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El día que cerré la puerta a mis espaldas, me tomó desprevenida. Era una aficionada en la vida, un cúmulo animado de carne y huesos en fuga, en busca de algo no muy definido. Me faltaba dignidad. Mientras avanzaba a paso rápido, me obligué a no dar la vuelta por ninguna razón en el mundo, pensando que, finalmente, todo había acabado y que, desde ese momento en adelante, mi vida habría cambiado y habría nacido una nueva Melanie. Diez pasos, cien pasos, luego doscientos. Me giré, como si una mano invisible me hubiera agarrado por la espalda a traición. Volví a mirar la casa. El farol de la fachada se mecía impulsado por el viento, su movimiento me hipnotizaba. Volví en mí y lloré. Me rendí, volví a darme vuelta y, finalmente, seguí mi camino. El llanto había vencido al miedo; a lo mejor, aquello que se decía no era tan cierto. O tal vez sí.

Mi vagón de segunda clase no estaba lleno. Solo había una muchacha y un anciano para hacerme compañía. El hombre leía tranquilo su copia del Daily Telegraph, mientras la joven alternaba su mirada entre la ventanilla y mi rostro, tratando de comprender cuál de las dos imágenes lograba asombrarla más, cuál resultaba el mejor panorama, el más divertido para engañar al tiempo. Mascaba un chicle con insistencia, con el rostro hundido en el cuello alzado de su blusa blanca a cuadros rojos. Llevaba unos vaqueros muy ajustados para la época. Me parecieron bastante incómodos a primera vista, una de las pocas veces que la miré. Pero noté que a ella le quedaban bien: resaltaban su cuerpo casi perfecto.

Estaba dejando una vida que no reconocía más, milla tras milla, trataba de olvidar mi lugar de origen. Y, con mucho esfuerzo, lo estaba logrando o, al menos, así lo creía. No hubiera querido que ningún desconocido me haga recaer en mi pasado al pronunciar la estúpida pregunta de “¿Tú de dónde vienes?”, cuya respuesta, sin duda, no era de interés para nadie. No la miré más. Cerré los ojos y me sumergí, otra vez, en la densa bruma de mis pensamientos, perdida en una continuidad de imágenes que, involuntariamente, dibujaban expresiones en mi rostro. Esto la intrigó mucho y la llevó a elegir mi cara como espectáculo para mirar, porque todo lo que discurría por fuera de la ventanilla era solo un paisaje estático que ella ya había visto muchas veces durante su vida. Me lo confesó algunos meses después de nuestro primer encuentro en aquel vagón, cuando ya nos habíamos hecho buenas amigas.

Entró el revisor para pedirnos los billetes y eso me obligó a abrir los ojos. La miré y me miró. Comenzamos a hablar, pero de una manera diferente, sin un saludo ni una pregunta fuera de lugar ni nada por el estilo. Ella asumía ciertas cosas como si realmente me conociera de toda la vida. Mientras hablaba, seguía mascando el chicle como si nada. Yo nunca había logrado hacer dos cosas a la vez sin correr el riesgo de equivocarme, mientras que para ella parecía lo más natural del mundo.

–Pienso que eres una chica rara.

–¿Qué le hace pensar que soy rara?

Se detuvo un instante para reflexionar y luego retomó su discurso.

–Te quedas allí sola, callada, pensando quién sabe en qué. Al fin de cuentas, estamos en un tren.

–¿Y? ¿Acaso deberíamos ponernos a conversar, usted y yo, por el simple hecho de encontrarnos en un mismo tren?

Ella acusó el golpe y abandonó por un instante el juego, pero sin dejar de mirarme. No se había dado por vencida, solo me estaba estudiando para encarar su próximo asalto. Aparté la mirada de la suya y fingí mirar hacia afuera, aunque sin observar un lugar preciso. Cualquier punto, elegido al azar, hubiera sido perfecto con tal de no mirarla a los ojos.

–¿Qué miras?

–¿Perdón?

–Te he preguntado que qué miras por la ventanilla.

–Estoy mirando el campo.

–Estás mirando el campo, de acuerdo. ¿Pero qué ves?

–¡Si estoy mirando el campo, lo que veo es el campo!

–Lógico.

–Me resulta absurdo que lo pregunte, ¿no le parece?

–Ah, no sabría decirte. La mayoría de las veces, aquello que se ve no es precisamente lo que se está mirando. ¡O al menos así me sucede a mí!

Esta vez era ella la que había dado en el blanco, había asestado un golpe que me había herido profundamente. La miré derrotada y sin ganas de responder. Tal vez, mi huida no me serviría de nada: comprendí que, aun escapando a toda velocidad de mi pasado, reincidiría en un presente y un futuro hecho a su imagen y semejanza. Bajé la mirada y apoyé las manos entrelazadas sobre las piernas, añadiéndole un tono de resignación a mi derrota.

