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—Lion, Jimmy, ¡no os alejéis de aquí! —les grité al ver cómo corrían de un lado a otro mientras caminaba y sujetaba la mano de Dakota con la mía.

—¿Estás segura de que quieres hacerlo? —me preguntó mi padre con tono serio.

Desvié la vista hacia él de manera momentánea.

—Sí, papá.

Detuve mi paso un instante y lo miré al escucharlo de nuevo:

—¿Segura? —cuestionó, arrugando un poco su frente.

—Sí, papá —repetí, y sonreí feliz.

Descendí mi mirada hasta Dakota, que no dejaba de tirarme de la mano para que nos acercásemos a los revoltosos que corrían por el campo. Me disculpé con mi padre y lo abandoné para encaminarme hacia el otro extremo. La pequeña había comenzado a dar sus primeros pasos y todavía no se sostenía lo suficiente para caminar durante mucho tiempo, y menos sola. Aquel día hacía un calor asfixiante. Tiré del cuello de mi camisa y noté que se me pegaba a la piel.

Corrí dentro de mis posibilidades hasta llegar a la espesura del bosque y relajé el ritmo de mis pasos al encontrarme con mi madre, al lado de los niños. Alcé el rostro unos minutos después, cuando escuché el balido de dos corderos que acompañaban a mi padre tras una reciente adquisición. Los niños sujetaron a los animales con brío y los pasearon con una felicidad desbordante.

—¡Mira lo que nos ha hecho el abuelo! —vociferó Lion con una efusividad desmedida, señalando un trozo de cuerda improvisada atada al cuello del animal.

Todo había cambiado.

Mi vida había cambiado.

Mi recuperación personal había sido más complicada de lo que en un principio pensé. Sin embargo, tener allí de manera constante a esa familia a la que tanto adoraba me había ayudado a superar muchas dificultades. Era consciente de que Edgar sabía ese detalle. Los niños mantenían el nombre de su padre en el anonimato, como si estuviesen sentenciados a muerte si lo pronunciaban delante de mí.

Había pasado un año y medio desde que me marché de Mánchester y dejé la mitad de mi corazón allí. Porque siempre sería de él, y me había dado cuenta con el paso de los días. Apenas hablábamos; podría decirse que nuestra relación era inexistente. Siempre se decantaba por hacerlo con mi madre, con la que parecía tener una relación muy afín. Nosotros únicamente intercambiábamos un par de wasaps cuando se refería a algún tema de los niños.

Era lógico. Yo misma me lo había buscado, y no podía pedirle más cuando estaba haciéndolo por mi bienestar; para que me olvidara de él, para que pudiera pasar página e intentar recomponer los trozos partidos de mi alma. No había sido sencillo, y ni siquiera era consciente de si había podido pasar página en algún momento. Por mis sentimientos arraigados, supuse que no.

Me dolía no tener una relación fluida con Edgar. Eso no entraba en mis planes cuando me marché. Sin embargo, quizá había llegado un punto en su vida en el que él también necesitaba recuperarse de mi marcha, como era lógico.

Había estado viajando de Mánchester a Galicia con asiduidad. Susan era plena conocedora de aquello, pues la agencia estaba organizando esos viajes de un día para otro. Al final la había abierto en el centro de Mánchester, junto a las oficinas de Luke, quien, por cierto, había sido mi gran sustento en los peores días. No avisaba a nadie, y me marchaba y volvía en el mismo día. Rara vez era la que me quedaba más de uno, aunque sí era cierto que en alguna ocasión me vi plantada frente al edificio de Waris Luk, con la intención de pisar aquel suelo ostentoso para aparecer como si nada en el despacho de Edgar. No obstante, y pese a mis impulsos y ganas, justo cuando estaba en la puerta, me daba cuenta de que eso era egoísta, de que él me había concedido el espacio que yo siempre le pedí, y solo tenía que verlo con aquel año y medio que había transcurrido, y ni siquiera había hecho aparición aquella prepotencia que lo caracterizaba.

