Читать книгу Mi tentación - Angy Skay - Страница 7
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ОглавлениеAbrí los ojos con pesadez y un dolor de cabeza terrible. Dakota no había dormido en mi habitación, y vi que al final habían movido la cama al dormitorio de los niños sin preguntar. Antes de conseguir cerrar los ojos, escuché el rugido del motor del coche de Edgar. Un dolor punzante me indicó que se había marchado, y suponía adónde.
No conseguía mitigar aquel dolor que me pinchaba desde dentro al imaginarlo con otra. Con otra y sin que estuviese yo. Tampoco pude calcular las horas que me pasé llorando hasta que me quedé dormida entre hipidos.
Me levanté de la cama y animé a los niños a que hiciesen lo mismo. Los bajé a los tres y preparé un desayuno digno de reyes. Durante un corto periodo de tiempo, me olvidé de la mierda de vida que volvía a tener y de lo importante que era no enamorarse. De eso sabía muy poco, pues llevaba media vida enamorada de mi anterior jefe. Pese a eso, debía ponerme una nueva meta y pensar en que esquivar aquella palabra era lo más sensato que podría volver a hacer mientras siguiese respirando.
—¿Qué os parece si echamos la mañana en el lago? —les pregunté con media sonrisa y una bolsa de chocolatinas en alto.
—¡Sí! —gritaron los dos al unísono.
Alcé la mano de Dakota, que estaba sentada en su silla, e hice el gesto de victoria con ella. La pequeña sonrió y besé su cabeza con ternura. Qué grande se hacía y qué rápido pasaba el tiempo. Nos cargamos de energía con una nevera repleta de refrescos y alimentos varios que encontré y salimos al sofocante calor. Resoplé y tiré de mi vestido, casi adherido a mi piel.
Al llegar al lago, los niños corretearon con Goofy Bob, y Nana no tardó en aparecer para quitarme a Dakota de los brazos.
—Llevo muchos días sin ver a mi pequeña. —Sonrió y la besuqueó.
Me gustaba aquella mujer, tan seria y firme, pero luego era un amor con los niños, y ellos la adoraban tanto como Dakota. Me permití cerrar los ojos un momento y dejar que los rayos del sol impactaran en mi rostro, pero aquella tranquilidad me duró poco.
—Me he quedado dormida y no he escuchado ni cuándo habéis salido.
Juliette se sentó a mi lado y yo le solté a bocajarro:
—He conocido a Helenita.
Abrí los ojos y la enfilé con la mirada. Hizo una mueca de disgusto y asintió.
—Parece un reproche.
—¿Lo es? —Alcé una ceja.
—Dímelo tú.
—Lo es —afirmé—. Y no pretendía que sonase así…, pero lo es.
El silencio se alargó más de lo debido y esperé con una falsa tranquilidad a que ella tomase la palabra. No se merecía mis reproches, y mucho menos mis desmesurados celos, sin embargo, y pese a que lo intentaba, no podía controlarlos.
—Estás enfadada —evidenció.
—Mucho.
—¿Del uno al diez?
—Un cuarenta. ¿Es suficiente? —Volví a mirarla.
—Enma…, yo…
—Vale —la corté—. No tengo derecho a recriminarte nada, porque entiendo perfectamente que es tu hijo y siempre será más importante. Como es normal.
—Eso no significa que esté de acuerdo con sus decisiones, y tú más que nadie deberías saberlo.
—Ahora, ¿quién está recriminando a quién? —le eché en cara.
Resopló.
—Enma, sé que él te quiere. Y también sé que lo de Helena…
—Helenita —la corregí, y ella rio sin llegar a mostrar los dientes.
—Helenita no significa nada para él. Porque sé que te ama.
Elevé los ojos al cielo, poniéndolo en duda, aunque no lo verbalicé. Si me hubiese amado tanto, no estaría con otra persona.
Escuché el rugido de su deportivo desde la lejanía y recordé la barbaridad de cosas que nos habíamos dicho la noche anterior.
—Anda, hablando del rey de Roma… Seguro que ha pasado una noche de infarto. Con su cariñito.
—Deja de hacerte mala sangre —me espetó, molesta por mis comentarios.
