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ОглавлениеDecir que iba con los nervios a flor de piel era quedarse corto. No sentía las piernas de lo temblorosas que estaban según daba pasos y más pasos en el aeropuerto, ya entrada la tarde. Mis padres habían insistido en acompañarme para no tener que cargar con los tres niños sola, sin embargo, había declinado su ofrecimiento e iba con una sonrisa implantada en mi boca, aunque miedosa por lo que pudiese ocurrir.
Durante todo el viaje desde Galicia a Mánchester estuve en un constante desasosiego. No había podido pegar ojo, y di gracias a que los niños habían caído rendidos en cuanto entraron en el dormitorio. Me hizo gracia ver a Dakota, tan pequeña, en medio de aquellos dos, que la rodeaban entre sus brazos contra todo pronóstico. Como si fuese a caerse de la cama con esas barreras…
Había transcurrido mucho tiempo, tal vez más del necesario, y las dudas comenzaron a asaltar mi mente como fogonazos intermitentes. Las preguntas se sucedían una detrás de otra en mi cabeza: ¿Y si ya no quería saber nada de mí?, ¿y si prefería que mantuviésemos la distancia?, y si, y si, y si… Así avancé hasta llegar al coche que nos esperaba en el aparcamiento del aeropuerto, con una ilusión desbordante. Esperé con el corazón en un puño encontrarme con él, pero volvió a sorprenderme que, en vez de Edgar, apareciese Alan. Supe que la decepción se había reflejado en mi rostro, pues sus ojos me lo dijeron sin palabras.
Sonreí de manera tímida cuando vi cómo abría los brazos para que los pequeños corriesen a cobijarse bajo ellos. Dakota movió sus diminutas manitas en su dirección y apresuré el paso hasta llegar a su altura.
—Hola, Alan —lo saludé con una pequeña sonrisa.
—Hola, Enma. —Besó mi mejilla y se apartó. Acarició mi hombro y, en un susurro, me dijo—: Lo siento.
Sí, todavía continuaba siendo un libro abierto, parecía ser.
Los niños gritaban, jaleaban y se reían sin parar mientras se montaban en el impresionante coche que tenía su nuevo y descubierto abuelo. Era grande y muy largo, no me fijé en qué marca, pero el espacio que albergaba era impresionante.
—La poli tiene coches muy chulos —comentó Jimmy.
—Pero este no es de la poli —apostilló Alan, guiñándole un ojo.
Monté a Dakota en su sillita y acoplé a los niños en los asientos de al lado. Me coloqué con pesar en el asiento del copiloto y mis labios se sellaron como si no tuviesen ganas de mantener ninguna conversación después de llevar sin verlo casi un mes.
—No hemos podido ir a Galicia antes. Pensábamos hacerlo esta semana —añadió como si me leyese el pensamiento, y eso provocó que me acordase de su hijo.
—No pasa nada —murmuré con voz débil.
Un largo y extenso silencio se hizo entre los dos mientras la música sonaba con tono bajo y los niños charlaban entre ellos. Miré por la ventanilla y contemplé el paisaje que tantas veces había visto en los últimos meses. Cerré los ojos durante unos segundos y suspiré de manera imperceptible, pensando en el momento en el que mis ojos se cruzasen con una de las personas que más amaba en mi vida.
—No ha podido venir —se excusó Alan, imaginé que adivinando en quién pensaba—. Últimamente, está todo el día en la oficina terminando los preparativos para el lanzamiento del transatlántico, por lo que me cuenta su madre.
Asentí sin querer saber más, pues me podía más el dolor de pensar que tal vez no había querido acudir al aeropuerto porque sabía que estaría allí. Era egoísta por mi parte enfadarme, sin embargo, no podía evitarlo. Él me había concedido el espacio que le pedí, y yo sentía agonía si no lo tenía delante de mis narices cuándo y cómo quería. Y la vida no funcionaba así.
Un rato después, vislumbré la verja de la entrada al camino de la casa de Edgar. Mis nervios se avivaron cuando los niños comenzaron a decir que verían a papi. Me giré hacia atrás y comprobé que ese tono infantil era porque hablaban con Dakota. El nudo en mi garganta se hizo más evidente a medida que atravesábamos el camino.
