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AURELIO CÉSAR

A la muerte de Adriano recayó sobre Antonino el deber de efectuar los preparativos inmediatos relativos a sus restos. Como medida temporal, Adriano fue sepultado discretamente en Putéolos (Puzzuoli), sobre la bahía de Nápoles, en la villa que había pertenecido en otros tiempos a Cicerón, pues no se había rematado todavía el enorme mausoleo de la orilla derecha del Tíber. La ceremonia de Putéolos tuvo carácter privado: Adriano fue sepultado «odiado por todos».

«Marco se quedó en Roma y llevó a cabo los ritos funerarios para su abuelo (adoptivo)», relata el biógrafo, uno de los cuales podría haber sido el anuncio mediante heraldos de la fecha y organización del funeral público. «También ofreció un espectáculo de gladiadores como ciudadano particular, a pesar de ser cuestor», añade el biógrafo —pero podemos suponer que Marco solo era todavía cuestor designado: no lo sería de hecho hasta finales de año.[1]

Inmediatamente después de la muerte de Adriano, Antonino se dirigió a Marco a través de su esposa Faustina, tía de este, y le preguntó si estaría dispuesto a modificar su situación matrimonial. Querían que disolviera sus esponsales con Ceyonia Fabia y se prometiera a la hija de ambos, Faustina la menor, su prima carnal. Esto suponía también la disolución de los esponsales entre Faustina y Lucio Cómodo, hermano de Ceyonia, que era en ese momento el hijo menor adoptado por Antonino. Faustina era todavía demasiado joven para casarse —su matrimonio no se celebró, de hecho, hasta el 145, y por tanto es probable que en el 138 solo tuviera ocho o nueve años—. Esto significaba que Marco debía aguardar siete hasta poder contraer matrimonio. Ceyonia Fabia era probablemente mayor que Faustina —no hay duda de que estaba ya casada unos años antes del 145—; así pues, si se hubiera permitido a Marco seguir con sus primeros esponsales, no tendría que haber esperado tanto tiempo. A pesar de las tentaciones a las que estuvo expuesto, según insinúa en las Meditaciones, mientras vivía en la misma casa que la amante de su abuelo, es probable que Marco no tuviera experiencia sexual —y tal vez no la tuvo hasta su matrimonio, pues dice: «Conservé la flor de mi juventud y no demostré antes de tiempo mi virilidad, sino que, incluso, lo demoré por algún tiempo». En cualquier caso, la unión con Ceyonia Fabia había sido dispuesta por Adriano; y era bastante obvio que las edades de Lucio y Faustina estaban mal emparejadas, al menos según criterios romanos —Faustina era, probablemente, un poco mayor que Lucio o, en cualquier caso, muy poco más joven, mientras que la costumbre romana requería normalmente que el novio fuera varios años mayor que la novia—. Marco accedió sin ningún reparo a los nuevos planes. En cualquier caso, la promesa de matrimonio no comportaba obligaciones legales muy vinculantes y se podía disolver sin dificultad.[2]

Se preserva casualmente un documento de la participación de Marco en la vida pública en el que aparece con sus nuevos nombres en el año 138. La ciudad de Cízico, situada en una isla de la Propóntide, en la provincia de Asia, había creado una corporación para hombres jóvenes, un corpus iuvenum, en el cual se proporcionaba formación para la vida pública. Los organizadores enviaron una representación al Senado para que confirmase su iniciativa (una precaución muy necesaria, pues el Estado romano contemplaba con suspicacia todo tipo de clubes y sociedades como viveros de oposición política). Antonino actuó como presidente y, tras un discurso pronunciado por uno de los cónsules designados, Apio Annio Galo, se aprobó una moción en su nombre. Para legalizar una moción de ese tipo (al igual que para todos los documentos legales) se requerían siete testigos. Encabezando la lista aparece «Marco Elio, hijo del emperador Tito Elio Adriano Antonino, del distrito electoral de la tribu Papiria, Aurelio Vero». El nombre siguiente al suyo no se ha conservado completo, pero, al parecer, se podría recomponer como el de M. Annio Vero, abuelo de Marco. El cuarto de la lista es su tío paterno, Libón. Es evidente que la familia estuvo muy representada en la comparecencia —pero Marco era en ese momento el de mayor rango, aparte de Antonino—. Es probable que Marco tuviera derecho a hallarse presente por su condición de cuestor designado. Paradójicamente, se desconoce la respuesta a la petición de la ciudad de Cízico, pues la piedra está rota tras el comienzo del decreto del Senado. Pero como la lápida conmemorativa fue erigida en Cízico, es de suponer que la resolución fuese aprobatoria.[3]

