus fuertes brazos.

La fiebre por ese bonito muchacho de Memphis también me alcanzó. En una tienda encontré uno de sus discos y lo compré, a pesar de que en casa no tenía un tocadiscos. Lo dejé apoyado a la vista durante meses, mientras se cubría de polvo. Lo adoraba en silencio, me detenía a mirarlo algunos minutos y, cada vez que recibía la nómina, sentía ganas de correr a comprar un tocadiscos para, finalmente, poder escucharlo.

Para las mujeres de veintiocho años, como yo, Elvis era el argumento que monopolizaba todas las conversaciones entre colegas, las horas del almuerzo, cualquier momento del día. Habría sido un buen partido bajo cualquier punto de vista. Mis colegas, “las otras” como solía llamarlas, describían con demasiados detalles los pensamientos eróticos que tenían respecto a ese joven. Algunas, incluso, llegaron a confesar que no habrían tenido ningún problema en abandonar sus maridos e hijos si ese “muchacho guapo” les hubiera dado una mínima esperanza. Yo no comprendía del todo esos discursos, no estaba en condiciones de medir la fuerza de la fuente de energía que los alimentaba.

Cuando se hablaba de sexo, yo sentía un crudo desagrado, sentía nacer y crecer una profunda repulsión dentro de mí, dentro de mis vísceras, atenazadas como dos manos alrededor del cuello, listas para sofocarme. El sexo me hacía recordar al ogro, a mi sufrimiento, al dolor y a todas las humillaciones que había padecido; al sabor del esperma de un hombre enfermo, esparcido sin control sobre mi vientre joven, sobre mi cándida piel que debería haber conocido solo pureza y pudor; a mi sangre y a de la de mi madre, vertida todos los días sobre las blancas sábanas de una cama siempre desecha. Mis compañeras se percataron de que había algo que no estaba bien en mí. Algunas eligieron no inmiscuirse, otra, en cambio, lo hizo con el amargo pretexto de ofrecerme una valiosa ayuda.

–¿Qué tienes, Mel?

–Nada. ¿Por qué me lo preguntas?

–Pues… te comportas de forma extraña.

–Así soy. ¿Qué puedes hacer? —respondía abriendo los brazos en señal de resignación al diseño de mi vida.

–¿Te gustan las mujeres?

–¿Cómo?

–Te he preguntado si te gustan las mujeres, si te sientes atraída por ellas.

–¿Las mujeres? ¡Vamos, no digas estupideces!

–En todos estos años, nunca nos has contado ninguna experiencia sexual que hayas vivido con un hombre, mientras todas nosotras lo hemos hecho. Está bien, tal vez tú no la hayas tenido aún, pero quizás te gustaría tenerla y podrías conversarlo con nosotras. Y en cambio tú ¿qué haces? ¡Te escondes dentro de tu caparazón como una tortuga!

¿Cómo podía decirle que mi “primera vez” había sido a los cinco años, a manos de mi padre? Él me había dicho que se trataba de un juego. ¿Cómo podía convencerla del hecho de que ese juego que él había pensado para mí y que consistía en la desvergonzada exploración de mi intimidad, en realidad, no me gustaba para nada porque yo, a esa edad, hubiera preferido jugar con las muñecas, como cualquier otra niña? ¿Cómo podía echarle en cara que, si yo no hubiera jugado con él de ese modo, él habría obligado a mi madre a someterse a la misma práctica, al mismo juego, pero con reglas distintas y mucho más severas, apropiadas para los adultos?

–Es un tema del que no quiero hablar, no hay ninguna razón en particular. Tal vez aún no estoy lista o no lo estaré jamás. Suficiente.

–De acuerdo, Mel, como quieras. Esta noche nos encontraremos en una fiesta de pijamas. ¿Te gustaría venir?

–¿Habrá hombres?

–No.

–¿Se hablará de sexo?

–No lo sé, pero temo que sí.

–Entonces no, gracias. No tendría nada para decir y seré una molestia para todas.

