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La violencia y la solidaridad negativa

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Además del problema del Estado ausente, la América Latina actual presenta varias formas de membresía social, fuentes de solidaridad y pertenencia cultural que son construidas, significativamente, a través de las concepciones de violencia y corrupción. En otros trabajos he llamado a esto “solidaridad negativa” (Albro, 2010: 191-93), en referencia a la conformación de identidad entre los trabajadores políticos provinciales en Bolivia, inmersos culturalmente en experiencias compartidas de lucha, estigma, privaciones, desplazamiento, extrañamiento y violencia. El legado y las experiencias de violencia que componen las diferentes solidaridades negativas son una dimensión de lo cotidiano que no podemos descartar en Latinoamérica, debido a que esos dos aspectos acentúan hasta qué punto la violencia continúa siendo una fuente problemática generadora de solidaridad social y pertenencia cultural.[18]

Si de acuerdo con la explicación clásica de Anderson (1991), se entiende convencionalmente que la pertenencia cultural de una nación se deriva del imaginario colectivo de participación en los símbolos y rituales de la identidad nacional, las solidaridades negativas, por otra parte, se suscriben en el ámbito de las historias y experiencias compartidas de tragedia y violencia. Los ejemplos antes analizados incluyen “la comunidad de testigos” testimoniales, el guion de la “tragedia compartida” en el Chile pospinochet, y “la ciudadanía del terror” de la inseguridad urbana. Asimismo, las Iglesias latinoamericanas han servido como avenidas para esas solidaridades alternativas. Entre algunos miembros de pandillas centroamericanas, la conversión y participación religiosas de las Iglesias evangélicas se ha convertido en una estrategia de salida, donde se intercambia el conjunto de marcas de identidad, símbolos, rituales y la comunidad por los de la Iglesia (véase Brenneman, 2011, y su capítulo en este volumen). A su vez, Burdick (1990: 154) ha descrito cómo las mujeres de la clase trabajadora, al enfrentar el conflicto doméstico diario agravado por la suspensión de las instituciones sociales de control social durante el período autoritario más reciente de Brasil buscaron a las Iglesias pentecostales para construir una nueva solidaridad social “a través de la experiencia del sufrimiento”. Theidon (véase su capítulo en este volumen) describe de forma similar los esfuerzos de restauración social entre antiguos combatientes evangélicos de Colombia como rituales de ruptura y actos de “redención y reconciliación” encaminados a dejar atrás sus antiguas identidades.

Green (1999) describe un escenario parecido, el del abrazo de las Iglesias evangélicas por parte de las viudas, víctimas y sobrevivientes de la guerra civil de Guatemala. En medio del colapso de la división tradicional de género del trabajo que se ocasionó al sacar a los hombres de sus comunidades, estas mujeres son ahora económicamente más vulnerables. En el contexto del final inconcluso del conflicto político y la militarización existente de las interacciones cotidianas, donde las patrullas civiles comunitarias continúan denunciando familiares, amigos y otros miembros de la comunidad ante los militares locales, las relaciones comunitarias se han convertido en sí mismas, en una expresión de la lucha y fuente potencial de violencia. Las relaciones entre los miembros de las comunidades aún se mantienen asociadas a la desconfianza, el miedo y el terror. Green (1999: 120) describe cómo muchas de estas viudas padecen de “susto”, un tipo de enfermedad con sintomatología no específica. Sin embargo, su participación en las Iglesias evangélicas les da la oportunidad de formar relaciones a través de su sufrimiento compartido en los rituales de sanación hacedores de sociedad, donde la memoria y el dolor personales se convierten en la base regenerativa de nuevas formas de comunidad.

México hoy día nos ofrece un ejemplo diferente de solidaridad negativa a nivel del Estado-nación. Para Claudio Lomnitz (2005), la identidad nacional mexicana está íntimamente relacionada con diferentes formas de depreciaciones de la vida, que él identifica como un rasgo dominante de la esfera pública en México en la actualidad, depreciaciones que también inciden en el aumento de la violencia que tienen que enfrentar los mexicanos regularmente. Lomnitz elabora las múltiples conexiones entre la muerte, el Estado y la imaginación popular en ese país en el proceso de extender lo que García Canclini y Rosa Mantecón (1996) describieron anteriormente como “formas democráticas de degradación” en México, tales como la contaminación generalizada, la corrupción y la violencia urbana. Lomnitz ve esas depreciaciones como fuente directa de un proceso de identificación nacional a través de los problemas comunes y las manifestaciones de decadencia en lugar de los rituales y símbolos positivos de nacionalidad identificados por Anderson, o la membresía basada en los derechos compartidos en el cuerpo político.

Para Lomnitz, el deterioro de las condiciones sociales en México —violencia, inseguridad, temor, impunidad, riesgo urbano cotidiano y la caída del poder adquisitivo que experimentan día a día los mexicanos corrientes— se expresa a través del entusiasmo popular actual por “el fatalismo” como rasgo nacional concretizado y utilizado para racionalizar el comportamiento de violar la ley y las celebraciones públicas de la muerte. Como sugieren estos casos de solidaridad negativa, la violencia, la corrupción y lo ilícito suscriben relaciones sociales y una pertenencia cultural difíciles de reemplazar en las vidas individuales de las personas.

Las Iglesias ante la violencia en América Latina

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