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Capítulo Cuatro

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–Esta noche tenemos una cita, bueno, no sé cómo llamarlo –dijo Sabine, mientras doblaba unas camisas.

–Es un gran cambio –comentó Adrienne con una sonrisa–. Y, por el momento, parece que todo va bien, ¿verdad?

–Sí. Supongo que por eso estoy preocupada. Es como si estuviera esperando que todo se fuera a pique en cualquier momento.

Era sábado y la boutique estaba abierta, pero la afluencia de clientes no solía comenzar hasta el mediodía. Sabine y Adrienne estaban solas y podían hablar con libertad. Adrienne había acudido más pronto de lo normal para poder relevar a su encargada, que había quedado con Gavin para comer.

–No creo que vaya a robarte a Jared, Sabine. A mí me parece que es un hombre razonable.

–Lo sé. Pero no tendremos los resultados de la prueba de paternidad hasta el lunes. Si va a hacer algo, esperará a ese momento. El Gavin con el que yo salí hace tres años era un hombre calculador e impasible. No le importaba esperar el momento adecuado para atacar.

–Pero, esto no es trato de negocios y él no es una serpiente. Tenéis un hijo juntos. Es diferente –opinó su jefa, mientras terminaba de vestir a un maniquí.

–La vida es trabajo para Gavin. Más que pedirme que me casara con él, fue como una oferta de fusión empresarial.

–¿Y el beso? –preguntó Adrienne, mirándola con las manos en las caderas.

Eso sí que no sabía cómo explicarlo, reconoció Sabine para sus adentros.

–Quizá fue solo una cuestión de estrategia. Sabe que tengo debilidad por sus besos. Solo quiere llevarme a su terreno.

–¿De verdad piensas que lo hizo por eso? –inquirió su jefa, poco convencida.

–No lo sé. La verdad es que no me pareció premeditado –admitió Sabine, y recordó cómo sus cuerpos se habían amoldado el uno al otro. Suspiró y meneó la cabeza–. Pero eso da igual. Lo importante es que Gavin no me ama. Nunca me ha querido. No soy más que un instrumento para llegar a su hijo. Y, cuando se canse de juegos, se librará de mí como si fuera un obstáculo más en su camino.

–¿No crees que quiera mantener una relación contigo?

–¿Por qué iba a querer eso? –replicó Sabine–. La última vez que estuvimos juntos, mostró tan poco interés que ni siquiera parpadeó cuando rompimos. Me dejó marchar como si no hubiera sido más que un pasatiempo para él. Nunca me habría buscado si no se hubiera enterado de lo de Jared.

–Tú lo dejaste –le recordó Adrienne–. Quizá fue el orgullo lo que le impidió ir tras de ti. Escucha, yo estoy casada con un tipo así. En el mundo de los negocios, mostrar un signo de debilidad solo despierta el hambre de los tiburones. Han aprendido desde pequeños a ocultar sus emociones, por eso, dan la sensación de ser invulnerables.

Su jefa sabía de lo que estaba hablando. Estaba casada con Will Taylor, dueño de uno de los más antiguos y exitosos periódicos de Nueva York. Descendía de una familia de hombres de negocios, igual que Gavin. Sin embargo, cuando estaba con su esposa, parecía un gatito enamorado. No tenía nada que ver con la forma con que se comportaba en el trabajo.

Sin embargo, a Sabine le costaba imaginarse que Gavin pudiera ser tierno bajo su fría coraza. Cuando habían compartido momentos íntimos hacía años, él nunca se había entregado del todo.

–¿Estás diciendo que me dejó marchar y se pasó toda la noche llorando solo?

Adrienne rio.

–Bueno, quizá eso sea un poco exagerado, pero puede que lo lamentara y no supiera cómo actuar. Jared le da una buena razón para poder verte, sin tener que lidiar con sus sentimientos por ti –sugirió Adrienne.

Un par de clientas entraron, interrumpiendo la conversación, y Sabine se concentró en colocar las bolsas, estampadas con la firma de su propietaria.