Cuando regresé a casa esa noche, cogí el disco de Elvis y lo arrojé al cubo de la basura.

Escuché sonar el timbre una vez y, luego, una segunda antes de que pudiera llegar hasta la puerta.

–¡Ya voy! —exclamé en voz alta.

Cuando abrí la puerta me encontré de frente con un policía. Llovía a cántaros. El policía tenía el uniforme empapado, a pesar de que recién había bajado de la patrulla estacionada a pocos pasos de la puerta de mi casa. Un colega suyo estaba sentado en el lugar del conductor y miraba hacia nosotros, con el cuerpo erguido hacia adelante y los ojos en dirección hacia arriba para encuadrar mejor la escena a través del marco de la ventana.

–Buenas noches, agente —dije sorprendida.

–Buenas noches. ¿Usted es la señorita Melanie Warren?

–Sí, soy yo, agente, ¿qué sucede?

Estaba asustada y distraída por la luz intermitente de su vehículo que me cegaba. Esa luz diseñaba sombras azules en la noche, que se proyectaban sobre el piso y contra la fachada de la casa. Eran sombras palpitantes, lentas, como el latido de mi corazón.

–Soy el agente Parker, señorita. ¿Puedo pasar, por favor? —preguntó mientras me mostraba la placa con una foto suya de unos años atrás.

Lo dejé entrar y entorné la puerta, sin cerrarla.

–¿Y su compañero, allá afuera?

–No se preocupe, me esperará allí. Estoy aquí por su padre, el señor Brad Warren.

Permanecí en silencio, inmóvil, esperando para que continúe su discurso, para que diga todo lo que tenía que decir. Me hice mil preguntas. Me pregunté si el ogro podría estar involucrado en algún asunto y quién podría haber sido su víctima. Pensé en su participación en alguna pelea. Temí que hubiera regresado para buscarme, que hubiese contactado con la policía y que, a través de ellos, me hubiera hallado para obligarme a volver a su lado.

–¿Qué ha hecho mi padre? —exclamé mientras frotaba nerviosamente la tela de mi falda con las manos cerradas en forma de puño, liberando un sudor frío.

–Ha sido asesinado, señorita Warren, lo siento. La dinámica del hecho aún no es clara. El caso permanece abierto y todas las investigaciones del caso están en curso. Ha sido asesinado de tres disparos, de los cuales uno ha impactado directamente en la cabeza y le ha provocado la muerte. Los vecinos escucharon los disparos, tres tiros ejecutados de cerca desde un vehículo en marcha. Cuando salieron, vieron el cuerpo de su padre tirado en el piso, inmerso en un charco de sangre. Había perdido el sentido, pero se encontraba aún con vida. Murió poco después, durante el traslado al hospital. Parece haber sido una verdadera ejecución, un arreglo de cuentas.

Permanecí en silencio, extrañamente tranquila, casi relajada. No traicionaba ninguna emoción. Mis ojos miraban fijo hacia mis piernas, sin verlas, el sudor frío había desaparecido, las manos se habían abierto dejando finalmente libre la tela de mi falda, el corazón había vuelto a latir de modo regular. Estaba bien, endiabladamente bien. Me arrepentí por ese sentimiento de cruda maldad, me arrepentí también de haberme arrepentido por haber expresado ese sentimiento de forma natural.

–Señorita, ¿se siente bien?

Afirmé con la cabeza, todo estaba muy bien.

–¿Estaba borracho?

–No, no estaba borracho; el nivel del alcohol en sangre era el normal.

Lo miré a los ojos. No podía creer en ese cuento con final feliz, donde todos los malos se vuelven buenos de improviso y viven el resto de sus días felices y contentos. ¿O, acaso, mi padre había cambiado realmente después de mi partida?

–¿Su padre bebía? ¿Se emborrachaba con frecuencia?

¡Mentir! ¡Negar el dolor de la marca ardiente de la mentira impresa sobre la piel del alma! ¡Imperativo!

