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Capítulo Cinco

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El domingo por la mañana, alguien llamó a la puerta temprano. Sabine estaba haciendo tortitas para desayunar, mientras Gavin jugaba con sus piezas de construcción. El domingo no tenían nada que hacer, no había clase ni ella tenía que trabajar. Por eso, los dos estaban en pijama.

Sorprendida, encontró a Gavin en la entrada. Todavía más raro le pareció verlo con vaqueros y una camiseta. Y le sentaban bien. Le resaltaban los músculos y se ajustaban a su cuerpo en los sitios adecuados, pensó, haciéndosele la boca agua.

Después, se dio cuenta de que llevaba en la mano una bolsa de pinturas y un lienzo blanco.

–Gavin. No esperaba verte a estas horas de la mañana –dijo ella al fin. Lo cierto era que había pensado que no volvería a verlo hasta conocer los resultados de la prueba de paternidad.

–Lo sé. Quería daros una sorpresa.

Sin mucha confianza, Sabine lo dejó entrar.

–Hola, campeón –saludó Gavin a Jared.

El niño corrió a su lado y, juntos, se dirigieron al salón simulando ser dos aviones. Jared terminó en el sofá, riendo mientras su padre le hacía cosquillas.

Era bueno que a su hijo le gustara Gavin, pensó ella. Sin embargo, no podía evitar preocuparse. ¿Podía contar con él durante los próximos dieciséis años? No estaba segura, pero más le valía a Gavin no estropearlo.

–Estaba haciendo tortitas –anunció ella, dirigiéndose de nuevo a la cocina–. ¿Has desayunado?

–Eso depende –contestó él, haciendo una pausa en la batalla de cosquillas–. ¿Qué llevan las tortitas?

–Arándanos.

–No, no he desayunado –replicó, sonriendo, y dejó que Jared volviera a jugar con sus piezas de construcción–. Ahora vuelvo, campeón.

Gavin la siguió a la cocina, que era muy pequeña para los dos. Sin éxito, ella intentó ignorar su cercanía y lo bien que le sentaban aquellos vaqueros. Sin poder evitarlo, se le endurecieron los pezones debajo del pijama.

–¿Qué te trae por aquí?

–Quería compensaros por lo de ayer –contestó él, viéndola doblar una tortita con un puñado de arándanos.

Sabine intentó no sacar conclusiones apresuradas. No le gustaba que él decepcionara a Jared y, luego, por sentirse culpable, tratara de compensarlo haciendo grandes cosas.

–¿Y eso cómo es?

–He visto en el periódico que el Circo de la Gran Manzana está aquí. He comprado entradas para esta tarde.

Justo lo que Sabine había pensado. Ella no tenía problema con ir al circo, pero él no se lo había pedido. No había llamado para preguntarle si tenían planes. ¿Y si a Jared no le gustaran los payasos? Había comprado las entradas sin más, dando por hecho que harían lo que él había planeado. Sin embargo, al menos, él estaba intentando poner de su parte, se recordó a sí misma.

–Seguro que a Jared le gusta. ¿A qué hora tenemos que salir?

–Bueno, eso es parte de la sorpresa. Tú te quedas.

–¿Qué quieres decir?

–He comprado entradas para Jared y para mí. Pensé que te gustaría disfrutar de tiempo libre. Te he comprado pinturas nuevas.

En vez de sentirse emocionada y agradecida, Sabine no pudo evitar preocuparse. No le gustaba que Gavin se llevara a su hijo sin ella. ¿Y si el pequeño se empachaba? ¿Y si se asustaba? ¿Sabía Gavin que su hijo todavía se hacía pipí encima algunas veces?

–No creo que sea buena idea.

–¿Por qué no? Dijiste que querías que me implicara.

–Ha pasado menos de una semana, Gavin. Has pasado un par de horas con él, pero ¿estás preparado para cuidarlo un día entero? –preguntó ella, y le puso un par de tortitas en el plato a Jared, junto a unos pedazos de plátano que había cortado.

–¿Crees que no podré hacerlo?

