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REPONIENDO EL SOL EN INVIERNO

Cuando nuestra vida es sacudida por un terremoto que no deja nada en pie, la primera reacción ante la destrucción de todo lo que era, es el estado de shock. Somos incapaces de hacernos con una realidad tan destructiva y ésta realización nos invade dejándonos sin capacidad de reacción.

No hacemos nada porque estamos convencidos que no podemos y aunque no fuera así, tampoco querríamos. El peso de la pérdida nos paraliza. El vacío nos pierde. Nos encontramos en un no hacer, porque en realidad hemos dejado de ser. Nuestra principal fuente de energía ha desaparecido.

¿Cómo reponemos el sol? ¿Cómo rebrotamos el vacío? Hazañas aparentemente imposibles, pero precisamente las que tenemos que lograr.

Cada duelo es muy personal, pero en un momento puntual, todos vamos a encontrar o nos hemos encontrado con ese sol eclipsado, sin posibilidad de brillar nunca más.

¿Cómo deshacemos la incapacidad? No puedo... No quiero... ¿Qué alcance tendrá en nuestra vida el momento presente? ¿Hasta cuándo se desplegará implacablemente en la ausencia del sol que era el centro de nuestro universo?

Nada nos mueve porque no queremos que nada nos conmueva aún más. No podríamos resistirlo, más dolor no – es lo único que sabemos. Y así entramos en una burbuja protectora que muchas veces se puede llamar apatía. Pero, en su interior, somos intocables... no sentimos... y no sufrimos tanto...

No podemos tener lo que hemos perdido, entonces no queremos tener nada de lo que se nos da. Nos aislamos de la vida por si acaso. No queremos sufrir más, pero llega un momento en que la vacuna puede ser peor que la enfermedad.

¿Qué puedo deciros de las defensas que necesitamos y el peso de la apatía, que no sabéis? Explicaros esto, sería redundar, llover sobre terreno inundado. Sois expertos en defenderos para no sentir aún más dolor y no necesitáis que nadie os explique lo que es. Es el recurso del que tiene miedo de arriesgarse, porque tiene miedo de su vulnerabilidad.

Pero precisamente nosotros sí sabemos, aunque inconscientemente, que arriesgarnos ya no va a hacernos más daño de lo que ya hemos experimentado. Hemos perdido lo que más nos importaba y sabemos lo que es doler, pero también sabemos que no podemos escondernos detrás de la pérdida. El testigo que esperábamos pasar o llevar conjuntamente nos ha sido devuelto y esa gran responsabilidad no se nos puede escapar.

Nos preguntamos con razón ¿Para qué seguimos vivos? Pero también, tendríamos que saber que ahora podemos vivir de verdad, ahora que el miedo a lo peor ya no es un desconocido amenazándonos más allá de lo imaginable.

Esta es la gran verdad: Hemos conocido el gran apagón y nos hemos quedado sin el sol y ahora tenemos que transformar esa realidad.

Tendremos que reponer el sol en nuestro interior donde estamos necesitándolo para poder seguir y deshacernos de esa apatía que desenergetiza. ¿Cómo crear ese sol que podrá una vez más vitalizarnos?

En algún momento del duelo, incluso a veces muy al principio, empezamos a intuir que esa luz, jamás nos ha dejado, que su ausencia física no tiene nada que ver con toda la vitalidad que su presencia en nuestra vida ha despertado y ha puesto en marcha, y aunque materialmente falte esa energía, muy dentro nuestro se hallan los millones de semillas que su paso por nuestra vida ha sembrado.

Lo que sí ha cambiado es el hecho de que ya no vamos a poder vivir nuestra movida interna como lo hacíamos antes, cuando nos vivíamos de una forma bastante intrascendente. Exigíamos poco y dejábamos que las cosas nos llegaran, pero sin penetrarnos profundamente. El dolor de la pérdida ha abierto niveles internos que no habíamos alcanzado aún. La trascendencia de la muerte nos ha arrancado de lo mundano y nos está retando para que nos vivamos, con todo lo que eso conlleva.

Sentimos más de lo que habíamos podido, las cosas nos llegan y tocan como nunca habíamos imaginado. Ya no sobre reaccionamos, ni tenemos los picos de antes. Ahora, cuando una cosa nos llega, nos llega de verdad, hasta el tuétano, como se dice a veces. Y no sólo me refiero al dolor sino a sentimientos de amor, sensibilidad hacia la belleza, apreciación de lo verdadero, los gestos de cariño, las miradas consoladoras... y podría seguir interminablemente.

Esto no es apatía. Lo que podría confundirse con apatía es la falta de ganas de hacer según qué cosas. ¿Podría la apatía no ser nada más que un ojo avizor que nos previene de todo lo que ya no va con nosotros, para permitirnos entrar en la dinámica de lo que realmente somos y queremos ser y hacer?

Tenemos la capacidad para reconocer todo aquello que va a nutrirnos hacia una vida que merece ser vivida. Para salir de la inmovilidad del invierno, vamos a tener que formar, poco a poco con cariño y tiento, esa vida que puede significar dar entrada a nuevas cosas que empiezan a conmovernos, no desde el dolor sino desde la posibilidad de recrear una vez más el sol en nuestras vidas.

Hagámoslo entonces, escuchándonos de verdad y respetando nuestras nuevas necesidades. Nuestro universo se forma de todo lo que queremos y permitimos que lo componga y podemos excluir formas de hacer que ya no van con nosotros. Nuestra consciencia crecida nos está pidiendo una nueva acción que refleje nuestras capacidades crecidas.

Entonces tendremos que escuchar a la apatía y excluir todo aquello que ya no nos mueve y conmueve y basar nuestro universo en gestos, sentimientos y maneras de pensar que sean dignas expresiones de nuestros nuevos valores.

Estás en mi corazón. 2ª ed

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