Permanecí a la espera de que mi adversario me infligiese el golpe de gracia para acabar conmigo, como hubiera hecho un gladiador en la arena después de haber obtenido el permiso para matar por parte de su emperador, para aplacar su sed de sangre. Pero esta vez, el emperador me indultó: el pulgar había quedado hacia arriba, la multitud no gritaba porque no había visto salir la sangre de mis miembros lacerados por el frío acero de la espada, cuyo contacto me hubiera detenido el corazón y me hubiera borrado definitivamente del mundo de los vivos. El gladiador, mi adversario, me había tendido la mano para ayudarme a levantar. Y yo, afortunada víctima de un cruel espectáculo para adultos, la aferré y me dejé salvar por ella, respirando y admirando, una vez más, lo bonita que era la luz del sol que resplandecía en el cielo azul y sin nubes. Ese día no llovería, mejor así.

–Me llamo Cindy.

–Melanie.

–Melanie, es un bonito nombre. ¿Puedo llamarte Mel?

–Puede. Llámeme como quiera.

–¿Estás segura de que no te molesta?

–No, no me molesta; de lo contrario, se lo diría.

–¡Tengo veinticinco años, Mel!

No respondí. No quería recordar cuántos años tenía yo en aquel momento.

–¿Sabes qué significa esto?

–No tengo idea. ¿Quizás significa que usted nació hace veinticinco años?

–¡Qué observación perspicaz, Mel! Pero es solo aritmética, nada tiene que ver con lo que quería decir. Me refería a que soy joven.

–Me siento feliz por usted, Cindy; yo, en cambio, soy más vieja, tengo treinta y cinco años.

Me sobresalté cuando comprendí que, sin intención, había manifestado un detalle de mi vida que no hubiera querido compartir con nadie. Le había dicho mi edad, poniendo en sus manos la caja que contenía mi existencia, incluso, aquella parte que, con tanto esfuerzo, había tratado de olvidar.

–Bien, somos casi coetáneas, entonces.

–Bueno, no me parece. Tenemos diez años de diferencia.

–¡No es para tanto! ¡Somos parte de la misma generación! ¡La de los Beatles, Elvis, vaqueros y blusas desabotonadas, brillantina en el pelo y Cadillac! ¿Has escuchado «A hard day’s night», la nueva canción de los Beatles?

–¡Sí, claro que la he escuchado! ¡Adoro a los Beatles! —confesé nuevamente sorprendida.

–¡Yo también los adoro! Y, además, son chicos muy guapos. ¡Dios mío, cómo me enloquecen! —afirmó antes de ponerse a cantar la melodía con buena entonación.

–¡Mel, vamos, tutéame! No te comeré, puedes estar tranquila.

Permanecí quieta pensando mucho tiempo, como si la elección de lo que debía hacer, aceptar o no su propuesta, fuese una cuestión de vida o muerte. Y, sin duda, esto habría sido algo insignificante para cualquier persona “normal”, una elección instintiva. Ese instinto que guía a los animales y que yo jamás había cultivado. Cindy me miró, aguardando una respuesta. Mi silencio y mi reticencia la habían descolocado un poco.

–De acuerdo.

Le sonreí, casi como queriendo premiarla por su paciencia, en respuesta a las mil preguntas que podrían haber invadido su mente en esos momentos. Tal vez, estaba esperando que me lo pidiera, que desmontase la caja fuerte en la cual me había encerrado yo sola, restituyéndome el oxígeno y, acaso, algún resto tembloroso de vida. Tal vez Cindy me veía como a una loca, como a una persona urgida de auxilio. En ese caso, habría tenido razón.

–¿A dónde vas?

Pregunta inoportuna y de difícil respuesta para mí. A pesar de eso, ya estaba implicada. Una nueva confesión de mi parte no habría tergiversado aún más la imagen que se había hecho de mí. Seguramente, no habría modificado la ruta de mi destino. Sin embargo, conservé cierta cautela al responder.

–Voy a Cleveland.

–¡A Cleveland! ¡Pero es fantástico! ¡Yo soy de Cleveland, estoy regresando a mi casa!

Me sentí arrollada por una apisonadora, por una de esas máquinas infernales usadas para aplastar el asfalto de las calles y para hacer que el alquitrán quede liso y fino como una placa de vidrio. Pero, esta vez, el alquitrán negro esparcido sobre el pavimento y aplastado era yo.

–¡Ah! —fue el único sonido que logré pronunciar con mis cuerdas vocales petrificadas.

