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Cuando dejé mi trabajo de enfermera, después de ocho años de actividad, mis colegas me organizaron una fiesta sorpresa. También participaron los médicos, por turnos, para no dejar sin atención al servicio de asistencia a los enfermos internados en el hospital. Duró aproximadamente una hora, sesenta minutos de estruendo y alegría que otros vivían en mi lugar. Me habían despertado de un letargo, metiéndome, por primera vez, en el centro de un círculo, volviendo aún más complicada mi partida. Con los años, había comprendido que cuando los otros te organizan una fiesta es porque, al fin de cuentas, sienten algo de afecto por ti. Ellos lo llaman amistad.

Había comprendido, entonces, que la amistad es ese sentimiento primitivo que se siente hacia otra persona con la cual se comparte algo, una suerte de relación humana. De manera que, tal vez, había tenido alguna amistad en mi juventud, pero yo era demasiado reacia para darme cuenta. O quizás no, tal vez se trataba solo de una relación de convivencia, de recíproca aceptación y tolerancia que no iba más allá de un simple saludo o de una hora de juego compartida. Si un amigo es aquel que te escucha y que se preocupa por ti, que comparte todas tus alegrías y temores, entonces, ese amigo había sido mi peluche, ese que me había defendido, todo lo que pudo, del mismo ogro que me lo había regalado. Mi padre, el ogro, me había obsequiado mi única arma de defensa, para que pudiera defenderme de él. Me había brindado una amistad de tela y pelo sintético, pues nunca hubiera estado a la altura de darme algo más. También Ryan fue mi amigo, el dulce muchacho que había conseguido provocarme una emoción, a pesar de desconocer su significado.

Cortaron una torta decorada que llevaba escrito con un hilo de chocolate negro mi nombre y un deseo para mi futuro. Pero ¿qué futuro? Y, sobre todo, ¿el futuro de quién? Sirvieron bebidas sin alcohol en vasos de plástico, hacían ruido como locos borrachos y desenfrenados ante la verbena del pescado del pueblo. Por un instante, mi mente volvió a las noches de llanto, cuando mi padre entraba en casa y desahogaba su ira sobre el cuerpo de mi madre que lo esperaba sobre la cama, resignada y lista para aceptar, una vez más, y no la última, su destino. «Bienaventurado el que sufre, porque podrá ver el reino de los cielos», escuchaba decir en el sermón de la iglesia. Y ella sonreía al escuchar esas palabras, aceptaba su vida tal como le había sido entregada y se sentía aliviada por el hecho de creer que cada golpe, bofetada o patada, cada abuso sufrido, la acercaba un poco más a las puertas de ese paraíso tan bonito descrito por los hombres. En ese paraíso, los ogros jamás entrarían.

Alguien se percató de mí; en medio de ese alboroto, notaron una lágrima furtiva que se escapaba de mis párpados y se deslizaba siguiendo el perfil de mi rostro. Me dijeron: «¡Qué bonito es verte conmovida por la fiesta! Siempre has sido tan dulce, nos harás falta. ¿Lo sabes?». Una vez más, no había sido comprendida, no me conocían en absoluto, no compartíamos nada. Por lo tanto, no podíamos considerarnos “amigos”. Ese sentimiento tan importante no tenía ningún valor para nosotros. El hospital se había transformado en un burdel. El jaleo y los gritos me hicieron pensar que, tal vez, esa gente estaba más contenta que triste por mi partida, por mi elección de quitarme del medio por propia voluntad. Era un ser incómodo para todos, muy distinto y, por lo tanto, anormal. Algunos habían formado un trencito, entonando melodías carentes de sentido y musicalidad para mí, cada uno con los brazos extendidos y las manos apoyadas sobre los hombros del que estaba adelante; el “jefe del tren” llevaba un cono dado vuelta sobre la cabeza. Parecía un helado caído por tierra. Sonreí sin un motivo aparente. Sobre el cono, una hábil mano había escrito con bonita caligrafía: «¡No te olvidaremos nunca, Melanie!». Yo, por un instante, les creí.

Al finalizar la fiesta, cuando los locos volvieron a encerrarse en sus celdas para purgar la convalecencia de sus enfermedades, vi ese cono de cartón, todo arrugado, en el cesto de la basura. Pude ver solo mi nombre entre las arrugas, manchado con mantequilla de maní. Sonreí, lloré, no recuerdo bien. Tiré encima otros desechos de la fiesta hasta cubrir por completo mi nombre, eliminando cualquier rastro de él. Admiré mi obra, suspiré satisfecha y estrujé la hoja con los nombres y los números de teléfono que algunos me habían dejado diciéndome: «¡Confío en que seguiremos en contacto!».

En mi cabeza, todo eso resonaba más como una amenaza que como una invitación amigable dictada por un verdadero interés hacia mí. La tiré junto al resto de los papeles usados, porque ese era su lugar, así quedaba completo el cesto de la basura y, una vez cerrado, comencé a olvidar. Olvidar, como todos ellos me olvidarían a mí, de un momento a otro. De existir, nos encontraríamos en el paraíso; asumiendo que el infierno no me volvería a succionar antes de tiempo, así, solo por el gusto de divertirse un rato más conmigo. No volví a encontrarme con ninguno de ellos en toda mi vida, nunca supe quién había sobrevivido a esa jornada, a esa fugaz hora de euforia de catálogo, a parte de una persona: Melanie. Hasta el infierno me había rechazado, ni siquiera el diablo se divertía jugando conmigo.

Esa noche, volví a casa agotada. Hubiera querido hacer las valijas y partir en ese mismo momento hacia un lugar nuevo, así, sin pensarlo, sin una meta precisa. Lo hacían muchos jóvenes, era algo que estaba de moda, casi una obligación para quien había logrado ahorrar un poco de dinero. Por consiguiente, habría podido hacerlo yo también. Pero postergué la preparación de las valijas, aplacé esa partida para un momento mejor. Dejé el regalo que me habían dado antes de saludarnos y desearnos “buena suerte para el futuro”, frase que sabía un poco a resignación y llevaba oculta una nota amarga que decía: «Tú, desde hoy, ya no eres de nuestra incumbencia».

Me regalaron un reloj. También le habían regalado un reloj a los que se habían ido antes que yo, a los que se habían casado, a los que habían tenido hijos. ¿Por qué siempre se regala un reloj? ¿Es tan importante recordarle a una persona que su tiempo está destinado a pasar y que, al final, uno expirará como un cartón de leche que ha sido abandonado por todos en el fondo del estante, en un pequeño supermercado de pueblo? Solo en los funerales, el difunto no recibe un reloj de regalo, quizás porque para él, el tiempo ya no existe. El tiempo no es nada comparado con la eternidad misma que lo contiene. Abrí el paquete, miré el reloj, marcaba la hora exacta. Alguno se había preocupado de ponerlo en hora para que estuviera listo para usar y yo no me viese obligada a perder tiempo. Perder el tiempo ajustando el tiempo, ¡qué curiosa paradoja! Apoyé la caja cerrada sobre el estante de la chimenea, de donde la recogería antes de partir. Quizás.

¿Sientes Mi Corazón?

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