–Sucedió, como puede sucederle a todos, incluso a las mejores familias.

–¿Qué relación tenía usted con su padre?

Segundos de evidente inseguridad, búsqueda de palabras falsas y, por consiguiente, ausentes. Búsqueda de una verdad que no me pertenecía. Deseo de escribir para siempre la palabra “fin” a todo. Era el momento justo, ese que había estado esperando.

–Una relación normal, como cualquier relación entre un padre exmilitar y una muchacha.

–¿Su padre era muy severo con usted?

No respondí, dudé. Lo miré por un instante, casi enfrentándolo, luego cedí y alejé nuevamente la mirada de él.

–¿Le ha hecho daño? ¿La ha golpeado?

¡Mentir una vez más! ¡Insistir en la vergüenza para preservar la dignidad!

–No…

–¿No? ¿Está segura?

–Sí, estoy segura, agente…

–Bien. ¿Desde hace cuánto tiempo ha dejado la casa paterna?

–Desde hace cinco años.

–Desde 1955, entonces —repitió mientras tomaba nota en su libreta.

–¿Puedo preguntarle el motivo?

–¡Para tener una vida propia, agente! Tenía veintiséis años, no tenía casa, ni familia, ni trabajo. Ansiaba mi independencia, mi autonomía. Estaba cansada de que me mantengan y de tener que implorarle a la gente para poder tener algo para mí, para satisfacer mis gustos y demás.

El agente tomaba nota, imperturbable y sin mirarme, como un periodista durante una entrevista hecha al campeón de béisbol del momento. Me fastidiaba profundamente esa actitud de normalidad y soberbia, ese hacerle preguntas a la gente que llevaba a cabo sin problemas.

–Antes de dejar su antiguo hogar o en los años sucesivos, ¿se mantuvo en contacto con él?

–No —respondí. Me arrepentí y, luego, me corregí de inmediato—. Mejor dicho sí, pero ocasionalmente.

–¿No sentían el deseo de encontrarse, de hablar, de contarse cómo transcurrían vuestras jornadas?

–¿Pero usted es policía o psicólogo? —exclamé.

Mi nivel de paciencia había sido superado profundamente desde hacía rato; y un río más ancho que sus propios márgenes no puede seguir conteniendo el agua y haciéndola correr a lo largo de su recorrido sin derramarla y sembrar muerte y destrucción.

–Ambos, en efecto. Le ruego, Melanie, responda a mis preguntas. Serán de ayuda para cerrar el caso. Confío en su colaboración y me doy perfectamente cuenta del momento difícil que usted está viviendo.

No había comprendido nada en absoluto. Me resigné, como siempre, y respondí a sus preguntas con distancia, como si realmente no me importara nada de nada.

–A partir del día en que dejé esa casa, no tuve nada más para compartir con mi padre. Tomé las riendas de mi vida, mis cosas y me fui. Encontré este pequeño apartamento donde vivo ahora y un trabajo como enfermera en el hospital. Comencé a tener una vida independiente, todo parecía ir bien. Mi padre, por su parte, pudo retomar su vida, sin tener más una hija a la que mantener. Nunca nos buscamos, ni siquiera cuando vivía con él, jamás nos relacionamos. ¿Por qué motivo deberíamos haberlo hecho tras mi partida?

–Comprendo. Antes de dejar la casa, ¿percibió, alguna vez, algo en su padre que no estuviera bien o algún problema que pudiera tener con alguien por algún motivo?

–No, no que yo sepa, agente. No.

–Gracias, Melanie. Ahora querría hacerle unas preguntas sobre su madre, si no le disgusta.

En realidad, me disgustaba ¡y cuánto! No quería molestar, una vez más, a mi madre; ya había sido mortificada durante mucho tiempo a lo largo de su vida. Temí las preguntas que podría hacerme, pero igual acepté someterme a ese interrogatorio.

–Su madre, Jane, se quitó la vida en 1951. En las actas figura que fue precisamente usted la que encontró el cuerpo sin vida al volver de la universidad. ¿Fue así?

