Читать книгу Cosas del destino (I): El diario de Claire Lewis - Anna Pólux - Страница 9

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3 Un paseo por el parque

Cleveland, doce años después.

Like a Virgin, Music Box, Mechanical Animals, Songs about Jane, Kill ‘Em All… La música siempre le había gustado, y eso de observar los diferentes álbumes de los artistas ordenados de forma alfabética lo había disfrutado desde pequeña. No sabía con exactitud qué era, si la curiosidad por el cantante o grupo, o el ruido sordo que hacían al golpear entre ellos cuando los pasaba impulsándolos con su dedo índice. A veces cogía uno de los discos y empezaba a observar la lista de canciones de la parte trasera, intentando recordar si era en ese álbum donde se encontraba el hit que no dejó de sonar en la radio durante meses. No Strings Attached, de NSYNC. Empezó a recorrer con los ojos la lista de las canciones y sonrió orgullosa cuando acertó: Bye bye bye. No supo cuántas veces la había escuchado, y nunca se cansaría de ello, era su placer inconfesable.

—Vamos a cerrar —escuchó detrás de ella y se giró para observar a la chica que había tras el mostrador; no pudo evitar sonreír internamente: era preciosa.

Estaba claro que se dirigía a ella, porque en la tienda no había nadie más, pero aún iba por la «N», así que la dependienta tendría que esperar mientras terminaba de hacer caja. ¿Hacía cuánto que no compraba un CD nuevo? No estaba muy segura, y tal vez en la «Z» estaba el cantante o grupo de sus sueños. No podía arriesgarse. Hizo caso omiso de las palabras de aquella chica y siguió moviendo su dedo sobre los distintos discos hasta llegar con éxito a la «O». Olivia Newton-John, un éxito con Grease, pero, una vez terminó la fiebre, si es que lo había hecho tras aquellos cuarenta años, se podía decir que no se había escuchado hablar demasiado de ella, a pesar de haber sido una mujer de lo más atractiva. ¿Quién no se acordaba de Sandy vestida completamente de cuero para impresionar a Danny? Bendito el día en el que vio la película solo para confirmar, un poquito más, lo interesada que estaba en las chicas y, sobre todo, lo llamativas que eran las rubias a sus ojos.

—¿Vas a comprar algo? —¡Joder! Dio un respingo, porque la chica le había hablado casi al oído y no se la había esperado tan cerca—. Son ya las ocho y media, y tengo que cerrar. —Descubrió un amago de sonrisa en su rostro y no pudo evitar recorrerla.

Era pelirroja, pero no de nacimiento, teñida, lo cual hacía que fuese de un tono más rojizo en vez de anaranjado. Sus ojos eran de color verde y tenía unas pequeñas pecas que adornaban parte de su nariz y mejillas. Miró sus labios que, a pesar de ser más finos que los suyos, no quitaba para que fuesen apetecibles a más no poder. Cogió un disco al azar, observándola de cerca.

—Igual sí que estoy interesada en comprar algún disco, ¿qué me dices de este? —Señaló el que tenía entre las manos y la chica lo miró levantando una ceja.

—¿Es para alguna sobrina o estás realmente interesada en el disco de Los Pitufos?

¿Qué mierda? Miró lo que tenía entre las manos y sintió vergüenza al comprobar que, en efecto, era el disco de aquellos monigotes azules el que había elegido bajo la presión de tenerla tan cerca. Jamás había estado de acuerdo en la producción de aquellas películas donde aquellos bichejos daban más miedo que de dibujo animado. ¿Qué decía miedo? Grima lo definía mejor. Nunca había entendido esa serie, ¿por qué el tal Gargamel estaba tan interesado en esos seres diminutos y con ese color tan poco sano en la piel? ¿Era una especie de parafilia?

—Soy una gran fan de estos bichitos adorables. —Ofreció su mejor sonrisa, aunque no sabía qué convenía más a su orgullo: fingir que era fan o aceptar la derrota por su osadía al agarrar algo sin mirar antes qué era.

—Ya… La verdad es que de todos los que tienen, este es mi favorito. Te lo recomiendo, tiene canciones preciosas —dijo irónica antes de moverse por la tienda—. Ve pensándotelo, tienes dos minutos antes de que cierre.

Soltó el disco como si le hubiese quemado los dedos. Qué tonta eres, Ashley Woodson.

Un ruido sordo volvió a hacer que diese otro salto. ¿Qué mierda? Miró hacia atrás y vio que había cerrado la puerta con llave y que estaba echando las persianas plegables que tapaban tanto el cristal del escaparate como los de la puerta.

—¿Qué haces? —preguntó.

—Te dije que tenías dos minutos antes de que cerrase. —La chica se empezó a acercar a ella con una sonrisa y terminó atrapándola entre su cuerpo y el expositor de discos.

—Esto es casi una violación, lo sabes, ¿no? —preguntó, dejando que cogiese el disco que tenía entre las manos y lo observase.

—Shania Twain tiene grandes canciones. —Lo dejó en su sitio, se puso a su altura y le sujetó el cuello con la mano—. Teniendo en cuenta lo poco que me ha impresionado tu interés por los pitufos, ¿por qué no aprovechamos este momento y me haces sentir como una mujer?

—Qué gran manejo de las discografías, Tracy. —Sonrió, al menos eso se lo tenía que conceder.

Separó los labios cuando la pelirroja acortó las distancias para recibir su boca como se merecía, sonriendo al sentir el sabor de ese cacao de frutas que le encantaba que usase. Le rodeó la cintura y la pegó más a su cuerpo, profundizando el beso mientras sentía sus manos enredándose en su pelo. Le acarició la espalda bajo la chaqueta vaquera antes de bajar al culo y a los muslos. La obligó a caminar marcha atrás hasta llegar al mostrador y la sentó sobre él.

—Mi jefe me va a matar.

—¿Estás segura de que no hay cámaras aquí?

—Claro que hay cámaras, Ashley. Es una tienda de discos, ¿sabes lo fácil que es robar uno? —Se separó de ella con cara de pánico y la vio reír suavemente.

—Las he apagado, así que más nos vale ser rápidas y que nadie entre a robar mientras nos damos un poco de amor —dijo melosa acariciándole los hombros.

—Me gusta cuando nos damos amor —admitió, y dejó que la acercase a su boca de nuevo, besándola con intensidad mientras paseaba las manos por las piernas de la pelirroja.