—Tengo que marcharme a trabajar, pero Juliette está aquí. Y Nana también. Puede que esta tarde venga y así hablamos un rato. Contando con que mi hijo no esté muy tocapelotas, claro.
Ese fue un detalle bastante esclarecedor para saber que Edgar no se encontraba en la casa y que la relación con ellos no había mejorado ni un ápice. Otro halo de tristeza prendió mi estómago mientras las dichosas mariposas revoloteaban a sus anchas.
—De acuerdo, Alan. Gracias por venir a recogernos. —Bajé del coche y agaché el rostro para mirarlo, sintiéndome culpable—. Disculpa que no haya estado tan parlanchina, pero estoy un poco inquieta.
Sonrío de aquella manera que derretía polos y entendí el motivo por el que Juliette seguía enamorada de él hasta las trancas, igual que yo de su hijo. Tenían aquella sonrisa tan deslumbrante que maravillaba. Que embelesaba. Cada vez que atendía más a sus gestos, más cuenta me daba de que eran casi idénticos.
—Y yo entiendo tus nervios y los respeto. No te preocupes.
Saqué a los pequeños del vehículo. Mientras agarraba las maletas, pude ver de reojo cómo una de las mujeres más importantes de mi vida besaba los labios de Alan por la ventanilla. Sonreí interiormente y sentí envidia de no poder hacer lo mismo con la persona a la que yo también quería.
Los pequeños desaparecieron en busca de Goofy Bob, y Dakota fue atrapada entre los brazos de su abuela de inmediato.
—¿Cómo estáis? —me preguntó con una ilusión desmedida—. Te veo muy delgada, ¿cuántos kilos has perdido?
La contemplé con incertidumbre tras escuchar su último comentario. Arrugó el entrecejo y me repasó de los pies a la cabeza varias veces. Había perdido casi diez kilos y la delgadez se me notaba en exceso. Era consciente de ello.
—¿Quieres que te diga la verdad o te miento? Hace casi un mes que no me ves, pero llevo perdiendo peso bastante tiempo, aunque no te hayas dado cuenta —añadí en un murmuro, sin llegar a curvar mis labios del todo.
—Prefiero que siempre me digas la verdad. Y no, ahora estás mucho más delgada. —Sonrío, refunfuñó y me abrazó con su brazo libre.
—Estoy histérica —le confesé, y alcé los ojos al cielo para armarme de paciencia.
Juliette me contempló con tristeza y asintió con mucha lentitud. Demasiada.
—Ha pasado mucho tiempo, Enma.
—Lo sé. Y… —la miré con intensidad y el pecho a punto de reventarme— esta vez he venido para quedarme.
Le sonreí con amplitud. Sin embargo, su gesto no pasó desapercibido para mí, y tampoco me gustó. Quise ver alegría en sus ojos, pero se apagaron con la misma rapidez que se iluminaron. Entrecerré los míos al notar aquel cambio cuando ella apartó su mirada.
—Las cosas… han cambiado. —Dudó si seguir o no con su comentario.
Por su mirada, supe que la incomodidad era demasiado grande como para continuar con aquella conversación. Asentí, quitándole hierro al asunto, y la animé a que entrásemos en la casa, maletas en mano.
—No te preocupes, sabré cómo sobrellevarlo. Sea lo que sea que haya cambiado.
Advertí cómo su garganta se movía con lentitud mientras acompañaba el movimiento con un gesto afirmativo de su cabeza. Avancé con pasos decididos hacia el interior de la casa como si supiese en qué sitio me alojaría durante esos días.
—Edgar me ha dicho que puedes quedarte en la habitación de Dakota. Ha preparado una cama justo al lado.
—Pero nosotros queremos que Dakota duerma en nuestra habitación —apuntó Jimmy, poniendo los brazos en jarra.
Sonreí y pensé que la buhardilla que tanto me gustaba tampoco la pisaría esa vez.
—Entonces, vamos al cuarto de Dakota, y después hablaremos con papá para ver si conseguimos colocar la cama de la pequeña en vuestra habitación, si quiere.
Un pellizco se me instaló en el pecho al referirme a él como si fuésemos una familia feliz. Menuda ilusa.