–¿Y dónde te alojarás?

He aquí un nuevo desgarro que se abría en el abismo ya sangriento. ¿Qué podía responderle? ¿Que no tenía una meta precisa? ¿Qué, en realidad, no tenía una casa en donde quedarme y que caminaría por las calles como una vagabunda en busca de un lugar económico para dormir? ¡Una idea! Podría decirle que me quedaría en Cleveland solo por un breve periodo, que solo estaba de paso. De este modo, también habría tenido la excusa para evadirla y escapar de ella en cualquier momento, para recuperar mi vida. ¡Mi vida! ¿Tenía realmente una vida?

–Me quedaré en un hotel. Estoy de paso, me quedaré solo unos pocos días —respondí orgullosa de haberme dirigido, por primera vez, hacia el camino correcto, de haber elegido yo misma qué hacer; era una sensación nueva para mí, increíblemente poderosa, fantástica, un alud de energía.

–Ah, comprendo. Por pocos días. ¡Bien, entonces puedes venir a quedarte conmigo, en mi casa!

–¡No, de ninguna manera! No quiero ser un estorbo para nadie. Te agradezco la oferta, pero, realmente, no puedo aceptarla, lo siento.

–¡Ningún estorbo, Mel! ¡Nosotros, los de Ohio, somos así! ¡Ojo con rechazar nuestra hospitalidad!

–Nosotros, los de West Virginia, en cambio, somos un poco diferentes.

–¡De West Virginia! ¿Vienes de allí? ¿De qué ciudad?

Mi vida, a estas alturas, se había vuelto de dominio público. Hasta el anciano había apartado su periódico para ver la cara de aquella prófuga que estaba llenando con sus palabras el aire de ese espacio angosto. Sin defensas, vomité también aquello. Luego, ella agregó:

–¡Qué cool!

–¿Qué significa “cool”?

–Significa ‘estupendo’, ‘fantástico’. Pero, disculpa, ¿de qué planeta eres? ¿No has escuchado nunca esta palabra?

Le mentí diciéndole que la había escuchado, pero que nunca la había incorporado a mi diccionario, por lo tanto, no estaba interesada en su verdadero significado. En realidad, conocía muy bien el significado de aquella palabra usada, principalmente, por los adolescentes; lo que no comprendía era qué encontraba ella de cool en lo que yo estaba diciendo. ¿Por qué aquella muchacha lograba encontrar las cosas buenas o bonitas en las cosas, lugares o situaciones que yo siempre había odiado? Comencé a pensar que, tal vez, quedarme un tiempo con ella podría hacerme bien. Quizás podría aprender a vivir un poco, robando lecciones de vida gratuitas de una muchacha más joven que yo, al igual que un parásito social. Acaso ella realmente sabía cómo vivir en el mundo, en este mundo del que ambas formábamos parte con nuestras innumerables diferencias.

–Y tú, ¿dónde vives? —le pregunté.

–A orillas del lago Erie. Es un lugar muy bonito, sobre todo a la noche, cuando los sonidos de la ciudad disminuyen y sientes solo aquellos provenientes del lago. Mi casa mira hacia el lago y, desde el jardín, puedes disfrutar de espléndidos y muy coloridos atardeceres. Te gustará, ya verás. Y, además, vivo sola, asique no habrá nadie que nos moleste —concluyó con una sonrisa maliciosa que había visto en algunas quinceañeras víctimas de sus primeros sobresaltos hormonales.

Le sonreí y, de ese modo, le confirmé que aceptaba su invitación. Le devolvería el favor de alguna manera, dividiría con ella los gastos para la comida y el alojamiento, trabajaría, etcétera. En ese momento, pensé que sería una permanencia breve y que, en el interín, buscaría un lugar para mí. Además, en caso de ser necesario, podría encontrarme con mi amiga cada vez que quisiera. ¡Mi amiga! Parecía algo muy raro de decir y casi surrealista de sentir. Pero me equivocaba, ya que, en esa casa del lago Erie, pasé buena parte de mi vida.

En un solo día había logrado poseer dos cosas completamente mías: una amiga y una vida. Y todo esto, por mérito o culpa de Cindy, de esa descarada presencia suya que había logrado demoler todas mis barreras, así como cualquier deseo de aislamiento. De su molesta presencia que ahora me daba seguridad, como el amor de una madre o el abrazo de la hermana que nunca había tenido. De su modo violento para entrar en mi vida con sus palabras, con su mirada, con toda su energía y con su goma de mascar. Le pregunté si tenía un chicle para mí y me lo ofreció. Era la primera vez en mi vida que mascaba uno. Sabía a frutillas.

¿Sientes Mi Corazón?

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