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YOUNG YOO

MIENTRAS ENTRABA EN LA SALA del tribunal, se sintió como una novia. Desde luego, su boda había sido la última vez —y la única— en que toda la gente reunida en un lugar guardaba silencio y se daba la vuelta para mirarla mientras caminaba por el pasillo. De no haber sido por la variedad de colores de pelo y los susurros en inglés (“Mira, los dueños”; “La hija estuvo en coma durante meses, pobrecita”; “Él se quedó paralítico, qué tremendo”), podría haber pensado que seguía estando en Corea.

La sala del tribunal era pequeña y se parecía a una iglesia antigua, con bancos de madera que crujían a ambos lados del pasillo. Mantuvo la cabeza agachada, al igual que había hecho veinte años antes durante su boda; no solía ser el centro de atención, le resultaba desagradable. Ser humilde, ser invisible, no llamar la atención:: esas eran las virtudes de las esposas, no la notoriedad ni la estridencia. ¿No era acaso ese el motivo por el que las novias llevaban velo, para protegerse de las miradas, para ocultar el rubor de sus mejillas? Miró hacia los lados. A la derecha, detrás del fiscal, vio caras conocidas, los familiares de los pacientes.

Los pacientes se habían reunido solamente una vez: en julio pasado, para la sesión informativa en el exterior del granero. Su marido había abierto las puertas para mostrarles la cámara azul recién pintada.

—Esto —había dicho Pak con expresión orgullosa—, es Miracle Submarine. Oxígeno puro. Alta presión. ¡A recuperarse, juntos! —Todos aplaudieron. Las madres lloraron.

Y ahora, aquí estaban las mismas personas, serias, sombrías. La esperanza del milagro se había evaporado de sus rostros y había sido sustituida por la curiosidad de los que compran revistas sensacionalistas en el supermercado. Y también por lástima… si era por ella o por sí mismos, no lo sabía. Había esperado ver ira, pero sonrieron al verla pasar y tuvo que acordarse de que aquí ella era la víctima. No era la acusada, a la que culpaban por la explosión que había matado a dos pacientes. Se repitió lo que Pak le decía todos los días —que la ausencia de ambos en el almacén aquella noche no había causado el fuego y que él no habría podido evitar la explosión ni siquiera si se hubiera quedado con los pacientes— y trató de devolverles la sonrisa. Sabía que era bueno que la apoyaran. Pero sentía que no lo merecía, que estaba mal, que era como un premio ganado haciendo trampa, y en lugar de levantarle el ánimo, la cargaba con el peso de que Dios vería la injusticia y la corregiría, le haría pagar por las mentiras de alguna otra manera.

Cuando Young llegó a la barandilla de madera, reprimió el impulso de saltarla y sentarse en la mesa de la acusada. Se colocó con su familia detrás del fiscal, junto a Matt y a Teresa, dos de los que habían quedado atrapados dentro de la cámara aquella noche. Hacía mucho que no los veía, desde su estancia en el hospital. Ninguno la saludó; mantuvieron la mirada esquiva. Ellos eran las víctimas.

*

El tribunal estaba en Pineburg, la ciudad vecina a Miracle Creek. Cosa extraña, los nombres; al contrario de lo que uno esperaría. Miracle Creek no parecía ser un sitio donde ocurrieran milagros, a menos que se considerara un milagro que la gente viviese ahí durante años sin enloquecer de aburrimiento. El nombre “Miracle” y sus posibilidades de marketing (además del precio económico de las propiedades) los había atraído allí a pesar de que no había una comunidad asiática; inmigrantes tampoco, en realidad. Quedaba a una hora de la ciudad de Washington, y era fácil llegar en coche desde modernas concentraciones urbanas como el aeropuerto de Dulles, pero daba la sensación de ser un pueblo aislado de la civilización, en un mundo completamente diferente. Había caminos de tierra en lugar de aceras de hormigón. Vacas en lugar de automóviles. Graneros de madera decrépitos, en vez de rascacielos de acero y cristal. Era como meterse en una película en blanco y negro. El pueblo daba la impresión de haber sido utilizado y desechado; la primera vez que Young lo vio, sintió la tentación de coger toda la basura que tenía en los bolsillos y arrojarla lo más lejos posible.

Pineburg, a pesar del nombre insustancial y la proximidad con Miracle Creek, era una ciudad atractiva; sobre las calles estrechas y empedradas había tiendas tipo chalet, pintadas de colores brillantes. Las de la calle principal le recordaban su mercado favorito en Seúl, con las famosas filas de productos frescos: espinaca verde, pimientos rojos, remolachas violetas, caquis anaranjados. Por la descripción, podía parecer estridente, pero era exactamente lo contrario, como si colocar los colores fuertes uno al lado de otro los apagara, dejando una impresión de belleza y elegancia.

