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ОглавлениеCAPÍTULO I
El Ejército y la revolución
“La Pacificación de la Araucanía y las victorias obtenidas por Chile en las guerras contra la Confederación Perú-Boliviana (1836-1839) y Guerra del Pacífico (1879-1884), no solo incrementaron el territorio nacional sino que a la vez aportaron nuevas riquezas al país. Paralelamente a ello, esos triunfos fortalecieron el prestigio de las instituciones armadas al hacer ver a Chile no solo como un país guerrero, sino que también, como una nación triunfante y orgullosa”3.
La situación del Ejército
La gran valoración que la opinión pública —hacia 1891— tenía del ejército vencedor de la Guerra del Pacífico era una clara expresión de la satisfacción y orgullo que la sociedad chilena tenía por esta institución. A esta visión, en una actitud autocomplaciente, adhería la mayor parte de la oficialidad, perdiendo de vista y desechando la oportunidad de evaluar en forma más crítica los procedimientos de combate del pasado y que aún estaban vigentes. Desaprovechando así la ocasión para analizar con mayor interés los métodos de combate que nueve años antes en Europa, habían sido sometidos a prueba en la Guerra Franco-Prusiana, en la que ambos contendores habían empleado un armamento similar al usado en la Guerra del Pacífico4.
El diagnóstico exitista que dominaba los análisis era un factor determinante para que la participación del Ejército en la Guerra del Pacífico fuese evaluada con suma benevolencia; para el general Francisco Javier Díaz Valderrama esos brillantes éxitos obtenidos con relativa facilidad habían cegado a la mayoría de los oficiales, dejándolos con la profunda convicción que los procedimientos tácticos y estratégicos, así como la organización militar adoptados en la guerra, habían sido los más perfectos que fuera posible imaginar5. Como se ve, es más fácil tomar conciencia de los errores cuando se fracasa o se es derrotado, ya que es en esas circunstancias cuándo uno se ve obligado a revisar en qué se falló. Cuando se ha tenido éxito, se tiende a ser autocomplaciente y por lo mismo, a evitar la autocrítica y a mantener el orden existente.
Pese a ello, hubo quienes captaron que en la guerra recién acabada —independiente de la gloria alcanzada en los campos de batalla— se habían cometido errores que era necesario enmendar. En efecto, ya en 1882 el general Emilio Sotomayor Baeza, habiéndose hecho cargo nuevamente de la dirección de la Escuela Militar, estimó conveniente interesar al gobierno en la contratación de oficiales extranjeros para que se desempeñaran como profesores en ese instituto6. Para él estaba claro que la valentía, el coraje y la voluntad vencedora del soldado chileno ya no bastaban para decidir el resultado de una conflagración.
De igual forma, al finalizar la Guerra del Pacífico, el almirante Patricio Lynch7 había representado al presidente Domingo Santa María y a su ministro José Manuel Balmaceda (a la sazón, de Relaciones Exteriores), los errores evidenciados durante la guerra por el arma de Artillería y el Estado Mayor, además de la inmadurez mostrada por la oficialidad8.
Es así, como el gobierno del presidente Domingo Santa María instruyó al ministro de Chile en Alemania, don Guillermo Matta, para que buscara instructores en Europa que trajesen a nuestro país los aires renovadores de los ejércitos más avanzados de la época. Dichas gestiones culminaron con la contratación del capitán Emilio Körner9 para desempeñarse como profesor de ramos militares en la Escuela Militar de Chile.
Capitán Emilio Körner Henze. Fuente: Museo Histórico y Militar de Chile.
La llegada de Körner al país, a fines de 1885, sería determinante en todas las reformas que a partir de su arribo se iniciarían en el Ejército. De inmediato se incorporó a las actividades de la Escuela Militar y de la Academia de Guerra, establecimiento que se fundó poco después de su llegada. Era sin lugar a dudas la respuesta esperada frente a lo que, en opinión de Enrique Brahm, era el “…estado de abandono en que se encontraba la formación de la oficialidad, compartido por las más diversas instancias involucradas en el tema”10.
Ha llegado el momento, señalaba en diciembre de 1885 la Revista Militar de Chile de “…reformar absurdas y viejas prácticas, de sustituirlas con otras más en armonía con el espíritu moderno, de devolver a España sus hoy vetustas leyes y reemplazarlas con otras de más adelantado criterio”11.
La Academia de Guerra fue fundada por decreto supremo del 9 de septiembre de 1886 y los primeros cursos, que duraban tres años, se iniciaron el 15 de junio de 188712. A fines de 1890, los diecisiete oficiales que habían integrado el primer curso terminaban sus estudios, mientras otro grupo de solo quince se iniciaba en su primer año13. Debido a los acontecimientos de la revolución, el 9 de enero de 1891, la Academia fue clausurada, poniéndose término abruptamente a los estudios de este segundo curso, por lo que en las operaciones de la guerra civil sólo alcanzarán a participar como oficiales de estado mayor los integrantes de esa primera promoción.
El envío de numerosos oficiales chilenos a Europa había permitido conocer los adelantos de los principales ejércitos de ese continente, lo que evidenció nuestro atraso en los conocimientos militares e impulsó las reformas necesarias que tuvieron amplia acogida en el gobierno de Domingo Santa María. El contacto con el mundo militar europeo entusiasmó a los oficiales chilenos a extremo tal, que el coronel Diego Dublé Almeyda, comisionado en Alemania, escribía en agosto de 1890: “…lo que verdaderamente me causa envidia es el admirable ejército alemán ¡Qué ejercicios, qué cosas tan útiles ponen en práctica. ¡Qué disciplina!”14.
Desde un comienzo Körner tuvo la suerte de contar en su tarea modernizadora con la colaboración del sargento mayor Jorge Boonen Rivera15. Para ambos oficiales uno de los principales problemas del Ejército de Chile —su talón de Aquiles— se encontraba en los procedimientos de reclutamiento que permitían el ingreso a las filas de elementos desplazados de las actividades agrícolas e industriales16 y que, por lo mismo, carecían de una instrucción suficiente que les permitiera desempeñarse en buena forma en sus funciones. El gran anhelo era la instauración de un sistema de conscripción que obligase a todos los ciudadanos a servir en el ejército, siguiendo el modelo vigente en Prusia, lo que solo se lograría años más tarde17. El servicio militar obligatorio, fundado en el concepto de “nación en armas”, sería instaurado en 1900 y perduraría en su esencia por ciento diez años. Recién en 2010, producto de la evolución tecnológica de los sistemas de armas, de la consecuente tecnificación de la milicia, así como de diferentes demandas sociales, entre otros factores, el modelo de reclutamiento vendría nuevamente a ser cambiado al transitar a un modelo mixto, que combina voluntariedad y la incorporación a las fuerzas de soldados profesionales, con lo que la conscripción ordinaria dejaría de tener la trascendencia y gravitación que por más de cien años había tenido, al iniciar el ejército su camino hacia una profesionalización más plena.18
Habiendo el capitán Körner conocido los planes de estudios de la Escuela Militar, llegó a la drástica conclusión que para formar adecuadamente a los futuros oficiales era necesario reformular sus programas y planes de estudio, ya que según su parecer, la Escuela se asemejaba más a un politécnico con disciplina militar que a un instituto formador de oficiales de ejército19. Respecto a los reglamentos, señalaba que ellos eran anticuados y con numerosos vacíos y deficiencias.
Las críticas de Körner y Boonen Rivera tuvieron una amplia acogida por parte del presidente José Manuel Balmaceda —quien había asumido el gobierno en septiembre de 1886—, por lo que siete meses más tarde, el 12 de abril de 1887, decretaba la reforma a los planes de estudios de la Escuela Militar.
