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Capítulo Tres

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Gavin llegó a la oficina a la mañana siguiente antes de las siete. Los pasillos estaban silenciosos y desiertos. Su gran despacho había pertenecido a su padre y a su abuelo antes que a él.

Su bisabuelo había fundado la compañía en 1930. Había empezado siendo un servicio local de transportes pero, enseguida, había comenzado a utilizar trenes, camiones y aviones para llevar sus paquetes a todo el mundo. Desde entonces, la empresa siempre había estado en manos de los Brooks. Todo en ella estaba impregnado de tradición y era uno de los negocios más sólidos y prestigiosos y de América.

Sin embargo, a pesar de que Gavin no había querido reconocerlo delante de Sabine, no era eso lo que él quería de la vida. Desde que había nacido, lo habían educado para dirigir Envíos Brooks Express. Había recibido la mejor educación, había estudiado en Harvard. Todo encaminado a seguir los pasos de su padre. Aunque le resultaba un peso demasiado agobiante.

Sabine tenía razón en algunas cosas. Sin duda, su familia daría por hecho que Jared iba a ser su sucesor en la compañía. La diferencia era que Gavin pensaba asegurarse de que su hijo sí tuviera elección.

Tras sentarse ante su escritorio, encendió el ordenador. Lo primero que hizo fue enviar un correo electrónico a su asistente, Marie, para que concertara una cita con el laboratorio de pruebas de ADN. Y le puntualizó que era un tema confidencial. Nadie debía saberlo.

Marie no llegaría hasta las ocho, pero estaba seguro de que, en el trayecto en tren hasta allí, tendría tiempo de arreglarlo todo con su smartphone.

A continuación, sacó de una bolsa una taza de café caliente y un bollo que había comprado en la cafetería de abajo. Mientras desayunaba, echó un vistazo al montón de mensajes que llenaban la bandeja de entrada.

Uno de ellos captó su atención. Era de Roger Simpson, el dueño de Exclusivity Jetliners.

La pequeña compañía de jets de lujo era especialista en viajes privados. Pero Roger quería retirarse. Lo malo era que no tenía un heredero preparado para tomarle el testigo. Tenía un hijo, Paul, pero al parecer Roger prefería vender la compañía que dejarla en manos de un joven tan irresponsable.

Enseguida, Gavin le comunicó que estaba interesado. Desde niño, había estado enamorado de los aviones. A los dieciséis años, sus padres le habían regalado un curso de vuelo.

Incluso había pensado enrolarse en las Fuerzas Aéreas como caza de combate. Sin embargo, su padre había cortado su sueño de raíz. Una cosa era consentir el pasatiempo de su hijo y otra permitir que amenazara su imperio familiar.

Gavin tragó saliva ante aquel amargo recuerdo. Su padre había ganado la batalla entonces, pero, en el presente, él y solo él era el dueño de su vida.

Envíos Brooks Express estaba pensando abrir una nueva línea de negocio dirigida a clientes de élite que quisieran que sus envíos fueran tratados con el máximo cuidado. La pequeña flota de Exclusivity Jetliners sería perfecta para esos casos especiales en que se requería el transporte de un Picasso y su entrega en el mismo día.

Si su plan funcionaba, le daría a Gavin algo que había echado de menos toda su vida: la oportunidad de volar.

Sabine lo había animado siempre a encontrar una forma de compatibilizar sus obligaciones con sus sueños. En el pasado, le había parecido imposible, pero no había dejado de darle vueltas.

La noche anterior tampoco había podido dejar de pensar en lo que ella le había dicho. Sabine siempre había tenido la habilidad de calarle muy hondo e ir al grano.

Ella no veía a Gavin como un poderoso hombre de negocios. El dinero y el poder no eran algo que le interesara. Después de haber sido perseguido por las mujeres durante años, Sabine había sido la primera a la que había perseguido él. La había estado observando en aquella galería de arte donde la había visto por primera vez y había sentido la urgencia de poseerla.

Aunque ella no había dado ninguna importancia su riqueza, no había podido ignorar lo diferentes que eran sus vidas.