El calor empezó a invadirlas y dejó que se desprendiera de su chaqueta antes de que Tracy se hiciera cargo de la que ella llevaba puesta, agarrando el final de su camiseta para hacer más fácil las caricias de sus manos sobre su piel. No sabía qué crema usaba, pero le encantaba el toque a coco que desprendía.

Se agachó un poco para pasar la nariz por su vientre, acariciándolo con suavidad mientras se impregnaba de aquel olor y deslizaba las manos por sus costados, subiendo hasta su sujetador y liberando sus pechos. Sacó la lengua y lamió un camino desde su ombligo hasta uno de sus senos, el cual trató de estimular como había aprendido que a ella le gustaba. La escuchó gemir y le sujetó la nuca con fuerza, levantándola para volver a besarse con intensidad; sintió su mano colarse bajo la camiseta y acariciarle el abdomen, y después subir hasta apretar uno de sus pechos sobre el sujetador, hasta hacerla jadear contra sus labios. Bajó a su cuello, dándole húmedos besos y dejando que sus manos le desabrochasen el pantalón, algo desesperada.

Desde que le insinuó que podría ir antes de que cerrara la tienda había pensado en eso, no porque fuese una fantasía repentina, sino porque entre mensajes tontos de ese día, surgió la idea de hacerlo allí y parecía que a ambas les había gustado. ¿Quién no ha tenido la fantasía de un encuentro pasional en el lugar de trabajo de la otra?

Gimieron al mismo tiempo, Tracy por sentir sus dedos donde los necesitaba y ella porque estaba muy mojada, y le encantaba que estuviese así por ella. Empezó a mover los dedos, dibujando círculos precisos sobre su clítoris, muy lento, torturándola un poco y buscando que le pidiese ese «más rápido» entrecortado y ronco que le salía en esas situaciones y que la hacía volverse totalmente loca. La abrazó y disfrutó de sus gemidos contra su oreja. No tardó mucho en pedirle más intensidad en sus caricias, y ella nunca dejaba insatisfecha a una chica, así que la complació tal y como ella quería. Gimió con lentitud cuando sus manos se colaron bajo su pantalón también, después de desabrocharlo, y empezó a imitar sus movimientos. Le mordió el cuello suavemente, antes de subir a su oreja y lamerle el lóbulo despacio. La notó estremecerse y no pudo evitar sonreír. Tracy y sus orejas.

Sabían que tenían poco tiempo, así que ambas se centraron, sobre todo en el clítoris de la otra, haciendo movimientos firmes y constantes, buscando esa explosión interna de placer que amenazaba con envolverlas. No pudo evitar gemir cuando Tracy empezó a lamerle el cuello, justo donde había descubierto hacía unas semanas que la hacía temblar. Notó que sonreía contra su piel antes de morderla, tensándose contra su cuerpo, y no había nada que le pusiese más que sentirla corriéndose con esos soniditos entrecortados que hacía contra su oreja y con la manera de apretarse contra su cuerpo. Así que eso, unido a sus dedos insistentes en su intimidad, la llevaron también al orgasmo a los pocos minutos, y sonrió satisfecha a su chica, que lamía sus labios antes de capturarlos en un beso tierno y cómplice.

—Ha sido increíble —soltó la pelirroja complacida mientras observaba cómo se volvía a colocar el sujetador.

—Acuérdate de poner las cámaras otra vez —dijo divertida, señalando el ordenador que tenía detrás de ella.

—Tranquila, no soy tan olvidadiza como tú —se metió con ella, así que se acercó para hacerle cosquillas antes de acabar otra vez besándola con ganas.

Esperó a que terminase de recoger las cosas antes de salir las dos fuera de la tienda. Tracy se encargó de activar el sistema de seguridad y de cerrar la puerta con todas sus llaves. Le ofreció la mano para caminar juntas hasta su casa, le gustaba asegurarse de que su novia llegase bien los días que la visitaba en la tienda, así como en las citas en las que cada una dormía en su casa.

Conoció a Tracy hacía unos siete meses en la misma tienda donde trabajaba, cuando buscaba un disco de un grupo que adoraba Olivia y que no encontraba por ningún sitio. Resultó que esa amable chica podía conseguírselo sin problemas; y, efectivamente, en dos días le llegó un mensaje de que el CD ya estaba en la tienda. Acudió a recogerlo y fue entonces cuando comenzó a fijarse en lo guapa que era y en lo bien que le quedaba aquella sonrisa. Y acabó pasándose por la tienda al menos un día a la semana, solo por hablar con ella de música o para desearle una buena tarde; así era ella, toda una señorita. Ni que decir tiene que se ganó unos años más de amistad con Olivia tras ese regalazo de cumpleaños.

Y por fin, un día, tras un mes y medio de visitas semanales y con su investigación aún sin cerrar acerca de si a Tracy le gustaban también las chicas, tuvo que chocarse los cinco a sí misma, porque la pelirroja se lanzó y le regaló un beso jodidamente increíble que no iba a olvidar jamás. Recordaba aún los nervios con los que la miraba y lo valiente que fue al unir sus labios tras robarle el aliento con esa frase que debería estar esculpida en piedra, en serio. «Estaba deseando que dieses tú el paso, pero no aguanto más». Digamos que la investigación se cerró con lo que se pudo considerar un éxito. Obviamente, ella no perdió la oportunidad de pedirle una cita fuera de la tienda porque, aunque le encantara, no era el lugar más apropiado para mantener conversaciones más profundas. Para esos casos prefería un ambiente más íntimo y privado. La llevó a un restaurante italiano, ya que en una conversación Tracy mencionó que le gustaba la pasta, y Ashley Woodson lo apuntaba todo por si le servía luego. Fue una puta pasada, un flechazo de los que no sentía desde hacía tiempo, incluso se atrevió a darle la mano sobre la mesa y ella aceptó sujetársela. Joder, fue una velada increíble que acabó con ambas explorando la boca de la otra contra la puerta del portal de Tracy.

—El viernes es nuestro mesiversario —comentó dándole un apretón en la mano.

—¿Cuántos van ya? ¿Cuatro? ¿Mil? —exageró.

—Han sido los cinco mejores meses de mi vida. Desde que estoy contigo —aclaró.