Los sucesos del resto del año 138 no afectaron grandemente a Marco de manera personal. Antonino, en cambio, se vio involucrado desde el principio en una lucha con el Senado. La impopularidad de Adriano y el talante «democrático» y la personalidad complaciente del propio Antonino envalentonaron a algunos miembros de la corporación para oponerse a él. Antonino se sintió obligado a hacer que la memoria de Adriano recibiera la consagración oficial; debía ser Divus Hadrianus, el Divino Adriano. El Senado se mostró reacio a acceder. Pero la cosa no quedó ahí, sino que propuso la anulación de las leyes dictadas por él. Antonino se resistió: si se anulaban las leyes de Adriano, su propia adopción quedaría también automáticamente invalidada, algo que, desde luego, no podía consentir. También consideraba deber suyo conseguir la apoteosis de Adriano, quien, de lo contrario, se vería reducido a la misma categoría que Tiberio, Calígula, Nerón y Domiciano: todos los demás emperadores (a excepción de los efímeros soberanos del 68 y 69, Galba, Otón y Vitelio) habían sido Divus (Divino) —incluido Julio César—. Quizá Adriano no pudiera compararse con Augusto —¿y quién podía?—. Pero merecía la consagración tanto como, por ejemplo, Tito y Nerva —excepto por el hecho de que, desde el punto de vista de los senadores, estos dos gobernantes se habían distinguido de manera especial por su actitud benevolente hacia el propio Senado—. Este era el quid de la cuestión. Antonino impuso la propuesta «en contra de la oposición general».[4]

Adriano iba a ser venerado, por tanto, como un dios. Se celebrarían juegos quinquenales en su honor, se le construiría un templo en Roma —y en otras partes, por ejemplo en Putéolos, el primer lugar donde se dio sepultura a su cuerpo—. Y se constituyó un cuerpo sacerdotal formado por senadores que llevó su nombre, los sodales Hadrianales, con un flamen para ocuparse del culto. Cuando el mausoleo estuvo listo, el cadáver fue trasladado al Jardín de Domicia, donde había sido construido, para la celebración de la ceremonia fúnebre oficial y la consecratio, que se atuvo, sin duda, a los criterios tradicionales ya por aquel entonces. Tras la ceremonia, las cenizas se colocaron en la sólida tumba, acompañadas por los restos de L. Elio César y de los tres hijos mayores de Antonino fallecidos antes de su adopción. A pesar de su inflexibilidad respecto a las honras oficiales en memoria de Adriano, Antonino dio muestras del cambio de clima en su propia administración liberando a prisioneros políticos, haciendo regresar a exiliados y conmutando sentencias de muerte impuestas por su predecesor en los atormentados meses finales de su existencia. En cualquier caso, antes de la muerte de Adriano, había tomado medidas para impedir que se ejecutaran sentencias capitales.[5]

