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La violencia y el futuro de los derechos

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En décadas recientes la transición latinoamericana hacia la democracia ha estado acompañada por un intenso período de cambio constitucional en toda la región, comenzando por Brasil en 1988, pasando por Colombia en 1991 y terminando con Bolivia en 2009 (Negretto, 2012). Esta reciente ronda de reformas constitucionales ha buscado ampliar el marco de los derechos más allá de los deberes y derechos civiles y políticos individuales para incorporar un amplio conjunto de nuevos derechos políticos, económicos y culturales colectivos (Van Cott, 2008), con el objetivo de descolonizar y dar derechos de sufragio a diversos grupos e identidades subnacionales marginadas históricamente.

Comenzando por el período autoritario, las respuestas religiosas a la violencia han abarcado un nuevo vocabulario moral de derechos por medio de la adopción de “la tradición de la ley natural” y la nueva colaboración entre la Iglesia y los abogados en el esfuerzo por luchar contra la opresión estatal. De esta forma, los defensores religiosos de la causa de los derechos humanos utilizaron el lenguaje de la ley a la vez que ayudaron a enriquecer “la expansión del alcance de los derechos” (véanse los capítulos de Levine, Kelly, Wilde, y Queiroz en este volumen). Sin embargo, estos enfoques basados en los derechos respondían a las circunstancias de la violencia estatal de entonces, y no a la actual violencia no estatal. Como se ha demostrado en este capítulo, en términos de categorías, hoy es más difícil identificar a las “víctimas” como sujetos de derecho; es más, el concepto de derecho también está cuestionado por la experiencia real de la vida cotidiana.

Si en el sentido clásico se entiende que los beneficios del Estado-nación incluyen la extensión de la protección, los servicios, los derechos y la membresía (Marshall, 1963), los hechos generalizados de la violencia contemporánea que se destacan en este capítulo, en cierta medida socavan el ejercicio de los derechos. En todo nuestro hemisferio los derechos específicos de membresía política han sido impugnados activamente en los últimos tiempos (Yashar, 2005), debido a que los pueblos indígenas, las mujeres, los grupos lgbt e incluso la clase media, se han movilizado en diferentes momentos para cuestionar aspectos de derechos o para reclamar derechos adicionales. Junto a los cambios constitucionales y la expansión de los derechos, se han producido expresiones populares de desilusión y un mar de protestas por la falta de beneficios tangibles para las personas comunes. Las repetidas protestas callejeras a gran escala en Brasil en 2013 y 2014 son solo los hechos más recientes de una sucesión de movilizaciones populares, a menudo violentas, que articulan las insatisfacciones con la forma en que se reclaman, utilizan y redistribuyen los recursos públicos (Saad-Filho, 2013).

En América Latina existen hoy abundantes situaciones en las que la ley no funciona con eficacia, circunstancias que contribuyen a la percepción de los derechos como algo provisional y aplicado con desigualdad. Los regímenes legales en Brasil, por ejemplo, mantienen estrechas relaciones con la ilegalidad. Holston (2008: 137) ha explorado “la inestable y perversa relación entre lo ilegal y lo legal” y las diferentes formas en que la “ilegalidad crea legalidad y derechos” (Holston, 2008: 145) en la periferia urbana de São Paulo, ya que diferentes actores tratan de consolidar reclamos de propiedad sobre la tierra o propiedades que inicialmente estuvieron oscuras. Dicho autor describe un escenario donde no queda clara la distinción entre lo legal y lo ilegal y la ley es un “medio de manipulación, complicación, estratagema y violencia” (Holston, 2008: 203), para el establecimiento y aplicación de reclamos legales a fin de captar recursos. Aquí lo ilícito y lo ilegal son partes constitutivas de los esfuerzos por procurar y reclamar derechos similares a los descritos en este capítulo, en cuanto a las relaciones sociales y culturales.

Históricamente, los derechos humanos han sido una herramienta de primera mano en los esfuerzos por hacer rendir cuentas a los agentes de la violencia en América Latina (Keck, y Sikkink, 1998; Brysk, 2013). No obstante, uno de los efectos perniciosos de los términos siempre violentos de la vida diaria en la región, ha sido la cada vez más negativa percepción de los derechos, por ejemplo, entre las víctimas de delitos menores y abandono en la creciente periferia urbana de la región. Frecuentemente, allí, los posibles futuros linchadores consideran que los delincuentes tienen derechos a expensas de la comunidad y de la justicia (Goldstein, 2012). En este contexto, los derechos se perciben como parte del problema.

Cuando se rehúsan a controlar algunas formas de violencia —como en el caso de feminicidio— o no actúan en nombre de las víctimas, los gobiernos contribuyen a la percepción popular de que la distribución de derechos en Latinoamérica es a lo mucho “diferenciada” (Holston, 2008). Esto mismo ocurre con el uso de chivos expiatorios o de políticas de mano dura por parte del gobierno, siguiendo el modelo autoritario de “defender” al Estado contra los que considera como enemigos internos (Adams, 2012); la ineficaz política salvadoreña del período 2003-2009 de encarcelar indiscriminadamente los miembros de bandas en una guerra contra estas, es uno de los muchos ejemplos contemporáneos. Las formas actuales de violencia transgreden las viejas categorías con una concepción más ambivalente de los derechos, lo que plantea la interrogante de si el enfoque basado en los derechos, puede ser en el futuro un arma tan eficaz como lo fue en el pasado con el fin de encarar la violencia por parte de los seculares y de los religiosos.

Las Iglesias ante la violencia en América Latina

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