Читать книгу El juicio de Miracle Creek (versión española) - Angie Kim - Страница 12

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MATT THOMPSON

HABRÍA DADO CUALQUIER COSA POR no estar allí hoy. Tal vez no el brazo derecho entero, pero sí uno de los tres dedos que le quedaban. Ya era un monstruo al que le faltaban dedos, ¿qué diferencia había por uno más? No quería ver reporteros ni relampagueos de flashes cuando cometiera el error de cubrirse la cara con las manos —sentía vergüenza al imaginar cómo la luz del flash se reflejaría sobre la cicatriz brillante que cubría el muñón deforme de su mano derecha. No quería oír a gente susurrando: “Mira, es el médico estéril”, ni enfrentarse a Abe, el fiscal, que en una ocasión lo había mirado ladeando la cabeza, como si estudiara un rompecabezas y le había preguntado: “¿Habéis pensado en adoptar, Janine y tú? Tengo entendido que en Corea hay muchos bebés con un cincuenta por ciento de sangre blanca”. No quería hablar con sus suegros, los Cho, que chasqueaban la lengua y bajaban la vista al ver sus heridas, ni escuchar a Janine regañándoles por cómo se avergonzaban ante cualquier defecto, cosa que ella diagnosticaría como otro más de los prejuicios e intolerancias “típicamente coreanos”. Y lo que menos quería era ver a alguien de Miracle Submarine: ni a los otros pacientes, ni a Elizabeth, y decididamente tampoco a Mary Yoo.

Abe se puso de pie y al pasar delante de Young, cubrió con su mano la de ella, que estaba apoyada sobre la barandilla. Le dio una palmada en ella con suavidad y ella sonrió. Pak apretó los dientes y cuando Abe le sonrió, alargó los labios como para devolverle el gesto, pero no lo logró. Matt pensó que a Pak, al igual que a su propio suegro coreano, no le gustaba la gente de color y pensaba que uno de los mayores defectos de Estados Unidos era que tenía un presidente afroamericano.

Cuando Pak conoció a Abe, se sorprendió. Miracle Creek y Pineburg eran sumamente provincianas y su población mayoritariamente blanca. Los miembros del jurado eran todos blancos. El juez era blanco. La policía, los bomberos, todos blancos. No era el lugar donde alguien pensaría encontrar un fiscal negro. Bueno, tampoco era el sitio donde alguien esperaría hallar a un inmigrante coreano controlando un pequeño submarino que ofrecía una supuesta terapia médica, pero allí se encontraba.

—Damas y caballeros del jurado, me llamo Abraham Patterley y soy el fiscal. Represento al Estado de Virginia contra la acusada, Elizabeth Ward —dijo Abe señalando a Elizabeth con el dedo índice. Ella se sobresaltó, como si no supiera que era la acusada.

Matt miró el dedo índice de Abe y se preguntó qué haría el fiscal si lo perdiera, como le había sucedido a él. Justo antes de amputárselo, el cirujano le había dicho:

—Gracias a Dios que esto no afecta demasiado tu carrera. Imagínate si hubieras sido pianista o cirujano.

Matt había pensado mucho en eso. ¿Qué trabajo existía que no se viera demasiado afectado por la amputación de los dedos índice y medio de la mano derecha? Hubiera puesto al de abogado en la lista, pero ahora, viendo cómo Elizabeth se encogía ante ese único gesto de Abe y observar el poder que le daba ese dedo, ya no estaba seguro.

—¿Por qué está Elizabeth Ward aquí hoy? Ya han escuchado los cargos de los que se la acusa: incendio provocado, agresión, intento de homicidio —continuó Abe, y se quedó mirando a Elizabeth antes de volverse hacia el jurado—: Homicidio.

”Las víctimas están aquí, dispuestas a contarles lo que les sucedió… —hizo un gesto hacia la primera fila de asientos—, a ellos y a las otras dos víctimas: Kitt Kozlowski, amiga de Elizabeth Ward desde hace muchos años, y Henry Ward, el hijo de ocho años de la acusada, que no pueden contárselo en persona porque están muertos.

