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5. El oráculo
felino

El barrio estaba tan silencioso como si todo el mundo hubiera muerto en un ataque de zombis. Nagore adoraba aquellas mañanas dominicales de resaca del sábado.

Tal vez fuera por la tensión que le habían producido los últimos acontecimientos, pero había logrado dormir de corrido. Eran poco más de las ocho de la mañana cuando fue a la cocina a prepararse un café con la última cápsula que le quedaba.

Esto es preocupante, pensó mientras llenaba medio tazón de aquel brebaje espumoso de sabor tan poco natural. Luego esperó a que se enfriara y mordió una manzana de piel rugosa que llevaba días abandonada sobre el mármol.

Desde niña, los domingos le parecían angustiantes. En lugar de disfrutar del día de fiesta, lo sufría como una cuenta regresiva hacia el lunes. Cerca de cruzar la frontera temible de los cuarenta, volvía a embargarle aquella aplastante sensación mezclada con perplejidad.

Lo que le estaba pasando quedaba a años luz de lo que jamás hubiera imaginado que ocurriría en su vida.

Tomó un par de sorbos de café sin azúcar, tal como le gustaba, tratando de aprovechar aquellas horas de calma. Antes de las once el vecino empezaría “la ópera de los domingos”. El vecino de arriba, un viudo de edad indeterminada, seguía la dolorosa tradición semanal de difundir arias a un volumen que le hacía pensar que debía de tener los oídos tapados.

No tenía nada urgente que hacer, así que sus pies descalzos la llevaron hasta el escritorio de la sala, donde la aguardaban un montón de libros.

La base de aquella montaña estaba allí desde que sus cosas habían vuelto de Londres en un lento transporte marítimo. Se componía de novelas históricas que, en circunstancias normales, le habría gustado leer, pero los últimos meses no solo había perdido el interés por la literatura, sino por casi todo.

En lo alto de la pila estaban tres libros que Yumi le había dado para que se familiarizara un poco con los gatos.

Se los llevó al sofá a regañadientes junto con una pluma y una hoja de papel. Su nueva jefa le había prometido que aquellos libros eran divertidos y que le serían útiles si, además de descansar el fin de semana, quería prepararse para el primer día de trabajo.

Observó los libros con suspicacia por un momento, pero entonces su mente regresó al primer encuentro que tuvo con los gatos en la edad adulta. En especial a su encuentro con el caprichoso y mandón Capuccino.

Antes de sumergirse a la fuerza en aquellas lecturas, decidió cultivar una de sus pasiones: hacer listas y esquemas para tratar de entender su vida. El asunto de esta estaba más que claro:

Voy a trabajar en el Neko Café

Pros:

 Con mil euros al mes puedo pagar la renta, las facturas e incluso comprar algo de comida.

 Me ahorro la humillación de pedir dinero a mis padres.

 Tendré algo que hacer y así no me volveré loca encerrada en casa.

 Haré una labor humanitaria, aunque no sé si esta palabra es adecuada para la labor de conseguir que los humanos se lleven a casa unos gatos que los terminarán convirtiendo en sus criados.

 Me gusta Yumi.

 Ya dije que sí.

 ¡Necesito dinero!

Contras:

 Detesto a los gatos.

 Detesto a los fanáticos de los gatos.

Siguió sentada varios minutos frente al papel, pero tenía la cabeza en blanco. No pudo pensar en nada más contra su nuevo trabajo.

Apartó la hoja con enojo y miró las portadas de los libros que, apoyados sobre sus rodillas, aguardaban en silencio a que ella los tocara.

El gato del Dalai Lama era una novela de David Michie. Un felino de rostro oscuro, ojos azules y orejas grises la miraba desde una tela roja con café.

Soy un gato, de Natsume Sōseki, mostraba un gato negro con café de mirada fija que tampoco le inspiró confianza alguna a Nagore.

¿Qué hace mi gato cuando no estoy?: una historia real de amor, obsesión y tecnología GPS era la propuesta más friki. El libro de Caroline Paul mostraba la acuarela de un gato café contra un fondo blanco.

Nagore tuvo que reconocer que le gustaban los dibujos de este último libro. Irradiaban tanta calidez y alegría que se dijo que algún día intentaría hacer ilustraciones como aquellas. Esa idea removió algo amargo en sus entrañas: hacía casi un año que era incapaz de dibujar nada.

Para ahuyentar el malestar que empezaba a invadirla, decidió recuperar un juego que había practicado en la adolescencia con su mejor amiga: el oráculo de los libros. Abriría cada uno en una página al azar y anotaría el primer fragmento que leyera. Serían mensajes que la guiarían en la nueva vida que estaba a punto de iniciar.

El oráculo de ¿Qué hace mi gato cuando no estoy? dio el siguiente resultado:

Nunca puedes conocer a tu gato. De hecho, nunca puedes conocer a nadie tanto como quisieras. Pero eso está bien; amar es mejor que conocer.

Hay algo de verdad en esto, pensó, aunque se podría añadir que no se puede confiar en nadie completamente. Sin más reflexiones por el momento, saltó al libro siguiente, El gato del Dalai Lama:

–Verá, profesor, este gato callejero y usted tienen algo muy importante en común.

–No me imagino qué –respondió el profesor con frialdad.

–Para usted, su propia vida es lo más importante del mundo –dijo su santidad–. Y también para este gato.

Hubiera sido bonito comprender aquel fragmento, pero Nagore se sentía más próxima al punto de vista del profesor que a lo que decía el Dalai Lama. ¡No quería ni pensar que ella pudiera tener cosas en común con un gato! Aun así, apuntó la frase obedientemente. Después, tomó el tercer libro, Soy un gato, y lo abrió al azar:

Si tuviera tiempo para escribir un diario, usaría ese tiempo para algo mejor: para dormir bajo el porche.

Esta frase por lo menos la hizo sonreír. Y decidió aceptar el consejo. Después de tomar nota, volvió a su habitación y siguió la recomendación del gato desconocido: se regalaría otro rato de descanso antes de que la ópera atravesara sus tímpanos.

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