A medida que subía las escaleras, comencé a recordar demasiadas cosas; muchas más de las que debería en aquel estado de nervios. Atisbé de soslayo el salón y cerré los ojos al sentir su presencia sin que estuviese allí. Tras abrir la puerta del dormitorio, un bofetón de su perfume chocó con mi nariz. Inspiré en profundidad y avancé sin dejar de revisar la estancia, que seguía exactamente igual que como la dejé. Tuve miedo de encontrarme algún detalle que me indicase que la vida de Edgar había cambiado, pero no fue así.
Llegué al vestidor y me encontré mi ropa perfectamente colocada y en la misma posición que cuando me marché. Me pregunté si lo habría dejado de esa forma intencionadamente, para no olvidarse de mí. No pude reprimir los instintos y las ganas de acercarme al lateral donde estaban todos sus trajes pulcramente colocados. En cuanto toqué la tela con mis manos, mis dedos sintieron una corriente eléctrica que añoraba. Cerré los ojos y aspiré con delicadeza la fragancia que desprendían.
Tras colocar todas mis pertenencias, darme una ducha y cambiarme de ropa, las ansias me pudieron y bajé los escalones de cuatro en cuatro, con unos tacones de infarto. No sabía cómo era capaz de caminar como si nada con ellos, habiendo estado tantísimo tiempo andando en zapatillas de deporte, porque las únicas ocasiones en las que me ponía unos buenos zapatos era cuando tenía que ir a la agencia o reunirme con otros gerentes.
Me encontré a Juliette en el salón, jugando con los niños. Nana me sonrió con verdadera emoción justo cuando pasaba por mi lado.
—Me alegro de verte —murmuró, y le dio un pequeño apretón a mi hombro con su arrugada mano.
—Yo también me alegro mucho de volver a verte, Nana. —Le sonreí con verdadero cariño y la abracé, para su sorpresa. Busqué los ojos de Juliette y lo solté sin más, pues el ansia terminaría conmigo si no me aligeraba—: Voy a ir a Waris Luk —le dije con una firmeza aplastante.
Dudó, y pude verlo reflejado en sus ojos. Nana también puso una cara extraña, pero la ignoré.
—No te preocupes por los niños. Yo me quedaré con ellos y los acostaré después de cenar.
Su mirada era temerosa. Ya no sabía a qué atenerme, porque estaba claro que todo se refería a su hijo y había algo muy importante que no quería contarme. Pero yo estaba demasiado feliz y con las energías renovadas como para que algo me afectase. Únicamente deseaba verlo y tirarme a sus brazos hasta desfallecer, abrazarlo y cerrar los ojos pegada a su cuerpo, sentirlo, volver a ver aquellos ojos que tanto echaba de menos.
—Nos vemos luego.
Le lancé un beso a los niños desde la distancia y salí de allí marcando en mi teléfono el número de un taxi. En treinta minutos estaría plantada en aquel edificio al que no me había atrevido a entrar en mis anteriores viajes.
Al llegar, miré hacia arriba y discerní la última planta. ¿Sería capaz de verme desde su gran ventanal? Seguramente, sí. Sonreí, sintiendo que el corazón galopaba en mi pecho con mucho vigor y que mis manos sudaban debido a los nervios. Las restregué contra mi falda de tubo azul marino y me adentré en el vestíbulo de la cadena de cruceros más importante de Europa, recolocándome la blusa blanca de manga corta. Pulsé el botón del ascensor, entré cuando llegó y comencé a subir pisos con una rapidez que cada vez me ponía más histérica. En esa ocasión, un par de trabajadores se sumaron a la carrera de aquel cubículo, deteniéndose en otras plantas. Evocar la última vez en las oficinas también me rasgó el alma al recordar los terribles acontecimientos que habían ocurrido allí.
Las puertas se abrieron y anduve los suficientes pasos como para darme cuenta de que la planta estaba vacía y que David no se encontraba en su puesto de trabajo. Eso me extrañó, pero continué hacia la enorme puerta doble que se encontraba semiabierta. Tragué saliva y cerré los ojos antes de colocar mi temblorosa mano en la manivela. No conté cuántas respiraciones fui capaz de dar a medida que iba abriendo la puerta con lentitud. Estaba muy nerviosa, tanto que pensé que mis temblores eran evidentes para cualquiera, y en el último momento estuve a punto de darme la vuelta y echar a correr escaleras abajo, sin molestarme en esperar al ascensor.
