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MARY YOO

DESPERTÓ CON EL SONIDO DE la voz de su madre.

—Mei-ya, despierta. Es hora de cenar —estaba diciendo, pero en un susurro como si, al contrario de sus palabras, estuviera tratando de no despertarla. Mary mantuvo los ojos cerrados e intentó controlar la oleada de confusión que la envolvió al oír a su madre diciendo “Mei” con voz suave. Durante los últimos cinco años, su madre había utilizado su nombre coreano solamente cuando estaba molesta con ella, durante las discusiones. De hecho, no la había llamado “Mei” desde hacía un año; desde la explosión se mostraba sumamente amable y solo la llamaba “Mary”.

Lo curioso era que Mary detestaba su nombre estadounidense. No siempre había sido así. Cuando su madre (que había aprendido inglés en la universidad y seguía leyendo libros en ese idioma) sugirió “Mary” como lo más parecido a “Mei”, a ella le entusiasmaba haber encontrado un nombre con la misma sílaba inicial del suyo. Durante las catorce horas del vuelo de Seúl a Nueva York —sus últimas horas como Mei— había practicado escribir su nombre nuevo llenando una hoja de papel entera con “Mary”, encantada con lo bonitas que parecían las letras. Cuando aterrizaron, y el oficial de migraciones estadounidense la hubo registrado como “Mary Yoo”, pronunciando la “r” de ese modo exótico que su lengua coreana no podía replicar, sintió un intenso placer, como si fuera una mariposa recién salida del capullo.

Pero dos semanas después de empezar el colegio en Baltimore (cuando pasaron lista mientras ella estaba leyendo en secreto cartas de sus amigos de Corea y no reconoció su nombre nuevo y no respondió, lo que hizo que el resto de sus compañeros se riera), la sensación de mariposa recién nacida fue sustituida por una profunda y desproporcionada irritación, como cuando se quiere meter a la fuerza un cuadrado dentro de un orificio redondo. Más tarde, cuando dos chicas representaron la escena en la cafetería y oyó a una de ellas con el pelo del color del ramen repitiendo en tono burlón su nombre: “Mary Yoo? Ma-ry Yooo? ¿MA-RYYYYY YOOOOO?” sintió como si se rompiera a golpes de martillo.

Comprendía, por supuesto, que el nombre no tenía nada que ver, que el verdadero problema se encontraba en no conocer el idioma, ni las costumbres, ni a la gente, nada. Pero resultaba difícil no asociar el nombre con su nueva personalidad. En Corea, como Mei, era muy habladora. Se metía en líos constantemente por hablar con sus amigos y solo podía evitar la mayoría de los castigos gracias a sus habilidades de comunicación. La nueva Mary era una chica rara y muda, amante de las matemáticas. Un cuerpo silencioso, obediente y solitario, envuelto en un caparazón de pocas expectativas. Era como si prescindir de su nombre coreano la hubiera debilitado, como a Sansón cundo le cortaron el cabello, y la criatura que sustituía a la anterior fuera alguien sumiso e insignificante que ella no reconocía y que tampoco le gustaba.

La primera vez que su madre la llamó “Mary” fue el fin de semana siguiente al incidente en la cafetería, durante su primera visita a la tienda de ultramarinos de la familia que los alojaba. Los Kang habían pasado dos semanas enseñando a su madre y consideraban que estaba lista para atender la tienda. Antes de la visita, Mary se imaginaba un elegante supermercado: todo, en Estados Unidos, era supuestamente grandioso; por eso se habían mudado aquí. Pero al bajar del coche, tuvo que esquivar botellas rotas, colillas de cigarrillos y a un vagabundo durmiendo sobre la acera debajo de hojas de periódico.

El vestíbulo de la tienda parecía un ascensor de carga, tanto en tamaño como en aspecto. Cristales gruesos separaban a los clientes de la sala abovedada donde se guardaban los productos y en los ventanales protegidos por cristales blindados había letreros: El cliente es rey, Abierto desde las 6:00 hs, 7 días a la semana. En cuanto su madre abrió la puerta a prueba de balas y, aparentemente, de olores, Mary sintió el aroma de los fiambres.

—¿Desde las seis hasta la medianoche? ¿Todos los días? —preguntó Mary antes de entrar. Su madre esbozó una sonrisa avergonzada delante de los Kang y la llevó por un pasillo estrecho, pasando junto al congelador de los helados y la cortadora de fiambre. En cuanto llegaron a la parte posterior, se enfrentó a su madre—. ¿Desde cuándo lo sabes?

