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3. Tienes ailurofobia, querida

Nagore pasó la media hora siguiente mirando su taza vacía de café, después de que Lucía se fuera. Las risas de un grupo de trabajadores de la construcción recién llegados contrastaban con su estado de ánimo.

Sin fuerzas para levantarse, desvió la mirada hacia un cuadro terrible colgado detrás de la barra. Con un torpe estilo amateur –sin duda era obra de algún familiar de los dueños– mostraba un árbol pelado bajo la tempestad. Ese esqueleto arbóreo era su vida y la tormenta que se aproximaba tenía un nombre: Neko Café.

Antes de salir corriendo, Lucía le había dicho que así se llamaba el lugar de trabajo al que aspiraba, ya que neko significa “gato” en japonés.

Lo que Nagore no se había atrevido a decirle era que no se creía capaz de hacerlo. No importaba cuánto necesitara el dinero. Se presentaría a la entrevista por respeto y compromiso con su amiga, pero haría lo posible para no ser elegida.

Sosteniendo la cabeza entre las manos, con su melena negra como una cortina que la protegía del mundo exterior, bajó la mirada hacia su propio vestido. Tras muchos años de uso, pedía a gritos su jubilación, pero era impensable que aquel verano pudiera renovar su vestuario.

Bordeando el ataque de nervios, no dejaba de pensar en los gatos callejeros que le arruinaban las noches. ¿Tendría que aguantarlos también de día, en una cafetería para ellos? No way…, se dijo, repitiendo la expresión favorita de su exnovio.

Habría preferido trabajar en una tienda de reptiles o en una reserva de arañas venenosas que soportar y alimentar a aquellos egoístas peludos. Cuando era niña la gata de su abuelo le había arañado el rostro cuando la acarició mientras comía, desde entonces los odiaba con toda su alma.


Tras una siesta para reponerse del disgusto, la desesperación y la furia dieron paso a la resignación. Mientras se daba una ducha, se dijo que no estaba en situación de rechazar ninguna oferta, aunque fuera el trabajo más espantoso del mundo.

Estaba tan nerviosa que llegó a la cita diez minutos antes de la hora.

Le pareció que en el aire flotaba el aroma de azahar procedente de los árboles de la plaza. Desde allí, enfiló la calle peatonal hasta el número veintinueve. Antes de atreverse a entrar, estudió el establecimiento a cierta distancia.

Tenía la frente y las manos empapadas de sudor, y no era por el aplastante julio barcelonés. Hizo un par de respiraciones largas y profundas, como le había enseñado su profesor de yoga en Londres.

Sobre la puerta de entrada, un rótulo con las palabras “Neko Café” servía de soporte a una gran taza de café de la que asomaba la cabeza de un gato negro. De no ser por su aversión a los felinos, le habría parecido un diseño gracioso.

Bajo aquel rótulo artístico, un amplio ventanal mostraba a los dueños y señores del lugar. Dos de ellos estaban encaramados en las ramas de un árbol falso con una atalaya en lo alto. Otro la vigilaba, desconfiado, desde debajo de una mesa. Le pareció ver dos más al fondo de la cafetería, durmiendo ovillados en un cesto del que salían ambas colas.

Sin duda, el escenario de una pesadilla.

Nagore estaba a punto de arrojar la toalla cuando, al darse la vuelta, casi chocó con una mujer japonesa menuda y elegante. Vestía en blanco y negro, como los colores del rótulo.

–Tú debes de ser Nagore –dijo en un inglés impecable mientras le ofrecía una tarjeta con ambas manos haciendo una leve reverencia–. No abrimos al público hasta el lunes, pero ya está todo preparado.

Tras guardar la tarjeta de Yumi en su bolso, pensó que quizás había sido torpe de su parte no traer un currículum o una simple tarjeta de presentación.

–Ya me ha dicho Lucía que adoras a los gatos –dijo la japonesa mientras abría la puerta para invitarla a pasar.

Nagore tragó saliva a la vez que con su mente enviaba a su amiga un rayo fulminador.

–¿No entras? –preguntó Yumi gesticulando con sus manos blancas y pequeñas.

Incapaz de hablar, Nagore se limitó a asentir con la cabeza. Cuando la puerta se cerró a sus espaldas, supo que ya no tenía escapatoria. Se encontraban en un pequeño recibidor con un par de bancas y otra puerta que daba acceso al espacio de los gatos.

–Esta salita separadora es para evitar que los chicos se escapen a la calle, ya sabes. Como no conocen la ciudad, no sobrevivirían a los coches. Aquí es donde recibimos a los clientes que han reservado su hora en el Neko Café. También las mercancías llegan por aquí.

A Nagore le causó repulsión que llamara chicos a aquellos salvajes que aguardaban al otro lado de la puerta que Yumi acababa de abrir.

