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Legados violentos y Estados ausentes

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A pesar de las expectativas en sentido contrario (Keane, 2004; Payne, 2008), la llegada del gobierno democrático no ha significado el fin de la violencia generalizada en América Latina, como hemos ya visto. Holston (2008: 271) comentó sobre Brasil: “Precisamente, en la medida en que se ha enraizado la violencia, se ha producido un enorme incremento de nuevas formas de violencia, injusticia, corrupción e impunidad”.[14] Los académicos han tratado de describir los continuos hechos de violencia en la consolidación democrática de la región, denominando a América Latina como “democracias disyuntivas” (Holston, 2006), “democracias violentas” (Arias y Goldstein, 2010), “democracias perversas” (Pearce, 2010) o “democracias irrespetuosas” (Imbusch, Misse, y Carrión, 2011).

Otros analistas han identificado la “extrema crueldad” que acompaña los enfoques de la gobernanza en la región (Franco, 2013), caracterizada por el “irrespeto cotidiano” (Holston, 2008: 275), y las miles de dimensiones de la inseguridad que fundamentan lo que Rotker (2002: 12) —cuando se refiere al deterioro de la seguridad en las ciudades latinoamericanas devastadas por la violencia— denomina “la ciudadanía del miedo”.[15] Con demasiada frecuencia la misma conducta del Estado es violenta, cuando las instituciones de gobierno son ineficaces o están totalmente ausentes, lo que contribuye a las inseguridades rutinarias de la vida diaria.

Un informe reciente de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (cidh) observó “el uso ilegal y arbitrario de la fuerza” de muchos gobiernos latinoamericanos, que de hecho socava la confianza pública en el respeto a la ley (cidh, 2009: 11). Es importante destacar las fuentes y circunstancias de la ilegalidad, incluyendo las continuas operaciones de agencias, instituciones, relaciones y comportamientos provenientes de períodos autoritarios de conflictos prolongados, como parte de gobiernos nominalmente democráticos. Su incorporación como componentes esenciales de la experiencia contemporánea de los Estados democráticos, y como parte del fracaso de la creación de instituciones en marcha (particularmente, de instituciones de seguridad del Estado) es una fuente común de la reproducción de la violencia.

Cruz (2010: 2) afirma, por ejemplo, que en una encuesta, el 60% de las poblaciones de Guatemala, Venezuela, Bolivia y Argentina asumieron que de forma rutinaria la policía está involucrada en actividades delictivas. Por su parte, Yashar (2013: 432) ha destacado recientemente la frecuente mediación de la relación entre el Estado y los ciudadanos en América Latina a través de instituciones informales e ilícitas, que incluyen actores violentos tales como las bandas y organizaciones criminales que funcionan mediante los mecanismos de patronaje y clientela, lo que hace confusa cualquier distinción entre la policía criminalista como representante del Estado, por una parte, y los delincuentes con acceso directo a los recursos y la autoridad del Estado, por la otra.

Cruz (2011) señala el continuo papel de los “empresarios violentos” del gobierno en Centroamérica, que proviene de las guerras civiles de la década de 1980. Los describe como colaboradores civiles típicamente privados, informales y armados que mutan en su papel de organizaciones criminales a la vez que utilizan las instituciones estatales como pantalla. En un análisis similar, Arias (2006) explora las dimensiones localizadas de la “gobernanza criminal” de los traficantes de drogas a lo largo de la periferia urbana de Brasil. Analiza en detalles las diferentes relaciones e incentivos informales —como el intercambio de votos por orden y apoyo— entre los funcionarios del gobierno, los líderes civiles y los traficantes que prácticamente administran feudos paraestatales bajo la protección policial (véase también Goldstein, 2003).

Los grupos de la droga financian festivales comunitarios y proporcionan el orden, préstamos, infraestructura y servicios básicos a los residentes locales, los que, a su vez, apoyan a estos grupos. Los delincuentes pueden apropiarse del poder estatal a través de sus conexiones con los funcionarios estatales. Arias describe la gobernanza criminal de este tipo como una forma de soberanía localizada que socava la seguridad humana y las garantías democráticas. Este análisis demuestra cómo la violencia se ha conservado como un instrumento de dominio político. Los Estados recién democratizados no han roto completamente con el pasado y existen actores estatales.

Del mismo modo, la violencia del crimen organizado es una evidencia de las carencias continuas del Estado (Koonings, y Kruijt, 2004). Los espacios vacíos del gobierno y las fallas del Estado en garantizar servicios básicos de forma efectiva y confiable son en gran parte la razón de por qué la vida continúa siendo una lucha constante para muchos en América Latina (véase el capítulo de Johnson en este volumen). En tales casos prolifera la violencia en lo que O’Donnell (2004) ha denominado las “zonas oscuras”, o sea, zonas específicas dentro de un Estado-nación caracterizadas por la falta de instituciones públicas o por su disfunción donde los derechos estipulados por el Estado son comúnmente irrelevantes. Las debilidades institucionales son bastante responsables de este fenómeno. La caracterización realizada por Cuervo Restrepo (2003) sobre el mal funcionamiento del sistema judicial criminal de Colombia es típica. Esta incluye la impunidad persistente, el clientelismo, la falta de autonomía judicial, la corrupción, la gran acumulación de casos, la aplicación errática de sentencias y el temor a procesar.

Un ejemplo alarmante del uso de la violencia en sustitución del Estado ausente es el desgarrador relato de Scheper-Hughes (1993) sobre el carácter rutinario de la muerte en las favelas del Brasil. En un contexto de escasez crónica y de abandono del gobierno, en medio del colapso generalizado del apoyo social y de comunidad, así como de la “vida vacía” de los pobladores de tales barrios marginales, Scheper-Hughes realiza la crónica sobre el fatalismo de las madres ante la alta mortalidad infantil y el carácter rutinario de la muerte de sus bebés. Las madres de las favelas ven a estos bebés como prescindibles, como seres sin nombre cuya muerte no tiene real importancia. Scheper-Hughes describe a estos bebés como no personas, por las que no hay luto y cuyas madres, de manera fatalista, no expresaban ni dolor ni apego. La autora encuentra semejanzas entre la violencia de este estado de cosas y la casi total obliteración de la persona frente a estos infantes muertos.[16]

Otra expresión del problema del Estado ausente es la disminución y segregación de los espacios públicos; los que pueden pagarlo suelen retirarse tras lo que Teresa Caldeira (1996), refiriéndose a São Paulo, ha denominado “enclaves fortificados”, comunidades privadas típicamente fortificadas y protegidas por un aparato de seguridad cada vez más privado.[17] En 2008 Brasil tenía un total de 2904 servicios privados de seguridad registrados con un personal que sobrepasaba a la policía oficial (oea, 2012: 140). Esa ausencia de Estado se refleja en los espacios paraestatales controlados por las milicias criminales, pero también en los barrios urbanos marginales donde los linchamientos son expresión de las estrategias de autoayuda comunitarias, en el reciente surgimiento de grupos de autodefensa en México para luchar contra las bandas criminales (Asfura-Heim, y Espach, 2013), o en los enclaves urbanos fortificados de Brasil. La “seguridad” y no “los derechos” constituye el lenguaje que responde a los peligros percibidos a partir de las carencias de los servicios del Estado.

Las Iglesias ante la violencia en América Latina

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