Nunca lo vi cara a cara, pues solo venía a por Dakota. Incluso cuando estaban los tres niños, se los llevaba y no miraba atrás. Ya no era como las primeras veces en las que preguntaba por mí. Ya no había dolor en esos ojos tan bonitos que siempre amé cuando mi madre me excusaba y yo lloraba por su presencia detrás de una puerta, viendo cómo se alejaba con ellos. En algunas ocasiones nos mandábamos un wasap o un audio cuando Dakota o los niños decían alguna cosa sobre cualquiera de nosotros, pero siempre intentábamos no aparecer en aquellas imágenes ni vídeos. Era muy triste pensar que algo tan fuerte como lo que nos había unido había terminado de aquella manera, y más fuerte fue darme cuenta de que el amor que sentía por él jamás desaparecería, por mucho que intentara ocultarlo. De ahí a tomar mi decisión final en las últimas semanas, la misma que había llevado a mi padre de cabeza.

Recordé las insistencias de Klaus desde el primer momento en que llegué a Galicia. Él me aseguró en muchas ocasiones que, por más tiempo que quisiese darle, aunque entendiese mi postura, sería insuficiente, porque nunca me recompondría. Pese a todos los desánimos que albergaba, me había dado cuenta de que, por una vez en la vida, aquel camino que tomé me sirvió para valerme por mí misma. Para pensar siempre en mí y para ser más fuerte.

—¡Abuelo! ¿Vamos a darle de comer a los conejos? —le preguntó Jimmy.

Ese era otro cantar. Los niños habían decidido llamarles abuelos a mis padres, y supe por Juliette que, cuando se lo contó a Edgar, no se tomó nada bien que mi padre entrase en esa ecuación. Continuaban llevándose a matar. A matar de verdad.

A los pequeños les encantaba ir a Galicia, y viajaban muchas veces a lo largo del mes. Mi padre poseía una granja pequeñita pero muy suculenta, llena de animales, y los niños se lo pasaban pipa echándoles de comer y dándoles todos los mimos que podían y más. Yo los veía sonreír de aquella manera, y se me partía un poquito más el corazón al saber que nuestra pequeña gran familia nunca estaría unida si alguno de los dos no lo remediaba.

Los días en los que Dakota pronunció sus primeras palabras, quise morirme. Dijo «papá», pero su padre no estaba allí para poder escucharlo. Me enfadé mucho al ser consciente de que eso mismo lo había provocado yo, de que yo lo había privado de aquel momento tan bonito. Sin embargo, y pese a las insistencias de Luke por que dejara de martirizarme, estaba claro que nuestra vida estaría unida para siempre. Porque los hijos te unían, y porque Dakota, Jimmy y Lion ya no eran solamente de él, sino míos también.

El día en el que mis pequeños terremotos decidieron llamarme «mamá», creí que la tierra se abrió bajo mis pies. Argumenté e intenté explicarles, en vano, que no podían decir mamá a la ligera y a cualquiera, que esas cosas tenían que hablarlas con su padre primero. De la misma forma, Lion —el más sabiondo, como siempre— se excusó diciendo que mientras estuviesen en Galicia era su mamá, y que, por mucho que dijese su padre, para ellos era como la madre que nunca tuvieron. Esa noche, las lágrimas volvieron a mí con mucha fuerza y me desvelaron. No sabía cuál habría sido la reacción de Edgar al enterarse de aquel detalle, pero lo imaginé sonriendo sin llegar a mostrar sus dientes, y entonces recordé con tristeza muchos momentos vividos. Vino a mi mente cómo me asusté cuando me dijeron en el lago esa palabra que tanto significaba. Podría sonar muy egoísta, pero las ganas de verlo se intensificaban cada día más y estaba al borde de presentarme en su casa.