Estos planes databan de 1883 y tendían a una enseñanza enciclopédica de los alumnos en desmedro de los ramos militares y científicos que precisaban los futuros oficiales. La educación humanista recibida por los alumnos era equivalente a la contenida en los programas de los colegios de nivel superior del país, pero debido a ello absorbían demasiadas horas en los ramos generales en menoscabo de las materias militares. Así lo reconoció el decreto reformador al señalar en su punto 1 “…El plan de estudios de 1883 presenta diversos inconvenientes, entre los cuales se encuentra el excesivo desarrollo dado a los ramos que no son de aplicación de la milicia”. El nuevo Plan de Estudios dio especial énfasis a la enseñanza de las matemáticas, puesto que, según lo señala su punto 4 “…considerando el estado actual de la ciencia militar, es indispensable que el estudio de las matemáticas sea la base de los que se dedican a la carrera de las armas”20.
Ese mismo año 1887, el 31 de mayo, se fundaba en Santiago la Escuela de Clases. En el respectivo decreto se señalaba que ella tenía como finalidad dar una mayor instrucción a los clases, ya que según lo establecía la legislación correspondiente “…la táctica moderna asigna a los cabos y sargentos una parte importante en el servicio de campaña y durante el combate”21.
De esta forma se empezaba a producir —desde las “almas mater” de oficiales y suboficiales— un cambio trascendental en el Ejército, cuyos integrantes hasta esos entonces soldados románticos, comenzarían con el paso de los años, a transformarse en profesionales de la guerra. La guerra, empezaba a ser vista ya no como un oficio o solamente como un arte, sino como una ciencia exacta, como una profesión. En opinión del profesor Brahm “…para el militar chileno que se mueve en torno al cambio de siglo, (del XIX al XX), no cabe ninguna duda que la guerra había pasado a ser una ciencia y además exacta y que sus cultores debían tener el más alto grado de formación científica”22.
Este proceso de cambios y de reflexión profesional quedó en evidencia con la creciente edición de un conjunto de revistas militares23, que se convertirían en un adecuado instrumento para la divulgación y debate de temas profesionales, contribuyendo a que los oficiales dispusieran de un espacio para el análisis y discusión. A través de sus propios órganos de difusión académica, el Ejército —probablemente sin tener plena conciencia— lenta y progresivamente, comenzaba a estimular una profunda evolución científico militar, reaccionando contra los antiguos dogmas24.
Sin embargo estos vientos renovadores no alcanzarán a modificar sustantivamente al Ejército al momento de la revolución, ya que fue a inicios de esta etapa de renovación cuando se desencadena la Guerra Civil de 1891 —la que se convirtió en un paréntesis breve de este proceso—, la que a su término, con la victoria de las fuerzas congresistas, adquirirá nuevos impulsos.
Según lo establece la Memoria de Guerra de 189025, la dotación autorizada de los cuerpos del Ejército de Línea26 ascendía a 5.885 hombres. A su vez, éste ejército estaba constituido por quince cuerpos de tropa: ocho batallones de infantería, tres regimientos de caballería, dos regimientos de artillería de campaña, un batallón de artillería de costa y un batallón de zapadores. Para estas unidades, así como para todos los demás servicios del Ejército, existía al 31 de mayo de 1890, una dotación de 945 oficiales.
TABLA Nº 1Fuerza del Ejército de Línea (1886 – 1890).
Fuente: Memoria de Guerra (1886 – 1890). Archivo General del Ejército. Recopilación de Leyes, Decretos, Reglamentos y Disposiciones de carácter general del Ministerio de Guerra (Roberto Montt y Horacio Fabres).
En 1890, además del Ejército de Línea, existía una fuerza militar integrada por voluntarios llamada Guardia Nacional, la que creada por Diego Portales en los albores de la República, sirvió efectivamente en las guerras de 1836 a 1839 y de 1879 a 188427.
Finalizada la Guerra del Pacífico, había cesado en sus funciones el cargo de General en Jefe del Ejército de Operaciones y se había disuelto el Estado Mayor General, conservándose solamente éstos en el Ejército del Sur28, y conforme a lo previsto por la Ordenanza General de 1839, la estructura del mando se retrotrajo a la modalidad existente antes del conflicto, volviendo a ser el Ministerio de Guerra el organismo director del Ejército, según lo había dejado claramente establecido, en mayo de 1890, el Reglamento Orgánico del Ministerio de Guerra.
TABLA Nº 2Efectivos del Ejército y de la Guardia Nacional.
Fuente: Alejandro San Francisco. The Civil War of 1891 in Chile. The Political Role of the Military, Tesis Doctoral, University of Oxford, 2005, p. 91.
Bajo la autoridad del Ministro se encontraban el Inspector General del Ejército y el de la Guardia Nacional, los que en su verdadero sentido no eran autoridades de mando, porque el Ministerio se entendía directamente con las unidades de tropa cada vez que lo estimaba conveniente, de tal forma que las funciones del Inspector General se limitaban a revistar las diferentes unidades y a tramitar la correspondencia entre estas y el gobierno, y sobre todo a vigilar que se cumpliera a cabalidad lo establecido en la Ordenanza General del Ejército de 1839, aún vigente en 1890, que en su título XLIX, artículo 1º señalaba que el Inspector General del Ejército tendría entre sus funciones la de “... vigilar que los cuerpos de que se compone el Ejército sigan sin variación alguna todo lo previsto en la Ordenanza, para su instrucción, disciplina, servicio, revistas, manejo de caudales y su interior gobierno; que la subordinación se observe con vigor y que desde el cabo al coronel inclusive, cada uno ejerza y lleve las funciones de su empleo; que la tropa reciba puntualmente su vestuario y demás auxilios... y que la uniformidad de los cuerpos sea tan exacta en todo asunto, que en cosa alguna se diferencie un cuerpo de otro”29.
Para acentuar aún más en esta falta de mando del Inspector General, en las provincias y departamentos del país, las fuerzas debían subordinarse a los respectivos comandantes de armas —intendentes y gobernadores— quienes eran los representantes directos del Presidente de la República, a los cuales incluso debían solicitar su autorización para realizar actos que eran absolutamente castrenses. Se presentaba de esta forma una dualidad de mando, que indudablemente incorporaba visiones político-administrativas a las decisiones militares. De lo anterior, se deduce que aun cuando era el Ministerio de Guerra el que tenía el mando del ejército, había una fuerte injerencia del Ministerio del
Interior y de sus subalternos en sus funciones30. Con continuos roces entre las autoridades mencionadas, esta disposición, aunque modificada, estaría en vigencia hasta 193131. En síntesis, el verdadero comandante en jefe de ambas instituciones —Ejército y Guardia Nacional— era el Ministro de Guerra. (Ver Organigramas N°1, 2, 332 y 4)
ORGANIGRAMA N° 1Organización del Ministerio de Guerra y Marina hacia 1890.
ORGANIGRAMA N°2Organización del Mando del Ministerio de Guerra y Marina durante periodos de paz.
ORGANIGRAMA N°3Organización del Mando del Ministerio de Guerra y Marina durante periodos de guerra.
ORGANIGRAMA N°4Estructura del Ejército entre 1831 y 1891 según la Ordenanza General del Ejército.
Fuente: Ejército de Chile “Al servicio de Chile.Comandantes en Jefe del Ejército. 1813-2002”, anexo 2.
Para atender las necesidades del servicio, al 31 de mayo de 1890 existía, como ya se indicó, una dotación total de 945 oficiales que, distribuidos según las siguientes categorías, presentaban una proporción —o una desproporción— de un oficial por cada 5,22 soldados:
TABLA Nº 3Oficiales del Ejército en 1890.
Fuente: Memoria de Guerra de 1890 – Ministerio de Guerra y Marina. Archivo General del Ejército.
