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Introducción

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A veces, algunas personas se acusan durante la confesión: «He dudado de Dios», o «He dudado de la fe». Consideran que la duda es un pecado; sin embargo, la duda pertenece a la esencia de la fe. La duda fortalecerá la fe y la cuestionará para que siempre nos volvamos a preguntar ¿qué creo realmente? ¿Qué significa que Dios existe, que Cristo resucitó, y que fuimos salvados por Él? ¿Qué significa para mí la vida eterna? Como las personas no pueden conocer la verdadera naturaleza de Dios, la duda es una compañera imprescindible en el intento de comprender cada vez más y mejor este misterio.

Ahora bien, existe asimismo la duda que lo pone todo en duda no para profundizar en la fe, sino para mantenerla bien alejada. Se duda de todo para mantener una distancia con todo lo que pueda tener relación con la fe, con el objetivo de vivir sin obligaciones. Esta duda no se aplica solo a la fe, sino a cualquier conocimiento. La filosofía la designa como la duda absoluta. Esta duda conduce al escepticismo. Niega todo conocimiento y es el fundamento de la inacción. El escéptico siempre guarda las distancias con todo. Sus acciones no se basan en la fe ni en el conocimiento, ni siquiera en la responsabilidad. Siempre es un espectador.

La filosofía también reconoce la duda existencial, que duda del sentido del destino. Esta duda conduce a la desesperación que en la tradición espiritual equivale a un pecado. La palabra alemana «Ver-zweiflung» tiene el significado de la duda radical, que nos arrebata los cimientos de nuestro ser y las raíces de nuestra existencia.1

La duda no aparece solo en el ámbito de la fe, sino también en el de las relaciones personales. Cuando una persona se enamora, siempre tiene la duda de si la otra persona es la más adecuada para él. Y aunque se una a esa persona en matrimonio, siempre tendrá sus dudas. Y también existe la duda como motivación para la investigación. Así un proverbio iraní dice: «La duda es la llave del conocimiento». La duda nos obliga a investigar en profundidad lo que nos parece dudoso. Esta duda se conoce como duda metódica; sirve para profundizar cada vez más en el conocimiento. Pero también existe la duda moral, que niega todas las normas morales y conduce al relativismo.

La palabra alemana «Zweifel» [duda] deriva del número «zwei» [dos] y de «falten» [doblar/plegar]. Algo que está doblado dos veces. Por eso «Zweifel» significa «una doble incertidumbre». Si reflexionamos sobre la palabra «Zweifel», llegamos a una experiencia esencial de la humanidad. Aprendemos que todo está emparejado: existen la luz y las tinieblas, el cielo y la tierra, el hombre y la mujer, la fe y la incredulidad. En la vida existe la dualidad; y al mismo tiempo ansiamos la unidad, ansiamos ser uno. Esta ansia, sobre todo, fue muy fuerte en los griegos. Así, la duda nos conduce a la esencia de nuestra existencia humana. Como personas somos alma y cuerpo, espíritu y materia, hombre y mujer. En nosotros siempre tenemos dos polos. Pero a pesar de eso, ansiamos ser uno, llegar a un acuerdo con nosotros mismos. No obstante, este camino hacia la unidad pasa siempre por la dualidad, por la duplicidad. Por eso en la persona no existe solo la experiencia de la duda y de la incertidumbre, sino también el ansia de unidad y certeza. Precisamente, en nuestro mundo plural, que ofrece tantas posibilidades de pecar, que confunden a las personas, estas ansían un descanso, ansían claridad, seguridad en lo que creen y en su modo de vida.

Por este motivo, no quiero reflexionar solo sobre la duda y la desesperación, sino también sobre la experiencia de la certeza, sobre la experiencia de que hay algo que sabemos con toda seguridad, que conocemos con toda claridad. La certeza puede ser una experiencia espiritual, como la que vivió Pascal durante la noche del 23 de noviembre de 1654. En ella, Pascal experimentó la presencia de Dios como certeza y alegría. Reflejó esta experiencia en su famoso Memorial: «Fuego. Dios de Abraham, Dios de Isaac, Dios de Jacob, no de los filósofos ni de los sabios. Certeza, certeza, sentimientos: alegría, paz. Dios de Jesucristo». Estas experiencias de la certeza son experiencias de la Gracia. En esos instantes desaparece la duda. De repente todo está claro. Así sentimos una seguridad interior: esto es la verdad. Sobre ella podemos construir. Todos ansiamos este tipo de experiencias.

Pero no existe solo este tipo de experiencias místicas de una certeza profunda. También hay personas que están seguras de su fe. No la ponen en cuestión. No son rígidos y tercos. Irradian una certeza natural. Estas personas están dotadas de una confianza profunda en la vida y de un anclaje muy firme en Dios. Han podido crecer a partir de las exigencias de la vida porque se yerguen sobre un terreno firme. Todos ansiamos este tipo de certeza, ansiamos una fe a la que nos podamos aferrar, como nos desea Pablo: «Manteneos despiertos y firmes en la fe: tened mucho valor y firmeza» (1 Cor 16:13). Siempre que aparece la duda y la incertidumbre en nuestra vida ansiamos tener algún tipo de fe, como se describe en la Epístola a los Hebreos: «Tener fe es tener la plena seguridad de recibir lo que se espera; es estar convencidos de la realidad de cosas que no vemos» (Heb 11:1). En medio de la inseguridad y de la incertidumbre que nos rodea por todas partes, necesitamos un fundamento seguro sobre el que permanecer.

Por eso, en este libro quiero reflexionar sobre cómo se relacionan la fe y la duda, cómo la duda y el ansia de certeza se refuerzan mutuamente, qué papel desempeña la duda en nuestra vida, cómo la duda refuerza la fe y el conocimiento y cómo la duda nos impide vivir y creer, y cómo podemos superar la desesperación que a veces nos asalta.

Aceptar la duda

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