Mis amigos no habían parado de viajar para verme; no como me hubiese gustado, pero no se habían olvidado de mí. Klaus lo hacía continuamente cuando el trabajo se lo permitía, pues lo habían ascendido y ahora se le multiplicaban las horas del día. No habíamos tenido ni un arrebato pasional, aunque en ocasiones no nos habían faltado las ganas. Sin embargo, era consciente de que él se sentiría mal si eso ocurriese después de haber recuperado la amistad de Edgar. A los pocos minutos, meditaba y llegaba a la conclusión de que, si yo no tenía intenciones de volver a Mánchester con él, ¿qué había de malo en tener algún escaqueo de vez en cuando? Luego me decía con aquella sonrisa pilluela de siempre: «Mejor que desfogues conmigo que con un desconocido», y yo terminaba esquivándolo para no caer en la tentación. Sonreí al acordarme de aquello y de la estrecha relación que ya nos unía.

Garlys iba viento en popa, y lo que comenzó como una pequeña agencia, terminó siendo una gran cadena de agencias de viaje por todo el mundo. Volví a decirme lo mismo: «Lo que hacía el dinero, no podía compararse con nada». Todo lo pequeño terminaba siendo grande. Muy grande. Cuanto más dinero amansabas, más gigantesca era la fortuna.

Juliette había avanzado muchísimo con Alan. Me alegraba enormemente por ella, y en alguna ocasión habíamos hablado sobre lo incómodo que era para Edgar. No quería entrar en detalles con tal de no hacerme daño, aunque sí le pregunté si le había dado la oportunidad de explicarse sobre algo que no tenía explicación, como el abandono de un padre. Sus palabras fueron: «Un día se sentó delante de él, escuchó lo que tenía que decirle y se marchó». Eso quería decir que todavía no lo había perdonado y que de momento no se veía capaz de darle ninguna oportunidad. Seguramente, si yo hubiese estado allí, habría intentado que esa relación fluctuase de alguna manera. No todo el mundo encontraba a su padre después de casi treinta y siete años y tenía la posibilidad de retomar una relación que nunca imaginó.

Me senté en la hierba y miré a los niños corretear alrededor de mi padre. Se le veía feliz y había aparcado aquel tono gruñón que siempre lo caracterizaba, aunque cuando el padre de las criaturas ponía un pie en su casa…, el buen rollo se terminaba en un suspiro. Había mantenido largas y tendidas conversaciones con mi madre cuando los sentimientos dejaron de ahogarme. Ella había sido otro de mis grandes sustentos, junto con George.

Con quien también hablaba casi todos los días era con Luke. Se había encargado de mis finanzas, que cada día daban más y más dinero. Todo lo que quería gastar para no tener que seguir siendo esa megamultimillonaria estaba sirviendo de poco. Había vuelto a invertir en Waris Luk, y supe que Edgar puso el grito en el cielo cuando se enteró. Aun así y pese a sus insistencias para que retirase mi dinero, me negué.

También transferí una pequeña aportación a Evanks, la cadena de Luke. De poco servía aquella separación de ambos amigos, pues continuaban trabajando juntos, incluso más que antes.

—¿Queréis comer ya? —la voz de mi madre me apartó de mis pensamientos.

—¡Sí, sí! —gritaron los niños, y dejaron a los conejos para correr hacia nuestro mantel improvisado.

Otra cosa no, pero la comida de la abuela era sagrada, tanto que en varias ocasiones los había escuchado decir: «Papá nos ha dicho que, si no volvemos con un táper de pulpo a la gallega de la abuela, no nos deja entrar en casa». Cada vez que lo escuchaba, reía por la suavidad de las palabras de su padre —véase la ironía—. Eso seguía dándome a entender que a Edgar le gustaba mucho mi madre; o, más bien, su comida.

Se sentaron a mi lado para acurrucarse, sobre todo Jimmy, que era el más cariñoso y el que más mimos me pedía constantemente. Besé su cabeza con cariño y lo estrujé en mis brazos. Tenían nueve años, y poco a poco iban haciéndose mayores.

—Las próximas vacaciones tendréis que pasarlas con la abuela Juliette y el abuelo Alan, o van a enfadarse —argumentó mi padre.

Los niños sonrieron, y Lion, tan eficaz como de costumbre, soltó:

—Bueno, podemos decirles a los abuelos que se vengan y quedarnos con vosotros aquí, como hacemos muchas veces, todos juntos. Así mamá podrá irse de vacaciones con papá.