La digna postura de Antonino, unida a su actitud favorable para con el Senado, obtuvo una respuesta cálida. Se le pidió que aceptara un nuevo nombre, el de Pío, y a partir de ese momento se le conoció generalmente como Antonino Pío o, simplemente, Pío. Se han conservado diversas versiones que pretenden explicar el origen de este nombre. En realidad, lo había llevado un senador llamado Aurelio, mencionado en los Anales de Tácito, que muy bien podía haber sido antepasado de (Aurelio) Antonino. En otras palabras, Pío era, quizá, un nombre de familia que Antonino se sintió con derecho a recuperar para sí. (Pero ninguna fuente alude a ello). La versión más popular se refiere al episodio ocurrido poco antes de la adopción de Antonino, cuando entró en una reunión de senadores sosteniendo a Annio Vero, su anciano suegro: es bastante obvio que ese gesto evocó en las mentes de aquellos hombres al legendario fundador de la raza romana, el troyano Eneas, el pius Aeneas, según lo describe constantemente Virgilio, que se ganó aquel epíteto —cuyo significado es el de «cumplidor de su deber»—, sobre todo, por su acción de rescatar a su anciano padre Anquises de las llamas de Troya y sacarlo de la ciudad cargándolo sobre sus espaldas. Por aquellas fechas se estaba produciendo en Roma una recuperación de la Antigüedad, y la comparación de Antonino con Eneas se habría planteado sin dificultad en las mentes de la gente. En monedas y medallones de Antonino aparecen, ciertamente, representaciones de Eneas transportando a su padre. Aquel episodio pudo haber inducido, quizá, a alguien a exclamar, por ejemplo: Pius Antoninus (el episodio fue, además, claramente mal interpretado: se ha llegado incluso a afirmar que la primera motivación de Adriano para elegir a Antonino como heredero fue el agrado que sintió ante aquel incidente, lo cual es absurdo). Pero todo ello no era de por sí motivo suficiente para que un emperador romano adoptara un nuevo nombre oficial. Hubo otras consideraciones más pertinentes: la profundidad de las convicciones religiosas de Antonino; su actitud de respeto hacia la memoria de Adriano, su padre adoptivo, propia de alguien consciente de su deber; sus esfuerzos para impedir que Adriano se diera muerte; su éxito al proteger a algunos senadores frente a este; y su general «clemencia» o benignidad (clementia).[6]

El 1 de enero del 139, Pío fue cónsul por segunda vez. Tuvo como colega a C. Brutio Presente, cónsul también por partida doble. Presente había sido amigo de Adriano durante muchos años y le debía su carrera. Su familia acabaría vinculada a la dinastía Antonina, pues su nieta Crispina se casó con Cómodo, el hijo de Marco —aunque esto ocurriría unos cuarenta años más tarde—. De todos modos, Presente y su hijo fueron personajes influyentes durante los reinados de Pío y Marco.[7]

Al principio, Pío introdujo pocos cambios en la administración. Según su biógrafo, no sustituyó a ninguna de las personas nombradas por Adriano. De hecho, el acceso de Pío al trono fue pacífico y estable, a pesar de las complicaciones iniciales sobre el trato que debía darse a la memoria de Adriano. Aun así, hubo algún que otro cambio. Escipión Órfito, el prefecto de la ciudad, «pidió permiso» para dimitir, dice el biógrafo, sin dar fechas ni detalles. No obtuvo el honor de un segundo consulado, como solían conseguir los prefectos en algún momento, y es posible que una petición por su parte fuese el pretexto para su rápido despido. Tal vez fuera sustituido por Brutio Presente. Otro de los cambios se produjo en la poderosa provincia de Britania (uno de los nombramientos principales de este tipo, junto con el de Siria, para un senador), para la que Pío designó a un gobernador en el año 139. Su nombre era Quinto Lolio Úrbico, de origen africano, hijo menor de un caballero y el primero de su familia en ingresar en el Senado. Había destacado en la Guerra Judía del 132-135, tras lo cual Adriano lo había nombrado cónsul y, luego, gobernador de Germania Inferior. Era común que los gobernadores de Germania Inferior fueran ascendidos a la gobernación de Britania, y el nombramiento de Úrbico por parte de Pío no es, por tanto, insólito; además, en cualquier caso, su predecesor debía de hallarse a punto de ser sustituido. Pero como Úrbico iba a emprender pronto una acción que revocaría una decisión política importante y muy costosa de Adriano, su llegada a Britania parece haber sido una medida significativa.