—Te juro que no los hago intencionadamente, que son los celos y que pienso cosas muy malas. De los dos. —Ni imaginármelos quería.
—Enma, si no cambias tu actitud, es imposible…
—¡Ni lo menciones! No pienso hacer nada, y mucho menos meterme. Él ha decidido; ahora que se atenga a las consecuencias.
Pareció dudar, pero al final lo dijo:
—¿Las consecuencias se llaman Klaus Campbell?
La miré con interés y adiviné que sabía más de lo que me contaba. No me afané en negarle que con Klaus no pasaría nada, porque no me apetecía y porque estaba harta de que todo el mundo controlase mi vida.
—Si necesito un revolcón, no tengo que joderle la vida a nadie. Ya tengo mi propia lista de contactos, y solo tengo que pulsar un botón.
—¡Enma!
Su tono me sonó a regañina y cambié de tema con una sonrisa retorcida:
—¿Conoces a tu recién estrenada nuera?
—¡No es mi nuera! —Su voz se me antojó enfadada y sonreí sin mirarla—. Y no. No la conozco, ni yo ni los niños.
Lion y Jimmy no debían saberlo, porque con toda seguridad ya me lo habrían soltado «sin querer». Reí por la estupidez que dije a continuación sin pensar:
—¿Crees que si le pido la parte de la custodia que me corresponde de los niños a tu hijo, estará de acuerdo?
—¿Estás bien? —Me tocó la frente, y volví a reír.
—Creo que el tequila todavía corre por mis venas. Pero sí, estoy bien. —Moví las cejas a la vez, arriba y abajo—. ¿Y bien?
—No.
Solté una pequeña carcajada sin quitarle los ojos de encima a Juliette, que puso cara de circunstancia al percatarse de la presencia de su hijo detrás de mí. Me levanté y me limpié las hierbas del trasero. Lo contemplé con gracia y repasé su aspecto desaliñado de los pies a la cabeza. Llevaba la misma ropa que la noche anterior. ¡Bingo para la adivina! Había estado con Helenita, seguro.
—Eso ya lo veremos. Pasan más tiempo conmigo en Galicia que contigo aquí —lo chuleé.
Su rostro era algo perturbador y muy serio.
—No me toques los cojon…
No le di tiempo a terminar; moví la mano para que se ahorrase la verborrea:
—No me interesa. Haz de padre un rato, que yo voy a ver qué me pongo para la gala de esta noche. —Le di un pequeño palmetazo en el pecho y alcé el mentón lo justo para ver cómo me aniquilaba con los ojos—. Por cierto, date una duchita. Estás hecho un desastre.
Escuché una exclamación de su madre, seguramente porque no se creía que aquello hubiese salido de mi boca, y moví los pies en dirección a la casa sin esperar una respuesta. Lo último que vi fueron las aletas de su nariz hinchándose. Me sentí bien por haber conseguido vacilarle de esa manera delante de sus narices. Pero esa entereza se me fue al traste en cuanto entré en el dormitorio y me metí en la ducha, aunque estaba segura de que con el tiempo la reforzaría. Como todo en esta vida.
A la hora de comer tuvimos otra reyerta, pero la detuve en cuanto cruzamos dos palabras. No quería que los niños se sintiesen mal, y mucho menos discutir delante de ellos. Juliette había preparado un asado muy rico, pero en mi estómago entraba menos comida de la que debería, y de eso se dio cuenta más de uno. Di dos pinchadas a mi plato y lo aparté.
—¿No te gusta? —me preguntó Juliette con preocupación—. Puedo hacerte otra cosa.
—Oh, ¡no! Está buenísimo, pero estoy llena —me apresuré a decir para sacarla de su error.
—Llena de aire y con a saber cuántos kilos menos.
Giré mi rostro a la izquierda, porque, para mi desgracia, Edgar se encontraba a mi lado, presidiendo la mesa. Alcé una ceja y le contesté:
—¿Quieres que te diga de lo que estoy llena? —Pensé en continuar con la frase diciéndole el asco que le tenía, pero me detuve al sentir la atención de toda la mesa sobre mí.