–Sí, fue así. Mi madre me entregó el manojo de llaves de casa por primera vez esa misma mañana.

–Por consiguiente, queda claro que su madre había premeditado su accionar, no se trató de un simple impulso del momento.

–Sí. Creo que sí…

¡Respuesta equivocada, Melanie!

–De acuerdo. ¿Podría hablarme de la relación que había entre usted y su madre, y entre su madre y su padre, por favor?

Jaque mate al rey. La reina había sido derrotada. No respiré, traté de encerrarme en mi caparazón buscando la vía de acceso más rápida. Pero el caparazón había permanecido abierto y el hombre me veía, me seguía, me aferraba y me tiraba hacia afuera. Todo el tiempo: no tenía escapatoria. Mentir, mejor seguir mintiendo.

–Mi madre estaba enferma. No era mala, ¡todo lo contrario! Pero era débil, y su mente, a menudo, la abandonaba. Solía escucharla llorar por las noches, pero yo era muy pequeña para poder ayudarla.

–Comprendo. De las actas surge que se oía gritar a su padre con frecuencia y que solía regresar al hogar, entrada la noche, completamente borracho. ¿Es así?

–Sí, alguna vez sucedió.

–Alguna vez sucedió, de acuerdo. Esto, según su parecer, ¿podría haber influido en el gesto extremo que tuvo su madre?

–No lo sé. Era muy pequeña, ya se lo he dicho.

–Melanie, cuando su madre murió usted tenía veintidós años, no era pequeña.

Se equivocaba. El alma de mi madre ya había muerto desde hacía muchos años, lo que quedaba de ella y lo que yo había hallado, frío e inmóvil, inmerso en su sangre, era solo el envase de su fantasma.

–Agente, estoy muy cansada ahora —contesté tratando de huir por la única vía de escape que me quedaba.

–Comprendo, Melanie, comprendo. Le pido que me responda una última pregunta, por favor. ¿Cómo siguió la relación entre su padre y usted después de la muerte de su madre, antes de que usted abandonara la casa?

¡En la cama, a golpes limpios en el corazón de la noche! He aquí como había continuado nuestra relación. Los animales que iban camino al matadero recibían más respeto de lo que yo jamás había recibido, porque a los animales, al final, se los mataba y se los comía, por lo tanto, desaparecían. Yo, en cambio, seguía viva, herida por dentro y por fuera, obligada, cada mañana, a pararme ante el espejo para detectar las nuevas señales que habían dejado las palizas, esas que se añadían a mi singular colección. Una última mentira, una más, la última. O quizás no.

–Mi padre cambió después de ese día. Se volvió completamente ausente. Se sentía incapaz de acompañarme porque pensaba que había fallado por completo en el intento de salvar a su mujer. Me lo confesó una noche, mientras lloraba.

–Explíquese mejor.

–Lo que dicen las actas es cierto. A menudo, mi padre volvía tarde por la noche y, la mayoría de las veces, había bebido mucho. Gritaba contra mi madre, desahogaba con ella toda su rabia por no poder ayudarla, por no poder amarla como hubiera debido o querido hacer. Los gritos resonaban en la casa e, incluso, se escuchaban desde afuera; los vecinos siempre me miraban de un modo extraño a la mañana siguiente, como compadeciéndose, como si sintieran piedad por mí. Cuando mi madre murió, mi padre firmó su rendición. Quizás, en cierto sentido, también él murió ese día junto a ella. Se alejó completamente de mí, pasaba días enteros leyendo, sentado en el salón.

«Y pensando en cómo me violentaría nuevamente esa noche», pensé, pero me aseguré de no decirlo.

–Entonces usted, sintiéndose abandonada, decidió dejar su casa y armar su vida.

–Sí, así es, agente.

Por primera vez me sentía a flote.

–Gracias, Melanie. Me disculpo por todas las preguntas inoportunas que le he hecho en un momento como este, pero como usted podrá imaginar, eran necesarias. Ahora el cuadro está más completo.