”El tanque de oxígeno de Miracle Submarine explotó alrededor de las 20:25 del 6 de agosto de 2008, lo que provocó un incendio incontrolable. Había seis personas dentro, y tres en los alrededores. Dos de ellas murieron. Cuatro sufrieron heridas graves y tuvieron que estar internadas durante meses, paralizadas o con miembros amputados.

”La acusada debía estar dentro del submarino con su hijo. Pero no estaba allí. Les dijo a todos que se sentía mal. Dolor de cabeza, congestión, etcétera. Le pidió a Kitt, la madre de otro paciente, que vigilara a Henry mientras ella iba a descansar un rato. Se llevó vino que había traído de su casa al arroyo cercano. Se fumó un cigarrillo de la misma marca que dio origen al incendio y utilizó cerillas iguales a las que desataron las llamas.

Abe miró al jurado.

—Todo lo que acabo de manifestar está demostrado. —Cerró la boca y se quedó en silencio, para enfatizar lo dicho—. De-mos-tra-do —repitió, separando las sílabas como si fueran cuatro palabras distintas—. La acusada —volvió a señalarla con el dedo— lo admite. Admite que de manera intencionada se quedó fuera, fingiendo estar enferma y que, mientras su hijo y su amiga se incineraban, ella estaba disfrutando del vino y fumando, usando las mismas cerillas y los mismos cigarrillos que causaron la explosión y escuchando música de Beyoncé en su iPod.

*

Matt sabía por qué él sería el primer testigo. Abe le había explicado la necesidad de un resumen general:

—Oxígeno hiperbárico, bla, bla, es complicado. Eres médico, puedes ayudar a que todo el mundo lo entienda. Además, estabas allí, eres la persona ideal.

Ideal o no, Matt odiaba la idea de ser el primero en hablar, de ser el que proporcionara el contexto. Sabía lo que opinaba Abe, que este asunto de la terapia curativa con oxígeno era un cuento y que quería decir: “Miren, aquí tienen a un estadounidense normal, un médico de verdad de una facultad de medicina de verdad, y él también se sometía al mismo tratamiento, por lo que tan disparatado no puede ser”.

—Coloque la mano izquierda sobre la Biblia y levante la mano derecha —le indicó el oficial. Matt puso la mano derecha sobre la Biblia y levantó la izquierda, mirando de frente al oficial del tribunal. Que pensara que era un imbécil que no distinguía la derecha de la izquierda. Era mejor eso que mostrar su mano deforme y que todos hicieran un gesto de desgano y movieran los ojos sin control, como pájaros que revolotean sobre un montón de basura y no saben dónde posarse.

Abe comenzó con lo fácil: de dónde era Matt (Bethesda, en el Estado de Maryland), a qué universidad había ido (Tufts), dónde había estudiado Medicina (Georgetown), dónde había hecho la residencia (también en Georgetown), las becas (mismo lugar), qué titulación había obtenido (Radiología), en qué hospital había trabajado (Fairfax).

—Ahora bien, tengo que hacerle la primera pregunta que me vino a la mente cuando me enteré de la explosión. ¿Qué es Miracle Submarine y por qué se necesita un submarino en medio de Virginia, que ni siquiera está cerca del mar? —Varios miembros del jurado sonrieron, como satisfechos por el hecho de que alguien más se hubiera preguntado lo mismo que ellos.

Matt esbozó una sonrisa forzada.

—No es un submarino de verdad. Solamente está diseñado como uno, con ojos de buey, una escotilla y paredes de acero. En realidad es un equipamiento médico, una cámara para oxigenoterapia hiperbárica. La llamamos O-T-H-B, pronunciado O-Te-Hache-Be, para abreviar.

—Explíquenos cómo funciona, doctor Thompson.