Sin duda, los sentimientos no eran el fuerte de Gavin, caviló ella. Quizá, la había besado porque tenía la intención de recuperar su relación física. Siempre había habido química entre los dos, desde el primer momento.

Aquella noche, Sabine había estado absorta contemplando una obra de arte expuesta en una galería. Sorprendida, se había atragantó con el champán al escuchar una seductora voz masculina en el oído.

–A mí me parece un error muy caro.

Al girarse para mirarlo, ella se había quedado paralizada. Se había topado con un hombre imponente, impecablemente vestido, mirándola con ojos brillantes de deseo. En ese mismo instante, ella se había derretido sin remedio.

Los días que habían seguido a su primer encuentro fueron maravillosos. Sin embargo, en ningún momento los ojos de él habían delatado ningún sentimiento, aparte del más puro deseo.

Una de las clientas se compró una blusa y un pañuelo.

Cuando se hubieron quedado a solas de nuevo, Sabine y su jefa siguieron hablando.

–¿Adónde vais a ir hoy? –preguntó Adrienne desde el almacén.

–Al zoo de Central Park.

–Qué divertido –opinó Adrienne, mientras se acercaba con un montón de sus últimas creaciones–. ¿Ha sido idea suya?

–No –negó Sabine, riendo, y ayudó a su jefa a colgar los vestidos–. Él no tenía ni idea de qué hacer con un niño de dos años. Le propuse el zoo porque quería hacer algo que no fuera muy caro.

–¿Qué quieres decir?

–No quiero que Gavin le compre nada a Jared todavía. Al menos, nada grande y caro. Gavin me contó una vez que su padre solo lo sacaba para ir de compras. No quiero que se repita ese patrón.

–El dinero no es nada malo, Sabine. Yo nunca lo había tenido, hasta que me casé con Will. Y te aseguro que hace falta adaptarse al cambio. Pero, una vez que te acostumbras, puedes usarlo para cosas buenas.

–También es un sustituto del amor y la atención. Ahora Jared es pequeño, pero pronto entrará en la fase de pedir que le compren todo. No quiero que su padre compre su afecto con caros obsequios.

–Intenta no tener tantos prejuicios –le aconsejó Adrienne–. Que le compre algo a Jared no es nada malo. Si un globo hace sonreír a tu hijo, no te preocupes y disfruta –añadió y, mirándola, arrugó la nariz.

–¿Qué te pasa?

–No lo sé. Tengo el estómago un poco revuelto. Creo que no me ha sentado bien el desayuno. O es eso o tu drama me está dando náuseas.

Sabine rio.

–Siento que mi caótica vida te maree. Tengo sal de frutas en el bolso, si la quieres.

–No hace falta –repuso la otra mujer, y miró el reloj–. Es mejor que te vayas, si no quieres llegar tarde. Diviértete.

–De acuerdo. Te lo prometo –contestó Sabine, esperando que así fuera.

Cuando Gavin entró en Central Park, se dio cuenta de que hacía mucho tiempo que no iba a pasear por allí. Lo tenía en frente de su casa, pero apenas prestaba atención a la verde extensión que se abría ante él.

Lo primero que pensó era que iba demasiado elegante para una tarde en el zoo. No se había puesto corbata, aunque sí llevaba traje. Quizá hubiera sido mejor ponerse unos vaqueros. Podía volver a casa para cambiarse, pero decidió no hacerlo para no llegar tarde.

Cuando era más joven, le encantaba correr por los caminos del parque y jugar al frisbi con sus amigos. Sin embargo, cuanto más se había volcado en su compañía, menos importantes le habían parecido los árboles y la puesta de sol.

Al llegar a la entrada principal del zoo, estaba sudando. Se quitó la chaqueta y se remangó. Había quedado allí mismo con Jared y Sabine, pero no los vio por ninguna parte.

Miró la hora en el móvil y comprobó que había llegado un poco pronto. Para hacer tiempo, se puso a revisar su correo electrónico, para ver si Roger, el dueño de Exclusivity Jetliners, le había escrito. Al parecer, su hijo, Paul, se oponía a sus planes de vender la compañía y tenía la intención de convertirse en su nuevo director. Y Roger estaba pensándoselo.