Este cuerpo de oficiales se componía de elementos muy heterogéneos y aunque se podría tender a pensar que la mayoría de ellos provenían de la Escuela Militar, la real situación distaba mucho de eso. A partir del decreto de 23 de febrero de 1889, el instituto formador de los oficiales contaba con 100 cadetes, egresando ese año solo nueve subtenientes, como lo señalara su Director, el general Luis Arteaga, en su memoria anual.33 Por lo mismo, para reemplazar las bajas ocurridas o cubrir los cargos disponibles no había más recurso que aceptar otros mecanismos de ingreso, de tal forma que, en definitiva, la oficialidad se reclutaba de tres maneras diferentes: por cadetes egresados de la Escuela Militar, los menos; por sargentos primeros ascendidos en los cuerpos de tropas; y por civiles con cierta instrucción general. En la Ley de Ascensos Nº 3.993 del 24 de septiembre de 1890, Art. 3º Nº 2, se señala que podían ser nombrados subtenientes los paisanos mayores de dieciocho años que hubiesen rendido los exámenes para obtener el título de Bachiller en Humanidades34. No se debe ser muy perspicaz para intuir que esta norma tendía a beneficiar a jóvenes que adecuadamente relacionados, más allá del interés profesional por la milicia, se sentían interesados por acceder a una fuente laboral.
Como podemos apreciar, los problemas del Ejército eran de diversa índole. Por una parte, la organización del mando de la institución no era la más adecuada, y por otra, era dudosa la calidad profesional de los recursos humanos destinados a conformar los mandos en los diferentes niveles. Ello requería de cambios trascendentes. “La organización del Ejército está en tabla”, afirmaba el teniente coronel José de la Cruz Salvo a través de las páginas de la Revista Militar de Chile, de julio de 1888, “…porque si entre lo vetusto, descompaginado e incoherente de nuestras instituciones militares hay algo que sobresalga por falta de lógica y de plan, es la organización de nuestro Ejército, la que no obedece a ningún principio”35.
Para este oficial y para muchos otros, conocedores de las tendencias europeas, la base, la piedra angular del edificio militar, radicaba en el proceso de reclutamiento del Ejército, el que necesaria y urgentemente debía ser reemplazado por un sistema obligatorio. Situación que solo llegaría a ser realidad algunos años más tarde, con la dictación de la Ley de Reclutas y Reemplazos (5 de septiembre de 1900), que estableció el servicio militar obligatorio, fijándolo en un año, con lo que en forma indirecta, pero estrictamente vinculada, terminaría la vida activa de la Guardia Nacional que, hasta esa fecha, era la instancia a través de la cual se formaban las reservas del Ejército36. Al respecto, el libro “El Ejército de los Chilenos 1520-1920”, el más reciente trabajo publicado en nuestro país en relación a la historia del Ejército, al referirse al estado del mismo al término de la Guerra del Pacífico señala: “…pero ahora, en tiempo de paz, el grueso de la fuerza estaba constituida, una vez más, por individuos provenientes del último escalón de la sociedad, semidestruidos por una serie de vicios, que llegaban a servir en las filas del Ejército por carecer de otra alternativa y que vivían en un ambiente sórdido y bajo condiciones morales reprobables” 37.
Hacia fines de 1890, la instrucción y el entrenamiento que poseía el Ejército era mínimo e insuficiente, tanto en sus dimensiones teóricas como prácticas. La principal causa de tan desmedrada situación recaía, como ya se señaló, en la falta de preparación de los oficiales encargados de entregar a las tropas estos conocimientos, ya que, como se dijo, éstos mayoritariamente carecían de una verdadera formación militar, y solo una mínima parte provenía de la Escuela Militar o habían cursado en la Academia de Guerra.
Los esfuerzos modernizadores, iniciados por el presidente Santa María y continuados por su sucesor, el presidente Balmaceda, no alcanzarán a dejar sentir sus beneficios en el ejército antes de la revolución. El Presidente estaba convencido que fortalecer al ejército y a la marina era un deber insoslayable, más aun cuando Chile acababa de terminar una guerra externa y seguían vivos los peligros de nuevos enfrentamientos con los países vecinos.38 El ejército de 1891, con pequeños matices, se mantenía similar en su instrucción y entrenamiento al de 1879, triunfador de la Guerra del Pacífico, pero que a estas alturas acusaba 50 años, o más, de atraso con respecto a los ejércitos más adelantados de la época. La sorpresa la darán las fuerzas congresistas que, por la influencia de los oficiales chilenos que habían estudiado en Europa y la participación del oficial prusiano Emilio Körner, incorporarán procedimientos y técnicas de combate mucho más modernas. Como más adelante se verá, este factor, sumado a la fuerte convicción en la justicia de la causa que defendían, tendrán vital importancia en el desenlace de la guerra.
Ultimo curso de la Escuela Militar en 1890.
Cadetes (con un ayudante y un profesor) que el 5 de enero de 1891 fueron destinados a los cuerpos de ejército. De izquierda a derecha, sentados: don Pedro León Medina, profesor de historia; teniente ayudante don Francisco Bravo (balmacedista); ayudante mayor graduado don Ramón Aguirre (revolucionario); ayudante mayor graduado don Santiago Hinojosa (balmacedista); ayudante capitán Rojas Arancibia (revolucionario).- Fila del medio: cadetes: don Enrique Monreal, don Ricardo Vélez, don Pedro Pablo Dartnell (revolucionario), don Benjamín Bravo (revolucionario), don Miguel Moscoso (revolucionario), don Alfredo Valderrama, don Luperlino Rojas, don Benjamín Gutiérrez (revolucionario).- Fila de atrás, cadetes: don Jorge Larenas (revolucionario), don Carlos Hinojosa (revolucionario), don Carlos Briones (revolucionario), don Ambrosio Acosta y don Nicanor Peña. Fuente: Archivo Museo Histórico y Militar de Chile.
La Historia Militar de Chile, del Estado Mayor General del Ejército, en relación con esta materia señala que “…la infantería de línea no conocía el combate de tiradores, por lo menos en el sentido moderno, no se le daba importancia sino a los ejercicios de la táctica lineal y de columnas que preconizaba el reglamento en vigencia. Se practicaban manejos de fusil y descargas y se atribuía un gran valor al asalto en orden cerrado. No se reconocía una instrucción sistemática y práctica, ni del tiro al blanco ni del servicio de campaña”39.
En la misma dirección de lo señalado precedentemente se orienta el diagnóstico del teniente José S. Urzúa, oficial destinado en Arica en 1888, quien en un artículo publicado en la Revista Militar de Chile con el título “La instrucción militar de nuestros soldados”, afirmaba que “…es imprescindible poner atención en un proceso de enseñanza que le dé al soldado plenos conocimientos del arma que posee, que le designe el modo de hacer el mejor uso de ella y cómo sacar el mejor partido posible de sus condiciones balísticas. Sin esta instrucción, las armas de precisión serán imprecisas, y por ello, es que es necesario formar un ejército de buenos tiradores, ya que en la realidad nuestros soldados están en tal grado de atraso que la mayor parte de ellos no conocen ni el arma que poseen, mientras se ocupan de aprender lucidos manejos de armas, movimientos simultáneos y ejercicios armónicos que llenan de encanto a los espectadores, sin aportar elementos prácticos a su instrucción. Lo que nos conviene, es tener un ejército de buenos tiradores y no de soldados que se mueven automáticamente”40. Es éste el mismo desafío que hoy siguen teniendo quienes integran el Ejército: estructurar una fuerza que por sobre todo sepa combatir, sea eficiente en el uso de los recursos de que dispone y en definitiva, que en su entrenamiento privilegie el fondo por sobre la forma.
Los grados de efectividad que más tarde alcanzarán los soldados congresistas, al adoptar nuevas tácticas de combate y técnicas de uso de sus fusiles Mannlicher, marcarán la diferencia y hablarán por sí solos de la validez de esta afirmación.