Su relación había durado el tiempo que habían podido mantenerla dentro de la burbuja del dormitorio, sin acudir a reuniones sociales ni mezclarse con la clase alta con la que él solía codearse. Para ella, su riqueza no solo no era una cualidad, sino que le había resultado casi un estorbo. ¡Ni siquiera había querido contarle que había estado embarazada!

Asimismo, Sabine lo había acusado de renunciar a las cosas que amaba por sus obligaciones. Y había acertado. Durante toda la vida, había estado abandonando sus sueños por un maldito sentido del deber. ¿Pero qué otra cosa podía haber hecho? Ninguno de sus hermanos estaba preparado para dirigir la empresa. Alan apenas se presentaba por la oficina, ni siquiera sabía en qué país estaría en ese momento de vacaciones. Su hermana, Diana, era demasiado joven y no tenía experiencia. Su padre se había retirado. Eso significaba que, si él no se ocupaba del imperio familiar, tendría que dejarlo en manos de un extraño.

Y Gavin no quería que eso sucediera. Todavía recordaba cuando, sentándolo en sus rodillas de pequeño, su abuelo le había contado orgulloso historias de cómo su bisabuelo había fundado la compañía. No podría defraudarlos.

El móvil le sonó para indicarle que tenía un mensaje. Era Marie. Había quedado con su médico en Park Avenue a las cuatro y cuarto. Excelente.

Copió la información para enviársela a Sabine en otro mensaje. Sin embargo, apretó el botón de llamada casi sin pensarlo. Quería escuchar su voz. Había pasado tanto tiempo sin ella que cualquier excusa era válida para oírla de nuevo. Aunque no se dio cuenta, hasta que fue demasiado tarde, de que eran las siete y media de la mañana.

–¿Hola? –contestó ella. Su voz no sonaba somnolienta.

–Sabine, soy Gavin. Siento llamar tan pronto. ¿Te he despertado?

Ella rio.

–Claro que no. Jared se levanta con las gallinas, a las seis de la mañana, todos los días. Como siga así, va a ser granjero, como su abuelo.

Gavin frunció el ceño antes de darse cuenta de que Sabine hablaba de su propio padre. Él no sabía mucho de su familia, solo que vivían en Nebraska.

–Mi asistente nos ha concertado una cita para la prueba de ADN –informó él, dándole la dirección del médico.

–De acuerdo. Nos veremos allí un poco antes de las cuatro y cuarto.

–Yo te recogeré.

–No, iremos en metro. A Jared le gusta el tren. Hay una parada cerca de allí, así que no es problema.

Sabine defendía con ferocidad su independencia. Cuando salían juntos, no había dejado nunca que él hiciera nada por ella. Y eso le ponía muy nervioso.

–Después de la prueba, ¿puedo llevaros a Jared y a ti a cenar?

–Umm –murmuró ella, quizá pensando en una excusa para negarse.

–Un poco de tiempo de calidad –añadió él con una sonrisa.

–De acuerdo. Me parece bien.

–Nos vemos esta tarde.

–Adiós –se despidió ella, y colgó.

Gavin sonrió. Estaba deseando volver a ver a su hijo. Y, aunque no quisiera admitirlo, también se moría de ganas de volver a ver a Sabine.

A Sabine le sorprendió lo poco que tardaron en la consulta del médico. El papeleo fue lo más pesado. Les dijeron que los llamarían el lunes para darles los resultados.

A las cinco menos cuarto, estaban parados en la calle, ante un semáforo en rojo en Park Avenue. Sabine ató a Jared en su sillita de paseo.

–¿Qué os gustaría comer? –preguntó Gavin.

Ella adivinó que la mayoría de restaurantes que él conocía no debían de estar preparados para niños. Miró a su alrededor, pensativa.

–Creo que hay una hamburguesería bastante buena a dos manzanas de aquí.

–¿Hamburguesería?

–En los restaurantes caros que conoces no tienen menú infantil –repuso ella, riendo ante la estupefacción de Gavin.

–Lo sé.

Meneando la cabeza, Sabine comenzó a caminar en dirección a local que conocía. Gavin se apresuró a seguirla.

–Estás acostumbrado a gastarte cantidades exageradas en cenas. Supongo que eso es lo que tus invitados esperan de ti, pero Jared y yo no funcionamos así. Para comer, necesitamos mucho menos dinero del que tú te gastas en una botella de vino. Y no nos importa, ¿verdad, Jared?