—El paciente se introduce en la cámara sellada y el aire se presuriza entre 1.5 y 3 veces por encima de la presión atmosférica normal. Respira oxígeno puro al cien por cien. La alta presión hace que el oxígeno se disuelva a mayores niveles en la sangre, fluidos y tejidos. Las células dañadas para sanarse necesitan oxígeno, así que esta penetración profunda de oxígeno adicional puede favorecer la recuperación y la regeneración. Muchos hospitales ofrecen OTHB.

—Miracle Submarine no es una cámara hospitalaria. ¿Cuál es la diferencia?

Matt pensó en las cámaras hospitalarias esterilizadas, manejadas por técnicos uniformados, y en la cámara oxidada de los Yoo, instalada en diagonal dentro de un antiguo granero.

—No demasiada. Los hospitales en general usan tubos transparentes para una sola persona. Miracle Submarine es una cámara más grande, para que cuatro pacientes y sus cuidadores puedan permanecer juntos, lo que la vuelve mucho más accesible económicamente. Además, los centros privados están dispuestos a tratar afecciones que los hospitales no atienden.

—¿Qué tipo de afecciones?

—Una gran variedad: autismo, parálisis cerebral, infertilidad, enfermedad de Crohn, neuropatías. —Matt creyó escuchar risitas al nombrar la afección que había tratado de ocultar en medio de la lista: infertilidad. O tal vez fue el recuerdo de su propia risa la primera vez que Janine sugirió OTHB después del análisis de semen.

—Gracias, doctor Thompson. Bien, usted fue el primer paciente de Miracle Submarine. ¿Puede contarnos su experiencia?

Vaya si podía. Podía extenderse sobre cómo Janine le organizó una trampa perfecta invitándole a cenar a casa de sus padres sin decir una palabra sobre los Yoo ni la OTHB ni —peor aún— sobre la “contribución” que se esperaba de él. Una sucia emboscada.

—Conocí a Pak en casa de mis suegros el año pasado —comenzó Matt, dirigiéndose a Abe.— Son amigos de la familia; mi suegro y Pak proceden del mismo pueblo en Corea. Me enteré de que Pak iba a instalar una cámara hiperbárica y mi suegro iba a invertir en el proyecto. —Estaban sentados alrededor de la mesa y los Yoo se pusieron inmediatamente de pie cuando entró Matt, como si fuera un miembro de la realeza. Pak parecía nervioso: la tensa sonrisa acentuaba su cara angulosa y cuando estrechó la mano de Matt, los nudillos parecían cumbres rocosas. Young, su mujer, se había inclinado ligeramente, con la mirada baja. Mary, la hija de dieciséis años era una copia de la madre, con unos ojos demasiado grandes para su delicado rostro, sonreía con aire travieso, como si conociera un secreto y no viera la hora de ver su reacción al enterarse, que por supuesto era lo que iba a suceder.

En cuando Matt se sentó, Pak le preguntó:

—¿Conoces la OTHB? —Las palabras parecieron dar pie para iniciar una actuación bien ensayada. Todos se agruparon alrededor de Matt, inclinándose hacia él a modo de conspiración, hablando por turnos y sin pausa. El suegro de Matt contó lo popular que era la terapia entre sus clientes asiáticos de acupuntura; Japón y Corea tenían centros de bienestar con saunas de rayos infrarrojos y OTHB. La suegra de Matt añadió que Pak contaba con muchos años de experiencia en oxigenoterapia en Seúl. Janine comentó que investigaciones recientes demostraban que la OTHB constituía un tratamiento prometedor para muchas afecciones crónicas.

—¿Y cuál fue su reacción ante esto? —quiso saber Abe.

Matt vio cómo Janine se llevaba el dedo pulgar a la boca y se mordía el pellejo de alrededor de la uña. Era algo que hacía cuando estaba nerviosa, lo mismo que había hecho durante aquella cena, sin duda porque sabía perfectamente lo que él iba a pensar. Lo que iban a pensar todos sus amigos del hospital. Que era una idiotez. Otra de las terapias alternativas de su padre, terapias holísticas en las que caían los pacientes desesperados, locos o estúpidos. Matt nunca decía esto, por supuesto. Bastante lo desaprobaba ya su suegro, el señor Cho, solamente por no ser coreano. Si descubría que Matt consideraba que su profesión —en realidad, toda la “medicina” oriental— era un engaño… No. No sería bueno. Razón por la cual Janine había estado muy acertada al anunciar algo como eso delante de sus padres y sus amigos.