Como se ve, los oficiales más adelantados y evolucionados tenían un duro diagnóstico respecto de la capacidad operativa y táctica del Ejército que pocos años antes había resultado vencedor en la Guerra del Pacífico. La técnica tironeaba a la táctica y generaba insatisfacción en quienes veían cómo su Ejército se había estancado y no progresaba. Aún más, por esos mismos días, a través de las mismas páginas de la Revista Militar de Chile, su redactor, el teniente coronel José de la Cruz Salvo Poblete, apuntaba sus críticas a la inexistencia de un Estado Mayor permanente, señalando que este “…no tiene por única misión auxiliar a los generales en el mando de las tropas en la guerra, sino que en tiempos de paz, debe prepararla y diseñarla en sus menores detalles”41. Como es posible observar, se comenzaba a vivir un período de autocrítica —tan necesaria para la evolución y mejoramiento de las organizaciones complejas—, de conciencia de las limitaciones propias y de una creciente demanda de progresos profesionales. Cosa siempre deseable y constructiva y verdadero caldo de cultivo para el proceso modernizador que se avecinaba.
En lo que a material de guerra se refiere, la infantería del Ejército estaba dotada principalmente con fusiles Gras, modelo 1874, de fabricación francesa y con fusiles Comblain, de fabricación franco–belga, ambos de calibre 11 mm. La gran novedad la habrían de constituir los fusiles Mannlicher. El Ejército chileno fue el primero de América en contar con este fusil, arma muy moderna para la época, cuyas cualidades más sobresalientes eran su gran precisión, su cadencia de tiro, la solidez de su mecanismo y su manejo sencillo. Sin embargo, por carecer de la munición correspondiente el ejército gobiernista no pudo utilizarlo durante la guerra civil, entregando la ventaja a los congresistas, quienes equiparon una de sus brigadas, la 2ª, con dicha arma. Tan insólita situación se explica ante el hecho que el día 8 de enero de 1891 el acorazado Blanco Encalada al servicio de los revolucionarios, se apoderó en Valparaíso de 4.500 fusiles Mannlicher, sin munición, que habían llegado de Austria para el gobierno de Chile42.
Por otra parte, la artillería de que disponía el Ejército en 1890 estaba principalmente constituida por material utilizado durante la Guerra del Pacífico y comprendía aproximadamente unos 80 cañones adquiridos casi en su totalidad en la fábrica Krupp. El armamento recién descrito se vio reforzado con sucesivas compras efectuadas entre los años 1889-189043.
En síntesis, respecto a la organización y equipamiento hacia fines de 1890, podemos señalar que el Ejército de Línea era una fuerza militar con años de atraso en relación con sus similares de Europa. Su organización, desde el punto de vista operativo, era deficiente, ya que adolecía de una estructura de mando que permitiera su preparación y empleo en forma oportuna; carecía de un mando centralizado y no estaba libre de interferencias políticas. Los oficiales y suboficiales que lo integraban no tenían —en su mayoría— una formación sistemática en la ciencia de la guerra, por lo que podemos decir que su gran potencial radicaba, muy principalmente, en las experiencias y glorias del pasado; las de la Guerra del Pacífico.
Los soldados, como ya se dijo, producto del sistema de reclutamiento vigente provenían de los grupos más débiles de la sociedad y, por lo mismo, su disciplina y entrenamiento era escaso. Su equipamiento era prácticamente el mismo de la Guerra del Pacífico y sus técnicas de combate no habían progresado sustancialmente; así lo reflejan las críticas, ya públicas, de los oficiales más evolucionados.
Con todo, pese a que finales de la década de 1880 se podían advertir incipientes aires reformadores en el Ejército, éstos solo alcanzarán mayor fuerza y profundidad con el triunfo de la causa congresista, ya que como sucede con todo proceso de transformación —especialmente éste, el del Ejército vencedor de la Guerra del Pacífico— había encontrado resistencias entre los oficiales, particularmente entre aquellos que habían sido formados en Francia, tales como los generales Luis Arteaga y José Francisco Gana, quienes fueran, director de la Escuela Militar y de la Academia de Guerra el primero, e Inspector General de la Guardia Civil y más tarde Ministro de Guerra el segundo. Dados los cargos que ejercían, ambos eran reconocidos y no despreciables opositores al modelo de modernización prusiano.44
La campaña del norte
La revolución de 1891 constituyó un hito de especial trascendencia en la vida de nuestro país, a tal punto que hay concordancia en que puso término al siglo XIX histórico de Chile. Desde el punto de vista del Ejército, significó un violento enfrentamiento fratricida que, finalmente, dio paso al proceso de modernización y profesionalización más profundo que nunca antes había tenido.
Desde la perspectiva de las operaciones, la revolución destaca por la extensión de sus campañas —ocho meses—, por el número de fuerzas involucradas —más de treinta mil soldados— y por la ferocidad con que se combatió. Fue una verdadera campaña, a diferencia de las revoluciones de 1851 y 1859, que por lo breve, tuvieron características más bien de un estallido, de un incendio que fue apagado casi de inmediato y en las cuales la Armada no participó, a lo menos, activamente en las operaciones.
En 1891, tanto el Ejército como la Armada se dividieron. Los combates que durante la revolución se produjeron fueron tan cruentos, o más, que las más encarnizadas batallas de la Guerra del Pacífico. Es decir, ésta puede ser considerada en los hechos como la más profunda, radicalizada y violenta división que ha tenido nuestro país a lo largo de su historia. A lo menos si la observamos desde el punto de vista de las operaciones militares y de los muertos y heridos que de ellas se derivaron. No así de las divisiones que produjo en nuestra sociedad, ya que pese a la odiosidad y violencia con que se actuó, las pasiones a poco del término de la guerra, de una manera sorprendentemente rápida, fueron quedando atrás.
En la explicación de la génesis de la revolución de 1891 la historiografía se ha concentrado en torno a dos visiones principales. La tradicional —presente en el ministro Julio Bañados Espinosa—45 es aquella que en términos muy generales afirma que la guerra fue el resultado de una larga contienda entre los poderes Ejecutivo y Legislativo, cuyo origen, según la Historia del Ejército de Chile, se remonta prácticamente a la promulgación de la Constitución de 1833. Diferencias en la interpretación de esta ley fundamental habrían producido una pugna entre Balmaceda —que pretendía mantener el presidencialismo— y el Congreso, que se esforzaba por obtener cada vez mayores atribuciones en desmedro del ejecutivo, lo que finalmente llevó a las partes a dirimir sus ideas en el campo de batalla46.
La otra visión —más propia de la historiografía marxista— es la sostenida por Hernán Ramírez Necochea47 quien, incorporando el factor económico, enfatiza en la influencia que en la política chilena y en el estallido de la revolución habrían tenido los grandes empresarios del salitre de origen inglés. Al respecto, Ramírez Necochea al referirse al verdadero carácter de la Guerra Civil señala “…Tal ha sido el criterio con que se ha realizado toda la investigación expuesta en este libro. Y como resultado de ella se puede afirmar categóricamente —porque hay pruebas suficientes para ello— que la guerra civil de 1891 no fue otra cosa que una violenta reacción a la política económica que el Presidente Balmaceda realizó con entusiasmo, tenacidad, clarividencia y sin claudicaciones. Quienes veían amenazados sus intereses económicos y sociales, quienes no deseaban las transformaciones que la sociedad chilena requería, alzaron su brazo armado contra un estadista que verdaderamente se adelantó a su época y para quien no había “más interés que por lo justo, ni más amor que por lo bueno, ni más pasión que por la patria”…” 48.
En los últimos años se ha sumado al debate el historiador y académico Alejandro San Francisco, aportando un tercer elemento de análisis: el del factor político–militar. De ahí el nombre del primer tomo de su tesis doctoral “La irrupción política de los militares en Chile”, en la que al respecto plantea que “…en el caso concreto de la guerra civil de 1891 es posible observar una abierta y decisiva participación de los miembros del Ejército durante 1890, a través de la ocupación de cargos y de la deliberación política, entre otras vías de politización castrense…El segundo aspecto es la militarización de la vida política ese mismo año, que llevó a los sectores del gobierno y la oposición a mirar hacia los cuarteles para resolver una pugna originalmente política, que a fines de 1890 y comienzos de 1891 ya se había transformado en un problema que sería resuelto por las armas”49.