Es posible que Úrbico fuera recomendado por el principal general del momento, Sexto Julio Severo, su comandante en jefe durante la Guerra Judía librada por Adriano. El propio Severo había sido anteriormente gobernador de Britania y quizá consideró que el sistema de frontera establecido por Adriano y Platorio Nepote era difícil de manejar. Otra medida de Pío que cambió de manera radical las disposiciones de Adriano fue la abolición de los cuatro consulares encargados de realizar funciones judiciales en Italia (el mismo Pío había ocupado uno de aquellos puestos). Es probable que la revocación de la «intromisión» imperial en Italia fuera acogida favorablemente por el Senado.[8]

En el año 139, Pío dio nuevos pasos para realzar la dignidad de su sobrino e hijo mayor adoptado: Marco fue designado cónsul para el año 140, y Pío sería su colega. Otros honores fueron su nombramiento como sevir en el desfile anual de caballeros celebrado el 15 de julio. Por su condición de heredero al trono, Marco era jefe del orden ecuestre, princeps iuventutis. En ese momento recibió el nombre de César, y a partir de entonces, hasta la muerte de Pío, se le denominó oficialmente Marco Elio Aurelio Vero César. De momento, solo tenía el nombre de César y ninguno de sus poderes. Pero no se trataba de un nombre corriente y Marco era muy consciente de ello: «¡Cuidado! No te conviertas en un César», se decía a sí mismo en las Meditaciones muchos años después, «no te tiñas siquiera de púrpura, porque suele ocurrir». El sentido implícito es claro. No obstante, en una de sus primeras comparecencias oficiales, relata Casio Dión, cuando, por su condición de princeps iuventutis, «había pasado a ser el jefe de los caballeros», causó una impresión favorable que «entrara en el Foro con los demás, a pesar de ser César».[9]

Marco fue elegido miembro de los colegios sacerdotales por orden del Senado; los cuatro principales eran los de los pontifices, los augures, los quindecimviri sacris faciundis y los septemviri epulonum. Un senador corriente no podía esperar pertenecer a más de uno, y la mayoría debían contentarse con ser miembros de una de las corporaciones menos distinguidas —los Hermanos Arvales, los fetiales y los sodales del culto imperial—; es probable que Marco fuera cooptado para todas ellas como algo obvio, aunque solo disponemos de pruebas directas para el caso de los Hermanos Arvales.[10]

El propio Pío obtuvo una nueva distinción en el año 139 al recibir el título de pater patriae, «padre de la patria», buscado por todos los emperadores —aunque se consideraba correcto aplazar la aceptación durante un tiempo—. Adriano había esperado once años. Sorprende un tanto que Pío asumiese el título al cabo de solo un año, pero es probable que lo hiciera porque el Senado se lo pidió con insistencia. «Al principio, cuando se lo ofreció el Senado, lo rechazó; pero, luego, lo aceptó con un complejo discurso de agradecimiento».[11]

Pío exigió a Marco en ese momento que trasladara su residencia a la Casa de Tiberio, el palacio imperial de la colina Palatina, y le confirió los signos externos y visibles de su nuevo rango: el aulicum fastigium, la «pompa de la corte», a pesar de las objeciones de Marco. La dificultad para llevar una vida normal —o una buena vida— en un palacio es un tema recurrente en las Meditaciones: «Donde es posible vivir, también se puede vivir bien, y es posible vivir en palacio, luego es posible también vivir bien en palacio». En un pasaje posterior de las Meditaciones, Marco se dice a sí mismo: «Nadie te oiga ya censurar la vida palaciega, ni siquiera tú mismo». Debió de haberse dado cuenta de que le resultaba demasiado fácil utilizar su condición como excusa para no llevar una vida conforme con sus elevados criterios. Pero conocía, seguramente, los versos del poeta estoico Lucano:

Quien desee ser piadoso,

salga del palacio.