—Todos estaban entusiasmados —dijo Matt a Abe—. Mi suegro, acupuntor con treinta años de experiencia, apoyaba el tratamiento y mi mujer, que es médica clínica, reconocía su potencial. Eso era lo único que yo necesitaba saber. —Janine había dejado de morderse la cutícula—. Hay que tener en cuenta —añadió Matt— que ella se había graduado en Medicina con calificaciones mucho mejores que las mías.

Janine y los miembros del jurado rieron.

—De manera que usted decidió hacer el tratamiento. Háblenos sobre eso.

Matt se mordió el labio y apartó la mirada. Sabía que llegaría esa pregunta y había ensayado cómo responderla: con humildad. Del mismo modo en que Pak había dicho aquella noche que el suegro de Matt iba a invertir, que Janine había sido “designada” —como si se tratara de una comisión presidencial o algo por el estilo— asesora médica y todos habían estado de acuerdo. “Usted, doctor Thompson, tiene que ser nuestro primer paciente”. Matt creyó haber escuchado mal. Pak hablaba inglés bien, pero tenía un acento muy marcado y cometía errores sintácticos. Tal vez había querido decir “director” o “presidente” y había traducido mal. Pero después Pak añadió: “Muchos pacientes serán niños, pero es bueno tener un paciente adulto”.

Matt bebió un poco de vino, sin decir nada, mientras se preguntaba qué demonios podía haberle hecho pensar a Pak que un hombre sano como él podía necesitar OTHB. De repente, se le ocurrió una posibilidad. ¿Y si Janine les había contado algo del problema que tenían… que tenía él, mejor dicho? Trató de no pensar en ello y de concentrarse en la cena, pero le temblaban las manos y no podía coger los galbi, esos trozos resbaladizos de costillas marinadas que se le deslizaban entre los finos palillos plateados. Mary lo notó e intentó ayudarle.

—Yo tampoco sé usar palillos de acero inoxidable —dijo, y le ofreció unos de madera, como los que ofrecen en las casas de comida china para llevar—. Con estos es más fácil. Pruébalos. Mi madre dice que tuvimos que irnos de Corea por eso: nadie se iba a casar con una chica que no supiera usar palillos, ¿no es cierto, ma? —Todos parecían incómodos y guardaron silencio, pero Matt se rio. Mary hizo lo mismo, y los dos se reían entre las serias caras de los demás, como niños portándose mal en una habitación llena de adultos.

Fue en ese momento, mientras Matt y Mary se reían, cuando Pak dijo:

—La OTHB ha dado grandes resultados en el tratamiento de la infertilidad, especialmente en casos como el suyo, de baja movilidad de espermatozoides.

Allí mismo, al confirmar que su esposa había revelado detalles médicos y personales no solamente a sus padres sino también a estos desconocidos, Matt sintió una explosión caliente en su pecho, como si un globo lleno de lava se hubiera inflado y hubiera estallado en sus pulmones, eliminando el oxígeno. Miró a Pak y trató de respirar con normalidad. Curiosamente, a la que no había podido mirar no había sido a Janine, sino a Mary. No quería ver cómo esas palabras —infertilidad, baja movilidad de espermatozoides— cambiarían el modo en que lo miraba. Si su mirada curiosa (¿interesada, quizá?) cambiaría a una de desagrado, o peor aún, de lástima.