Ella suspiró, vertió un poco de sirope de arándanos en el plato y sirvió un vaso de leche. Colocó el desayuno del pequeño en la mesita de su trona y lo llamó. Cuando el niño estuvo sentado, se volvió hacia Gavin, que seguía parado en la puerta de la cocina, con aspecto irritado.

–No lo sé. No sé si puedes hacerlo o no. Ese es el problema. No nos conocemos lo suficiente todavía.

Cruzándose de brazos, Gavin se apoyó en la puerta. Sin querer, a Sabine se le fueron los ojos hacia su musculoso pecho.

–Sí nos conocemos, muy bien –discrepó él con un brillo malicioso en los ojos.

–Tu habilidad para hacerme llegar al orgasmo no tiene nada que ver con si puedes o no ocuparte de un niño pequeño –replicó ella, mirándolo a los ojos.

Al escuchar la palabra orgasmo, Gavin tragó saliva.

–No estoy de acuerdo. Las dos cosas requieren atención y anticiparse a las necesidades de la otra persona. No creo que sea distinto si necesitan beber agua, un juguete o satisfacción sexual.

A Sabine se le había quedado la boca seca. Él sonrió.

–¿Y si lo que necesita es que le cambien el pañal? ¿Y si le das demasiado algodón dulce y vomita en el asiento de tu lujoso Mercedes? Eso no es tan sexy.

El brillo de deseo en los ojos de él desapareció. Era difícil mantener la excitación con aquellas imágenes, reconoció ella. Por eso llevaba tanto tiempo sin salir con nadie.

–Deja de intentar asustarme –le reprendió él–. Sé que no es fácil cuidar a un niño. Pero solo serán unas horas. Puedo hacerlo. ¿Me dejas que lo haga por ti, por favor?

–¿Por mí? ¿No deberías hacerlo por tu hijo?

–Claro que lo hago por él. Pero, para poder mantener una relación con mi hijo, tú tienes que confiar en mí. Te lo devolveré esta noche, bien alimentado, bien cuidado y, si puede ser, limpio. Pero tú tienes que poner de tu parte y dejarme intentarlo. Disfruta de tu tarde libre. Pinta algo bonito. Ve a hacerte la pedicura.

Sabine tuvo que admitir que sonaba bien. No había tenido una tarde para sí misma desde el día del parto. No tenía familia para que cuidara a Jared y solo podía permitirse pagar a Tina para ir a dar sus clases de yoga. No había tenido ni un día solo para relajarse. Y para pintar…

En silencio, continuó haciendo tortitas.

¿Toda una tarde para sí misma?

Quiso aceptar, pero no podía dejar de preocuparse.

Lo más probable era que todo fuera bien. Además, si Jared volvía a casa cubierto de vómito rosa, tampoco iba a ser el fin del mundo. Después de todo, el circo estaba pensado para niños de su edad y no podía ser peligroso.

Minutos después, le tendió a Gavin su plato con tortitas.

–De acuerdo. Podéis ir. Pero quiero que te mantengas en contacto conmigo para saber cómo está. Y si pasa algo…

–Te llamo de inmediato –la interrumpió Gavin–. ¿Verdad?

No iba a resultarle fácil a Sabine compartir a Jared con otra persona. Pero también podía ser positivo. Dos padres podían ofrecer el doble de manos y el doble de ojos, el doble de amor.

–De acuerdo, bien. Tú ganas. Pero no le des demasiada azúcar o lo lamentarás.

Gavin nunca había estado tan cansado en su vida. Ni siquiera cuando había jugado en el equipo del colegio, ni cuando se había quedado sin dormir estudiando para un examen. Ni siquiera después de haberse pasado toda una noche haciendo el amor. ¿Cómo diablos podían los padres sobrevivir todos los días? ¿Cómo lograba Sabine cuidar de Jared sola, trabajar, dar clases de yoga? No era de extrañar que hubiera dejado de pintar, caviló.

Sin embargo, aunque estaba exhausto, había pasado uno de los mejores días de su vida.