—Adelante —me provocó, soltando la servilleta con chulería.
Le di un empujoncito más grande a mi plato y chocó con el suyo.
—Mejor me lo guardo para mí y tú intentas adivinarlo.
Su rostro de vacilón cambió a uno serio en un instante. Movió el plato en mi dirección con otro empujón y me ordenó:
—Come.
—No me da la gana —solté con brusquedad y sin dejar de mirarlo con fiereza.
—Come, o te lo daré yo.
Reí como una desquiciada y escuché un «Oh, oooh…», de alguno de los niños. Los miré y sentencié:
—A lo vuestro y a comer. —Desvié los ojos hacia su padre, me levanté con socarronería y me acerqué a su oído para susurrarle—: Que te den por culo.
Aprecié perfectamente su mandíbula apretada. Cuando fui a separarme, me apresó por la muñeca, pero me solté con un breve aunque discreto movimiento y lo aniquilé con la mirada, para seguidamente abandonar el salón y salir a la calle; necesitaba aire.
Durante el resto del día no crucé una palabra con él y apenas lo vi hasta ya entrada la noche; más bien, hasta la hora de arreglarnos para la maldita gala a la que no tenía ningunas ganas de ir.
Me escabullí en el vestidor y saqué el vestido rojo pasión que había elegido para la ocasión. Llevaba una larga abertura en la pierna derecha y un buen escote. Me lo había probado por la mañana para asegurarme de que no me quedaba demasiado grande, y como era ceñido, se adaptaba a la perfección a mi nueva figura.
Me encontraba con un sujetador y un tanga en mi cuerpo cuando Edgar irrumpió sin permiso, con una toalla liada a su cintura.
—Puede que hayas perdido algo de visión, pero estoy yo. Así que espera tu turno.
Lo miré con mala cara y él detuvo su paso justo frente a mí. Lo único que nos separaba era el banquito. No podía mantenerle la mirada porque los recuerdos se amontonaban en mi cabeza.
Colocó sus brazos en jarra y añadió con tonito:
—¿Algún problema? No tienes nada que no haya visto.
—Ya. —Chasqueé la lengua, sonreí con sarcasmo y señalé la entrada para que se marchase—. Igualmente, te esperas fuera. Mañana tendrás el vestidor para ti solito.
Me volví de espaldas a él y cogí los pendientes y los zapatos. Al agacharme, me topé con algo, o más bien con alguien, y puse los ojos en blanco. Suspiré mientras me levantaba y me estampé con su fuerte pecho, que subía y bajaba a una velocidad desmedida. Mostré cara de desagrado.
—¿Se puede saber a qué cojones viene tu comportamiento? —me preguntó como si fuese un ogro y no una persona.
Tomé aire y mis pechos se elevaron, provocando que sus ojos se instalasen ahí.
—Estoy aquí. —Chasqueé los dedos y me miró de nuevo—. Deja que me vista. Sal de aquí. —Recalqué cada palabra.
—No quiero.
Alcé una ceja por su tono firme pero desesperante.
—Bien. Pues me voy yo. Aparta.
O saltaba el banco, o lo saltaba a él. La segunda opción no era viable ni pretendía llevarla a cabo. Me contempló sin intención de moverse. Bufé y alcé una pierna para saltar el dichoso banco. Él fue más rápido y se colocó en la puerta del vestidor, impidiendo cualquier posible huida.
—Seguro que con esa lista de contactos no tienes tanto pudor.
Reí.
—¿Celoso? —le pregunté con el mismo tono que él había usado conmigo.
—No.
—Pues entonces quítate. No tengo tiempo para tonterías. —Di un paso y no se movió. Tampoco dejó de observarme. Tiré de su brazo y nada; era una jodida roca—. Me imagino que a tu adorada Helenita no le haría ninguna gracia verte conmigo aquí, y mucho menos de esta manera. Así que, o te quitas, o la próxima vez que la vea le cuento que te dedicas a entrar en sitios con mujeres casi desnudas.
Soltó una carcajada tan grande que me erizó la piel. Cerré los ojos y suspiré con fuerza antes de enfrentarlo de nuevo.