El rostro de su madre expresaba dolor.

—Mei-ya, en todo este tiempo creía que querían que les ayudara, como una asistente. Anoche comprendí que para ellos, esto es como su jubilación. Les pregunté si contratarían a alguien para ayudar, tal vez una vez por semana, pero me dijeron que no pueden permitírselo por lo que les cuesta tu colegio. —Dio un paso atrás y abrió la puerta de un armario, en el que había un colchón que cubría casi toda la superficie del suelo de hormigón—. Me han preparado un sitio para dormir. No todas las noches, solamente si estoy demasiado cansada como para volver en coche a casa.

—¿Entonces por qué no vivo aquí contigo? Puedo ir al colegio de aquí o puedo venir después, a ayudarte —dijo Mary.

—No, los colegios de este vecindario son espantosos. Y de noche no puedes quedarte aquí. Es muy peligroso, está lleno de pandillas y… —cerró la boca y sacudió la cabeza—. Los Kang te pueden traer a visitarme los fines de semana, pero es lejos de su casa. No podemos molestarles tanto…

—¿Nosotras, molestarles a ellos? —protestó Mary—. Te tratan como una esclava y tú se lo permites. Ni siquiera entiendo por qué hemos venido aquí. ¿Qué tienen de bueno estos colegios? ¡Están aprendiendo las matemáticas que yo estudié en cuarto grado!

—Sé que ahora te resulta difícil —respondió su madre—. Pero es por tu futuro. Tenemos que aceptarlo y esforzarnos todo lo posible.

Mary se indignó con su madre por rendirse, por negarse a luchar. Había hecho lo mismo en Corea, cuando su padre les había informado los planes que tenía. Mary sabía que su madre estaba muy en contra de la idea (los había escuchado discutir al respecto), pero al final, había cedido, como hacía siempre, como estaba haciendo ahora.

Pero no dijo nada. Dio un paso atrás para observar a su madre con más atención, esta mujer a la que se le estaban acumulando lágrimas en los pliegues entre los dedos de las manos que tenía unidas como en oración. Dio media vuelta y se alejó.

Se quedó el resto del día en la tienda, mientras los Kang salían a celebrar su jubilación. A pesar de lo enfadada que estaba con su madre, no podía menos que admirar la energía y la delicadeza con la que manejaba la tienda. Hacía solamente dos semanas que habían comenzado a enseñarla, pero ya conocía a la mayoría de los clientes, a quienes saludaba por nombre y les preguntaba por sus familias en inglés; hablaba despacio y con mucho acento, pero de todos modos, mejor de lo que Mary podía hacerlo. En muchos sentidos, era maternal con los clientes: se anticipaba a sus necesidades y les levantaba el ánimo con su risa afectuosa, casi coqueta; pero era firme cuando resultaba necesario, como por ejemplo para recordarles a varios clientes que con las cartillas estatales para alimentos no se podía comprar cigarrillos. Al mirar a su madre, se le ocurrió la posibilidad de que de verdad le gustara la vida aquí. ¿Sería por eso que se quedaban? ¿Porque llevar una tienda la hacía sentirse más realizada que siendo solamente su madre?

Al caer la tarde, entraron dos chicas, la menor de unos cinco años y la mayor, de la edad de Mary. Su madre inmediatamente desbloqueó la puerta para dejarlas entrar.

—Anisha, Tosha. Qué guapas estáis hoy —dijo, y las abrazó—. Os presento a mi hija Mary.

Mary. Sonaba extranjero con el tono y la cadencia tan conocida de su madre, como una palabra que nunca hubiera escuchado antes. Poco natural. Fea. Se quedó quieta, en silencio, mientras la niña de cinco años sonreía y decía:

—Es muy buena tu mamá. Me da caramelos.

Su madre se rio, le dio un caramelo y un beso en la frente:

—Entonces, por eso vienes todos los días.

La mayor le comentó a su madre:

—¿Sabe una cosa? ¡He sacado una A en el examen de matemáticas!

—¡Pero qué bien, ya te dije que lo conseguirías! —exclamó su madre.

Y luego la chica se dirigió a Mary:

—Tu madre me ha estado ayudando toda la semana con las divisiones largas.

Cuando se fueron, su madre le comentó:

—¿No son un encanto esas niñas? Me dan tanta pena; su padre murió el año pasado.

