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PRÓLOGO

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Marco Aurelio es una de las personas mejor documentadas de la Antigüedad. Hasta su rostro llegó a ser más conocido de lo habitual: las acuñaciones imperiales lo mostraron durante un periodo superior a cuarenta años y retrataron desde el joven heredero de Antonino, de mejillas afeitadas, hasta el barbado soberano fallecido en su puesto al final de la cincuentena. Para su infancia y su primera juventud dependemos en gran parte de anécdotas y reconstrucciones. Luego, en la correspondencia de su tutor Frontón, que abarcó casi tres décadas, contamos con una serie de visiones vívidas y reveladoras de la vida familiar y las preocupaciones de Marco y la corte. Pero lo que ha hecho de Marco Aurelio un nombre familiar fue el cuaderno personal de notas escritas por él durante sus últimos diez años, las Meditaciones. El «filósofo revestido de púrpura» no ha dejado nunca de contar con admiradores, tanto antiguos como modernos. Es difícil hallarle algún crítico —a pesar de que el autor de la Historia Augusta consiguió inventar uno notable en su vida ficticia de Avidio Casio—. Gibbon (en 1783) rindió un respetuoso tributo a un hombre «severo consigo mismo, indulgente con la imperfección de los demás, justo y benefactor con toda la humanidad». Ochenta años después, Matthew Arnold —inspirado por la lectura de una nueva traducción inglesa de las Meditaciones— se mostró incontenible: «El conocimiento de un hombre como Marco Aurelio constituye un beneficio imperecedero». Marco fue,

quizá, el personaje más hermoso de la historia... Aparte de él, la historia nos presenta a uno o dos soberanos más eminentes por su bondad, como san Luis o Alfredo. Pero para nosotros, personas de hoy, Marco Aurelio posee sobre ambos el interés muy superior de haber vivido y actuado en un tipo de sociedad que era moderna por sus características esenciales, en una época similar a la nuestra, en un espléndido centro de la civilización... Con su tono emotivo... el discurso moral de Marco Aurelio adquiere un carácter especial... [sus] sentencias llegan al alma... lo que hace de él un moralista tan espléndido es esa mezcla misma de dulzura y dignidad que le permite aportar, incluso a su contemplación de la naturaleza, una delicada penetración, una ternura comprensiva digna de Wordsworth.

Walter Pater convirtió al héroe de su «novela» Mario el Epicúreo (1885) —que acabó siendo secretario del emperador— en un pretexto al que adosar un conjunto de complejos ensayos sobre la Roma de los Antoninos, en la que el sereno Aurelio figura de forma destacada. Para entonces, Ernest Renan había dedicado a Marco —«y a la conclusión del mundo antiguo»— el octavo y último volumen de su Histoire des Origines du Christianisme [Historia de los orígenes del cristianismo]. En sus páginas, el cristianismo es objeto de mucha más atención que el emperador, y Renan se las vio y deseó para defender la reputación de la bella y fértil Faustina y analizar la paradoja que representó Cómodo, el degenerado heredero de Marco. Gibbon no pudo servirse de las cartas de Frontón; Arnold solo se interesó por las Meditaciones. Pero Gibbon, Pater y Renan se tragaron por igual —desgraciadamente— todas las partes inventadas de la Historia Augusta. Hermann Dessau inició en 1889 la labor de desenmascarar al autor de esta curiosa obra, y aún prosigue la tarea de descontaminación de aquella fuente —ciertos contenidos espurios, sobre todo de las vidas de Elio y Avidio Casio, siguen infectando algunos trabajos serios.

Mi acercamiento personal a Marco comenzó con las guerras marcomanas bajo la guía de sir Ronald Syme, cuyo primer consejo fue que leyera el fundamental estudio de Dessau sobre la H(istoria) A(ugusta). Aunque Marco pudo resultar moderno a alguien que vivía a mediados de la época victoriana, es posible que ahora lo parezca menos. En cualquier caso, las guerras —que fueron el catalizador de las Meditaciones— hicieron añicos aquella tranquilidad fascinada, dorada y civilizada del tiempo de los Antoninos. Las invasiones de Italia y Grecia por «bárbaros» del norte marcaron el final de una era: podría decirse que las guerras libradas por Marco en Europa central recuerdan la de 1914-1918. Y fueran cuales fuesen las intenciones de los artistas que representaron las campañas en la columna Aureliana, el horror y el patetismo que suscitan armonizan con el estado de ánimo de las Meditaciones, que contienen escasas menciones a la guerra.

Hace veinte años publiqué por primera vez un libro sobre Marco (Marcus Aurelius, Eyre & Spottiswoode, Londres; Little Brown, Boston, 1966), descatalogado ahora desde hace tiempo. Los lectores querrán conocer la relación que guarda con la presente obra. He mantenido la estructura y gran parte del texto. Los apéndices, notas, bibliografía e ilustraciones son completamente nuevos; se han corregido y ampliado partes considerables de todos los capítulos. He sacado un gran partido a varios trabajos ajenos (registrados en la Notas y en el Apéndice 1). La compleja red de vínculos familiares que formaba la dinastía Antonina se entiende ahora mucho mejor (aunque todavía queda campo para el debate); y el orden de nacimiento de los numerosos hijos de Marco y Faustina —catorce, por lo menos— se conoce también más hoy en día (estos detalles se compendian en el Apéndice 2 y en los seis gráficos genealógicos). He tenido en cuenta investigaciones recientes sobre el renacimiento intelectual griego, sobre Frontón y sobre los cristianos, que comenzaron a salir a la luz por aquellas fechas (Apéndice 4). También han aparecido algunos datos epigráficos nuevos y oportunos acerca de las guerras (Apéndice 3). Pero debo recalcar que mi libro es una biografía y no una obra sobre «la vida y la época». He considerado mi trabajo como la mera tarea de narrar la vida de Marco con la mayor exactitud posible, situando al emperador en su contexto y dejándole hablar por sí mismo —en especial en el capítulo 10—. Me daré por contento si ello ayuda a los lectores de las Meditaciones a entender mejor a su autor.

Nadie puede escribir un libro como este sin contraer un cúmulo de deudas. Espero que todo cuanto debo a trabajos publicados quede adecuadamente registrado en las notas y la bibliografía; pero me gustaría rendir un homenaje especial a C. R. Haines y A. S. L. Farquharson. Cuatro de las personas cuya ayuda reconocí agradecido hace veinte años, Donald Dudley, John Morris, Hans-Georg Pflaum y Erich Swoboda, se han ido ya de esta vida pero no han caído en el olvido. Aún siguen beneficiándome el consejo y el estímulo de Géza Alföldy, Eric Birley, Jaroslav SˇaÈel, Armin Stylow y Ronald Syme.

ANTHONY BIRLEY

Manchester

10 de junio de 1986

NOTA A LA TRADUCCIÓN ESPAÑOLA

Me parece razonable aprovechar la oportunidad que me ofrece esta traducción al español para incorporar correcciones al texto y a las notas e introducir algunas adiciones a la bibliografía. En cuanto a estas últimas (incluidas mis propias aportaciones), no he considerado necesario mencionarlas en las notas, pues su pertinencia se deduce obviamente de sus títulos.

Marco Aurelio

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