Más allá de las diferentes interpretaciones ya descritas, se debe tener presente que en todos los grandes procesos históricos, como es el caso de la revolución de 1891, existe una multiplicidad de factores que podrían ayudar a dilucidar la problemática que condujo a ellos, de manera tal que ninguno de ellos es excluyente, y todos, son más bien complementarios. Así, en las causas de esta guerra encontraremos algo de todas las visiones.
No siendo la preocupación central de esta obra el abordar en profundidad las consideraciones y pormenores de los acontecimientos políticos, sociales y militares previos y generadores de la guerra civil, nos limitaremos a señalar, escuetamente, que faltando solo nueve meses para expirar su mandato, el presidente Balmaceda intenta, con un décimo tercer gabinete, poner fin a su gobierno luego de haber presentado al Congreso la Ley de Presupuesto para el año 1891, requisito fundamental para poder contar con los medios económicos necesarios para el funcionamiento del Estado. Al no lograr su aprobación, el 5 de enero de 1891, con la firma de todos sus ministros, el Presidente promulga el Decreto Nº 40 que extendía la vigencia de la ley de presupuesto del año anterior. En su parte medular el citado decreto señalaba que: “…Teniendo presente, que el Congreso no ha despachado oportunamente la Ley de Presupuestos para el presente año y que no es posible, mientras se promulga dicha Ley, suspender los servicios públicos sin comprometer el orden interno y la seguridad exterior de la República, mientras se dicta la Ley de Presupuestos para el presente año 1891, regirán los que fueron aprobados para el año 1890 por la Ley de 31 de diciembre de 1889”50. Este decreto —considerado inconstitucional por el Congreso— significó el quiebre definitivo entre estos dos poderes del Estado. El país se aproximaba peligrosamente al enfrentamiento, los sones de las pasiones estaban llamando a cerrar filas en ambos bandos. La Guerra Civil estaba ad portas.
El Congreso fue respaldado mayoritariamente por la Armada. El 7 de enero de 1891, la Escuadra, al mando del capitán de navío Jorge Montt Álvarez, llevando a bordo al presidente de la Cámara de Diputados, Ramón Barros Luco, al vicepresidente del Senado, Waldo Silva y a otros importantes miembros de la oposición, zarpó con rumbo al norte del país, después que el Congreso firmara un Decreto de destitución del Presidente. Era evidente que esto significaba una insubordinación al poder ejecutivo, justificado por sus cabecillas por la necesidad de defender la Constitución51.
Generalmente se tiende a señalar que la Armada se alineó con el Congreso y el Ejército con el presidente Balmaceda, lo que es solo parcialmente cierto, ya que ambas instituciones se dividieron. El solo hecho que fuera un capitán de navío quien asumió el mando de las fuerzas navales aliadas del Congreso es expresión de que hubo un quiebre institucional. ¿Qué fue lo que pasó con los almirantes?
En 1890, según el escalafón de la Armada, habían cinco contralmirantes, siendo el más antiguo Juan Williams Rebolledo, quien ejercía como Comandante General de la Marina, lo seguían los contralmirantes Galvarino Riveros Cárdenas, sin comisión por problemas de salud; Juan José Latorre Benavente, en comisión en Europa; Oscar Viel Toro, en comisión en Estados Unidos y Luis Uribe Orrego, miembro de la Junta de Asistencia. De todos ellos solo el contralmirante Uribe simpatizó con los congresistas y pese a no participar en la guerra, al término de ésta fue nombrado Director de la Escuela Naval.
Jorge Montt era la tercera antigüedad de los once capitanes de navío que integraban el escalafón y se desempeñaba como Gobernador Marítimo de Valparaíso52. A comienzos de 1891 estaba en condición de disponibilidad, es decir a un paso de ser pasado a retiro, ya que el Comandante General de la Marina —almirante Williams Rebolledo— por instrucciones del gobierno lo había sancionado por considerar que no había actuado con suficiente energía en la represión de una huelga de los lancheros y jornaleros de Valparaíso. Esto explicaría, en parte, el por qué los representantes del Congreso se acercaron a él para sumar a la Armada a su causa.
Del análisis del escalafón de oficiales de la marina de 1890 se puede deducir que de los once capitanes de navío, uno no participó en la guerra por problemas de salud, el capitán de navío Ramón Cabieses; cuatro apoyaron al Congreso: los capitanes de navío Jorge Montt, Luis Castillo G., Francisco Molina G. y Constantino Bannen P.; y cinco se mantuvieron leales al presidente Balmaceda: los capitanes de navío Juan E López L, Francisco Vidal G., Ramón Vidal G., Enrique Simpson B. y Francisco Sánchez A. Como se ve, la Marina no se sumó como un todo al Congreso y prácticamente la totalidad de los almirantes, con la sola excepción de Luis Uribe, se mantuvieron leales al poder ejecutivo.
Tampoco es totalmente verdadero que el Ejército de Línea cerrara monolíticamente filas junto al Presidente de la República. A Balmaceda se sumaron, fundamental y principalmente, los generales y oficiales superiores que desde algún tiempo o bien venían ocupando puestos políticos, o manifiestamente se habían declarado simpatizantes incondicionales del Presidente. Así, el general Velásquez había integrado durante 1890 dos gabinetes ministeriales y en 1891 había integrado el Congreso constituyente convocado por Balmaceda; el general Gana asumiría como ministro de Guerra; los generales Barbosa y Alzérreca se habían declarado públicamente simpatizantes y leales al Presidente y habían ocupado cargos de confianza política.
Refiriéndose a este tema Alejandro San Francisco señala “… que en realidad el ejército como un todo no siguió a Balmaceda en 1891, sino que lo acompañaron básicamente los generales, particularmente aquellos que habían sido partidarios de la administración en 1890, así como también los altos mandos castrenses, y una parte importante del resto de la institución. Pero una idea ampliamente difundida es que no quedaba clara la lealtad verdadera de las tropas balmacedistas”53. Esta idea, de diversidad de intereses entre los altos mandos y la tropa, es reafirmada en la carta que el entonces ministro de Relaciones Exteriores Ricardo Cruzat le enviara al presidente Balmaceda, en la que le señala que “…los jefes del Ejército declaran que las tropas no les inspiran la menor confianza, que ellos sabrán morir en el campo de batalla, pero que no le tienen fe a sus subordinados”54. La carta del ministro Cruzat efectivamente fue premonitoria, como más tarde lo demostrarán el heroico comportamiento en el campo de batalla de los generales Barbosa y Alzérreca y la deserción, antes y durante las batallas de Concón y Placilla, de numerosas unidades presidenciales al bando congresista.
La adhesión del generalato al Presidente no fue obstáculo para que importantes jefes castrenses, entre los que destacaron Estanislao del Canto, Adolfo Holley y Jorge Boonen, se sumaran al bando congresista. También lo hizo el profesor de la Escuela Militar y de la Academia de Guerra, teniente coronel Emilio Körner Henze. Al respecto en sus “Memorias Militares”, el coronel Del Canto señala que “…después de la llegada de los señores Orrego y Körner continuó incorporándose en las filas constitucionales una multitud de jóvenes y caballeros, hasta completar el número de cuatrocientos ochenta y dos, desde el 20 de enero hasta el 16 de agosto de 1891…”55.
La guerra civil, como más adelante quedará en evidencia, fue un asunto de las elites política, económica y militar. El pueblo —que sería el que en definitiva sufriría las consecuencias con mayor dureza— no fue un actor relevante en el desenfreno de las pasiones. Los soldados eran necesarios para combatir, pero particularmente en el caso del ejército presidencial, casi ni sabían ni entendían por qué tenían que luchar. Acudirían al campo de batalla obligados y sin ideales por los cuales arriesgar sus vidas. Los que se unieron al ejército congresista sí actuarían más motivados por la causa. Como se verá, en definitiva, será esto lo que hará la diferencia.