Ver a Jared sonreír merecía todas las penas. Eso era el motor que impulsaba a todos los padres.

Aunque el día también había tenido sus accidentes. A Jared se le había caído el helado y se había puesto a llorar a todo pulmón. Para calmarlo, a él no se le había ocurrido otra cosa que comprarle una espada con luces. También había tenido que ir corriendo al baño con él justo cuando les había tocado su turno en la larguísima cola para comprar perritos calientes y palomitas. Sabine le había dicho que Jared estaba aprendiendo a ir al baño solo y que, cuando lo pidiera, tenían que hacerlo de inmediato. Así que habían acabado otra vez al final de la cola y habían tenido que esperar otros veinte minutos para saciar su hambre.

Pero el mundo no se había acabado. No había pasado nada terrible y, cada hora, le había enviado a Sabine un mensaje de texto para tranquilizarla.

Había sido un día lleno de emociones nuevas y, cuando llegaron al apartamento, el pequeño se había quedado profundamente dormido.

Gavin lo llevó en brazos a la puerta y llamó. Sabine no abría, así que giró el picaporte y, como estaba abierto, entró.

Esperaba encontrarla sumergida en sus pinturas. Sin embargo, estaba acurrucada en el sofá, dormida.

Gavin sonrió. Le había dicho que podía pasarse la tarde haciendo lo que quisiera. Debía de haberse imaginado que dormir estaría al principio de su lista de prioridades. Sin hacer ruido, llevó al niño al dormitorio, lo tumbó en la cama y lo dejó solo con los calzoncillos y la camiseta, como ella había hecho la noche anterior. Luego, lo tapó y apagó la luz.

Ella seguía dormida cuando volvió al salón. Gavin no quería irse sin despedirse, pero tampoco quería interrumpir su sueño. Así que se sentó a su lado y decidió esperar a que se despertara.

Le gustaba verla dormir. Muchas noches, se había quedado tumbado en la cama, observándola. Había memorizado cada uno de sus rasgos y sus curvas. Sabine tenía algo que lo había fascinado desde el primer día que la había visto.

Las semanas que habían pasado juntos habían sido intensas. Sabine le había contagiado su entusiasmo por la vida. Y él lo había adorado todo de ella, desde su radiante sonrisa hasta su pelo de los colores del arcoíris. Le había encantado encontrar siempre una mancha de pintura en su piel. Era tan distinta de las otras mujeres que había conocido…

Por primera vez en su vida, él había comenzado a abrirle su corazón a alguien. Había empezado a hacer planes con ella, a soñar con que su relación fuera permanente. Y no había estado preparado para su repentina ruptura.

Durante todo ese tiempo, no se había dado cuenta de algo esencial. Sabine no confiaba en él, ni para entregarle a su hijo ni para entregarle su corazón.

Lo cierto era que él nunca le había demostrado sus sentimientos y, con ello, había perdido la oportunidad de poder amarla. Sin embargo, quería volver a tenerla en su cama. Ansiaba acariciarle el pelo, que esa noche llevaba recogido en un moño en lo alto de la cabeza. Deseó tocarlo y verlo extendido sobre la almohada.

Posando los ojos en su cuerpo, cubierto solo con una fina camiseta y unos pantalones cortos, se dijo que estaba más hermosa que antes. La maternidad le había dotado de más curvas. Sus caderas redondeadas suplicaban ser acariciadas.

Entonces, Gavin se fijó en su rostro, que no parecía relajado del todo. Una fina línea de preocupación le cruzaba la frente. Tenía ojeras. Estaba agotada.

Él estaba decidido a hacerle la vida más fácil. Al margen de cómo terminara su relación, ella se merecía toda su ayuda.

–Gavin –susurró ella.

Cuando la miró, esperando encontrársela despierta, se dio cuenta de que estaba hablando en sueños. Él contuvo el aliento, esperando que hablara de nuevo.

–Por favor –musitó ella, removiéndose en el sofá–. Sí. Te necesito.

¡Estaba teniendo un sueño erótico con él!, se dijo Gavin, sin poder contener una instantánea erección.