–Voy a prepararte un café… –dijo guiándola hasta una mesa al fondo de la sala, al lado de la barra–. Espérame aquí, por favor.

Mientras la japonesa manipulaba la cafetera con pericia, Nagore sintió que le faltaba el aire. Cuando sobre la mesa aterrizó su café con leche, miró la espuma escandalizada. Con algún fino utensilio, la dueña había dibujado en la crema el rostro de un felino con largos bigotes.

¡No quiero gatos en mi café, por favor!, protestó interiormente Nagore, mientras evitaba mirar a los siete animales que la escrutaban con sus ojos azules, amarillos, verdes o naranjas, entre otras tonalidades.

A punto de sufrir un ataque de pánico, la pregunta de Yumi sobre sus empleos anteriores le llegó cómo un eco lejano.

–Los últimos diez años viví en Londres –explicó con esfuerzo–. Allí abrí una galería de arte con mi pareja. Vendíamos pequeños cuadros de artistas locales, en el barrio de Whitechapel. Fue difícil al principio, pero los últimos años logramos que funcionara… –una lágrima traicionera se escapó de su ojo izquierdo, bajando delatora por su mejilla–. Bueno, mi pareja me dejó al final porque se enamoró de nuestra artista más joven. Por eso regresé.

–La vida está llena de accidentes –le dijo Yumi, mirándola fijamente con sus ojillos chispeantes y las manos sobre la mesa–. Pero es mucho mejor estrellarse que seguir en una senda que no llega a ninguna parte.

Nagore se entregó a una serie de respiraciones profundas, agradecida por las palabras de Yumi, que le siguió hablando en tono maternal.

–Lucía me ha contado que necesitas trabajo con urgencia, por eso nos hemos reunido. Yo también te necesito, así que seguro que nos vamos a entender. Por otra parte, lo que harás aquí no es muy distinto de tu negocio en Londres.

La candidata levantó las cejas, sin comprender.

–Cada gato es una obra de arte en sí mismo. Y tu misión, de hecho, será vender cada una de esas obras de arte.

–¿Vender?

Un gato con rostro de mapache y los colores de su café con leche levantó las orejas desde un puf cercano.

–Sí, más allá de ganar dinero para podernos mantener, la misión de un café de gatos es lograr que los clientes los adopten y se los lleven a casa. Entonces podremos acoger nuevos ejemplares de la organización protectora de animales.

–Tiene mucho sentido…

Antes de decir nada más, el gato saltó del puf y avanzó hacia Nagore, que se quedó paralizada.

Sin compasión, acto seguido el animal dio un brinco sobre su regazo, lo cual la hizo liberar un grito de terror. Aquello no pareció alterar lo más mínimo al polizón, que se ovilló sobre sus piernas entre ronroneos, ajeno a su sufrimiento.

–Te presento a Capuccino –dijo Yumi, divertida–. Es el bebé consentido de este lugar.

Nagore ya estaba hiperventilando cuando la japonesa levantó al gato blanco y crema y le habló como a un niño.

–¿Nos dejas charlar un poco? –luego lo puso en el suelo y miró a su candidata de reojo–. Quizás adores a los gatos, pero tienes ailurofobia, querida.

–Ailurofobia… ¿y eso qué es? –repitió sintiendo que le subía la fiebre.

–Fobia a los gatos.

Al saberse descubierta, Nagore dejó que las lágrimas fluyeran libremente para lamer su rostro sudado. La japonesa bajó la voz, en tono de confidencia:

–No te preocupes, no es nada malo. De hecho, para los chicos es mejor así.

–¿Qué quieres decir? –preguntó secándose las lágrimas con una pequeña servilleta.

–Mira lo que ha sucedido con Capuccino… Es un gato muy curioso y a la vez muy cobarde. Jamás habría saltado al regazo de alguien que no conoce, como ha hecho contigo.

–No entiendo…

–Quizás los gatos no comprendan las palabras, pero son muy buenos leyendo emociones. Capuccino ha captado a la perfección que estás muerta de miedo y que no te moverías si subía a tu regazo. Por eso lo ha hecho. Sabe que no le harás daño ni lo molestarás.

–¿Por qué iba a hacerle daño? –preguntó Nagore, cada vez más confundida, mientras el felino en cuestión seguía en el suelo, esperando una nueva oportunidad para asaltarla.

–Si hay algo que odian los gatos es que los manoseen, podrás verlo cuando abramos el lunes. Por eso, en un círculo de personas siempre eligen a aquella que no va a acariciarlos por miedo.

–Entonces… –balbuceó Nagore–, ¿significa eso que estoy contratada?

–Por supuesto –repuso alegre–. Esta tarde iremos a la oficina del administrador a firmar tu contrato.

Neko Café

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