El pequeño sonrió e hizo un gesto de aprobación con el pulgar hacia arriba.

–¡Habuguesa!

–¿Lo ves? –indicó ella, sonriendo–. Es fácil de complacer.

La hamburguesería estaba un poco llena, pero pudieron pedir y sentarse antes de que el pequeño comenzara a cansarse. Sabine intentó concentrarse en Jared y en que no se manchara de salsa por todas partes. Era más fácil que mirar a Gavin e intentar adivinar qué pensaba.

Él se estaba comportando con más amabilidad de la que esperaba, caviló Sabine. Sin embargo, cuando se conocieran los resultados de la prueba, las cosas cambiarían, adivinó. Le preocupaba que hubiera demasiados cambios en poco tiempo. Lo más probable era que Gavin acabara insistiendo en que los dos se mudaran a vivir con él, para poder estar cerca de su hijo. Y, si no aceptaba, quizá quisiera quitarle la custodia.

Esos eran los oscuros pensamientos que la habían acosado durante todo el embarazo. Los mismos miedos que la habían impulsado a ocultarle a Jared a Gavin. Sin embargo, en ese momento, no pudo evitar sonreír al ver a los dos coloreando juntos la hoja del menú infantil.

Mientras el padre de su hijo estaba distraído, Sabine lo observó de reojo. Tenía el pelo moreno, los hombros anchos y una fuerte mandíbula. Era un hombre muy atractivo, y esa había sido la razón por la que no había podido resistirse a salir con él hacía tres años. Todo en él irradiaba poder y salud. Era interesante y considerado, honrado y leal.

Sin duda, era la clase de espécimen masculino con quienes muchas estarían deseando procrear.

Sin darse cuenta, al pensar en él de ese modo, a Sabine se le aceleró el pulso y se sonrojó. Una oleada de calor la invadió el cuerpo y le anidó en el vientre. Cerró los ojos y respiró hondo, rezando por poder domar su deseo.

–¿Tienes que hacer algo más en la ciudad antes de que te lleve a casa?

Cuando abrió los ojos, se lo encontró mirándola con curiosidad.

–Iremos en metro.

–No, insisto –dijo él, pagó la cuenta y le tendió su lápiz de colorear a Jared.

–Gavin, tu deportivo es para dos personas, y no llevas sillita de niño. No puedes llevarnos a casa.

Sonriendo, él se sacó del bolsillo el resguardo para recoger el coche del garaje.

–Hoy, no. Hoy tengo un Mercedes de cuatro puertas.

Sabine abrió la boca para protestar, pero él no le dejó hablar.

–… con una sillita nueva para coche que Jared puede usar hasta que pese veinticinco kilos.

Ella cerró la boca. ¿Qué daño podía hacerles que los llevara a casa? Sin embargo, temía que Gavin siempre se saliera con la suya, sobre todo, en lo que respectaba a las decisiones importantes.

Esa noche, de todos modos, Sabine no tenía ganas de discutir. Esperó con Jared mientras Gavin recogía el coche.

Tuvo que admitir que era agradable sentarse en los suaves asientos de cuero y dejar que otro se preocupara de lidiar con el tráfico, no tener que subir y bajar escaleras en un metro abarrotado.

–Gracias –dijo ella, cuando llegaron ante su casa.

–¿Por qué?

–Por traernos en coche.

–No es ningún problema para mí. No hace falta que me des las gracias por eso –aseguró él, frunciendo el ceño.

–Creo que le gusta –comentó ella, contemplando a su hijo dormido en su nuevo asiento. Todavía era un poco temprano, menos de las siete. Aun así, si podía llevar al niño a su cama y quitarle los zapatos y la sudadera sin despertarlo, el pequeño no se despertaría hasta el amanecer, pensó.

Cuando salieron del coche, Gavin sacó a Jared en brazos. El pequeño apoyó la cabeza en su hombro. Su padre lo sujetó con suavidad, posándole una mano en la espalda.

Sin poder evitarlo a Sabine se le escaparon lágrimas de los ojos al observar la tierna escena. Parecían dos gotas de agua. Era la segunda vez que Jared veía a Gavin y ya parecía haberse familiarizado con él.