—¿Hacemos lo mismo y yo se lo mando a Klaus?, ¿o a esa lista interminable de amiguitos?
Me acerqué a él muy despacio. A escasos milímetros de su boca, le dije en un susurro provocador, sin dejar de mirarlo:
—Como quieras. Si te apetece, cuando esté follándome a alguien de mi lista de contactos, te mando una foto. Quizá consigas ponerte más cachondo con tu cariñito.
Alcé las cejas con un cruel entusiasmo y él me miró con muy muy mala cara. Sellé mis labios y esperé una contestación que no llegó. Pasó por mi lado y salí victoriosa del vestidor, con una sonrisa implantada en mi boca. Había ganado unas cuantas batallas aquel día.
Dos horas después, estábamos en la puerta de casa intentando marcharnos.
—¿Vas a volver? —me preguntó Jimmy, enganchado a mi pierna.
—¿Qué pregunta es esa? ¡Pues claro! —exclamé mientras me colocaba el pendiente que todavía no había conseguido ponerme.
—¿A qué hora vendrás? —me preguntó Lion, situándose en el otro extremo.
Dakota berreaba en los brazos de Juliette. Al final, Edgar tuvo que cogerla para que se calmase.
—Pero papá ha dicho que dentro de unos días tendréis que iros los dos.
Suspiré y me agaché. Lion se enganchó en mi cuello y Dakota extendió sus brazos en mi dirección, llamándome la atención con soniditos.
—Lion, ¡vas a quitarme todo el maquillaje! —me quejé.
—¡Que no quiero que te vayas!
—Niños, ya basta. Enma vendrá con vuestro… —Juliette no pudo terminar la frase.
—¡No te vayas, mamá! —soltó Jimmy.
Casi me atraganté, ya que se agarró a mi cuello también. Me pegué a su oreja para reprenderlo:
—Habíamos dicho…
—¡Me da igual llamarte mamá delante de papá! —adjudicó sin dejarme terminar.
Resoplé. Temí elevar los ojos y encontrarme con los de Edgar. No habíamos hablado nada de eso. Bueno, en realidad no habíamos hablado nada de nada; las peleas se nos daban mejor. Modo irónico activado.
—Ahora volveré. Si seguís así, Dakota no dejará de llorar en toda la noche y no podréis dormir. Os prometo que cuando abráis los ojos, estaré aquí para prepararos el desayuno. —Los dos me miraron sin fiarse, así que alcé la mano como pude para ofrecerles mi dedo meñique. Esa era la señal de nuestras promesas. Lo aceptaron y sonreí—. Las promesas no pueden romperse, recordadlo.
Más convencidos, se separaron a regañadientes y me levanté. Cogí el bolso que sostenía Juliette y aprecié en ella una tímida sonrisa. Mi mirada se topó con la de Edgar y sus ojos no me mostraron enfado, sino una mezcla de alivio, pesar, dolor, ternura… No supe descifrarlo bien. Me encaminé hacia la salida y les lancé un beso que ellos capturaron con sus manitas y se lo guardaron en el bolsillo. Sonreí y nos metimos en el deportivo.
Teníamos cuarenta insoportables minutos para llegar a la gala, que no se haría en las oficinas de Waris Luk, sino en uno de los hoteles más prestigiosos de Mánchester. Cuarenta minutos aguantando esa cara de perro rabioso. Eso era insufrible para cualquiera.
Moví una mano y puse la música, dándole la suficiente voz como para no escuchar ni su respiración. Pensé en coger un taxi, pero después me di cuenta de que eso desencadenaría otra bronca monumental y pasé del tema. Pensaba llegar a la fiesta, ponerme en la puñetera rueda de prensa y marcharme en cuanto acabase sin darle explicaciones a nadie.
Edgar presionó el botón y apagó el equipo. Lo miré con mala cara y él me imitó.
—¿Quieres dejarme sordo? —me preguntó con genio.
Lo miré desafiante. Llevé la mano al botón otra vez y respondí antes de activarlo:
—Ojalá.
Bufó, y de qué manera lo hizo que lo escuché por encima de la música. Apagó el botón con malas formas y me fulminó, desviando después los ojos de la carretera por un instante.