—¡Sí! —lo apoyó Jimmy—. ¡Así viviremos todos juntos de nuevo!

Lo dijo con una enorme sonrisa y yo sentí un pellizco en el corazón. Apreté los labios, ocultando las enormes ganas de llorar que tenía, y de reojo atisbé la mirada triste de mi madre. Mi padre no aportó nada, pero supo cómo salir de aquella situación con rapidez:

—¡Venga!, a ver qué ha preparado la abuela hoy. Veamos si nos sorprende por una vez, que últimamente está sin iniciativas.

Mi madre le dio un pequeño golpecito en el hombro y rio.

—La abuela, por lo menos, sabe hacer comida, ¿a que sí? —les preguntó ella, mirándolos.

Dakota se revolvió en mis brazos y comenzó a gatear, la muy gandula, en dirección a la enorme cesta de mimbre de su abuelo. Mi teléfono sonó, pero pensé que podríamos dejarlo para más tarde y disfrutar de la comilona. Últimamente, entre correos electrónicos, llamadas y mensajes, estaba saturada.

—¡Tío Luke! —vociferó Jimmy, y señaló con un dedo en dirección al susodicho.

Habíamos quedado en vernos para arreglar algunos temas sobre las inversiones. Lo miré con mala cara, diciéndole sin palabras que era mediodía y que llevaba esperándolo desde las ocho de la mañana.

Los niños se abalanzaron sobre él, quien movió su cuerpo lo justo para dar dos pasos atrás por el impulso.

—Lo siento, pero el avión se ha retrasado.

—No me vengas con excusas —le dije.

—No son excusas. —Arrugó el entrecejo como lo hacía su amigo.

Mi teléfono volvió a sonar, con más insistencia.

—Bueno, pues ya que vienes, hacéis lo que tengáis que hacer después de comer —añadió mi madre con media sonrisa.

—Tu hija es una renegona —comentó Luke, con su sonrisa pilluela habitual.

—Y tú eres un impuntual —aseveré con tono duro.

El aludido llegó hasta nosotros, me dio un beso en la mejilla y se sentó, dejando sus pertenencias a un lado. Cogió un trozo de tortilla y se lo llevó a la boca sin decir ni mu. Los niños rieron y Lion hizo su típico comentario:

—Viene el último y come el primero. ¡No es justo!

—Lion, hay para todos —lo regañó mi madre.

El pequeñajo sabelotodo puso mala cara y se cruzó de brazos de manera inconformista. Reí con ganas al ver ese gesto y mi teléfono volvió a sonar.

—¿No deberías cogerlo? —me preguntó Luke con la boca llena, señalando mi bolso de mano.

Suspiré con mucha fuerza cuando abrí la pequeña cremallera para sacar el aparato. Al ver aquel nombre en la pantalla, mi corazón dio un vuelco que hacía mucho tiempo que no sentía.

Edgar.

Ponía Edgar.

¿Me habría leído el pensamiento?

Alcé la barbilla para mirar a mi amigo y este elevó una ceja sin saber por qué mi cara se descomponía por segundos. No le había comentado a nadie nada sobre mi vuelta, excepto a mis padres. Era imposible que lo supiese. Dejé de hacer suposiciones tontas cuando escuché a mi padre:

—¿Qué te ocurre, hija? Parece que has visto un fantasma.

—Eso digo yo —señaló Luke.

Miré la pantalla de nuevo, incapaz de pronunciar una palabra, y se la enseñé a mi amigo. Supe por su gesto que ya era consciente de que esa llamada llegaría en algún momento. Lo contemplé con extrañeza y seguí escuchando de fondo las constantes preguntas de mi padre. Estaba incorporándose para quitarme el aparato de las manos, pero alcé la palma en su dirección para detenerlo cuando ya levantaba su cuerpo del suelo. Se detuvo, mirándome con asombro.

Era la cuarta vez que me llamaba, porque había vuelto a sonar. Solo había dos opciones: o había pasado algo grave, o me necesitaba por algún motivo.