Mis ojos impactaron con otros tan azules como los míos, que me contemplaron estupefactos. No quería demostrarlo, sin embargo, sus gestos lo delataron. Tragué saliva de nuevo y me quedé como una estatua, sin moverme del sitio, sin poder reaccionar ni articular una simple palabra. Solo fui capaz de mirarlo sin parpadear. Se encontraba sentado en su gran sillón negro, con una montonera de papeles alrededor, tan guapo, tan atractivo y tan varonil que cortaba el aliento con solo mirarlo. Dejó de sumergirse en ellos y me observó, completamente absorto, con los labios apretados y un semblante perturbador.
—Hola, Edgar —conseguí musitar de tal manera que apenas me escuché.
No me contestó.
Di un paso y me aventuré a entrar en su territorio. No me quitó los ojos de encima; de hecho, pude ver cómo me repasaba de manera repetida como si estuviese viendo a un fantasma de verdad.
—¿Puedo pasar? —le pregunté, en vista de su mutismo.
Continuó sin responderme, y pensé que había sido una pregunta absurda cuando ya estaba dentro. Sin inmutarse y sin siquiera levantarse, cerré la puerta. Al girarme, me tomé esos segundos necesarios para poder calmar mis nervios; nervios que parecían no querer darme una tregua, porque estaban entrándome ganas hasta de vomitar. Entreabrí los labios y lo enfrenté de nuevo. Me di cuenta de que su gesto no había cambiado, de que no había movido ni un músculo.
No supe cuánto estuvimos midiéndonos las fuerzas, pero de lo que sí fui consciente fue del gran daño que me provocó su pregunta con tono dañino:
—¿Qué haces aquí?
Agachó el rostro y volvió a los papeles como si hubiese visto a un espectro y, con las mismas, hubiese desaparecido. Apreté los puños a ambos lados de mi cuerpo. Avancé con paso firme y el mentón muy alto hasta colocarme delante de su mesa. Templé mi enfado y mis ganas de estrangularlo.
«He venido a verte porque las ganas de tirarme a tus brazos y abrazarte hasta que te asfixiaras han podido conmigo. Te he echado tanto de menos que no puedes ni imaginártelo. Y no puedo esperar a que llegues a casa. Sí, a casa, porque pienso quedarme contigo para siempre», pensé.
—¿Cómo estás? —me interesé, cambiando por completo mi momentáneo monólogo. Me detuve delante de él, con la mesa de cristal como barrera infranqueable.
—Bien —me contestó de inmediato, sin dar pie a más conversación ni elevar su rostro.
Otro silencio nos envolvió. No supe cómo reaccionar al sentirme tan idiota por estar allí, por pensar que tal vez le hiciese la misma ilusión que a mí volver a rencontrarnos. No obstante, por lo que se veía, no era así. Tragué el nudo que comenzaba a asfixiarme y me senté en la silla delante de él, sintiendo una angustia que a cada segundo me ahogaba más. Tenía tantísimas ganas de abrazarlo que las ansias estaban pudiendo conmigo. Entrelacé mis manos y las coloqué sobre la mesa de cristal, y ese gesto provocó que sus ojos ascendiesen una chispa para mirarlas, aunque volvió a bajarlos con la misma velocidad.
Exhalé un fuerte suspiro y musité con voz firme, queriendo decirle lo que de verdad pensaba, el motivo por el cual había ido allí, el monólogo que había desechado instantes antes:
—Tenía ganas de…
Me vi interrumpida por un torbellino que arrasó en el despacho, deteniendo la nula conversación y la incómoda sensación cuando la puerta se abrió como un huracán y alguien, con una voz un tanto irritante, dijo en alto:
—¡Cariñito!, he traído tu café y… —Se detuvo—. Disculpa, no sabía que estabas ocupado.