—¿Quieres dejar de comportarte como si tuvieras quince años?
—¿Yo? —me ofendí, y lo encaré—. Disculpa si no quiero ni que respires cerca de mí, pero me parece que tengo motivos de peso para hacerlo.
Cerró la boca solo unos segundos. Muy pocos para mi gusto.
—¿Podemos hablar?
—No —le respondí inmediatamente, casi sin dejarlo terminar de hacer la pregunta.
—¿Por qué?
—Porque no.
Me giré y miré por la ventanilla, dándole la espalda. Suspiró con más fuerza y la tensión voló de un lado a otro del coche. Ya no se acordaba de cómo solía abordar los temas que no le interesaban ni de cómo desviarlos si era necesario para no responder a una pregunta, y ahora que le pagaba más o menos con su misma moneda, se ofendía. Bien le podían dar por culo. Tenía un nivel de enfado que no sabría ni calificarlo.
—Has cambiado tanto en un año y medio que no te reconozco —musitó en tono neutro, y me sorprendió. No le contesté, y pareció querer sacar un tema de conversación a toda costa—. No pretendía ser un capullo.
—Felicidades, no lo has conseguido —solté con sarcasmo.
—Enma, intentemos tener una conversación como dos adultos y…
—Y nada, Edgar. No me interesa ni quiero tus disculpas. Puedes metértelas por el culo.
Se hizo otro largo silencio y supe que estaba incómodo al verme de aquella manera. Me sentía bien, e intenté enterrar las ganas locas por tirarme a sus brazos. Él había rehecho su vida y yo tenía que hacerlo con la mía.
—Pensé que nunca volverías.
—Ya veo —espeté de mala gana y sin mirarlo.
Se detuvo en un semáforo y me contempló.
—¿Te haces una idea de por lo que he pasado yo?, ¿lo has pensado? —Su tono volvió a intensificarse.
—De una manera muy diferente a la mía, por lo que veo. —Lo miré—. ¿Cuánto llevas con ella?
Pareció incómodo, así que volvió su mirada al frente, cerró los ojos unos segundos y tomó aire.
—¿De verdad vamos a hablar de esto y no de todo lo demás?
—Eso ya quise hacerlo cuando fui a verte a tu despacho y me trataste como a una mierda. Dime, vamos —le urgí con chulería, y se desesperó. Pude notarlo en sus nudillos, que cada vez apretaban más el volante.
—Cuatro meses.
Tragué el nudo de emociones. Sentí que los ojos me quemaban y que, si pestañeaba, lloraría sin poder evitarlo.
«Cuatro meses…».
Asentí casi de manera imperceptible y lo medité mucho, pero mi lengua habló antes:
—¿La quieres? —musité en un susurro ahogado.
Otro pequeño silencio se extendió entre nosotros. Al final, contestó escuetamente:
—Me gusta. —Asentí de la misma forma, con la vista fija en la carretera que ya habíamos retomado—. ¿Y tú? —me preguntó con tono estrangulado.
Sellé mis labios y me presioné con los dientes la lengua. «Aguanta», me dije, tratando de no echarme a llorar con desconsuelo.
—Yo no estoy con nadie, Edgar. Con nadie —murmuré con derrota.
Los veinte minutos restantes no hablamos absolutamente de nada. Yo iba sumida en mis pensamientos, e imaginé que él en los suyos. Ya daba igual. No quería más conversaciones, no quería explicaciones ni quería nada. Únicamente deseaba alejarme de él y curarme las heridas sola.
Aparcamos en la entrada del hotel y casi me bajé en marcha. No lo esperé, aun escuchando cómo me llamaba desde la entrada. Atravesé el recibidor y vi que Luke estaba en una esquina hablando con Klaus. Helenita pasó por mi lado y me miró con una sonrisa retorcida, para después saludarme como si nada. Ni siquiera le contesté, la ignoré, dándome igual si eso era de mala educación o no.
—¡Hombre! Aquí viene la estrella más deslumbrante de la noche.
Sonreí sin llegar a mostrar mis dientes al comentario de Luke, que llevaba un traje de chaqueta espectacular.
—Dónde están las copas. Necesito una con urgencia.