—Para mí han sido los siete mejores, desde que me conseguiste el disco por el que ahora Olivia me quiere un poquito más.

—Calla. —Le golpeó el brazo, haciéndola sonreír al ver sus mejillas algo sonrojadas.

—Eres preciosa, Tracy. —Paró su avance, la miró de frente, apartó un mechón rojo de su rostro y se lo colocó detrás de la oreja.

—Tú eres preciosa. —Elevó la comisura de los labios, dejándose acorralar contra la pared que había junto al portal.

Aprovechó para darle el mejor beso de buenas noches de su vida, sujetándole el rostro con delicadeza con las dos manos y moviendo los labios suavemente. Sonrió al notar cómo enredaba los dedos en su pelo.

—¿De verdad que no te puedes quedar esta noche?

—Ya sabes que me estoy reservando para el viernes… —bromeó haciéndola reír—. Además, tengo a alguien a quien cuidar.

—Dale muchos besos de mi parte —pidió antes de besarla otra vez y dar por finalizada su cita exprés—. Buenas noches, mi amor.

—Buenas noches. Te aviso cuando llegue, ¿vale? —Esperó a que entrase a su edificio y se despidió de ella agitando la mano a través del cristal del portal.

***

Nada más abrió la puerta escuchó los pasos atropellados de su mascota bajando por las escaleras. Se agachó para recibirle con caricias y besos sobre su cabeza mientras dejaba que le diese algún que otro lametón en la mejilla.

—Hola, colega, ¿has cuidado bien la casa?

Se levantó y cerró la puerta, subió a su habitación y se puso el chándal antes de darle el último paseo del día, aquel que les hacía a los dos dormir como troncos toda la noche.

Darwin era una mezcla de border collie, de color negro y blanco, llevaba con él tres años ya. Lo rescató de una nueva camada en la protectora de animales de su ciudad; si hubiese sido por ella los habría cogido a los cinco, pero era una persona con cabeza y sabía que no iba a poder ocuparse de ellos como necesitaban, así que cogió al que se le lanzó encima el primero y parecía más cariñoso y algo más activo. Desde que se mudó había estado haciendo ejercicio, y cuando observaba a esos perros que salían a correr con sus dueños, ella sentía algo de envidia al verles, así que Darwin ahora era su compañero para sus sesiones de ponerse en forma.

El perro empezó a dar vueltas a su alrededor, dando algún que otro salto y mirándola con cara de «venga, tía, llevo horas esperándote, casi empiezo sin ti la sesión. Además, me estoy meando tanto que he tenido serios problemas para aguantar y no mearte en la alfombra, que sé que no te gusta. ¡Sácame! ¡Sácame! ¡Sácame!». No es que estuviese loca, pero siempre le gustaba imaginar qué era lo que diría su perro si hablase; y se alegraba, en el fondo, de que no lo hiciese, más que nada porque se cagaría de miedo si Darwin empezara a contarle algo. Terminó de atarse las zapatillas deportivas y cogió la correa especial que usaba cuando salían a correr.

—Esta vez tenemos menos tiempo, me he entretenido un poco —le explicó al perro antes de salir—, así que tendremos que correr un poco más rápido. —El perro ladró comprensivo. Estaba segura de que sabía que estuvo con Tracy; si incluso ella misma podía olerla aún, estaba claro que su olfato canino podía percibir las partículas de su perfume también—. Por cierto, te manda saludos. —Sonrió; a su chica se le caía la baba con Darwin.

Joder, adoraba a Tracy.

Con el grito de «vamos», salieron saltando los escalones del porche tras haber cerrado con llave y mandado un mensaje a su novia diciéndole que salía a correr y alguna que otra cosa ñoña para que supiese que aún sentía sus labios sobre los suyos. Normalmente, se cruzaba con la misma gente en los mismos sitios, dependiendo de la hora que fuese. Era un vecindario de costumbres fijas, tranquilo y compuesto por casas unifamiliares dispuestas en hileras a uno y otro lado de una carretera muy poco transitada. Le encantaba vivir allí y se alegraba de haberse alejado del centro de la ciudad en cuanto tuvo la oportunidad. Además, estaba cerca del Parque Edgewater, a Darwin le volvía loco ir allí y les gustaba pasear junto al gran lago con esas vistas alucinantes, así que todos contentos. Ese día se les había hecho tarde, pero al día siguiente, sin ninguna duda, irían.

—¡Perdona! —escuchó detrás de ella, parecía que a quien se acababa de cruzar tenía problemas. Dejó de correr y Darwin sintió el pequeño tirón en el collar cuando frenó.

—Hola —saludó a la chica, fijándose en que era la rubia del jack russell, estaba segura de que era nueva allí, ya que solo la había visto un par de veces y siempre acompañada de ese pequeño cachorro. Era lo que suponía tener perros, que acababas conociendo al vecindario en los paseos.

—Perdón por molestar, de verdad —empezó a hablar algo tímida—, pero es que se me han acabado las bolsas. —Señaló hacia su perro, que estaba siendo saludado por el caballero de Darwin. «Bienvenido al barrio, pequeño amigo».

—Oh, sin problemas. —Buscó en su bolsillo, sacó el rollo de bolsas para recoger los excrementos de las mascotas y le tendió dos—. Por si vuelve a pasar de camino a casa, con los cachorros nunca se sabe… —Sonrió.

—Muchas gracias —agradeció sujetando las bolsas.

—Buenas noches —dijo amablemente; en cuanto retomó su carrera, oyó despedirse también a la chica del gorrito azul.

Darwin se puso muy contento cuando volvieron a moverse, en esos momentos, su perro solo pensaba en correr y gastar energías, casi siempre se volvía loco cuando veía a otro amigo peludo, pero suponía que ese era el momento de los dos. Dieron la vuelta a la manzana dos veces, como siempre hacían, antes de volver a casa.

***

Uf, joder. El despertador otra vez. Probablemente el sonido que más odiaba en el mundo entero, que le taladraba la cabeza todos los días laborables a las 6:30 de la mañana. Se estiró perezosa y lo buscó a tientas sobre la mesilla, lo apagó y se dejó caer sobre la cama de nuevo. Menuda pereza… ¿En serio se tenía que levantar?