El tribunal estaba al pie de una colina, rodeado de viñas plantadas en hileras sobre las laderas. La precisión geométrica brindaba una calma controlada; resultaba adecuado que el edificio de la justicia estuviera en el medio de las hileras de viñas.

Esa mañana, mientras contemplaba el tribunal, con sus altas columnas blancas, Young pensó que era lo que más se acercaba a los Estados Unidos que había imaginado. En Corea, después de que Pak hubiera decidido que ella debía trasladarse a Baltimore con Mary, había recorrido librerías buscando imágenes de Estados Unidos: el Capitolio, los rascacielos de Manhattan, el centro turístico de Inner Harbor en Maryland. En los cinco años que llevaba en el país, no había visto ninguna de esas cosas. Los primeros cuatro años trabajó en una tienda de alimentación a cinco kilómetros de Inner Harbor, pero en un vecindario al que llamaban el “gueto”, lleno de casas cerradas con tablones de madera y botellas rotas por todos lados. Una pequeña bóveda de cristal blindada: eso había sido Estados Unidos para ella.

Era curioso lo desesperada que estaba por escapar de ese mundo descarnado y, sin embargo, ahora lo echaba de menos. Miracle Creek era insular, con residentes de muchos años, que según decían ellos mismos, estaban allí desde hacía generaciones. Pensó que tal vez fueran lentos para abrirse, de modo que se concentró en entablar amistad con una familia vecina que le había parecido especialmente agradable. Pero con el tiempo comprendió que no eran simpáticos, sino amablemente antipáticos. Young los conocía muy bien. Su propia madre pertenecía a esa clase de gente que utiliza los buenos modales para esconder su antipatía, igual que otros usan perfume para disimular el mal olor: cuanto peor huelen, más perfume se ponen. Esos buenos modales tan rígidos —la perpetua sonrisita de labios cerrados de la esposa, el “señora” que colocaba el marido al comienzo o al final de cada oración— mantenían a Young a distancia y reforzaban su condición de desconocida. Si bien sus clientes más frecuentes en Baltimore eran ariscos, groseros y protestones, y se quejaban de todo, desde los precios excesivos a los refrescos calientes y las lonchas de fiambre demasiado finas, había sinceridad en su ordinariez, una especie de intimidad cómoda en sus gritos. Como sucede entre hermanos. Nada que disimular.

Cuando Pak se reunió con ellas en Estados Unidos el año anterior, se pusieron a buscar vivienda en Annandale, la zona coreana de la ciudad de Washington, a una distancia lógica en coche de Miracle Creek. El incendio había terminado con todo eso y seguían en su alojamiento “provisional”. Una casucha desvencijada en un pueblo destartalado, lejos de todo lo que había visto en los libros. Hasta el día de hoy, el lugar más elegante de Estados Unidos donde había estado Young era el hospital en el que Pak y Mary estuvieron ingresados durante meses después de la explosión.

*

Había mucho ruido en la sala del tribunal. No era la gente —víctimas, abogados, periodistas y vaya uno a saber quién más— la que lo causaba, sino dos antiguos aparatos de aire acondicionado colocados en las ventanas justo detrás del juez. Chisporroteaban como cortacéspedes cada vez que se encendían y apagaban, y como no estaban sincronizados, esto sucedía de manera aleatoria: primero uno, luego el otro, luego el primero otra vez; como una llamada de apareamiento entre extrañas bestias mecánicas. Cuando se enfriaban, zumbaban y traqueteaban en tonos diferentes, lo que hacía que a Young le picaran los oídos. Deseaba meterse el dedo meñique por la oreja, llegar hasta el cerebro y rascarlo.

En la placa del vestíbulo, se podía leer que el tribunal era un lugar histórico con 250 años de antigüedad y se solicitaban donaciones para la Sociedad de Preservación del Tribunal de Pineburg. Young no podía creer que existiera un grupo cuyo único propósito fuera evitar que este edificio se modernizara. Los estadounidenses se enorgullecían tanto de que las cosas tuvieran una antigüedad de doscientos años, como si ser antiguo fuera un valor en sí mismo. (Desde luego, esta filosofía no se aplicaba a las personas). No parecían darse cuenta de que el mundo valoraba a Estados Unidos justamente porque no era un país antiguo, sino moderno y nuevo. Los coreanos eran todo lo contrario. En Seúl existiría una Sociedad de Modernización dedicada a sustituir los suelos y las mesas de madera “antiguos” de este tribunal por la elegancia del mármol y el acero.

—Todos en pie. Entra en la sala el Tribunal Penal del Condado de Skyline, presidido por el honorable juez Frederick Carleton III —anunció el oficial, y todos se pusieron de pie.