TABLA Nº 4Oficiales destacados del Ejército que combatieron en la Guerra Civil de 1891 por el bando presidencialista.
Tabla de elaboración propia con datos obtenidos en: Archivo General del Ejército, Fondo Histórico. Ministerio de Guerra y Marina y Hojas de Servicio.
Durante 1890 la intranquilidad y crispación política se había generalizado en la sociedad chilena y, por supuesto, también había afectado al Ejército. Las inquietudes y diversidad de opiniones castrenses fueron progresivamente transitando hacia públicas demostraciones, como por ejemplo la acaecida el 26 de mayo de 1890, fecha en que se conmemoró el aniversario de la batalla de Tacna. Mientras en La Moneda el Presidente de la República homenajeaba en una cena a algunos jefes militares que habían participado en dicha batalla, los oficiales de la guarnición de Santiago se reunieron en una comida en el restaurante Melossi, de la Quinta Normal de Agricultura. El clima de amistad y camaradería que reinó en los festejos se vio alterado al dirigir la palabra a los asistentes el coronel Estanislao del Canto56, de gran fama por su brillante participación en la Guerra del Pacífico y quien —pese a haber participado en la batalla de Tacna como comandante del 2º de Línea, no había sido invitado a La Moneda— en parte de su alocución expresó “…sabéis señores... que si el honor del soldado está ceñido al puño de su espada, no dudeís señores que la lealtad del Ejército para con el Gobierno será inmutable; pero entended que es con el Gobierno que hemos aprendido a conocer desde la escuela y que, como todos sabéis, se compone de tres poderes: el Legislativo, el Ejecutivo y el Judicial. La Constitución señores, no ha podido ponerse en el caso de un divorcio entre estos poderes. El Ejército aunque en una situación difícil, sabrá cumplir con los mandatos de la Constitución, porque es digno y ama a su patria”57. El mensaje al ejecutivo era fuerte y claro.
El discurso del coronel Del Canto, que reflejaba claramente cuál era su posición, era una evidente referencia a la situación política del momento y aunque el trató de explicar el incidente señalando que sus dichos habían sido distorsionados, al ser transmitidos a los que estaban en La Moneda en términos alarmantes, el hecho dio como resultado un sumario que terminó con Del Canto destinado como Ayudante de la Comandancia General de Armas en Tacna, donde en todo caso no estuvo mucho tiempo, ya que conocida la sublevación de la Escuadra, en enero del año siguiente, se sumó a las fuerzas congresistas en Iquique y después de participar activamente en las diferentes acciones de las operaciones en el norte del país, asumió la tarea de la organización del incipiente ejército congresista.
Como se señalara, el 7 de enero de 1891 la Escuadra había tomado rumbo a las provincias del norte con el objetivo de conquistar un territorio y conseguir los recursos necesarios —ya que ahí estaba la riqueza generada por el salitre— para iniciar las operaciones contra el gobierno. El 12 de enero arribó al puerto de Iquique, capital de la provincia de Tarapacá y centro de la riqueza salitrera. Inmediatamente se declaró su bloqueo y el de Pisagua, dando inicio de esta manera a una serie de acciones militares que en solo cuatro meses pondrían bajo el dominio congresista las provincias de Tacna, Tarapacá, Antofagasta y Atacama.
En el norte realmente no hubo operaciones, sino acciones menores de tropas de ambos bandos en actuaciones independientes y en lugares distantes. No hubo empleo masivo de fuerzas en forma planificada, pues las acciones se desarrollaron durante la etapa de movilización y reclutamiento de las fuerzas. Es por ello que solo se puede hablar de combates en Zapiga, Alto Hospicio, Pisagua, San Francisco, Huara y Pozo Almonte58. Así, luego de una serie de encuentros entre las fuerzas del coronel Del Canto y las del gobierno, el 7 de marzo de 1891, tuvo lugar el combate de Pozo Almonte, en el cual de los 1.300 hombres de las fuerzas balmacedistas, quedaron 400 tendidos en el campo de batalla. El coronel Eulogio Robles, su Comandante, fue uno de ellos. Esta última derrota gobiernista significó la pérdida total y definitiva de la provincia de Tarapacá para Balmaceda, a la vez que señaló su dominio por los congresistas con todos los recursos económicos con que contaba. A la larga, traería la merma del norte del país para el Gobierno por la imposibilidad de defenderlo.
Con el territorio de Tarapacá bajo su dominio, las fuerzas congresistas avanzaron sobre Antofagasta, donde no encontraron mayor resistencia ya que el coronel Hermógenes Camus, destacado en Calama al mando de una fuerza de poco más de 2.000 hombres, considerando que se encontraba absolutamente incomunicado con el centro de país, resolvió retirarse hacia Santiago sin presentar combate. La División Camus inició su viaje el 27 de marzo, marchó por territorio boliviano y argentino, para finalmente, luego de recorrer 1.300 kilómetros, arribar a Santiago el 17 de mayo de 1891.
El paso siguiente para los congresistas sería tomar posesión de Tacna, provincia defendida por una pequeña fuerza de 537 hombres, al mando del coronel Miguel Arrate Larraín, el que aislado, sin posibilidad de apoyo material ni refuerzos, el 7 de abril de 1891 se retiró con su unidad a la República del Perú; allí permanecieron hasta el término de la guerra civil. De esta forma Tacna y Arica pasaron a integrarse a los territorios bajo control de las fuerzas de la revolución.
Solo faltaba la provincia de Atacama y hacia ella dirigieron sus miradas los jefes congresistas. Con extensas riquezas de oro, plata y cobre, ésta provincia era una de las principales fuente de recursos para el país y, por ello, muy necesaria para los revolucionarios que deseaban aumentar, disciplinar y proveer de alimentos a su Ejército59.
En el intertanto, y junto con emprender la expedición sobre dichos territorios, ocurrirán algunos importantes acontecimientos dignos de ser mencionados. El primero, la organización en Iquique de una Junta de Gobierno, el 12 de abril de 1891, compuesta de tres miembros, siendo su Presidente el Comandante en Jefe de la Escuadra, capitán de navío don Jorge Montt Álvarez, secundado por los vocales señores Waldo Silva y Ramón Barros Luco, Vicepresidente del Senado y Presidente de la Cámara de Diputados, respectivamente. Secretario General fue nombrado don Enrique Valdés Vergara. El segundo acontecimiento de relevancia fue el hundimiento del acorazado Blanco Encalada, el 23 de abril de 1891, en circunstancias que éste se encontraba en la bahía de Caldera, donde fue atacado por las torpederas del gobierno Lynch y Condell, las que lo hundieron en pocos minutos. La pérdida del histórico acorazado produjo un fuerte efecto moral en el bando congresista60.
El 24 de abril de 1891 el batallón congresista Esmeralda ocupaba la ciudad de Copiapó, último baluarte gobiernista en esas lejanas tierras nortinas. De esta manera las provincias de Tacna, Tarapacá, Antofagasta y Atacama quedaron bajo el dominio de la Junta de Gobierno de Iquique. Una clara interpretación de las circunstancias que condujeron a esta situación es la que nos entrega el general Humberto Julio, quien en su trabajo “La Guerra Civil de 1891 y su conducción Política y Estratégica” señala que: “… el rápido y sorprendente triunfo de los revolucionarios frente a tropas de un ejército profesional, solo puede explicarse por una suma de factores, todos desfavorables a la causa presidencialista: la lejanía y aislamiento del teatro de operaciones; las simpatías que presentaba la causa del congreso; el empeñarse en una batalla decisiva sin lograr reunir los diferentes núcleos (Pozo Almonte); la imposibilidad física de las guarniciones de prestarse apoyo que permitió a los congresistas batirlas en detalle”61.
Junta revolucionaria de Iquique.