Como cada mañana, escuchó sus pisadas dirigiéndose a la habitación, Darwin era un animal de costumbres. Sacó la mano de debajo del edredón dejándola asomar por un extremo del colchón y sonrió al sentir su hocico húmedo golpeándole los dedos. Una buena forma de decirle buenos días y que se hacía pis, pero ante todo «buenos días», porque era un perro muy educado. Le rascó la cabeza por unos segundos porque sabía que eso le encantaba.

—Buenos días a ti también, colega —le saludó antes de hacer de tripas corazón e incorporarse sobre el colchón.

Se estiró lo más que pudo y respiró hondo preparada para iniciar la rutina de cada mañana. Darwin la observaba con atención sentado en el suelo justo al lado de la puerta. Metiendo presión, como siempre, porque la miraba en plan «vamos, que te estoy esperando». Adoraba a su perro, pero tener que madrugar media hora extra para sacarlo por las mañanas no era su momento favorito del día, la verdad. Suspiró cuando lo escuchó lloriquear como una nenaza al verla desaparecer en el baño.

—Yo también tengo que hacer pis, tío impaciente —le dijo asomándose y vio cómo se lamía el hocico al oírla, probablemente avergonzado por sus exigencias.

Se vistió en tiempo récord con un pantalón de chándal gris, una camiseta y una sudadera negra. Los dos corrieron escaleras abajo en una carrera que siempre ganaba Darwin. Normal, tenía cuatro patas, el doble de velocidad. Se rio cuando, al llegar a la puerta de salida, el perro se puso a dar vueltas y a ladrar preso de una emoción incontenible, porque iban a salir a la calle, menudo entusiasmo más contagioso. Se colocó las zapatillas de deporte y cogió la correa mientras lo miraba con una sonrisa.

—Yo estoy preparada. ¿Tú estás preparado?

Obtuvo un ladrido que quería decir «Nací preparado, tía», porque, después de tantos años juntos, tenían esas confianzas el uno con el otro. No le hizo esperar más y abrió la puerta de la calle, permitiéndole salir primero y con mucha prisa a aliviarse contra el árbol que había justo enfrente de la casa. Cerró la puerta con llave y bajó las tres escaleras del porche de un solo salto, le puso la correa a Darwin, que después de hacer pis siempre la esperaba sentado frente a la salida de la vivienda, y los dos comenzaron a caminar juntos. Su ruta de siempre. Veinte minutos dando una vuelta por los alrededores antes de desayunar siquiera, eso sí que era amor, esperaba que Darwin se diera cuenta.

A las siete en punto estaban de regreso en casa, puntualidad milimétrica; Darwin se fue directo a su cama colocada bajo el hueco de las escaleras y se hizo un ovillo dispuesto a dormir un poco más. Qué afortunado era. Lo dejó allí roncando y ella subió con agilidad las escaleras con destino la ducha. Los paseos con Darwin conseguían despejarla mejor que cualquier café, por muy cargado que estuviera, y eso le permitía disfrutar a pleno rendimiento del placer de una ducha caliente. Un contraste brutal con la temperatura del exterior.

A las siete y media lo tenía todo listo para salir; aquella mañana tocaba desayunar en casa de Ronda. Lo tenían así montado, cada mañana desayunaban en casa de una de ellas. El día anterior, Olivia había sido su anfitriona y al siguiente les tocaba a Darwin y a ella. Se agachó junto a la cama de su perro para despedirse de él.

—Hasta luego, Darwin, tengo que ir a ganar dinero para poder darte de comer y comprarte las galletas esas en forma de hueso que tanto te gustan —le informó y rio cuando recibió un lametón en la cara como agradecimiento por la manutención—. Pórtate bien y no abras a desconocidos —le dijo ya desde la puerta de salida.

De nuevo al frío de aquellas tempranas horas. Abrió su coche para depositar la bolsa con las cosas del trabajo en el asiento trasero, no había necesidad de cargar con ella hasta casa de la castaña por muy cerca que esta estuviese. Y lo estaba, Ronda vivía a solo cuatro casas calle arriba y había sido la primera en mudarse a aquel vecindario cuatro años atrás; ella y un diminuto Darwin la habían seguido hacía tres, y Olivia había alquilado la casa justo enfrente de la suya a los pocos meses. A lo mejor que sus dos mejores amigas residieran allí también era una razón de peso para que a ella le encantara el vecindario. Pues a lo mejor sí.

No tardó ni un minuto en recorrer la distancia que la separaba del unifamiliar de la castaña y llamó al timbre a sabiendas de que era la última en llegar. Siempre lo era. Bueno, siempre no, cuando tocaba desayunar en su casa ella estaba allí la primera.

—¡Por fin! ¡Ya era hora! Te vas a tener que comer tu tortita fría y luego te quejarás —así le dio los buenos días una acelerada Ronda que, antes de terminar de hablar, ya estaba regresando a la cocina.

—Llego cinco minutos tarde —le quitó importancia; cerró la puerta tras ella y se desprendió de su chaqueta.

—Cinco minutos en la vida de una mujer trabajadora son dos eternidades —le respondió cuando tomó asiento frente a ella en la mesa de la cocina—. Olivia, dile lo deliciosas que estaban las tortitas en su punto —incitó a la morena.

—Un manjar de dioses —la contentó la aludida acariciándole el brazo como saludo matutino.

—¿Cómo tenéis el día hoy? —les preguntó mientras rociaba su tortita con una considerable cantidad de sirope de chocolate, consiguiendo que Ronda le pegase en la mano cuando consideró que ya era suficiente, después le quitó el bote y lo puso fuera de su alcance. Nazi.

—A las ocho y media reunión de equipo, y encima hoy me toca guardia. No sabéis lo que odio las guardias de ese maldito hospital —se quejó Ronda.

Por supuesto que lo sabían, la castaña lo repetía una y otra vez con todo lujo de detalles seis veces al mes. Seis guardias, seis monólogos acerca de cómo las odiaba. Ahora venía lo de los niños con fiebre y que su madre a ella la metía en la bañera en vez de llevarla cada dos por tres a urgencias.

—… de mantequilla son los niños de hoy en día. ¡Que es la época de los catarros, madres primerizas! A mí mi madre jamás me llevó a urgencias por una fiebre, me metía en la bañera hasta que se me bajaba…

Y podía parecer lo contrario, pero a Ronda le gustaba su trabajo. En serio. Era médico residente en la especialidad de pediatría en el hospital Fairview y tenía buenas perspectivas de poder acabar trabajando allí como adjunta. Así que, por mucho que protestara, todas sabían que adoraba a esos pequeños sacos de tos y mocos con pus en la garganta.