Mi corazón, ese que galopaba con tanta fuerza, se paralizó de inmediato, y sintió mucho más dolor al escuchar el apelativo cariñoso. Mis ojos se habían elevado para mirar con asombro al hombre que tenía delante y que no me prestaba atención. Por su parte, había detenido todos los movimientos de papeles; de hecho, sus dedos se quedaron con los planos inclinados pero estáticos.
Su contestación fue suficiente para darme cuenta de que lo que estaba haciendo me humillaba más que otra cosa:
—Y no estoy ocupado. Ella ya se marcha.
Apreté los labios, conteniendo las ganas tan inmensas de llorar que me inundaban, y me levanté con lentitud de la silla. Lo miré con rabia e incertidumbre una vez más antes de sujetar mi bolso con fuerza. «Idiota», me dije. Fue tan cobarde que ni siquiera me miró a los ojos. Me giré despacio y vi a aquella mujer, que me sonaba demasiado para no reconocerla: era una reconocida periodista de Mánchester.
—Hola —me saludó con efusividad, extendiendo su mano en mi dirección.
No supe cuándo ocurrió, pero Edgar llegó al lado de la despampanante y menuda morena de ojos castaños y se colocó muy cerca de ella.
—Te he dicho que ya se marchaba. No es necesario que te presentes —añadió él con mal genio.
Ella abrió los ojos con asombro y le preguntó con sorpresa y un poco de reproche:
—¿De verdad no piensas presentármela?
Mis labios se mantuvieron sellados, sin quitarle los ojos de encima al hombre por el que tantas noches había llorado. Maldito cobarde, que no era capaz ni de mirarme de refilón. No dijo nada, así que preferí tomar la iniciativa por mi cuenta. Acepté su mano y se la estreché con fuerza. Desvié los ojos hacia ella con una seriedad que no me caracterizaba.
—Enma Wilson.
—Lo sé, eres la madre de sus hijos. —Me asombré de que supiera ese detalle y de que lo pluralizara de aquella manera, pero no lo demostré—. Encantada, soy Helena Berry, la pareja de Edgar.
Sonreí de manera altanera al apreciar un deje extraño en su voz, como si estuviese marcando territorio. Edgar continuó de la misma forma que cuando había llegado: sin mirarme y sin menear un simple músculo.
—Encantada, Helena. ¿Y cómo sabes tanto de mí? —me interesé, y aprecié que Edgar apretaba los labios.
—¡Oh!, mi cariñito tiene una foto tuya con los niños en su mesa. —La señaló y miré hacia atrás momentáneamente, para descubrir un marco con una foto. En concreto, yo estaba embarazada de Dakota y era el cumpleaños de Lion y Jimmy. Después, mis ojos se desviaron hacia ella, que colocaba las manos con suavidad sobre su pecho—. Vamos, Edgar, quita esa cara, que no voy a ponerme celosa.
Sonrió con una falsedad que me asqueó, y no tuve que preguntarme el motivo de por qué estaba con él.
—Sí me disculpas, tengo que marcharme —le dije, pasando por su lado.
No esperé contestación, aunque sí vi una sonrisa instalada en la boca de ella que me dieron ganas de borrársela a puñetazos. No quise pensar. Lo que sí tenía claro era que debía salir de allí cuanto antes.
Escuché a lo lejos un entusiasmado adiós que ni respondí. Apreté el circulito que llamaba al ascensor con tanta brutalidad que casi me partí el dedo. Me monté cuando se abrió. Al entrar y girarme de cara al despacho, los ojos de Edgar chocaron serios con los míos. Helena se encontraba colgada de su cuello, como tantas veces había estado yo. Se tiró a sus labios y le regaló varios besos.
Besos que no debían ser suyos.
Besos que yo le habría dado si me lo hubiese permitido nada más cruzar aquella puerta.
Besos que creí míos y que ya no lo eran.
Besos que se habían muerto en mi pensamiento y que ya no saldrían de allí.
Deseé que las puertas se cerraran cuanto antes, así que apreté el botón con más intensidad bajo su expectante mirada, aunque me dio exactamente igual que estuviese viendo cómo intentaba hacerle un agujero al estúpido botón de su estúpido ascensor. Lo último que escuché de ella mientras le metía las manos por el interior de la chaqueta me rompió un poco más:
—¿Te apetece soltar esa tensión?