Antonino Pío ayudó a Marco a «arrancar de mí todo orgullo y llevarme a comprender que es posible vivir en palacio sin tener necesidad de guardia personal, de vestidos suntuosos, de candelabros, de estatuas y otras cosas semejantes y de un lujo parecido; sino que es posible ceñirse a un régimen de vida muy próximo al de un simple particular, y no por ello ser más desgraciado o más negligente en el cumplimiento de los deberes que soberanamente nos exige la comunidad». Como cuestor, en el año 139, la función de Marco en el Senado fue de rango inferior. Sus principales obligaciones en cuanto cuestor del emperador consistirían en leer la cartas de este al Senado en ausencia del propio Pío y actuar, en general, como una especie de secretario particular parlamentario. En el año 140, en su puesto de cónsul, habría tenido obligaciones más importantes: al ser uno de los dos representantes principales del Senado durante su desempeño del cargo, se le exigiría presidir reuniones, celebrar ceremonias oficiales y religiosas y participar de manera destacada en las funciones administrativas de aquella corporación.

A partir de ese momento iba a asumir un cometido importante en la administración de su padre adoptivo, asistiendo al principio a las reuniones del consejo imperial para observar cómo se gestionaban los asuntos del imperio. Según expresión del biógrafo, «debía de prepararse para gobernar el Estado».[12]

El ascendiente de Pío sobre el joven Marco fue enorme; y de todos los homenajes que tributa en el primer libro de las Meditaciones a aquellos cuya influencia recordaba con gratitud, el que rinde a Antonino Pío es con mucho el más extenso. El retrato del emperador y el hombre ofrecido allí es tan vívido que merece ser citado íntegramente:

[...] de mi padre: la mansedumbre y la firmeza serena en las decisiones profundamente examinadas. El no vanagloriarse con los honores aparentes; el amor al trabajo y la perseverancia; el estar dispuesto a escuchar a los que podían hacer una contribución útil a la comunidad. El distribuir sin vacilaciones a cada uno según su mérito. La experiencia para distinguir cuándo es necesario un esfuerzo sin desmayo, y cuándo hay que relajarse.

El saber poner fin a las relaciones amorosas con los adolescentes. La sociabilidad y el consentir a los amigos que no asistieran siempre a sus comidas y que no le acompañaran necesariamente en sus desplazamientos; antes bien, quienes le habían dejado momentáneamente por alguna necesidad lo encontraban siempre igual. El examen minucioso en las deliberaciones y la tenacidad, sin eludir la indagación por sentirse satisfecho con las primeras impresiones. El celo por conservar a los amigos [el término «amigo» tiene aquí un significado oficial, no solo privado: los miembros del consejo imperial tienen el título de «amigos del emperador»],[13] sin mostrar nunca disgusto ni loco apasionamiento. La autosuficiencia en todo y la serenidad. La previsión desde lejos y la regulación previa de los detalles más insignificantes sin escenas trágicas. La represión de las aclamaciones y de toda adulación dirigida a su persona. El velar constantemente por las necesidades del Imperio. La administración de los recursos públicos y la tolerancia ante la critica en cualquiera de estas materias; ningún temor supersticioso respecto a los dioses ni disposición para captar el favor de los hombres mediante agasajos o lisonjas al pueblo; por el contrario, sobriedad en todo y firmeza, ausencia absoluta de gustos vulgares y de deseo innovador.

El uso de los bienes que contribuyen a una vida fácil —y la Fortuna se los había deparado en abundancia—, sin orgullo y a la vez sin pretextos, de manera que los acogía con naturalidad cuando los tenía, pero no sentía necesidad de ellos cuando le faltaban. El hecho de que nadie hubiese podido tacharle de sofista, bufón o pedante; por el contrario, era tenido por hombre maduro, completo, inaccesible a la adulación, capaz de estar al frente de los asuntos propios y ajenos. Además, el aprecio por quienes filosofan de verdad, sin ofender a los demás ni dejarse tampoco embaucar por ellos; más todavía, su trato afable y buen humor, pero no en exceso. El cuidado moderado del propio cuerpo, no como quien ama la vida, ni con coquetería ni tampoco negligentemente, sino de manera que, gracias a su cuidado personal, en contadísimas ocasiones tuvo necesidad de asistencia medica, de fármacos o emplastos.