Me miró con afecto y yo le respondí de igual forma. Un afecto, el mío, mezclado con frustración. Escondía mi rostro, manchado de mentiras, entre las arrugas de mi cobardía, allí donde todavía había quedado un poco de espacio para sumergirse completamente y desaparecer de la vista. Había traicionado a mi madre, una vez más. Como ese día en que, protegida por la oscuridad de una noche sin luna ni estrellas, había permanecido quieta, detrás de la puerta de la guarida, mientras observaba cómo el ogro desmembraba a su presa. Como el día en que salí de casa, orgullosa, con las llaves en la mano por primera vez, desinteresándome de todo, principalmente, del motivo que había impulsado a mi madre a dármelas. Como todos los días en los que había querido decirle que la amaba, pero no lo había hecho.

–Debería venir a la comisaría para completar el expediente y firmar el deceso, luego se le solicitará identificar el cadáver, así como el resto de las cosas necesarias para la sepultura.

–De acuerdo, iré mañana por la mañana.

Me sonrió y se fue. Permanecí de pie, quieta, con la puerta abierta; el aire, saturado de lluvia, me humedecía el rostro, confundiéndose con mis lágrimas. Su compañero encendió el motor de la patrulla, me miró y me saludó con la mano. Le respondí de la misma manera. El agente Parker abrió la puerta y, sin preocuparse por el agua que lo empapaba, se detuvo a mirarme y a saludarme. Me dijo algo que no escuché, un trueno lejano había tapado el sonido de su voz. Su mirada estaba distendida, por lo tanto, debió haberme dicho algo bonito. Asentí con la cabeza, me giré y entré a la casa cerrando la puerta tras de mí. La luz azul intermitente se había desvanecido y la casa había vuelto a ser la de antes, y yo con ella. Volví a la cocina. El plato que había calentado ya estaba frío. No tenía más hambre, no tenía más sed, no tenía ni siquiera aire en los pulmones. La garganta estaba ahogada por el llanto que había estado reprimiendo todo el tiempo. «¿Por qué llorar? ¿Y por quién?». No hallar una respuesta a esas preguntas derrumbó mis barreras, aniquiló con un rayo todas mis defensas. Era mi rendición incondicional, esa que mi corazón había esperado tanto.

El ogro estaba muerto y ya no podría hacerme más daño. Sí, finalmente, el ogro había muerto, asesinado por otro como él. Seguramente, habría ido a arder en el fuego del Infierno, jamás se habría reencontrado con mi madre porque ella, estaba segura, moraba en el Paraíso de los hombres. Ahora estaba completamente segura de ello. Muerto. Asesinado durante la única noche en la que no se había emborrachado. ¡Qué curioso! Quizás, porque esa noche el ogro había permanecido como un hombre simple, no había vestido su traje de audición, ese que lo volvía más fuerte y agresivo. Había cometido un grave error, una fatal ligereza. No debería haber bajado la guardia: cuando se elige el mal como camino de vida, se debe aprender a mirar alrededor, porque otro mal vendrá. Tal vez el hombre, cansado de actuar y agobiado por todo, había quemado su disfraz. Acaso quería matar él mismo al ogro para transformarse en héroe, desnudándose ante la multitud y parándose delante de sus enemigos para gritarles: «¿No me veis? ¡Aquí estoy! ¡Ánimo, blandengues! ¿Qué esperáis para matarme?». Acaso había querido experimentar el dolor que se siente cuando la piel es golpeada, cuando el metal desgarra la carne y penetra en el cuerpo. Quizás había querido comprender qué se siente al ver salir la propia sangre de las venas, los sentidos que comienzan a fallar mientras los sonidos se alejan y todo se vuelve oscuridad, ante los ojos abiertos de par en par que miran el asfalto, cerca del estiércol dejado por un perro callejero unos minutos antes. Sí, quizás había sucedido precisamente así. Tiré la comida en el cubo de la basura y me fui a dormir. Esa noche, tuve un sueño bonito, pero no lo recuerdo.