—A mí me toca abrir la farmacia hoy porque mi jefe se ha ido de viaje con su amante. A esquiar —señaló Olivia removiendo su café.

—Aún me parece alucinante que tu jefe tenga una amante. Ya me costaba trabajo creerme que tuviera mujer —dijo Ronda con un pedazo de tortita a medio masticar en la boca.

—A ti y a todas —intervino ella en la conversación.

Porque es que Robin era un tío realmente asqueroso y merecía la pena resaltarlo cada vez que tenían la oportunidad. Olivia llevaba dos años trabajando en aquella farmacia, y su jefe, que rondaría ya la edad de jubilación, no le había llegado a meter mano, pero casi, y no se dirigía a ella por su nombre, le decía cosas como «Guapa, hazme el favor de colocar bien la lidocaína» o «Sal a atender la caja, niña, que se están acumulando jubilados». Un canto a la igualdad de género.

—¿Y tú qué, Ashley? ¿Hoy tienes que cortarle los huevos a algún bonobo? —se interesó Ronda—. ¿Limarle las uñas a una leona? ¿Bañarte en bikini en el tanque de los delfines?

—No sé en qué crees que consiste mi trabajo…, pero no —respondió con media sonrisa—. De momento no hay intervenciones programadas, las leonas ya tienen hecha su manicura y no me dejan acceder al tanque de los delfines si no hay una emergencia veterinaria —puntualizó—. Pero tenemos cachorros de tigre y un bebé de oso panda a los que estamos alimentando con biberón —indicó para compensar.

—Oh, joder, qué puta monería —dijo la castaña antes de meterse otro pedazo de tortita en la boca. Lo suyo eran los bebés.

—Hablando de monerías… ¿qué tal te va con Tracy? —preguntó Olivia con una sonrisa pícara—. Antes de que digas nada, a Ronda y a mí nos encanta para ti —se apresuró a expresar el sentir de ambas.

Sonrió al escuchar hablar de su novia. Su novia Tracy, porque ya era su novia formal, llevaba cinco meses con novia formal. Le gustaba cómo estaban yendo las cosas entre ambas, porque Olivia tenía razón y Tracy era una puta monería. Graciosa, cariñosa y muy detallista. Ah, y una romántica empedernida.

—Va muy bien. El viernes hace cinco meses que empezamos a salir. Por cierto, necesito algún sitio decente para llevarla a cenar —aprovechó para pedir consejo.

—Lo mejor que puedes hacer es preparar una cena romántica en tu casa, ya sabes, con velas, con flores, con música —le aconsejó Olivia—. Es más barato y mucho más íntimo —añadió señalándola con el tenedor.

Ummm… Podría ser una buena idea, seguro que Tracy preferiría aquello que ir a un restaurante caro, el lujo no era lo suyo y eso le gustaba. Las veces que se había quedado a dormir en casa, algo que hacía cada vez con más frecuencia, no le había importado encontrarse con algún que otro pelo de Darwin decorando su ropa y no le daba asco que su perro la lamiera como signo de aprecio. De hecho, los dos habían hecho buenas migas y siempre que podía se unía a ellos en sus paseos.

—Uhhh… parece que la cosa va en serio. —Sonrió Ronda—. Y, por lo tanto, creo que va siendo hora de hacer la pregunta —dijo, y ella soltó un bufido dejando el tenedor a un lado del plato sobre la mesa, porque se sabía de memoria lo que venía a continuación.

—Ronda… —protestó.

—Ashley, Ronda tiene razón. Cada vez os estáis viendo con más frecuencia y tiene nuestra aprobación —aportó Olivia.

¿Ella también? Menuda traidora.

—Tiene vuestra aprobación. Menos mal —ironizó.

—Ashley Woodson… —le cortó la castaña en tono teatral—. Por el poder que nos otorga nuestro estatus de mejores amigas, te preguntamos… ¿podría ser Tracy tu Claire Lewis?

Ahí estaba de nuevo. «Claire Lewis». Aquel nombre salía a escena una vez más, y ya había perdido la cuenta. Hacía doce años. ¡Doce! Ya se les podía haber olvidado, la verdad. Que había sido una chiquillada, nada más que un flechazo adolescente. ¿Que le había pegado fuerte? Sí, lo admitía. Se podría decir que muy fuerte incluso. ¿Si se pasó el curso siguiente mirando aquella fotografía día sí y día también y maldiciendo su mala suerte por habérsela cruzado en el camino y no haberla mirado siquiera? Pues también, para qué iba a mentir. Pero es que habían pasado doce años, y unos cuantos ligoteos y dos parejas serias más tarde, allí continuaban las estúpidas de sus amigas utilizando el nombre de aquella rubia como sinónimo de «su alma gemela».

—¿No creéis que ya está muy pasado lo de «Claire Lewis»? —preguntó—. Después de doce años creo que está ya un poco quemado.

—¿Qué dices? Lo de «Claire Lewis» es como el color negro, nunca pasará de moda. Tan fresco como el primer día —la contradijo Ronda—. Y no has contestado a la pregunta. Ashley Woodson… —Buf, iba a preguntarlo de nuevo.

—No lo sé —cedió por no tener que oírla más—. No lo sé, no llevamos tanto tiempo —admitió.

—¿Y tu impresión a día de hoy? —presionó la castaña—. Ashley Woodson… con la información que posees a día de hoy, ¿podría ser Tracy tu Claire Lewis? —otra vez aquel tonillo de abogado interrogando a sus testigos.

Ay, Señor, qué cruz más grande.

—Si tengo que contestar a esa pregunta basándome en la información que poseo a día de hoy… —comenzó con la intención de zanjar el tema cuanto antes.

—Es todo lo que pedimos —señaló Ronda dando un sorbo a su café.

—Pienso que más adelante podría llegar a serlo, si todo sigue así —admitió y bebió también de su taza.

—Uf… «más adelante», «podría llegar», «si todo sigue así»… qué poca convicción y cuántos condicionales —se desencantó la castaña.

—Llevan solo cinco meses, Ronda, ¿qué esperabas? —dijo Olivia, su voz de la razón.

—Pues un poco más de pasión, coño, como tú con Aaron, que a las dos horas se te cayeron las bragas al suelo y a los dos días estabas planeando tu boda —exageró.