Y especialmente, su complacencia, exenta de envidia, en los que poseían alguna facultad, por ejemplo, la facilidad de expresión, el conocimiento de la historia de las leyes, de las costumbres o de cualquier otra materia; su ahínco en ayudarles para que cada uno consiguiera los honores acordes a su peculiar excelencia; procediendo en todo según las tradiciones ancestrales, pero procurando no hacer ostentación ni siquiera de esto: de velar por dichas tradiciones. Además, no era propicio a desplazarse ni a agitarse fácilmente, sino que gustaba de permanecer en los mismos lugares y ocupaciones. E inmediatamente, después de los agudos dolores de cabeza, rejuvenecido y en plenas facultades, se entregaba a las tareas habituales. El no tener muchos secretos, sino muy pocos, excepcionalmente, y solo sobre asuntos de Estado. Su sagacidad y mesura en la celebración de fiestas, en la construcción de obras públicas, en las asignaciones y en otras cosas semejantes, es propia de una persona que mira exclusivamente lo que debe hacerse, sin tener en cuenta la aprobación popular a las obras realizadas.

Esta observación era, quizá, un recuerdo del interés del propio Marco por su buen nombre en sus años de muchacho, una tendencia a preocuparse por lo que otros pensaran de él, algo contra lo que tuvo que luchar el resto de su vida.[14]

Ni baños a destiempo, ni amor a la construcción de edificios, ni preocupación por las comidas, ni por las telas, ni por el color de los vestidos, ni por el buen aspecto de sus servidores; el vestido que llevaba procedía de su casa de campo en Lorio, y la mayoría de sus enseres, de la que tenía en Lanuvio. ¡Cómo trató al recaudador de impuestos en Túsculo que le hacía reclamaciones! Y todo su carácter era así; no fue ni cruel, ni hosco, ni duro, de manera que jamás se habría podido decir de él: «Ya suda», sino que todo lo había calculado con exactitud, como si le sobrara tiempo, sin turbación, sin desorden, con firmeza, concertadamente. Y encajaría bien en él lo que se recuerda de Sócrates: que era capaz de abstenerse y disfrutar de aquellos bienes cuya privación debilita a la mayor parte, mientras que su disfrute les hace abandonarse a ellos. Su vigor físico y su resistencia, y la sobriedad en ambos casos son propiedades de un hombre que tiene un alma equilibrada e invencible —como las que mostró Máximo durante la enfermedad que le llevó a la muerte.

Esto último es una referencia a Claudio Máximo, amigo de Marco.[15] Britania debió de ocupar un lugar descollante en la lista de temas sometidos a debate en las reuniones del consejo imperial del año 140. Debido a su inexperiencia militar, Pío confiaba mucho en especialistas, entre los que destacaban los dos prefectos de la guardia pretoriana, M. Petronio Mamertino y M. Gavio Máximo. La anterior carrera de Mamertino, pariente de Frontón, es poco conocida. Uno de sus nietos se casaría con una hija de Marco. Gavio Máximo era de origen italiano, de la localidad de Firmio, en el Piceno, junto a la costa adriática. Había sido procurador de Mauritania Tingitana unos diez años antes y, luego, procurador de la provincia de Asia. No es improbable que se hubiese encontrado allí con Pío cuando el futuro emperador ejercía el cargo de procónsul y le hubiese causado una impresión lo bastante favorable como para ser escogido para la fundamental tarea de prefecto del Pretorio, sin tener que pasar de antemano por las etapas de promoción normales. Máximo continuó casi veinte años en el cargo de prefecto —una duración sin paralelo en aquel puesto—. No gozaba del aprecio de todos —«era un hombre de gran severidad»—, pero debió de haber sido competente y estuvo en condiciones de influir profundamente en la política militar del reinado.[16]