Mary trató de sentir tristeza por ellas. Quiso sentirse orgullosa de que esta mujer tan querida por todos y tan generosa fuera su madre. Pero lo único que podía pensar era que esas niñas verían a su madre todos los días, la abrazarían todos los días mientras que ella, no.

—Es peligroso abrir la puerta así —observó—. ¿Para qué instalan una puerta blindada si vas a abrirla y dejar que entre la gente?

Su madre la miró durante un largo instante.

—Mei-ya —dijo, y trató de rodearla con los brazos, pero Mary dio un paso atrás para esquivarla.

—Me llamo Mary ahora —respondió.

*

A partir de ese día, Mary comenzó a decirle “Mamá” en lugar de “Um-ma”. Um-ma era la madre que le tejía suaves jerseys, la que la esperaba todas las tardes después del colegio con té de cebada y jugaba a las tabas con ella, mientras hablaban de lo que había sucedido durante el día. Y las comidas… ¿quién en el colegio no había envidiado las comidas especiales de Um-ma? La típica comida coreana para llevar al colegio era arroz con kimchi en un recipiente de acero inoxidable. Pero Um-ma siempre le añadía ingredientes: trocitos de pescado sin espinas, un huevo frito sobre el montículo de arroz como un volcán nevado con lava amarilla, rollos de algas con rábanos y zanahorias y yubu chobap, arroz dulce y pegajoso envuelto en tofu frito.

Pero esa Um-ma ya no estaba, había sido sustituida por Mamá, una mujer que la dejaba sola en la casa de otros, que no sabía que los chicos de su clase la llamaban “china estúpida” ni que las chicas se reían delante de ella.

Así pasó que, cuando Mary abandonó la tienda ese día, dijo “Adiós” en coreano, utilizando adrede la frase formal que implica distancia y que se usa con desconocidos, y luego, mirándola directamente a los ojos, le dijo “mamá” en lugar de “Um-ma”. Al ver el gesto de dolor en el rostro de su madre (una repentina palidez en las mejillas, y la boca abierta como para una protesta que nunca pronunció, resignada) Mary pensó que se sentiría mejor, pero no había sido así. La habitación parecía inclinarse, y sintió deseos de llorar.

Al día siguiente, su madre empezó a llevar la tienda sola y a dormir allí con frecuencia. Mary lo entendía, al menos de manera teórica: el viaje a casa duraba media hora en coche, tiempo que podía aprovechar durmiendo, sobre todo porque ella no iba a estar despierta. Pero esa primera noche, tendida en la cama, pensó en que no había visto a su madre ni hablado con ella en todo el día, por primera vez en su vida, y la odió. La odió por ser su madre. Por traerla a un sitio que le hacía odiar a su propia madre.

Aquel fue el verano del silencio. Los Kang se marcharon de viaje durante dos meses a California a visitar a la familia de su hijo y dejaron a Mary sola, sin colegio, sin colonia de verano, sin amigos, sin familia. Ella intentó disfrutar de la libertad, de convencerse de que estaba viviendo el sueño de cualquier niña de doce años: que ningún adulto la molestara, que la dejaran sola para hacer lo que le viniera en gana, y comer y ver la tele todo lo que quisiera. Además, tampoco había pasado tanto tiempo con los Kang antes del viaje: eran callados y distantes y hacían su vida sin molestarla. Por lo cual no le parecía que estar sola fuera a resultar demasiado diferente.

Sin embargo, hay algo en los sonidos que hacen las personas. No necesariamente al hablar. Los sonidos del vivir —el crujir de la escalera, un canturreo, la televisión encendida, el tintineo de la vajilla— disipan la soledad. Se echan de menos cuando desaparecen. Su ausencia, el silencio total, se vuelve evidente.

Y así sucedió con Mary. Pasaba días sin ver a otro ser humano. Su madre regresaba a casa todas las noches, pero no antes de la una de la mañana, y volvía a salir antes del amanecer. Nunca la veía.