Al día siguiente, cumplí con las obligaciones que tenía con ese hombre, mi padre, por última vez. Cuando me preguntaron si prefería darle sepultura o cremarlo, respondí sin dudar. Lo hice cremar, le di una muestra de lo que sufriría de aquí en adelante para toda la eternidad. Quise presenciar el macabro espectáculo: ver esa caja de madera entrar en el horno y salir hecha cenizas me provocó una siniestra excitación. No traicioné mis emociones, no derramé ni una lágrima. Forcé mis sentimientos, encerrándolos en un bloque de hielo, confiné mi corazón dentro de una celda frigorífica para la ocasión.

Volví a mi ciudad para tomar posesión de la casa y del poco dinero que había quedado, ese que no se había gastado en botellas de alcohol u otros vicios. Apoyé en el piso la urna con las cenizas, en un lugar escondido para que no pueda ser vista. Me detuve a escuchar los ruidos del silencio, a observar las huellas de las manos que habían quedado marcadas sobre el polvo depositado en los muebles sin limpiar. Escuchaba los gritos y los llantos de mi madre, esos que yo sofocaba en la noche cantando una canción, abrazada a mi peluche. Escuchaba los lamentos y los sollozos que había dejado el vendaval. Al mirar hacia el sofá donde solía sentarse mi padre, pude ver a un hombre solo, a un anciano despojado ya de su vida. En un ángulo, descubrí un bastón, lo imaginé agarrado con fuerza entre sus manos mientras caminaba, fatigado, en busca de alguien para golpear. Alguien que ya no estaba. Un hombre obligado a descargar su ira contra sí mismo, hasta el día de la rendición.

Sobre un estante encontré un portafolio, lo tomé y lo abrí. Contenía monedas sueltas y una foto de mi madre que me tenía en brazos. Sonreía feliz, y yo estaba con ella. Giré la foto y vi que tenía anotada una fecha. Era el día de mi cumpleaños, ese en el que había recibido el peluche de regalo. De ese día en adelante, algo cambió. El cuento de la familia feliz dejó lugar a la pesadilla de una existencia carente de futuro. Mis recuerdos, vagos y confusos, jamás me permitieron identificar ese momento, el incidente que cambió por siempre el curso de las cosas y de nuestra vida.

«¡Debe pasar mucho tiempo antes de que yo me convierta en fertilizante para las plantas!», gritaba, a menudo, mi padre en sus momentos de ira. Ese tiempo le había llegado, como les llega a todos. Había llegado el momento de que se convierta en eso que siempre había rechazado. Tomé la urna y rompí el sello. La abrí y derramé todo su contenido en una cubeta y le añadí agua. Mezclé todo con una chuchara, asqueada. Salí al jardín y vertí esa poción fangosa sobre las raíces de las plantas, curiosa por ver qué sucedería. Pero me quedé decepcionada, porque no ocurrió absolutamente nada.

Me quedé a dormir en la casa esa noche y, luego, una segunda y una tercera. Pero sin lograr cerrar los ojos. No podía quedarme más ahí adentro, no me pertenecía más. Puse la casa en venta y no tuve que esperar mucho tiempo para librarme de ella. La compró, a las pocas semanas, una familia de tres personas: padre, madre y una niña. Sin decir nada, deseé para ellos una vida mejor de la que yo había tenido allí. Cuando los saludé, entregué a la niña mi peluche.

–Ten pequeña, es para ti.

–¡Oh, qué bonito! ¡Mamá, papá, mirad lo que me ha regalado la señora! —gritó entusiasmada dirigiéndose a sus padres, quienes, felices, me sonrieron para agradecerme.

–Deseo que nunca necesites de él, pequeña, pero recuerda que, si alguna vez, algo malo llegara a sucederte, él siempre te protegerá, siempre cuidará de ti.

–¡De acuerdo!

La acaricié, los saludé y me fui.

¿Sientes Mi Corazón?

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