El sonido de la risa de un niño sacó a Gavin de sus pensamientos. Al levantar la cabeza hacia allí, vio a Jared jugando con su madre bajo la sombra de un gran árbol.

Guardándose el móvil en el bolsillo, se dirigió hacia allí. Sabine estaba agachada junto a su hijo, vestida con pantalones beis y una blusa corta. Llevaba el pelo recogido en una cola de caballo y una gran mochila roja.

Jared estaba jugando con uno de sus camiones en el barro. Al parecer, el pequeño había sido capaz de encontrar el único charco que había en el parque en un día tan caluroso. Estaba agachado descalzo, metiendo su juguete en el barro, y reía feliz cada vez que se salpicaba la camiseta. Estaba sucio y contento como un cerdito.

El primer impulso de Gavin fue agarrar a su hijo y sacarlo del barro de inmediato. Debía de haber un baño en algún sitio para lavarlo. Pero, cuando vio la sonrisa de Sabine, cambió de idea. A ella no le preocupaba ni lo más mínimo que se manchara.

Su madre se hubiera puesto histérica si lo hubiera visto jugando con la tierra, pensó Gavin. Su niñera lo habría bañado de pies a cabeza al momento. Después, le habrían dado un sermón sobre su actitud y habrían despedido a la niñera por no haberlo impedido a tiempo.

Jared lanzó otro camión al charco y el agua los salpicó a Sabine y a él. Lo único que ella hizo fue echarse a reír y limpiarse con la mano el barro del brazo.

Era increíble, se dijo Gavin, sintiendo deseos de ensuciarse también.

–Ah, hola –saludó Sabine al verlo allí parado. Se miró el reloj–. Siento haberte hecho esperar. Hemos llegado pronto y Jared no quería perderse la oportunidad de jugar en un charco como este –se excusó, levantándose.

–No pasa nada –aseguró él, mientras Sabine sacaba unas toallitas húmedas y una camiseta limpia.

–De acuerdo, compañero. Es hora de ir al zoo con Gavin.

–¡Sí! –exclamó el niño con entusiasmo.

–Dame tus camiones –pidió la madre, y los guardó en una bolsa de plástico. Luego, lo limpió con las toallitas, le cambió de camiseta y le ayudó a ponerse los zapatos, que habían dejado a un lado del charco–. ¡Perfecto! –dijo, y le chocó la mano.

Gavin la contempló admirado. No solo permitía a su hijo mancharse, sino que estaba completamente preparada para ello.

–Estamos listos –indicó ella, tomando al pequeño en sus brazos.

Gavin sonrió al ver una pizca de barro en la mejilla de Sabine.

–Aún no –dijo él y, sin pensar, le limpió la cara con el pulgar. En cuanto la tocó, sintió que algo cambiaba entre ellos.

Sabine abrió mucho los ojos y dejó escapar un pequeño gemido de sorpresa. También el cuerpo de él reaccionó. La deseaba, no podía negarlo. El tiempo que habían pasado separados no había cambiado aquella poderosa atracción. De hecho, parecía haberla amplificado más, si es que eso era posible.

La noche anterior, en casa de Sabine, había tenido que besarla. No había sido capaz de irse sin probarla una vez más. Y, cuando lo había hecho, había sido como abrir las puertas de una esclusa. Por eso, había tenido que irse. Si se hubiera quedado un minuto más, no habría podido contenerse.

Su relación era complicada. No era tan tonto como para volverse a apegar a ella. Incluso era demasiado pronto para retomar las relaciones íntimas. Por el momento, lo que necesitaba era mantener las distancias, tanto en el aspecto sentimental como físico.

Entonces, ¿por qué estaba parado como un bobo en medio de Central Park, sujetándole el rostro entre las manos? Debía de ser masoquista, se reprendió a sí mismo.

–Esto… tenías un poco de barro –murmuró, y dejó caer la mano, antes de acabar haciendo alguna tontería en público. Para distraer su atención, miró a Jared–. ¿Estás preparado para ver los monos?