Menos Pak. Sus manos se agarraron con fuerza en los apoyabrazos de la silla de ruedas; las venas verdosas de sus manos y sus muñecas sobresalían, como ordenándoles a los brazos que cargaran con el peso de su cuerpo. Young se movió para ayudarlo, pero se contuvo, sabiendo que para él sería peor sentir que necesitaba ayuda para algo tan básico como ponerse de pie que directamente no hacerlo. Pak se preocupaba demasiado por las apariencias, y por cumplir con las normas y las reglas… las típicas cosas coreanas que a ella nunca le habían importado (porque el patrimonio de su familia le permitía el lujo de poder ser inmune a ellas, diría Pak). De todos modos, Young comprendía la frustración que sentía él por ser la única persona sentada entre la multitud. Eso lo hacía vulnerable, como un niño, y ella tuvo que contener la tentación de protegerle el cuerpo con las manos y ocultar su vergüenza.

—Orden en la sala, por favor. Caso número 49621, el Estado de Virginia contra Elizabeth Ward —dijo el juez, y dio un golpe con el martillo. Como si fuera parte del plan, los dos aires acondicionados estaban apagados, por lo que el ruido del martillo contra la madera resonó en el techo a dos aguas que permanecía en silencio.

Ya era oficial: la acusada era Elizabeth. Young sintió un estremecimiento dentro del pecho, como si una célula inactiva de alivio y esperanza hubiera estallado y estuviera esparciendo chispas de electricidad por su cuerpo, destruyendo el miedo que se había apoderado de su vida. Aunque había pasado casi un año desde que Pak quedó libre de sospechas y detuvieron a Elizabeth, Young se había negado a creerlo del todo, y se había preguntado durante todo este tiempo si no sería un truco, una trampa; si hoy, al principio del juicio, no anunciarían que ella y Pak eran los verdaderos acusados. Pero ahora la espera había terminado, y después de varios días en los que se presentarían pruebas —“pruebas contundentes”, dijo el fiscal— Elizabeth sería declarada culpable y ellos podrían cobrar el dinero del seguro y rehacer sus vidas. Basta ya de vivir con esta incertidumbre.

Los miembros del jurado entraron en fila. Young miró a esas doce personas —siete hombres y cinco mujeres— partidarios de la pena de muerte, que habían jurado estar dispuestos a votar por la inyección letal. Ella se había enterado de eso la semana anterior. El fiscal estaba de muy buen humor, y cuando ella preguntó por qué, le explicó que los posibles jurados que más probabilidades tenían de mostrarse compasivos con Elizabeth habían sido desechados porque estaban en contra de la pena de muerte.

—¿Pena de muerte? ¿Como la horca, por ejemplo? —preguntó ella.

Su preocupación y espanto debían haber sido visibles, porque a Abe se le borró la sonrisa:

—No, por inyección; drogas intravenosas. Es indolora.

Él le explicó que no necesariamente la condenarían a muerte, que era solo una posibilidad; pero de todos modos Young temía ver a Elizabeth, seguramente con expresión aterrada, enfrentándose a las personas que tenían el poder de poner fin a su vida.

Hizo un esfuerzo y miró a Elizabeth sentada en la mesa de la defensa. Parecía una abogada, con el pelo rubio recogido en un moño, traje verde oscuro, collar de perlas y tacones altos. Young casi no la había reconocido, estaba tan distinta de antes, cuando usaba cola de caballo, ropa deportiva arrugada y calcetines de pares diferentes.

Qué ironía: de todos los padres de los pacientes, Elizabeth era la más desaliñada, pero la que tenía al hijo más manejable. Henry, su único hijo, había sido un niño bien educado que, a diferencia de muchos otros pacientes, podía andar, hablar, controlaba esfínteres y no le daban rabietas. Durante la sesión informativa, cuando la madre de los mellizos con autismo y epilepsia le había preguntado a Elizabeth: “Perdón, pero ¿por qué traes a Henry? Parece tan normal”, ella había fruncido el ceño, como ofendida. Recitó una lista: trastornos obsesivo-compulsivos, déficit de atención con hiperactividad, trastornos de procesamiento sensorial y autismo, trastornos de ansiedad; y luego comentó lo difícil que era pasarse los días investigando sobre tratamientos experimentales. Parecía no darse cuenta de lo quejica que sonaba rodeada de niños en sillas de rueda y con sondas alimenticias.

El juez Carleton le indicó a Elizabeth que se pusiera de pie. Young supuso que ella se echaría a llorar mientras él leía las acusaciones, o al menos se ruborizaría y bajaría la vista. Pero Elizabeth miró al jurado de frente, pálida, sin parpadear. Young analizó su rostro impávido, vacío de expresión y se preguntó si estaría aturdida o en estado de shock. Pero Elizabeth no parecía desconectada, sino serena. Casi feliz. Tal vez Young estaba tan acostumbrada a verla con el ceño fruncido y expresión preocupada, que la ausencia de eso hacía que pareciera contenta.

O quizás los periódicos tuvieran razón. Tal vez Elizabeth estaba tan desesperada para deshacerse de su hijo que, ahora que estaba muerto, finalmente, tenía un poco de paz. Quizás había sido un monstruo desde el principio.

El juicio de Miracle Creek (versión española)

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