—Todo el día tiene que tener a Aaron en la boca la tía —se molestó la morena—. ¿No te has enterado aún? Rompimos hace un año.

—¿Y se ha enterado él? Porque el otro día lo vi plantado delante de tu casa con un ramo de flores —dijo la castaña.

—¿Otra vez? —se sorprendió al escuchar a Ronda. Olivia no le había dicho nada.

—Uy, y si solo fuera eso… —continuó la castaña—. El lunes estuvo esperándola frente a su casa por lo menos una hora metido en el coche.

—Para estar tan ocupada con la residencia, el hospital y las guardias tienes mucho tiempo libre para pasártelo vigilando mi casa —observó la morena.

—Entre guardia y guardia, y mientras friego los platos —desveló sus horarios la aludida.

Y ya estaban discutiendo otra vez. Olivia toda sulfurada porque decía que la estaba sometiendo a un acoso vecinal y Ronda escudándose en su derecho constitucional de mirar a donde le diera la gana mientras fregaba los platos. Y así, en petit comité, Olivia en más de una ocasión le había dicho que Ronda sacaba la basura a deshoras, así que no tenía muy claro quién era la acosadora y quién la acosada en toda aquella historia. Ventajas y desventajas de tener a tus mejores amigas de vecinas.

—¡Puta mierda, las ocho y diez! Levantando, que no llego al curro —así zanjó Ronda la discusión con Olivia—. ¡Venga, venga! Movimiento, que esos mocosos no van a auscultarse solos.

Y mientras las instaba a abandonar su hogar de aquella manera tan delicada, hacía veloces viajes entre la mesa y el fregadero transportando platos y vasos aun a riesgo de mancharse la camisa que había elegido lucir aquel día y que llevaba pulcramente planchada. Qué contraste con la Ronda Parker de fuera del horario laboral, cuando salía a tirar la basura en zapatillas de casa, sudadera tres tallas más grande y moño improvisado así de cualquier manera. Y eso cuando no salía en pijama y en bata, que solía ser su atuendo de los domingos por la mañana para recoger el periódico. A veces le costaba creer que su amiga Ronda era también la doctora Parker.

Joder, cómo pasaba el tiempo.

***

Un cuarto de hora en el coche escuchando una emisora de música de los ochenta. Eso era lo que le costaba llegar al zoológico cada mañana. Aparcó el vehículo en el parking reservado para el personal entonando el final de Uptown Girl de Billy Joel y continuó tarareándola una vez que sacó las llaves del contacto. Joder, qué pegadiza.

Recuperó su bolsa del asiento trasero y se encaminó al edificio que albergaba las instalaciones de atención veterinaria; estaba situado junto a la zona «Sabana africana» y desde allí podía ver las jirafas. Su idea cuando empezó la carrera de veterinaria no había sido terminar en un zoológico, pero llevaba casi dos años formando parte de la plantilla y no podía decir que no le gustara su trabajo. Estaba allí para asegurarse de que todos y cada uno de los animales que habitaban el zoo tuvieran los cuidados veterinarios que pudieran necesitar, además de luchar por que estuvieran en las mejores condiciones posibles. Muchas veces, ella y los otros dos veterinarios que completaban el equipo habían tenido que enfrentarse a la gerencia del zoo, ya que discrepaban en muchos aspectos relacionados con el bienestar animal. Suponía que la diferencia principal era que cuando los jefazos miraban a sus animales veían billetes de dólar con cuatro patas. Malditos usureros cabrones.

—Buenos días, princesa.

Vaya susto, no se esperaba ver a nadie saliendo de los vestuarios de personal a esas horas. Era Kristofer, uno de los veterinarios del equipo y antiguo compañero suyo en la Facultad de Veterinaria. La llamaba «princesa» de diez a quince veces al día y siempre mostrándole su dentadura con una perfecta sonrisa europea. Intensamente rubio y con los ojos azules más cristalinos que había visto en su vida, Kristofer había nacido en algún país del norte de Europa. Noruega, Suecia, Dinamarca… no estaba segura, pero era cerca de esa zona seguro. Nórdico sin lugar a dudas, aunque llevaba viviendo en Estados Unidos desde los ocho años.

—Hola, príncipe —le devolvió el saludo al pasar por su lado.

—¿Todavía eres gay? —preguntó él, girándose para poder observarla mientras ella le respondía lo de todos los días.

—Por desgracia para ti, sí —lo dijo con una sonrisa, porque estaban de coña y ambos lo sabían. Siempre se habían llevado fenomenal, desde primer curso de carrera.

—No pierdo la esperanza —aseguró apoyando su hombro en la pared con media sonrisa en los labios.

—No, pero pierdes el tiempo. ¿Cómo ha pasado la noche Dylan? —se interesó apoyándose a su vez en la pared, a imitación del chico. Por lo visto iban a mantener la conversación de relevo de turno en la puerta de los vestuarios.

—Sin novedad, ya ha empezado a comer. Si todo sigue así, podremos devolverlo al terreno mañana.

Dylan era un león de apenas dos años que se había metido en líos con el león equivocado de la manada. Había terminado con un mordisco bastante feo en una de las patas traseras y necesitó cirugía. Era uno de esos habitantes del zoo al que conocían desde su nacimiento, de hecho, fueron Kris y ella los encargados de revisar el buen estado de salud de su camada, lo habían bautizado así porque cuando llegó el momento de revisarle a él tenían la radio encendida y sonaba una canción de Bob Dylan. Fue el primer cachorro del zoológico que tuvo en sus manos poco después de su llegada y era bastante especial para ella, uno de sus favoritos.

—¿Algo más que deba saber? —preguntó por si se habían dado novedades desde el día anterior.

—Sí, Dwain. Está intentando vender boletos para la fiesta benéfica del equipo de fútbol de su hijo.

—¿Otra vez? —exclamó con hastío. Qué hombre más insistente. Un gran veterinario, pero un poco pesado.

—Cinco dólares el boleto. No digas que no te avisé —añadió mientras comenzaba a caminar marcha atrás hacia la salida—. Oh, si puedes pásate por Australia, me ha comentado hace un rato Peter de mantenimiento que le ha parecido ver a Mr. C algo alicaído. Échale un vistazo a ver qué te parece, a mí no me ha dado tiempo. Espero que tengas una mañana tranquila —se despidió guiñándole un ojo.