–¡Sí! –respondió el niño, aplaudiendo.

Compraron las entradas y se sumergieron en el zoo. Visitaron a los leones marinos, los pingüinos y los pumas. A cada momento, Gavin disfrutaba de ver a su hijo tan contento.

–¿Venís mucho por aquí? –preguntó él, apoyado en la barandilla que había ante la zona de los monos–. Parece que a Jared le encanta.

–Es la primera vez. Estaba esperando a que fuera un poco mayor. Esta me pareció una oportunidad perfecta.

Gavin estaba sorprendido. Había creído que se había perdido la primera vez de su hijo en muchas cosas pero, al parecer, no había sido así.

–También es mi primera vez –reconoció él.

–¿Llevas toda la vida viviendo en Nueva York y nunca has venido al zoo? –preguntó ella, arqueando las cejas con incredulidad.

–En realidad, no he vivido aquí toda la vida. Mi familia vivía aquí, pero yo me pasaba casi todo el tiempo en el extranjero.

–¿Ni siquiera las niñeras te traían al zoo?

–No. A veces, me traían al parque a jugar o a pasear, pero nunca al zoo. No estoy seguro de por qué. Mi internado hizo una excursión a Washington D. C. en una ocasión. Visitamos el Museo Smithsonian y el Zoo Nacional. Yo debía de tener catorce años. Sin embargo, nunca había venido a este.

–¿Y nunca has ido a una granja escuela?

Gavin rio al pensarlo.

–Claro que no. Mi madre no habría soportado la idea de que tocara a los cerdos o a las vacas. Nunca he tenido mascotas de niño.

Sabine arrugó la nariz.

–Bueno, pues hoy será tu primer día. Luego, iremos a la zona de niños y Jared y tú podréis tocar a las cabras.

¿Cabras? Gavin no estaba seguro de querer hacer eso.

–Quizá podemos empezar por algo más pequeño –propuso Sabine, adivinando su reticencia–. Puedes acariciar un conejo. Hay sitios donde lavarse las manos después. Te prometo que no te pasará nada.

Gavin rio. Lo estaba tratando como si fuera un niño pequeño que necesitara ánimos para hacer algo nuevo. No estaba acostumbrado a que lo trataran así.

Cuando iban de camino a ver los conejos, le sonó el móvil. Era Roger. Tenía que responder.

–Perdona un momento –se disculpó él.

Ella frunció el ceño, pero asintió.

–Llevaré a Jared al baño mientras tanto.

Tras responder, Gavin se pasó diez minutos calmando las preocupaciones de Roger. No quería perder esa oportunidad. Adquirir su empresa de jets privados era una manera de cumplir su sueño de la infancia. Ansiaba poder pilotar uno de ellos a algún destino lejano. Estaba decidido y no iba a dejar que el hijo de Roger se interpusiera.

Todavía estaba hablando por teléfono cuando Sabine regresó, con cara de pocos amigos.

–Casi he terminado –le susurró él, tapando el aparato con la mano–. Puedo hablar mientras caminamos.

Ella se dio media vuelta y empezó a andar con Jared. Él los siguió de cerca, aunque no pudo evitar distraerse con la conversación. Cuando, al fin, colgó, Jared había terminado de dar de comer a los patos y estaba persiguiendo a uno de ellos.

Sabine lo observaba jugar con los ojos llenos de amor. Eso era algo que Gavin apreciaba en ella. Sus padres nunca le habían tratado mal, pero habían sido distantes, siempre ocupados con quehaceres más importantes.

–Lo siento –se disculpó él, al ver que Sabine lo miraba con el ceño fruncido–. Era importante.

–Esto es lo más importante ahora mismo –indicó ella, volviendo la mirada hacia Jared.

Cuando un empleado del zoo sujetó un conejo para que pudiera acariciarlo, el pequeño sonrió a su madre.

–Conejo, mami –dijo el niño, imitando los movimientos del pequeño animal.

Ella tenía razón, pensó Gavin. Tenía que implicarse al cien por cien. Jared se lo merecía. Y Sabine, también.

Tres años después - Por un escándalo

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