Gavin lo llevó hasta la casa. Después de entrar, Sabine lo guio al dormitorio, con las paredes pintadas de verde pálido y un mural de Winnie the Pooh encima de la cuna. La cama de ella estaba en la pared opuesta.

Después de quitarle los zapatos a su hijo, le hizo una seña a Gavin para que lo dejara en la cuna. De inmediato, el niño se acurrucó y se abrazó a su dinosaurio de peluche.

Su madre lo cubrió con la manta y, sin hacer ruido, salió con Gavin de la habitación y cerró la puerta.

En vez de presentar sus excusas para irse, Gavin se quedó mirando un cuadro que había sobre la mesa del comedor.

–Lo recuerdo.

–Era el que estaba pintando cuando salíamos –dijo ella con una sonrisa.

En el fondo, la pintura mostraba una ordenada gama de tonos blancos, crema y marfil. Su perfecta estructura representaba a Gavin. Y, en primer plano, brochazos de color púrpura, negro y verde. Desorden, caos. Esa era Sabine. La obra era la ilustración perfecta de por qué su unión había servido para hacer arte, pero no tenía sentido en la práctica.

–La última vez que lo vi no lo habías terminado. Algunas cosas son nuevas, como las cruces azules. ¿Cómo lo has llamado?

Las cruces azules eran signos positivos, como el que le había dado la prueba de embarazo cuando se la hizo.

–Concepción.

–Es muy bonito –comentó él, contemplándolo con la cabeza ladeada–. Me gustan los colores. El beis queda perfecto con esos tonos más chillones.

Sabine sonrió. Él no captaba el simbolismo de su relación, pero no importaba. El arte era siempre algo subjetivo.

–Tienes mucho talento, Sabine.

–No es una de mis mejores obras –repuso ella, quitándose importancia. No se sentía cómoda con los halagos.

–No –insistió él y, acercándose, la tomó de la mano–. Está mejor que bien. Eres una pintora con talento. Siempre me ha impresionado cómo puedes crear cosas tan imaginativas y maravillosas a partir de un lienzo blanco. Lo sepas o no, eres especial. Espero que nuestro hijo tenga el mismo don.

Saber que Gavin deseaba que su hijo se pareciera en algo a ella fue demasiado para Sabine. Sus padres siempre habían desaprobado su interés por pintar. Ella no había hecho más que decepcionarles.

Sin pensárselo, Sabine lo abrazó con fuerza. Al principio, él se sorprendió, pero enseguida la abrazó también.

–Gracias –le susurró ella.

Era agradable estar entre los brazos de aquel hombre tan fuerte y cálido. Era maravilloso sentirse apreciada por su trabajo.

Con la cabeza apoyada en el pecho de él, Sabine percibió los latidos acelerados de su corazón. Tenía los músculos tensos. O estaba muy incómodo o lo que sentía por ella era algo más que aprecio profesional, adivinó Sabine. Y cuando levantó la vista se quedó sin respiración al ver sus ojos. Los tenía brillantes de deseo y la miraban como nunca había creído que volverían a hacerlo.

La intensidad de su mirada hizo que le subiera la temperatura al instante. Como le había pasado en el restaurante, se sonrojó. Había pocas cosas en la vida tan exquisitas como hacer el amor con Gavin. No podía negar que aquel hombre sabía cómo tocarla.

Y, aunque sabía que era un peligroso error, lo único que ella quería en ese momento era que volviera a hacerlo.

Él debió de leerle la mente, porque inclinó la cabeza y la besó. Primero, con suavidad, saboreándola. Poco a poco, mientras ella se apretaba contra su cuerpo, el beso se incendió. Gavin la recorrió con sus manos, marcándola con fuego con cada caricia.

Pero, justo cuando ella iba a rodearle el cuello con los brazos, rindiéndose a la pasión, él empezó a retirarse.

–Es mejor que me vaya –dijo él, aclarándose la garganta.

Ella asintió y lo acompañó a la puerta.

–Buenas noches, Sabine –se despidió él con un ronco susurro, y salió.

–Buenas noches –musitó ella, y se llevó los dedos a los labios, que todavía le cosquilleaban por el beso–. Buenas noches.

Tres años después - Por un escándalo

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