—¿Vas a cogerlo? —me preguntó Luke con desespero.

Tragué saliva y miré la pantalla de nuevo. No podía describir lo que significaba hablar con él después de tantísimo tiempo, después de haber anulado nuestra relación por completo.

Pulsé el botón verde hacia arriba y cerré los ojos antes de colocarme el aparato en la oreja. Me sentí observada por todos los presentes, incluidos los niños, que me contemplaban con cierto interés. Mientras descolgaba, me levanté de la hierba con la intención de apartarme los suficientes metros para que nadie pudiese notar el nerviosismo que recorría mis venas, pues me sudaban hasta las manos.

—¿Sí? —pregunté sin ser capaz de decir otra palabra, incluso sabiendo que era él.

Hubo un silencio perturbador, en el que me lo imaginé cerrando los ojos. Sin querer, a mi memoria vino aquel último día cuando se arrodilló delante de mí y me suplicó que no me marchase, cuando le pedí que se levantase con la fuerza que siempre lo había caracterizado. Sentí un nudo tan grande que apenas conseguía respirar. Pero, también, la ilusión por tener una llamada suya me embaucó.

Cuando habló, el corazón se me detuvo:

—Vamos a lanzar el nuevo transatlántico esta semana. Como tu aportación ha ido directa a este proyecto, lo ideal sería que estuvieses para la gala de presentación y el previo viaje. O eso dice Luke —añadió con desgana, para mi disgusto.

Apenas pude musitar una pequeña broma; siempre muy habitual con él y sus formas:

—Se dice buenas tardes.

Silencio.

Un silencio inmenso y desgarrador que me provocó replantearme los futuros planes.

—Necesito que me confirmes si vendrás o no. La gala es pasado mañana.

Su tono era duro, como de costumbre, firme y sin una pizca de delicadeza, por lo menos la delicadeza que había conocido un año y medio atrás. Me apenaba saber que seguramente habría retrocedido como los cangrejos.

Me llené los pulmones de aire antes de darle una contestación. Tras permitir que otro silencio más extenso se apoderara de aquella incómoda conversación, le dije:

—Cuando terminemos de comer, buscaré algún alojamiento y cogeré un vuelo mañana a primera hora.

—No es necesario que cojas ningún vuelo —dijo con tono hosco, sin apenas dejarme terminar—. Te mandaré el número de pista desde el que sale el avión de la cadena para recogerte a ti y a los niños. Te quedarás en mi casa con ellos.

Tenía ganas de preguntarle cómo estaba, qué era de su vida y mucho más, de hablar con él más de dos minutos y de conseguir que su tono gruñón cambiase. Tenía ganas de abrazarlo, de oler su perfume y de ver y besar aquellos labios con los que tanto había soñado. Y me daba igual lo egoísta que pudiese sonar, pero estaba dispuesta a intentarlo, a forjar de nuevo la familia a la que tanto amaba y a recuperar al hombre al que tanto necesitaba.

—Pero…

No tuve tiempo de objetar nada más, porque el pitido de la línea al colgar me perforó el oído.

Solté todo el aire contenido y sentí cómo mi mano se deslizaba con lentitud hasta dejarla en mi costado.

Iba a verlo.

Iba a estar con él en el mismo espacio.

Íbamos a hacer un viaje juntos.

Y por Dios que sabía que aquello provocaba que mi corazón brincase y una sonrisa asomase junto con unas lágrimas que aparecieron de la nada en mis ojos. Emoción. Esa era la palabra que definía mi estado en aquel instante.

Miré hacia atrás y vi que Luke me contemplaba con afecto. Después, agachó la mirada e intentó esquivar mis ojos. Pensé que su gesto se debía a que esa conversación ya la había tenido con Edgar antes de acudir a Galicia.

Iba a volver a verlo, y no podía sentir más felicidad. Ya me encargaría de borrarle aquel tono gruñón y de reprenderlo por colgarme sin decirme siquiera adiós.

Lo importante era que esa noche no dormiría pensando en el siguiente amanecer.

Mi tentación

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