Читать книгу Manual de escritura - Andrés Hoyos Restrepo - Страница 6
PREÁMBULO: EL ESPAÑOL,
UN IDIOMA INTERNACIONAL
ОглавлениеEL PUNTO DE PARTIDA de un manual de escritura es el idioma, en nuestro caso, el español. En España, la cuna de este maravilloso vehículo de expresión, existe una polémica sobre el nombre, pues algunos prefieren llamarlo castellano para no herir la susceptibilidad de las otras naciones y regiones de la península. Semejante polémica resulta absurda en América Latina. Lo que hablamos los 350 millones de personas que vivimos al sur del Río Bravo y al oeste de Brasil es español, no castellano, por la simple razón de que no fuimos colonizados mayoritariamente por castellanos –que sí abundaban entre los altos dignatarios de la Colonia–, sino por gentes de toda la península: andaluces, extremeños, canarios, asturianos, murcianos, toledanos, cántabros, navarros, incluso catalanes, vascos y gallegos hispanohablantes, y me quedo corto. Todos ellos nos dejaron sus virtudes y sus vicios, además de su idioma, que ya en el nuevo continente sufrió transformaciones importantes, aunque nunca radicales. En Argentina se habló lunfardo unas pocas décadas, y en tal cual reducto de esclavos cimarrones, digamos San Basilio de Palenque en la Costa Caribe colombiana, se llegó a usar un dialecto difícil de entender, pero ambos fenómenos tuvieron corta vida.
La Real Academia Española (RAE en adelante) es, como su nombre lo indica, una institución de raigambre monárquica y peninsular. Surgió por razones ideológicas que no podemos discutir aquí y, desde un principio, ancló su ideario en la profunda desconfianza que causaban en la Corona del siglo XVIII las formas de hablar y de escribir de la gente del común. Al referirse a ellos, los académicos los llamaban “el vulgo”, palabra de obvia connotación despectiva. Pasaron dos siglos y medio y subsistió, morigerada y matizada, esta desconfianza, la cual por décadas fue dirigida con particular énfasis a los latinoamericanos. Ya para los años cincuenta del siglo XX, y tras algunas escaramuzas como la que enfrentó a Borges con Américo Castro, se decía que la supervisión académica del idioma era necesaria porque este se hallaba en peligro de desintegración. Pasó otro medio siglo y la unidad del español no aparece amenazada por ninguna parte, excepción hecha de Filipinas, donde la derrota de la Corona española en la guerra contra Estados Unidos condujo a un debilitamiento paulatino de la cultura en español. Al final, los hispanohablantes prácticamente desaparecieron del archipiélago por la fuerza mancomunada del tagalo y del inglés, las dos lenguas oficiales. También hay quien diga que la forma de hablar de los latinos de segunda y tercera generación en Estados Unidos implica una desintegración del español. La verdad, sin embargo, es que la mayoría de ellos habla spanglish, no español. Dado que con el tiempo el inglés ha disuelto en Estados Unidos el idioma de casi todos los inmigrantes, exceptuando algunos chinos e italianos, el spanglish puede interpretarse como una muestra de fortaleza, no de debilidad del español. Si en ningún país de América Latina pegaron las monarquías, no se entiende por qué deberíamos adoptar instituciones de origen monárquico.
Entrando ya en el habla concreta, el español, aparte de alguna palabra o giro que significa A en un país, B en otro y nada en un tercero, tiene una sorprendente unidad, de suerte que los neologismos y las incorrecciones son lo que los chinos llaman “un tigre de papel”, o sea, una amenaza falsa. Dos son los fenómenos que pueden destruir un idioma: un analfabetismo rampante, como el que siguió a la caída del Imperio romano y destruyó el latín en el sur de Europa durante la larga Edad Media; el segundo es el derrumbe de un régimen político, por el estilo del que sucedió en Filipinas.