Pero la escuchaba, eso sí. Su madre siempre pasaba por la habitación de Mary al regresar; atravesaba el montón de ropa sucia en el suelo, la arropaba con la manta, le daba un beso de buenas noches y algunas veces, se quedaba sentada sobre la cama, peinándole el pelo con los dedos una y otra vez, como solía hacer en Corea. Por lo general, Mary todavía estaba despierta, aterrada por imágenes de su madre atrapada en un tiroteo al salir del almacén blindado en mitad de la noche; una posibilidad real que había sido la razón principal por la que su madre no había accedido a dejarla vivir en la tienda. Cuando oía a su madre atravesar el pasillo de la casa de puntillas, la invadía una mezcla de alivio y rencor. Le parecía mejor no hablar, por lo que disimulaba estar dormida. Mantenía los ojos cerrados y el cuerpo inmóvil, concentrándose en respirar lentamente y prolongar el momento que le permitía revivir a su madre como Um-ma y saborear el antiguo cariño.

Eso había sido hacía cinco años, antes de que los Kang regresaran y su madre volviera a dormir en la tienda, antes de que Mary hablara inglés con fluidez y sus compañeros de colegio dejaran de acosarla, antes de que su padre llegara a Estados Unidos y se mudaran a un sitio donde otra vez se sentía extranjera, donde la gente le preguntaba de dónde era, y cuando respondía de Baltimore, objetaban: “No, me refiero a de dónde eres realmente”. Antes de los cigarrillos y de Matt. Antes de la explosión.

Pero aquí estaban otra vez. Su madre le peinaba el pelo con los dedos y ella fingía dormir. Sumida en esa nebulosa de sopor, se sintió transportada de nuevo a Baltimore y se preguntó si su madre se habría dado cuenta que todas aquellas noches había estado despierta, esperando el regreso de Um-ma.

—Yuh-bo, la cena se enfría —dijo la voz de su padre y rompió el momento.

—Enseguida voy —respondió su madre, y la sacudió suavemente—. Mary, la cena está lista. No tardes, ¿de acuerdo?

Ella parpadeó y murmuró algo, como si se acabara de despertar. Esperó a que su madre se fuera y cerrara la cortina antes de incorporarse y tomar conciencia de lo que la rodeaba. Miracle Creek, no Baltimore, ni Seúl. Matt. El incendio. El juicio. Henry y Kitt, muertos.

Al instante, imágenes de la cabeza calcinada de Henry y el pecho de Kitt envuelto en llamas le inundaron la mente y le volvió el ardor de lágrimas a los ojos. Durante todo el año, había intentado no pensar en ellos, en aquella noche, pero hoy, después de haber escuchado el relato de sus últimos momentos e imaginar el dolor padecido, sentía como si las imágenes fueran agujas implantadas mediante cirugía en su cerebro; cada vez que se movía, le provocaban un pinchazo tan doloroso detrás de los ojos que solo podía pensar en aliviar la presión, en abrir la boca y gritar.

Junto a la colchoneta, vio un periódico que había traído del tribunal. Era el de esa mañana, y el titular: Caso: “Mamá querida”: el juicio por asesinato comienza hoy. Una foto mostraba a Elizabeth contemplando a Henry con una sonrisa embobada y la cabeza ladeada, como si no pudiera creer cuánto amaba a su hijo. Era la expresión que tenía siempre en las sesiones de oxigenoterapia, cuando abrazaba a Henry, le alisaba el pelo, le leía. A Mary le había hecho pensar en Um-ma en Corea y había sentido una punzada de envidia al ver la abnegación de esta madre por su hijo.

Desde luego, todo era una artimaña. Tenía que serlo. La forma en que Elizabeth permanecía sentada durante todo el tiempo en que Matt narraba cómo Henry se había quemado vivo, impávida, sin llorar, sin gritar ni huir de allí. Ninguna madre que sintiera un mínimo de amor por su hijo podría haberse comportado así.

Mary volvió a mirar la fotografía de la mujer que se había pasado el verano entero disimulando adorar a su pequeño hijo mientras en secreto planeaba su muerte, esta sociópata que había colocado un cigarrillo junto a un tubo por el que pasaba oxígeno, sabiendo que la llave de paso estaba abierta y su hijo estaba dentro. Su pobre hijo, Henry, ese chiquillo precioso, con el pelo tan suave, dientes de bebé, devorado por…

No. Cerró los ojos con fuerza y sacudió la cabeza de lado a lado, fuerte, muy fuerte, hasta que le dolió el cuello y se mareó y el mundo se puso primero de lado y luego patas arriba. Cuando no le quedó nada en la cabeza y ya no pudo permanecer sentada, se dejó caer sobre la colchoneta y apretó la cara contra la almohada, dejando que la funda de algodón absorbiera sus lágrimas.

El juicio de Miracle Creek (versión española)

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