Matt se dirigió a Abe:

—Mi mujer y yo teníamos problemas para concebir y la OTHB era un tratamiento experimental para hombres en esta situación, por lo que tenía sentido aprovechar esta nueva iniciativa. —No mencionó que al principio no había estado de acuerdo, que no había querido ni tocar el tema durante el resto de la cena. Janine había dicho lo que evidentemente había ensayado: que el hecho de que Matt accediera en forma voluntaria a ser paciente ayudaría a lanzar el proyecto, que la presencia de un “médico de verdad” (palabras de Janine) convencería a potenciales clientes de la seguridad y efectividad de la OTHB. No parecía darse cuenta de que él no respondía, que mantenía la mirada fija en el plato. Pero Mary sí lo notó. Se dio cuenta de lo que sucedía y acudió al rescate una y otra vez, bromeando sobre la técnica de Matt con los palillos y sobre el sabor a ajo mezclado con vino.

Durante los siguientes días, Janine se había puesto muy pesada; no dejaba de hablar de lo segura que era la oxigenoterapia, de la utilidad que tenía, bla, bla. Al ver que él no cedía, trató de hacerle sentir culpable y le aseguró que su rechazo confirmaría la sospecha de su padre de que Matt no creía en su proyecto.

—Es que realmente no creo en eso. No me parece que lo que él hace sea medicina, lo sabes desde el primer día —respondió Matt, lo que llevó al comentario hiriente de ella.

—La verdad es que te opones a todo lo asiático, ni siquiera lo valoras.

Antes de que pudiera enfadarse con ella por acusarlo de racista y recalcarle que se había casado con una asiática, por el amor de Dios (y además, ¿no era ella la que siempre comentaba lo racistas que eran los coreanos anticuados como sus padres?), Janine dijo en tono suplicante:

—Un mes, solamente. Si funciona, no hay que hacer fertilización in vitro. No tendrás que masturbarte dentro de un envase. ¿No crees que vale la pena probar?

Él nunca dijo que sí. Simplemente, Janine decretó que el que calla, otorga, y él se lo permitió. Ella tenía razón, o al menos, no estaba equivocada en lo que decía. Además, tal vez serviría para que su suegro comenzara a perdonarlo por no ser coreano.

—¿Cuándo comenzó a someterse a la OTHB? —preguntó Abe.

—El primer día que abrieron, el 4 de agosto. Quería realizar las cuarenta sesiones durante ese mes porque el tráfico es menos denso, de modo que me inscribí para realizar dos inmersiones al día, la primera a las 9:00 y la segunda a las 18:45. Se hacían seis sesiones por día y a los pacientes de “doble inmersión” nos reservaban ese horario.

—¿Quién más estaba en el grupo de doble inmersión? —preguntó Abe.

—Había otros tres pacientes: Henry, TJ y Rosa. Y sus madres. A no ser cuando alguno no asistiera por enfermedad o por sufrir un atasco de tráfico o lo que fuera, estábamos todos allí, dos veces al día.

—Háblenos sobre ellos.

—De acuerdo: Rosa es la mayor. Dieciséis años, creo. Tiene parálisis cerebral. Está en silla de ruedas y se alimenta por sonda. Su madre es Teresa Santiago —dijo señalándola—. La llamamos Madre Teresa porque es muy buena y muy paciente —agregó, y Teresa enrojeció, como lo hacía cada vez que la llamaban así—. Después está TJ, de ocho años. Padece autismo. No habla. Su madre, Kitt…

—¿Se refiere a Kitt Kozlowski, que murió el año pasado?

—Sí.

—¿Reconoce esta fotografía? —Abe la colocó sobre un atril. Mostraba el rostro de Kitt en el centro, rodeado por los de su familia, como si fueran pétalos. El marido de Kitt en la parte superior (de pie detrás de ella), TJ debajo (sobre sus rodillas), dos niñas a la derecha, dos a la izquierda. Los cinco hijos con el mismo pelo rojizo y rizado que tenía ella. Una imagen de felicidad. Pero ahora la madre ya no estaba, dejando un girasol sin el disco central que sostuviera los pétalos.

Matt tragó saliva y carraspeó.

—Esa es Kitt, con su familia, con TJ.