De pie, coronel Estanislao Del Canto, comandante en jefe del Ejército congresista; Joaquín Walker M, ministro de Relaciones Exteriores; Manuel José Irarrázabal, ministro del Interior;Isidoro Errázuriz, ministro de Justicia e Instrucción Pública; coronel Gregorio Urrutia, intendente de Iquique y coronel Adolfo Holley, ministro de Guerra. Sentados la Junta de Gobierno, de izquierda adercha: Waldo Silva, vicepresidente del Senado; capitán de navío Jorge Montt, presidente de la Junta de Gobierno y Ramón Barros L, presidente de la Cámara de Diputados. Fuente: Archivo Museo Histórico y Militar de Chile.
El 7 de mayo la Junta de Gobierno protocolizaba la organización del ejército constitucional, estableciendo las dotaciones que debían tener el Cuartel General, el Estado Mayor y la composición de las brigadas de las tres armas que lo constituirían.
Desde que la Escuadra zarpara el 7 de enero, habían solo transcurrido cuatro meses y ya se disponía del órgano encargado de definir y establecer los objetivos políticos de la guerra: la Junta de Gobierno; se tenía el control de una extensa zona geográfica, rica en recursos y desde la cual se apoyarían las futuras operaciones: las provincias de Tacna, Tarapacá, Antofagasta y Atacama; y, se había logrado organizar el instrumento que permitiría alcanzar los objetivos políticos fijados: un ejército.
Rumbo al sur; el desembarco en Quintero
La combinación de diversos factores —entre ellos el aumento de los efectivos balmacedistas en Coquimbo y la posibilidad del inminente arribo de los cruceros “Pinto” y “Errázuriz” mandados a construir a Francia para reforzar la armada gobiernista— aceleró los preparativos congresistas destinados a operar directamente sobre Valparaíso62. El coronel Körner y la mayoría de los integrantes de la Junta Revolucionaria eran partidarios de ocupar previamente la provincia de Coquimbo, mientras que el coronel Del Canto se inclinaba por un ataque directo a Valparaíso. Éste, sostenía que incursionar sobre Coquimbo significaba retardar las operaciones sobre el centro del país, exponiéndose a dos situaciones peligrosas: la llegada de los cruceros en construcción y la reunión de las tropas de Concepción, Santiago y Valparaíso. Por ello con insistencia argumentó que “…nuestras operaciones deben ser al centro, al corazón de la tiranía y, si fuese posible, debemos hacer nuestro desembarco en La Laguna o en algún otro punto cercano a Valparaíso”. Idea que, no sin fuertes discusiones, finalmente prosperó63.
El 16 de agosto de 1891 se inició el embarque del ejército expedicionario, a través de los puertos de Iquique, Caldera y Huasco. El embarque y desplazamiento, entusiasta y optimista, de las fuerzas congresistas fueron descritos de la siguiente manera por el Comandante en Jefe del Ejército de Operaciones, coronel Del Canto:
Coronel Estanislao Del Canto Arteaga. Fuente: Museo Histórico y Militar de Chile.
“…el 16 de agosto hizo rumbo al sur el Ejército Constitucional, embarcándose la 1ª Brigada en Huasco... En Caldera se embarcaron los señores Montt, Barros Luco, Walker Martínez, Holley, Altamirano... y demás caballeros que acompañaban al Ejército; el Cuartel General, el Estado Mayor y la 2ª y 3ª brigadas con sus servicios anexos... De suerte, pues, que el Ejército Constitucional formaba una escuadra de 16 vapores entre buques de guerra y transportes. La navegación se hizo sin novedad... En el Cochrane venían los señores de la Junta de Gobierno y también el Cuartel General y el Estado Mayor, y daba gusto ver cómo Körner durante la tertulia de sobremesa, formaba sus planes de ataque contra los dictatoriales. En un suspiro los agarraba a todos y los mataba; de suerte que durante la navegación fue el alma de la diversión y la alegría”64.
El crucero Esmeralda se adelantó a la expedición para hacer frente a Valparaíso tres disparos, los que debían servir como aviso de que 40 horas después desembarcaría en Quintero el ejército constitucional65. El 19 de agosto en la mañana, el crucero regresó a su puesto en la formación luego de haber dado cumplimiento a su misión. A bordo, era el momento adecuado para las últimas arengas a la tropa y para impartir las órdenes para el desembarco y para las operaciones que debían efectuarse a partir del día siguiente. Fue en esos momentos que en los dieciséis barcos de la Escuadra se dio lectura a la proclama que el Ministro de Guerra y el Comandante en Jefe del Ejército enviaran a la tropa y en la que en algunos de sus párrafos se señala que la finalidad de su accionar era “…Valparaíso primero, Santiago inmediatamente después, he ahí, soldados, el objetivo de la campaña, el blanco de vuestros patrióticos esfuerzos…”66.
Tropas constitucionales en la plaza de armas de Iquique.
Fuente: Museo Histórico y Militar de Chile.
A las 16:00 horas del 19 de agosto, el Jefe del Estado Mayor, coronel Emilio Körner, impartió las órdenes para el desembarco, cuya idea general era la siguiente: “…la tropa tendrá en el morral, ración seca para dos días, que se va a distribuir hoy después de la comida. A las 02:00 horas, se repartirá caldo y café, y después una ración de carne cocida para llevarla en el morral. A las 03:00 horas, todas las tropas se prepararán para el desembarque (la infantería con 150 tiros por fusil). Los 300 hombres del Pisagua serán los encargados de conformar la vanguardia y su misión será, protegidos por la Escuadra, ocupar una posición que permita dominar los puntos de acceso al desembarcadero”67.
El resto del ejército debía desembarcar en cuatro escalones. En el primero, iniciando el desembarco, se encontraban los regimientos Constitución, Ingenieros y Rifleros de la 1ª Brigada, además del Regimiento Chañaral de la 2ª Brigada. Estas fuerzas, una vez en tierra —conforme a las instrucciones— debían reunirse en forma inmediata al sur del camino del puerto a Quintero, para marchar como punta de lanza en dirección al Aconcagua. La 1ª Brigada tomaría el camino de la costa, mientras el Chañaral —de la 2ª Brigada— lo haría por el interior en dirección a Colmo.
El plan de desembarco sufrió, para las pretensiones congresistas, una eventualidad no prevista, ya que al amanecer del día 20 los barcos se encontraban frente a Zapallar, diez millas más al norte del punto escogido. El viento y la corriente fueron los causantes de dicha situación. Debido a este contratiempo, el desembarco no pudo empezar sino hasta las 09:30 horas Esta pérdida de tiempo influyó poderosamente en las operaciones del primer día y de toda la campaña, ya que, como veremos posteriormente, no se concluyó el desembarco en la mañana del 20 ni se pudo cruzar el Aconcagua en el mismo día como estaba previsto; lo que nos confirma el aforismo que dice que las previsiones de todo plan duran solo hasta que comienzan las operaciones.
La captura de Quintero, efectuada sin oposición, fue decepcionante para los expedicionarios al no encontrar en dicha localidad la ayuda e información prometidas por el Comité Revolucionario de Santiago68; por lo que nada supieron del estado de las vías férreas y de la línea del telégrafo proveniente de la capital, las que se suponían cortadas por acción de los miembros del mencionado comité69.
Por otra parte, la carencia de vehículos y animales de tiro70, hicieron aún más lento el desembarco, de tal modo, que solo a las 10 horas, la vanguardia de la 2ª Brigada a las órdenes del coronel Salvador Vergara, con el Regimiento Chañaral a la cabeza se puso en marcha hacia Colmo, sector de Concón Alto, por el camino de las Tres Palmas, para preparar el paso del río Aconcagua.
