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ОглавлениеEste libro (y estas colecciones)
Educar es lo mismo que poner un motor a una barca, hay que medir, pensar, equilibrar, y poner todo en marcha.
Gabriel Celaya
Sin repetir y sin soplar: neuroeconomía, neuroarte, neurogimnasia, neurolingüística, neuromagia, neurogastronomía, neuro… ¿educación?
Nadie podría culparnos de considerar la mirada neurocientífica sobre la educación como otra moda o, quizá, otra exageración. Sin ir más lejos: ¿qué tienen que ver las neuronas, los experimentos con ratones o las imágenes cerebrales con lo que ocurre en las aulas, en los pupitres y los pizarrones? Esa misma pregunta se hacía un investigador hace más de dos décadas: ¿será que entre la neurociencia de laboratorio y las escuelas hay “un puente demasiado lejos”?[1] Y tal vez tenía algo de razón: había –y hay– mucho camino entre los electrodos pinchacerebros y los estudiantes de todos los días. Pero… ha pasado mucha agua bajo ese mismo puente, y hace menos años otros investigadores –entre los que se encuentra la autora de este mismísimo libro– recogían el guante y el desafío y afirmaban que “era el momento de construir el puente”.[2] Y también tenían razón. De a poco ese casamiento quimérico entre la neurociencia y la educación comienza a rendir frutos palpables y aplicables: un mundo en que científicos y docentes pueden tratar de entenderse y buscar puntos en común para mejorarse la vida unos a otros y, sobre todo, a las alumnas y los alumnos que luchan contra la tabla del siete, la letra cursiva o la competencia desleal de las pantallas. Ojo: de ninguna manera se trata de que la neurociencia vaya a reemplazar lo que funciona y lo que ya sabemos del trabajo que hacen docentes y pedagogos; se trata, por el contrario, de complementar, de acercar humildemente ideas y resultados que puedan encontrar su camino del laboratorio al aula o el patio de la escuela. En resumen, cruzar el puente.
Y este libro es, justamente, ese puente: un análisis de los diferentes ríos y mares de la neurociencia donde la educación puede mojarse los pies (¡y viceversa!). Pero es, sobre todo, un libro de ciencia, que nos ayuda a entender qué sucede en el cerebro cuando aprendemos y analiza las evidencias experimentales detrás de cada propuesta y cada posibilidad de interacción en la búsqueda de aprender y enseñar mejor.
Sabemos que en el cerebro… cambia, todo cambia. En el conocimiento de esos cambios radica la posibilidad de aprender, desaprender, reaprender. Parece obvio, pero es fundamental que las maestras, los maestros y los estudiantes entiendan cuáles son los mecanismos de la memoria y el aprendizaje, ya que, como dice la autora, “aprender es modificar el cerebro”. Esos cambios son viejos conocidos de la neurociencia: se trata de la llamada plasticidad cerebral, cómo la experiencia se cuela a través de los sentidos y se vuelve una arruguita más de la corteza, un cambio en el circuito por el que charlan miles de neuronas. Claro que, a lo largo del camino, para entender los cambios que se producen en el cerebro habrá que derribar mitos, como el de las ventanas absolutas del aprendizaje (que algunos denominan “períodos críticos”), que afirma que, si no aprendemos en un momento determinado, se nos fue el tren. No: el destino no existe de forma absoluta (ni el de grandeza ni el de miseria); educar, entonces, es brindar esqueletos y alas para crecer y volar. Para lograrlo, los estímulos tempranos son fundamentales, tanto como la educación continua que nos sigue esculpiendo para convertirnos en quienes somos.
Un capítulo especial de este puente lo constituyen las funciones ejecutivas, que se ponen en juego a lo largo de toda la vida educativa (y de la otra vida también). Allí estarán la atención, la memoria de trabajo, la concentración, la inteligencia (sea lo que sea), la capacidad de planear y anticiparnos; en fin, todo lo que hace que podamos funcionar como humanos. Y esto, contrariamente a lo que podamos pensar, no nos viene “de fábrica”: se puede (y vale la pena) aprender y, por supuesto, enseñar. Tal vez este sea el secreto mejor guardado para lograr el éxito educativo, porque nos da las bases para aprender lo que nos propongamos y sostener el esfuerzo cuando la cosa se pone difícil. Y algo más, esas funciones ejecutivas no dependen solamente del cerebro: somos un cuerpo que piensa, reflexiona, aprende. Así, el libro dedica varias páginas a enseñarnos cómo nutrir el cuerpo, y analiza la fundamental importancia de comer, dormir, hacer ejercicio o jugar, a la hora de fomentar las redes neuronales que pondremos en juego cuando nos toque estudiar.
Estudiar, decíamos, pero también enseñar. Quizá otro de los hallazgos de este texto sea no concentrarse únicamente en el aprendizaje, sino proponer también una neurociencia de la enseñanza, poner al docente (y su cerebro, y su cuerpo) en el centro de la discusión y, una vez más, considerar los aportes de la neurociencia para ofrecer nuevas herramientas a las maestras y los maestros nuestros de cada día. De este modo, Andrea Goldin intenta dibujar una ruta para aprender a aprender, enseñar a enseñar. Y lo logra.
Va a ser tan lindo hacer un puente.
“Educación que aprende” y “Ciencia que ladra” son dos colecciones que buscan saber de qué se trata el mundo de la ciencia y de la educación, que prometen preguntas antes que respuestas, curiosos antes que sabelotodos, mundos que se abren y no puertas cerradas. Los libros que comparten ambas colecciones representan un universo en el que la ciencia, la cultura y la educación se unen para que todos vivamos mejor.
Melina Furman
Diego Golombek
[1] John T. Bruer, “Education and the brain: A bridge too far”, Educational Researcher, vol. 26, n° 8, 1997, pp. 4-16.
[2] Mariano Sigman y otros, “Neuroscience and education: Prime time to build the bridge“, Nature Neuroscience, vol. 17, n° 4, 2014, pp. 497-502.