Abe colocó otra fotografía junto a la de Kitt. Henry. No era una fotografía profesional, sino una algo borrosa del niño riendo en un día soleado con cielo azul y hojas verdes detrás de él. Tenía el pelo rubio peinado ligeramente hacia arriba, la cabeza hacia atrás y los ojos casi cerrados por la risa. Le faltaba un diente en el medio, y parecía orgulloso del hueco. Matt volvió a tragar saliva.

—Ese es Henry. Henry Ward. El hijo de Elizabeth.

—¿La acusada acompañaba a Henry durante las inmersiones, como las otras madres?

—Sí —respondió Matt—. Siempre se quedaba con Henry, menos en la última inmersión.

—¿Asistió a todas las inmersiones y la única vez que no estuvo allí fue cuando todo el resto sufrió heridas graves o murió?

—Sí, fue la única vez que no vino —dijo y miró a Abe, esforzándose por no dirigir la vista sobre Elizabeth, pero podía verla igual de reojo. Ella miraba las fotografías, se mordía los labios; el lápiz de labios se le había borrado. Su rostro se veía mal, con maquillaje alrededor de los ojos azules, colorete en las mejillas, la nariz sombreada para acentuarla, luego nada debajo de la nariz, solo blanco. Parecía un payaso que hubiera olvidado pintarse los labios.

Abe colocó un cartel sobre un segundo atril.

—¿Doctor Thompson, le parece que esto ayuda a comprender cómo era el terreno donde estaba instalado Miracle Submarine?


—Sí, bastante —respondió Matt—. Es el dibujo que hice del lugar. Es en el pueblo de Miracle Creek, a veinte kilómetros al oeste de aquí. El arroyo Miracle es un arroyo real que atraviesa el pueblo: de ahí el nombre. También pasa por el bosque junto al granero de tratamiento.

—Disculpe, ¿dijo “granero de tratamiento”? —Abe parecía sorprendido, como si no hubiera visto el granero mil veces.

—Sí, hay un antiguo granero de madera en el medio del terreno y la cámara hiperbárica está dentro. Cuando se entra, a la izquierda está el panel de control donde se sentaba Pak. Y un armario con casilleros para que dejemos todo lo que no se puede meter en la cámara, como joyas, artículos electrónicos, papel, ropa sintética, cualquier cosa que pudiera causar una chispa. Pak tenía normas de seguridad muy estrictas.

—¿Y qué hay fuera del granero?

—Delante, hay un aparcamiento de arena con espacio para cuatro coches. A la derecha, el bosque y el arroyo. A la izquierda, una casita donde vive la familia de Pak, y en la parte de atrás, un almacén de depósito y los cables de electricidad.

—Gracias —dijo Abe—. Ahora cuéntenos cómo es una típica inmersión. ¿Qué sucede durante la sesión?

—Nos metíamos en la cámara por la escotilla. Por lo general, yo entraba último y me sentaba cerca de la salida. Allí estaban los auriculares del intercomunicador, para comunicarse con Pak.

Era un motivo bastante creíble, pero la realidad era que Matt prefería estar al margen del grupo. A las madres les gustaba conversar, intercambiar protocolos de tratamientos experimentales y hablar sobre sus vidas. Estaba muy bien para ellas, pero él era diferente. Era médico y para empezar, no creía en terapias alternativas. Además, no tenía hijos, mucho menos niños con necesidades especiales. Deseaba haber podido entrar con una revista o papeles para leer, cualquier cosa para protegerse de sus constantes preguntas. Era irónico que estuviera allí para tratar de tener hijos, cuando a cada momento se preguntaba: ¿Por Dios, de verdad quiero niños? ¡Es tanto lo que puede salir mal!

—Entonces —prosiguió Matt—, comienza la presurización. Simula lo que se sentiría en una inmersión real.

—¿Cómo es eso? Explíquenos a los que no hemos estado nunca en un submarino —dijo Abe, haciendo sonreír a varios de los miembros del jurado.

