Читать книгу ¿Sientes Mi Corazón? - Andrea Calo' - Страница 7

5

Оглавление

Cleveland ya estaba cerca. Cindy se había adormecido durante el último tramo del viaje. Habíamos quedados solas en el vagón, y yo la observaba atentamente ahora que ella no podía verme. La envidiaba porque la veía feliz, segura de sí misma, de su existencia. Una muchacha más joven que yo, que había vivido mucho más de lo que yo había sabido vivir, que había hecho elecciones, consciente de tener su vida entre las manos. Su vida. Me preguntaba por qué razón había hablado con ella, respondiendo a sus preguntas y, a la vez, haciéndome otras sobre ella. No encontraba una respuesta a este interrogante. Era evidente que no me conocía lo suficiente.

Sudaba, a pesar de que las turbinas llenaban nuestro vagón de aire fresco y lo hacían penetrar hasta los huesos. Ella permanecía allí, tranquila, dichosamente mecida por sus sueños. Luego, el tren comenzó a disminuir la marcha, acompañado del fastidioso chirrido que producen las ruedas y los frenos, ese ruido que anticipa la llegada a la estación. Cindy se despertó y estiró los brazos como solía hacer yo de niña, cada mañana, durante los primeros segundos que seguían al despertar, cuando aún los temores de la noche no habían reaparecido en mi cabeza para recordarme cuál era mi realidad. Me sonrió.

–¡Me he quedado frita, discúlpame!

Le devolví su sonrisa con una mía. Era sincera y, al mismo tiempo, me sentía sorprendida por ello.

–Has descansado un rato —confirmé.

Ella asintió.

–¿Tú que has hecho?

–He mirado por la ventanilla.

–¿Todo el tiempo? ¿Cuánto he dormido?

Miré el reloj.

–Casi dos horas.

–¡Epa! ¡Nada mal!

No entendí a qué se refería. ¿Qué era lo que no estaba mal? ¿El hecho de haber dormido durante casi dos horas, sentada sobre un montón de hierros en movimiento, en medio de la campiña de Ohio? La miré frunciendo el ceño.

–Tu reloj. ¡Nada mal!

–Ah, gracias. Es un regalo.

–¿De tu pareja?

Bajé la mirada. Esa joven estaba desenterrando lentamente todos los cadáveres que yo, con paciencia, dedicación y esfuerzo, había tapado con tierra y había olvidado. Respondí por la mitad.

–No tengo pareja, estoy soltera. Es un regalo de mis excolegas del hospital, me lo entregaron el día en que dejé el trabajo, durante una fiesta de despedida.

Ella me miró, escuadrándome de la cabeza a los pies. Me estaba observando, me sentía estudiada en detalle como un conejillo de Indias, al cual se le ha inyectado un virus letal y se mide el tiempo que le lleva morir. De improviso, pareció desinteresarse de mi reloj; ahora estaba concentrada en mí, en mi aspecto, en mi infelicidad tal como ella la percibía en ese momento. Tal vez estaba pensando en “sacrificarse” por mí, en tomar las riendas de mi vida para conducirla hacia algún lugar. Mi vida, una vez más. Alcé mis barreras, o lo poco que quedaba de ellas: no quería volver a sufrir. A esta altura, ya era una experta; reconocía, con absoluta seguridad, los síntomas que anticipaban la llegada del sufrimiento. En cuanto a este, era verdaderamente infalible, alguien con quien se podía contar. Decidí que el nuestro sería solo un encuentro casual. No me iría con ella, no iría a su casa. O quizás sí, pero por pocas horas, pocos días, pocos años, o tal vez para siempre.

El tren se detuvo, y una voz mal grabada anunció por los parlantes del vagón que habíamos llegado. Cindy se levantó y se acomodó la blusa dentro de los pantalones. Estaba curiosamente prolija, a pesar de las muchas horas que había pasado sentada en su butaca. Sentí su perfume. Era fresco, parecía recién puesto. En ese momento, noté las dos grandes valijas que había traído consigo para ese viaje, me asombró pensar que las había transportado sola, sin la ayuda de nadie. Me levanté y sentí que mi cuerpo, en cambio, desprendía un desagradable olor a sudor. Me avergoncé tanto que decidí volver a sentarme. Decidí esperar a que ella se baje del vagón para volver a levantarme sin temor a bautizar el aire con mi olor a cloaca. Pero ella no se fijó en mí. Quizás había comprendido mi problema o quizás no. Nunca lo supe.

–Me voy adelantando, nos vemos afuera —me dijo con una sonrisa.

–De acuerdo, busco mi valija y te alcanzo en seguida.

Ella me miró mientras yo estiraba el brazo hacia el compartimiento situado arriba de mi butaca, sobre mi cabeza. No se movió.

–¿Eso es todo? ¿Este es todo tu equipaje?

–Sí. Traje pocas cosas. El resto las dejé en casa, no me servirán de mucho aquí.

Ella se mostró perpleja.

–¡Si tú lo dices, Mel! ¡Vamos, adelante, vámonos antes de que el caballo decida partir con los asnos arriba!

–¿Cómo?

–Nada, es algo que decimos aquí. ¡Nosotras seríamos los asnos, eso es todo!

Se echó a reír, era evidente que se sentía feliz por volver a casa, a su casa, por restablecer la vida, su vida. Y por llevarse a rastras los escombros ajados de mi existencia. Caminaba delante de mí, y yo la seguía, como un perro sigue a su dueño, unido por una correa invisible. Admiraba lo bonito que era su cuerpo joven de veinticinco años, envidiaba su físico, que parecía haber sido creado por las manos hábiles de un escultor. Tenía el busto generoso, el trasero sólido y unas bonitas piernas, largas y rectas, que se amoldaban perfectamente a sus vaqueros ajustados. Toqué un instante mis caderas y mi fantasía se esfumó de inmediato. Una vez más —y no la última—la envidia permaneció para sostenerme la mano.

Durante los años transcurridos en la universidad, pese a todo, logré obtener pequeñas satisfacciones personales. Era una estudiante modelo, una de esas jóvenes siempre en orden, con el cuello del uniforme limpio y bien planchado, preparada, siempre al día con las clases y las tareas bien hechas. Más allá de todo eso, no me integraba. Por propia elección, aunque también por necesidad, nunca entré a formar parte de una de las tantas bandas que poblaban el campus. Y por este motivo, creo, fui envidiada y señalada como una alcahueta por la mayor parte de mis compañeras, como una de esas personas que, detrás de la cara de ángel, esconde muchos intereses personales y segundas intenciones.

Con el paso del tiempo, algunas de esas voces se volvieron cada vez más insistentes y, una de ellas, quizás la más injuriosa para una mujer de esa época, llegó a oídos del rector. Él conocía muy bien mi trayectoria de estudios, mis éxitos académicos y mi comportamiento, tanto dentro como fuera del instituto. Pero, sobre todo, conocía bien a mi padre y su carácter.

Habían batallado juntos. También él recordaba la escena desgarradora de mi padre sosteniendo entre sus brazos a su amigo y compañero de guerra, mientras trataba de contener las lágrimas, la desesperación y el miedo. Pero ese hombre, una vez que había regresado junto a sus seres queridos, había logrado olvidar todo aquello, había llevado a cabo una brillante carrera académica y se había convertido en rector de ese mismo instituto. Quizás, por ese mismo motivo, se había preocupado por tenerme bajo su ala protectora, defendiéndome de todo y de todos. Pero, por el cargo que desempeñaba en el establecimiento, no podía manifestarlo públicamente.

¿Sientes Mi Corazón?

Подняться наверх