—Descansa, gigolo —le ordenó entrando en los vestuarios.

Pues ya tenía la primera tarea del día, darse un paseo hasta la zona australiana para hacerle una visita a uno de los canguros allí residentes. Lo llamaban Mr. C, más que nada por falta de originalidad y por no denominarle directamente Señor Canguro. En vez de cambiarse al pijama verde que usaban los del equipo cuando iban a trabajar dentro del edificio, se colocó el chaleco que la identificaba como veterinaria del centro y guardó el resto de cosas en su taquilla.

Acababa de llegar y ya se marchaba a Australia, ¿cómo no iba a gustarle su trabajo?

***

«Tracy»

Última conexión 12:03

Tracy: ¿Cómo va tu día? Tengo ganas de que llegue mañana.

Tracy: Os echo de menos a ti y a Darwin.

Tuvo que sonreír al leer el mensaje de Whats­App de Tracy. Desde hacía más o menos un mes le mandaba uno cada mañana, y no porque tuviera nada importante que decirle, sino simplemente para que supiera que estaba pensando en ella. Las muestras de afecto de la chica eran cada vez más evidentes y eso le encantaba y le asustaba a partes iguales. Era dulce sin llegar a ser empalagosa, detallista pero no ñoña y estaba muy pendiente de ella, pero no hasta el punto de agobiarla. Le gustaba sentirse mimada, la verdad, pero al mismo tiempo en las últimas semanas estaba teniendo la impresión de que Tracy iba un par de pasos por delante de ella en cuanto a intensidad sentimental se refería. ¿Sentía cosas por ella? Sí. ¿Estaba enamorada? Todavía no tenía del todo claro cómo responder a esa pregunta, así que suponía que no, aunque era evidente que estaba en camino. Solo necesitaba un poco de tiempo para llegar allí. Y tenía que admitir que ella también la echaba un poco de menos.

—Ashley, los han traído ya.

Le sobresaltó escuchar la voz de Diana y se giró en la silla para localizarla asomada a la puerta de la consulta. Era una de las cuidadoras del zoo destinada al área de cuarentena. Supuso que se refería a los dos cachorros de oso grizzly que les habían trasferido desde el Zoológico Lincoln de Chicago, estaba previsto que llegaran esa mañana, pero no se esperaba que fueran a entregarlos tan pronto. Tendría que continuar luego con el informe sobre el estado de Mr. C.

Su parte menos favorita del trabajo. No le gustaban las nuevas incorporaciones, verlos en ese estado de desorientación y nerviosismo le generaba un sentimiento de intensa repulsa, porque esos animales no deberían estar allí. Esos pequeños oseznos pertenecían a algún remoto paisaje montañoso en Alaska que nada tenía que ver con las fronteras de granito de un zoológico en mitad de Cleveland o de Chicago. Cuando ese sentimiento se hacía demasiado intenso, debía recordarse a sí misma de una forma u otra que su trabajo no era mantenerlos allí encerrados, sino asegurarse de que, ya que tenían que pasar su vida lejos de casa, al menos estuvieran lo mejor posible. Le gustaba pensar que podía marcar algún tipo de diferencia en la vida de esos animales, y solo por la posibilidad de que eso fuera cierto los pros superaban a los contras.

***

Tuvo que meterse las manos en los bolsillos de la chaqueta porque empezaban a bajar las temperaturas, a eso se sumaba la humedad proveniente del lago y la falta de sol porque ya había comenzado a oscurecer. A Darwin todas aquellas inclemencias climáticas no parecían afectarle demasiado, porque continuaba olisqueando todo lo que se le ponía por delante de la nariz con la misma alegría de siempre. A veces le maravillaba la capacidad que tenía su perro para disfrutar de una manera tan pura de cada instante de su vida. Incluso en las épocas más oscuras, también conocidas como «los días de las vacunas», nada más salir de la consulta de su veterinario volvía a menear la cola con aires de tonto feliz y ya ni se acordaba de lo que era una aguja. El ejercicio de mindfulness perfecto al otro extremo de una correa.

—Muy bien, Darwin, ¿listo para darte unas carreritas?

Lo consultó con él sin necesidad, porque era de sobra conocida la disponibilidad de su perro para todo tipo de ejercicio físico. Nada más sacarse su pelota amarilla del bolsillo, el tío se volvió loco de alegría y comenzó a dar saltos y a ladrar exigiéndole «tíramela», «tíramela», «¡tíramela de una maldita vez!». No prolongó demasiado el sufrimiento que le provocaba a Darwin la espera y tiró la pelota lo más lejos que pudo, era una zona verde enorme y no había excesivo tráfico humano a esa hora del día. Visto y no visto, en un momento regresó con la pelota en la boca y la soltó a sus pies. Se lo enseñó cuando era pequeño y, desde que descubrió cómo funcionaba el asunto y le cogió el tranquillo, le encantaba jugar a eso de «devolver la pelota». Otra vez sus ladridos exigentes, esa costumbre no había conseguido quitársela.

—Eres extremadamente mono, pero increíblemente impaciente al mismo tiempo —le informó haciéndose con el juguete.

Se la lanzó de nuevo y él se la devolvió exigiendo un nuevo lanzamiento. Una y otra vez. Una y otra vez. Y sospechaba que podría pasarse horas y horas de esa forma y Darwin seguiría pidiéndole más con el mismo ímpetu que en el minuto uno. Incansable, como buen border collie.

—Es la última vez que te la tiro, colega, así que disfrútala bien —le aconsejó antes de tirar el juguete lo más lejos que fue capaz.

Salió corriendo incluso antes de que la pelota hubiera abandonado su mano, maldito impaciente. Siguió la trayectoria de su lanzamiento orgullosa de haberla mandado tan lejos, ¿un potencial récord Guiness? A lo mejor no tanto, pero a Darwin seguro que le había encantado recorrer unos metros extras en la última carrera de la tarde. Vaya, un perro diminuto había distraído su atención y la pelota había terminado abandonada a su suerte sobre el césped, a los pies de la chica que acompañaba al nuevo amigo de Darwin al que, por cierto, le estaba oliendo el culo con mucho interés. Siempre había sido un perro muy sociable, eso había que reconocerlo.