–Tócame.

Él no pudo resistirse. En cuanto posó la mano en la suave curva de su pantorrilla, se le aceleró el pulso y le subió la temperatura. Ninguna otra mujer lo había excitado tanto.

–¿Gavin?

Sabine lo estaba observando confusa. Se había despertado. Pero, en vez de apartarse, lo miró a los ojos, todavía incendiados por el sueño que había tenido. Entonces, se incorporó y lo besó.

Incapaz de controlar su deseo, Gavin decidió que se enfrentarían a las consecuencias después. El beso fue apasionado, mientras sus dedos se entrelazaban, sus cuerpos se apretaban uno contra otro.

Él la tocó por todas partes, justo como en sus fantasías. Sentir el contacto de su piel bajo los dedos era mejor de lo que había anticipado. Su excitación no podía ser mayor.

Al mismo tiempo, Sabine le recorrió el pecho con las manos y le agarró el borde de la camiseta. Se la quitó en un momento para, acto seguido, despojarse de la suya. Debajo, no llevaba sujetador.

Antes de que él pudiera inclinarse para tocarle los pechos, ella lo agarró del cuello y se tumbó, haciendo que él la cubriera con su cuerpo.

Gavin la besó en la boca, la mandíbula, el cuello. La mordisqueó y la acarició con la lengua. Luego, le rozó un pecho, jugueteando con su pezón erecto, mientras ella gemía y arqueaba las caderas.

–Te deseo tanto… –musitó él.

Sin contestar, Sabine deslizó las manos hacia la cremallera de sus vaqueros y se la bajó. Luego, metió la mano en sus calzoncillos y comenzó a acariciarlo. Gavin hundió la cabeza entre sus pechos para sofocar un gemido de placer.

Mientras, él comenzó a frotarle entre las piernas, por encima de los finos pantalones de algodón.

–Ahh –susurró ella con los ojos cerrados.

Era tan hermosa, que no podía esperar a verla llegar al orgasmo. Ansiaba hundirse en su cálido interior de nuevo, después de tanto tiempo.

–Por favor, dime que tienes preservativos –suplicó él. Esa mañana, había salido de su casa preparado para ir al circo, pero nada más, no se esperaba eso, ni mucho menos.

–Me puse un DIU cuando nació Jared –informó ella.

–¿Es eso suficiente?

–Supongo que sí –contestó ella, riendo–. Recuerda que el preservativo no nos funcionó tan bien la última vez.

–¿Quieres que siga? –preguntó él, mientras la besaba.

–Como pares, te mato –rugió ella, riendo.

Con un rápido movimiento, Gavin le quitó los pantalones cortos y las braguitas. Acto seguido, se quitó los vaqueros, con ayuda de ella, y los zapatos.

Entonces, Gavin la miró y el pecho se le hinchó de orgullo. Estaba preciosa desnuda, y lo estaba esperando a él. En un instante, le soltó el pelo, haciendo que los mechones negros y violetas le cayeran por los pechos.

Sin poder esperar ni un momento más, Gavin se colocó entre sus piernas. Primero, la tocó con la mano, deslizando un dedo en su interior.

–Gavin –rogó ella, jadeante.

Él siguió tocándola hasta hacerla gemir. Sujetándola con una mano de la cadera, se sumergió en su húmedo calor y se perdió en el placer del momento, antes de comenzar a moverse.

Sabine se aferró a él, hundiendo la cabeza en su pecho para sofocar sus gemidos y sus gritos. El ritmo fue creciendo, hasta que ambos estuvieron al borde del éxtasis.

Entonces, el cuerpo de ella se estremeció y se apretó a su alrededor. Una arremetida más y él explotó también, con un rugido de satisfacción.

Los dos se dejaron caer rendidos sobre el sofá, jadeantes. Apenas se habían recuperado, Gavin oyó llorar a Jared en la otra habitación.

Como una bala, Sabine agarró sus ropas y corrió al dormitorio.

Tres años después - Por un escándalo

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