Había también otros consejeros a los que recurrir para que dieran su opinión sobre Britania. Ya hemos mencionado a Sexto Julio Severo. Es posible que todavía viviera Platorio Nepote, constructor del Muro de Adriano, pero sus puntos de vista no eran, quizá, muy apreciados. P. Mumio Sisena había estado en Britania como gobernador solo cinco años antes, y su hijo Sisena Rutiliano era legado de la Sexta Legión, acantonada allí. Un joven llamado Poncio Leliano, cuyas destrezas militares gozaron de una alta estima durante aquel reinado, había marchado a Britania con el cargo de tribuno desde Germania Inferior, junto con Platorio Nepote y la Sexta Legión. Y había otros más que habían prestado servicio allí.

En el otoño del 140, Pío y Marco convocaron a un antiguo gobernador de Britania. Marco rememoró aquella circunstancia en el año 142: «Recuerdo que hace tres años, volviendo de la vendimia con mi padre, nos desviamos hacia la finca de Pompeyo Falcón. Vi allí un árbol con muchas ramas al que llamó catachanna. Me pareció una especie arbórea nueva y maravillosa: tenía en un tronco brotes de casi cualquier tipo de árbol...». Aquí se interrumpe el manuscrito de la carta. Aunque se hubiera conservado el texto completo, es probable que no incluyese referencias a Britania. Pero es casi indudable que Pío habría analizado allí las circunstancias con Falcón, además de admirar sus experimentos con los injertos. Falcón había sido gobernador inmediatamente antes de Platorio Nepote, y quizá tenía ideas muy diferentes sobre cómo tratar a los feroces britanos del norte.[17]

De hecho, Lolio Úrbico abandonó la costosa barrera fronteriza permanente construida en piedra y levantada por Nepote para Adriano e invadió el sur de Escocia. Se habían producido, sin duda, provocaciones, pero la represalia no tenía por qué haber conllevado el abandono del muro fronterizo, a menos que el alto mando romano hubiese comenzado a considerarlo insatisfactorio. Úrbico obtuvo algunas victorias e inició la construcción de una nueva frontera, entre el estuario del Forth y Clyde, que medía solo la mitad del Muro de Adriano y fue levantada con turba, y no con piedra, siendo por tanto mucho más barata (aunque más fácil de flanquear, en especial bajando por la costa occidental).

El éxito conseguido en Britania indujo a Pío a aceptar en el año 142 la aclamación por parte de los soldados victoriosos de las legiones británicas. Al año siguiente apareció en las monedas el título «Imp. II». Fue el único título militar de esas características que iba a aceptar Pío a lo largo de todo su reinado, un signo de la especial importancia atribuida a la guerra de Britania —y también de la naturaleza pacífica del reinado en su conjunto—. Los lisonjeadores de Pío le atribuyeron personalmente la dirección de las operaciones desde Roma: «Aunque encargó a otros la conducción de la campaña —dijo el orador Frontón—, mientras él permanecía en el Palacio de Roma, al igual que el piloto que maneja el timón de un buque de guerra, la gloria de la navegación y el viaje le pertenecen a él».[18]

Aunque la guerra de Britania fue la única de gran importancia, hubo también problemas en Dacia. En tiempo de Adriano, Dacia había sido dividida en tres provincias, dos de las cuales eran gobernadas por procuradores sin tropas legionarias a su mando. Varios disturbios de naturaleza desconocida que afectaron a Dacia Inferior hicieron necesario el envío de legionarios, que normalmente solo podían estar al mando de un senador con el título de legatus y cuya misión era reforzar la guarnición del procurador. Es evidente que se consideraba poco político enviar a un senador a hacer campaña en Dacia Inferior, por lo que se dieron poderes especiales al procurador en condición de pro legato. El hombre en cuestión era un pariente próximo del gran prefecto de la guardia pretoriana en tiempos de Adriano, Q. Marcio Turbón, que en el año 118 había participado a su vez en acciones militares en Dacia con poderes especiales. Entretanto, en el Danubio central se produjo un éxito diplomático. Los turbulentos cuados permitieron a Roma elegirles su nuevo soberano, suceso anunciado en la numismática imperial con la leyenda REX QUADIS DATUS.[19]