—¡Darwin! —lo llamó porque ahora su perro parecía tener la intención de empezar a oler con igual intensidad a la chica en cuestión.

Ni caso.

—¡Darwin! ¡Ven aquí! —lo intentó de nuevo sin ninguna esperanza de obtener un resultado distinto.

Corrió hacia ellos intentando llamar la atención de aquel perro maleducado, pero sin conseguirlo a pesar del empeño. Al menos a la chica no parecía molestarle ser víctima del interés olfatorio de Darwin. A pesar de todo, cuando llegó a su altura lo hizo con una disculpa como introducción.

—Perdónale, es un perro un poco pesado —se metió con su amigo, que en esos momentos disfrutaba de las caricias de aquella chica desconocida.

Recuperó la pelota y, cuando se incorporó y la vio, frunció ligeramente el ceño porque aquella cara le resultaba familiar. A esa chica la había visto antes en algún otro sitio, ¿verdad? ¡Coño, claro! La chica de su vecindario, también conocida como la pidebolsas.

—Tú eres la chica de las bolsas de caca para perros —se le adelantó aquella rubia con media sonrisa tímida.

—La verdad es que sí, pero, como es un poco largo, la gente me llama Ashley —bromeó haciéndola reír.

—Tu perro es el primero que no hace a Cleo salir corriendo en la dirección contraria —señaló al reparar en la forma en que los dos animales se saludaban siguiendo las normas del protocolo «olisqueo de culos».

—Es importante que se acostumbre a estar con otros perros ahora que aún es cachorro —dijo sonriendo al ver la forma en que la tal Cleo incitaba a Darwin para que jugara con ella.

—Terminé de ponerle las vacunas la semana pasada y el veterinario me dijo que era mejor que no saliera a la calle antes, así que la pobre no ha tenido la oportunidad de socializar mucho —comentó distraídamente mientras observaba cómo el cachorro ladraba a Darwin con su pequeño culito en pompa y meneando la cola a toda velocidad.

No le costó mucho convencerlo de que jugar a pillar iba a ser divertido y, al segundo ladrido, Darwin echó a correr sin hacerse de rogar. Era un facilón. Tuvo que reírse al ver cómo el cachorro intentaba seguirle el paso con sus cortas patitas.

—Nunca la había visto así de loca —rio la rubia al ver a su perra ladrando y dando saltos alrededor de un encantadísimo Darwin—. A ver si por fin se le acaban las pilas —suspiró.

Ay… la época de cachorros. Adorables y agotadoras criaturas.

—A esa edad nunca se les acaban —la desanimó—. Y a los jack russell no se les acaban ni de mayores —añadió refiriéndose a la raza del pequeño can.

—Guau, qué control, yo no sabía ni que esa raza existía hasta que conocí a esta bola peluda en la perrera —reconoció—. La tenían allí con toda su camada y era la más movida y la más escandalosa, pero…

—Te enamoraste de ella —completó su frase sin darle opción a finalizarla.

—Perdidamente —admitió sonriendo.

—Esa historia me suena —dijo observando a su perro.

Ambas pasaron un rato en silencio, simplemente disfrutando del juego de los dos animales, que se lo estaban pasando en grande corriendo de aquí para allá y revolcándose sobre el césped.

—¿Venís mucho a este parque? —escuchó que preguntaba la rubia a su lado.

—Casi todas las tardes —respondió—. Está cerca de casa y a estas horas no suele haber mucha gente. Sobre todo nos encontramos a otras personas con perro, las tenemos a todas fichadas. Vosotras habéis sido la única novedad desde hace meses.

—Somos nuevas en la ciudad, llegamos hace un par de semanas —informó.

—¿Desde muy lejos? —preguntó con curiosidad.

—Desde Boston. ¿Tú eres de aquí? —curioseó la rubia.

—Es menos emocionante que lo tuyo, pero sí, nací aquí.

—Mudarte no es emocionante, más bien un poquito aterrador —admitió siguiendo a Cleo con la vista. Se había quedado un poco seria tras esa confesión—. Irte de tu casa a un sitio nuevo donde no conoces a nadie, ¿sabes? —La miró—. Y acabas contándole tus penas a una desconocida en el parque… —añadió bajando la vista y sonriendo algo avergonzada—. Perdona.

—No pasa nada, me gustan las penas de la gente —la tranquilizó y sonrió al ver que ella lo hacía primero.

—Solo estás siendo amable conmigo —señaló mirándola.

—No, me gustan las penas, de verdad. Llámame sádica.

Y aquella fue la primera vez que se fijó en lo bonita que era su sonrisa.

—Creo que haberte contado una de mis penas es más que suficiente teniendo en cuenta que nos acabamos de conocer —afirmó preparando la correa—. ¡Cleo! ¡Ven! —llamó al cachorro, que se encontraba inmerso en su juego con Darwin y, por supuesto, no le hizo caso—. Aún estamos trabajando en la obediencia básica —justificó el desplante de su mascota.

—¡Darwin! ¡Aquí, chico! —lo intentó con el otro implicado y él sí que acudió a su llamada—. Son muchos años de práctica ya —explicó cuando la rubia la miró sorprendida por su eficacia.

—Nos queda mucho camino por recorrer, ¿eh, Cleo? —consultó con el animal, que había seguido a Darwin hasta allí, mientras le ataba la correa—. Gracias por la charla, echaba de menos comunicarme con otro ser humano —dijo regalándole otra de sus sonrisas.

—No hay de qué, además Darwin se lo ha pasado de maravilla. —Señaló a su mascota que jadeaba con la lengua fuera—. Por fin alguien ha conseguido agotarlo.

—Cleo es experta en agotamientos —le dio la razón—. Bueno, buenas noches.

Se despidió con un gesto de la mano y echó a caminar, seguida a regañadientes por el pequeño cachorro que se giraba constantemente con cara de pena para mirar a su amigo.

—¡Oye! —llamó su atención al caer en la cuenta de que no sabía su nombre. La chica se volvió al oírla—. ¿Cómo debería llamarte si nos volvemos a ver?

Y lo que dijo a continuación… ¡joder, lo que dijo a continuación! Solo fueron cuatro palabras, pero es que eligió las cuatro más acojonantes que había escuchado en su puta vida.

—Deberías llamarme Claire Lewis.

Se dio media vuelta y siguió con su camino como si nada.

Cosas del destino (I): El diario de Claire Lewis

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