Claro, si la unidad del español no está amenazada, tampoco es necesario atrincherarse para defenderla. Decía don Pedro Salinas en su ensayo “La responsabilidad del escritor” que “la lengua, como el hombre, de la que es preciosa parte, se puede y se debe gobernar”. A despecho de sus excelsas calidades poéticas, es necesario contradecir a don Pedro, porque pocos propondrían hoy que un idioma, cualquier idioma, sea gobernable. Muy al contrario, los idiomas, por su propia naturaleza multitudinaria y desbordada, son desobedientes. Muchísimas veces las “autoridades” autoerigidas de un idioma proponen una regla que les parece útil y sensata, y la regla no se sostiene, al tiempo que prospera la excepción. En este manual citaremos varios intentos fallidos que resultan instructivos. Por lo demás, el lema de la RAE, “Limpia, fija y da esplendor”, suena bien en el papel hasta que uno entiende que es imposible limpiar y fijar una lengua y que a veces lo que le da esplendor es lo cotidiano o lo vulgar.
Tomará todavía años, pero el criterio central que otorga o niega la carta de nacionalidad a una palabra en cualquier idioma es que la aprueben los hablantes, no una junta de notables. La filología contemporánea considera justamente que el uso en sus distintas vertientes –culto, especializado o popular– es la principal norma lingüística que existe, lo que no significa que cada cual no sea libre de seguir las normas, académicas o no, que prefiera. Dicho de otro modo, estimado lector, nada impide que usted opte por un enfoque purista en materia de idioma si es el que le llena el corazón. En cuanto a nosotros, nos interesa señalar aquí que un idioma se enriquece a medida que quienes lo hablan se educan y adquieren experiencias diversas. Por definición, un profesor de posgrado hablará un idioma más rico y variado que quien no terminó el bachillerato. Ambos, sin embargo, podrán entenderse sin ningún problema en español y lo enriquecerán.
El español tiene de particular que las naciones en las que se habla como lengua nativa están dispersas. México alberga la mayor comunidad, seguido en su orden por Colombia, España y Argentina. Por cuenta de esta dispersión, el nombre del fastidio que se siente al día siguiente de beber en exceso será resaca en algunas partes, guayabo, cruda, caña, ratón, goma o chuchaqui en otras. Un fenómeno análogo se repite para multitud de palabras. ¿Conduce esto a la incomunicación? En lo más mínimo. Averiguadas las definiciones locales de aquellas palabras y expresiones que cambian de sentido apenas uno cruza la frontera o que se usan en un determinado país o región y en otros no, y acostumbrado el oído al amplísimo abanico de acentos locales, un hispanohablante se hará entender de otro sin más inconveniente que tal cual confusión divertida.
Las dispersiones de sentido que fueron surgiendo en el siglo y medio de aislamiento relativo en que vivieron España y América Latina después de las guerras de Independencia empezaron a ser derribadas por los libros, primero, y por la radio, el cine y la televisión, después. Estos cuatro medios de comunicación viajaban de país en país instruyendo a millones de lectores, radioescuchas, espectadores y televidentes. Ahora se sumaron internet y sus sucedáneos, por lo que es raro que un suramericano no entienda a qué se refieren dos mexicanos cuando platican, en vez de hablar, que no sepa que una recámara en México es lo que en otras partes se conoce como una alcoba y que una chamaca es lo mismo que una niña o una muchacha.
El diccionario más famoso del inglés americano es el Merriam- Webster, cuya versión completa agrega al título una palabra importante: se llama Third New International Dictionary. Aquí sobre todo nos concierne eso de “internacional”, pues el español, al igual que el inglés, es un idioma internacional, como no lo son, digamos, el italiano o el catalán. El español, en realidad, es uno de los idiomas más internacionales (o menos nacionales) que existen. Esta dispersión tiene implicaciones fundamentales que influirán en lo que discutiremos aquí. Aclaremos de entrada que la internacionalidad de nuestro idioma es una de sus características más envidiables –ya querrían contar con algo parecido los italianos o los catalanes– y que por cada problema menor que causa la proliferación de nacionalidades de los hispanohablantes, surgen diez beneficios en términos de riqueza y variedad.
Aprendamos, entonces, a usar el español de manera eficaz en sus múltiples vertientes, en vez de pretender gobernarlo a las malas. Por algo decía en su momento don Benito Jerónimo Feijoo (1676-1764), uno de los más lúcidos filólogos que ha dado España, que la pureza de una lengua debía de llamarse pobreza.