—Es como cuando aterriza un avión. Se sienten los oídos tapados, como que van a estallar. Pak presurizaba muy lentamente, para minimizar las molestias, por lo que el proceso llevaba unos cinco minutos. Una vez que estábamos en 1.5 ATM, eso es como dieciocho metros bajo el nivel del mar, nos colocábamos los cascos de oxígeno.

Uno de los asistentes de Abe le alcanzó un casco de plástico transparente.

—¿Como este?

Matt lo cogió.

—Sí.

—¿Cómo funciona?

Matt se volvió hacia el jurado y señaló el anillo de latex azul de la parte inferior:

—Esto se coloca alrededor del cuello y toda la cabeza va dentro —dijo, y estiró la abertura como si fuera el cuello alto de un jersey y metió la cabeza dentro de la burbuja transparente—. Después, el tubo —añadió, y Abe le alcanzó un rollo de plástico transparente. Parecía una víbora interminable, de esas que cuando se desenrollan miden tres metros.

—¿Para qué es eso, doctor?

Matt colocó el tubo dentro de una abertura en el casco, a la altura de la mandíbula.

—Conecta el casco con la válvula de oxígeno dentro de la cámara. Detrás del granero hay tanques de oxígeno, que se conectan por los tubos a las válvulas. Cuando Pak abría el oxígeno, este circulaba por los tubos hasta nuestros cascos. El casco se inflaba con el oxígeno, como si fuera una pelota.

Abe sonrió.

—Lo que le da el aspecto de tener la cabeza dentro de una pecera —comentó, y los miembros del jurado se rieron. Matt se dio cuenta de que Abe les caía bien: un tipo sencillo que decía las cosas directas y no se comportaba como si fuera más inteligente que ellos—. ¿Y después, qué?

—Muy simple. Los cuatro respiramos normalmente, e inspiramos oxígeno puro al cien por cien durante sesenta minutos. Al final de la hora, Pak cerraba el paso de oxígeno, nos quitábamos los cascos, se despresurizaba la cámara y salíamos —concluyó Matt y se quitó el casco.

—Gracias, doctor Thompson. Su explicación ha sido muy útil. Ahora me gustaría detenerme en la razón por la que estamos aquí, en lo que sucedió el 26 de agosto del año pasado. ¿Recuerda ese día?

Matt asintió.

—Disculpe, es necesario que responda de manera verbal. Para el taquígrafo del tribunal.

—Sí —carraspeó y se aclaró la voz—. Sí.

Abe entornó los ojos ligeramente, luego los abrió grandes, como si no supiera si disculparse o mostrarse entusiasmado por lo que venía.

—Cuéntenos, en sus propias palabras, lo que sucedió aquel día.

La sala se movió; casi de manera imperceptible, todos los cuerpos que estaban en el estrado del jurado y en la sala se inclinaron un centímetro hacia adelante. Para esto habían venido: no solo para enterarse de los detalles morbosos —las fotografías ampliadas y los restos chamuscados del equipo—, aunque eso también contaba, sino por el drama mismo de la tragedia. Matt lo veía a diario en el hospital: huesos fracturados, accidentes de coche, sustos con el cáncer. La gente lloraba, desde luego —por el dolor, la injusticia, los problemas resultantes— pero siempre había uno o dos miembros de cada familia que se esforzaban por estar cerca del sufrimiento. Cada célula del cuerpo les vibraba a una frecuencia un poco más alta, como si se hubieran despertado de la mundana latencia de sus vidas cotidianas.

Matt se miró la mano destrozada, el pulgar, el anular y el meñique que sobresalían de la masa rojiza. Volvió a carraspear. Había relatado la historia muchas veces. A la policía y los médicos, a los inspectores de la compañía de seguros, a Abe. Una vez más, la última, se dijo. Un último recorrido por la explosión, por la violencia del fuego, por la destrucción de la cabecita de Henry. Después nunca más iba a tener que hablar de ello.

El juicio de Miracle Creek (versión española)

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