El plan inicial de ataque había sido concebido por el coronel Emilio Körner y contemplaba, en su aspecto medular, el asalto a Valparaíso empleando solo dos brigadas, mientras la 3ª debía avanzar en dirección a la localidad de Limache con la misión de cortar la línea férrea y el telégrafo, aterrar el túnel San Pedro y evitar el flanqueo por parte de la I División gobiernista, al mismo tiempo que amenazar la capital, impidiendo con ello la posible concentración en el puerto de las fuerzas gobiernistas. Sin embargo, nada de lo anterior se cumplió debido a la oposición del Comandante en Jefe, quien modificó la planificación de Körner ya que estimaba que separar demasiado las brigadas unas de otras no era conveniente, debido a que en caso de un ataque no se podrían brindar apoyo mutuo, todo ello pensando en que 3.000 soldados congresistas no podían intentar detener a 9.000 gobiernistas sin exponerse a un probable fracaso71. Ejerciendo un liderazgo irrefutable, nuevamente Del Canto modificaba lo propuesto por Körner. En los próximos días volvería, otra vez, a hacerlo.
El Comandante en Jefe resolvió que desde Quintero las brigadas marchasen hacia el sur. La 1ª por la orilla de la costa, la 2ª y la 3ª por el camino que conduce a Colmo, apoyándose de esta manera mutuamente y guardando entre sí las convenientes distancias. Decisión bastante más realista y práctica que la anterior, máxime cuando se carecía de información exacta sobre el enemigo por lo que la incertidumbre era un elemento central, y aún más, por ser inferior en fuerzas fácilmente podrían haber sido batidos en detalle.
Con todo, el avance de la 2ª Brigada congresista no fue todo lo rápido que deseaba su comandante, coronel Salvador Vergara. El retraso de cuatro horas sufrido respecto de lo previsto en el plan de desembarco, más otros inconvenientes, como la falta de guías, contribuyeron a impedir un rápido avance, de manera que solo siendo las 21:00 horas, y luego de haber recorrido unos 18 km, la vanguardia de la 2ª Brigada ocupaba la localidad de Dumuño, punto donde reposaron para continuar al día siguiente la marcha, llegando a las 07:30 horas del día 21 de agosto a la margen norte del río Aconcagua, en el sector de Colmo.
Por su parte, la 1ª Brigada, a las órdenes del teniente coronel José Aníbal Frías, solo concluyó su desembarque a las 14:00 horas, iniciando inmediatamente la marcha hacia el sur por la orilla de la costa, siendo protegida por la Escuadra; su objetivo era intentar pasar el río Aconcagua por el vado de Concón Bajo, cerca de su desembocadura al mar. Integró su vanguardia el Regimiento Constitución Nº 1 de Infantería, siendo seguido posteriormente por los Escuadrones de Caballería Libertad Nº 1 y Carabineros del Norte Nº 372. El resto de la Brigada inició la marcha escalonadamente, de hora en hora.
El camino aunque corto, menos de 18 km, presentaba, según Eloi Caviedez, una serie de dificultades: “…estrecho y ondulado, atraviesa pantanos y terrenos vegosos que demoran forzosamente la marcha de la tropa, y en parte cruza por largos y molestos médanos que fatigan al soldado”73. A los inconvenientes señalados se sumó la falta de cananas74, ya que estas unidades eran las peor equipadas del Ejército congresista, por lo cual debieron llevar municiones y víveres en el morral; peso que a los soldados les gravitaba en una sola parte del cuerpo dificultándoles el caminar. Por ello muchos de ellos decidieron deshacerse de las provisiones de víveres que transportaban como raciones de emergencia, sin meditar en las futuras consecuencias que dicha acción podía producirles.75 De esta manera, solo a las 20:00 horas el grueso de las fuerzas de la 1ª Brigada alcanzó la margen norte del río Aconcagua en su desembocadura. A esas alturas ya se habían perdido las esperanzas de cruzar el río ese día 20. (Ver gráfico Nº 1).
GRÁFICO Nº 1Avanzada del Ejército Congresista. Situación al anochecer del 20 agosto de 1891.
Gráfico de elaboración propia a base de (1) Plano de Concón batalla del 21 de agosto de 1891, Estado Mayor General. 3ra. Sección Técnica levantado y dibujado por el Capitán Ernesto Pearson. Rectificado por Francisco J. Díaz Valderrama. Lámina Nº4 (2) Croquis demostrativo de las operaciones del Ejército constitucional en la campaña del 20 al 28 de agosto de 1891, Estado Mayor General del Ejército Constitucional. En Revista Militar de Chile Nº55 Stgo. 1 de marzo de 1892 pág.248. (3)Díaz Valderrama Francisco Javier. “La Guerra Civil de 1891. Relación Histórica Militar”. Instituto Geográfico Militar. Stgo.1944. Tomo II pág. 49 – 73. (4)Ultimas Operaciones del Ejército Constitucional “Partes Oficiales de las Batallas de Concón y Placilla. Imprenta Nacional. Calle de la Moneda Nº112. Santiago, 1892. (5)Bañados Espinoza Julio. “Balmaceda su gobierno y la revolución de 1891”. Librería de Garnier Hermanos. París 1894. Tomo II, pág. 468 -569
Mientras tanto, la 3ª Brigada, que solo pudo concluir su desembarque a las 22:00 horas, emprendía su marcha dos horas más tarde, en medio de una densa neblina, siguiendo idéntico camino que la 2ª Brigada, o sea, el que lleva a las casas de la hacienda Quintero y hacia Dumuño. Marchaba a la vanguardia el Regimiento Pisagua Nº 3, siguiéndole de cerca el Regimiento Esmeralda Nº 7, Batallones Nº 1 y 3 de artillería, Regimiento Taltal Nº 4 y Batallón Tarapacá Nº 9. El Escuadrón Granaderos había sido mandado con anterioridad hacia Puchuncaví, con la finalidad de salir al encuentro de la caballería balmacedista que se suponía se encontraba por el camino de la Calera observando los movimientos del ejército expedicionario.
La neblina y la ya mencionada falta de guías dificultaron el avance de la 3ª Brigada, de tal modo que solo pudo llegar a las casas de la hacienda de Quintero alrededor de las tres de la madrugada del día 21 de agosto. Después de un corto descanso, reinició la marcha en dirección al río Aconcagua alcanzando la localidad de Dumuño alrededor de las 11:00 horas, a unos cinco kilómetros de la orilla del río. Durante la marcha nocturna que efectuó la 3ª Brigada se le extraviaron dos unidades: el Regimiento Taltal Nº 4 y el Tarapacá Nº 9, los cuales tomaron el camino de la playa y se reunieron con la 1ª Brigada al amanecer del día 21.
Como se ve, pocas cosas estaban resultando como se las había previsto. Sin embargo, esta equivocación traería insospechadas consecuencias, ya que como más adelante se detallará el inesperado aporte de los Regimientos Taltal y Tarapacá, con sus 1.486 soldados, fueron carta de triunfo para los congresistas, ya que su fortuita incorporación a la 1ª Brigada fortalecería el ala derecha de su ataque, asegurando su victoria al marcar un claro y potente centro de gravedad. La aplicación del principio de la guerra de “Economía de las fuerzas y reunión de los medios” fue una consecuencia no buscada, que se produjo en forma providencial por parte de las fuerzas congresistas76.
A modo de resumen: al amanecer del 21 de agosto las fuerzas congresistas se encontraban en la margen norte del río Aconcagua; la 1ª Brigada en Concón Bajo, próxima a la costa, la 2ª Brigada frente a Colmo, en Concón Alto, mientras la 3ª Brigada pernoctaba en Dumuño.
En el intertanto, las tropas del gobierno habían ocupado posiciones al sur del río Aconcagua. En efecto, a las 09:00 horas del 20 de agosto la 2ª Brigada de la II División Valparaíso, que se encontraba en Viña del Mar, había iniciado su avance hacia la orilla sur del río instalando, alrededor de las 17:00 horas, su campamento cerca del sector de Concón Alto. El resto de la II División, un tanto retrasada, solo se hizo presente al amanecer del 21, junto con las tropas de la I División Santiago.
La batalla de Concón estaba a punto de comenzar. Había llegado la hora de la verdad.
El comienzo del fin estaba por desencadenarse.
Batallón Antofagasta Nº 8, del Ejército congresista.
Fuente: Museo Histórico Nacional.