También hubo actividad diplomática en el este. Los armenios aceptaron igualmente en el trono a una persona nominada por Roma; y el rey de los lejanos iberos del Cáucaso, útiles aliados de Roma en cualquier dificultad con Partia, acudió a la urbe en visita de Estado en el año 140 o poco después. El soberano trató a Antonino con gran respeto —mayor del que había mostrado a Adriano, según se dijo—. La diplomacia había estado respaldada por unas acciones firmes: se había reforzado el ejército sirio e impedido una guerra con los partos.[20]

Aparte de estos asuntos de Estado, Marco prosiguió sus estudios —«con gran empeño»—. La toma de la toga virilis solía ser el momento del inicio de la tercera fase educativa, la de la oratoria o retórica. Aunque Marco tenía solo catorce años cuando vistió la toga virilis, en el 136, es posible que se hallara lo bastante avanzado como para iniciar su formación en oratoria. En la Antigüedad, este término significaba mucho más de lo que hoy entendemos por él. La definición más sencilla de la palabra orator la dio Catón el Viejo varios siglos antes: «Un hombre bueno diestro en hablar». Esta definición hace hincapié en la importancia atribuida a la instrucción en asuntos morales y a la formación del carácter, pues su objetivo no se reducía a crear un hombre capaz de pronunciar un buen discurso o, incluso, un discurso brillante, aunque esta preparación tenía entonces mucha más importancia de la que tiene hoy. En tiempos antiguos, pronunciar un discurso era la única manera de comunicarse con un público masivo, pues no existían ni la imprenta ni la radio. Formarse como orador equivalía a prepararse para la totalidad de la vida pública. Por otra parte, no deberíamos exagerar la importancia de esa preparación —en cualquier caso, hasta sus exponentes más destacados admitían a veces que el aspecto práctico de la formación oratoria no era siempre muy considerable—. De todos modos, lo que se ofrecía por medio de ella era una educación humana universitaria que abarcaba la filología, la literatura, la historia y la filosofía.

Marco tuvo tres tutores en griego: Aninio Macro, Caninio Céler y Herodes Ático, y uno en oratoria latina: Cornelio Frontón; aunque es probable que Frontón y Herodes no llegaran a ser tutores suyos hasta su adopción por parte de Antonino. Como siempre, se consideraba importante prestar una gran atención al griego.

Marco tuvo también un tutor en leyes: Lucio Volusio Meciano. Meciano era un caballero a quien Pío había incorporado a su equipo al ser adoptado. En ese momento desempeñaba el cargo de director del servicio postal público (praefectus vehiculorum), un empleo que se le había dado para que pudiera quedarse en Roma, donde estaría disponible para prestar asesoramiento en el consejo sobre problemas legales —era uno de aquellos expertos a quienes Pío estaba muy dispuesto a escuchar, según cuenta Marco.[21]

Quintiliano, el gran teórico de la educación de la época anterior, nombrado por el emperador Vespasiano para ocupar una cátedra de retórica, había sostenido que, honradamente, la filosofía no podía faltar en el plan de estudios de un futuro orador, aunque entre los oradores y los filósofos existía, en materia de pedagogía, una rivalidad tradicional que se remontaba a los tiempos de Isócrates y Platón. No obstante, había perdido ya vigencia el prejuicio romano contra la filosofía, que había llevado a la madre de Agrícola a refrenar a su hijo cuando, en la universidad de Marsella, «bebía de las fuentes de la filosofía con una ansiedad excesiva para un romano y senador». Marco había asistido previamente a las clases impartidas por el estoico Apolonio. El filósofo se hallaba entonces de vuelta en su localidad natal de Calcedonia y Pío lo mandó llamar. Según sus detractores, marchó como un Jasón en busca del Vellocino de Oro, pero al revés. A su llegada a Roma fue convocado al palacio para que enseñara a Marco. Pero su respuesta fue: «No es el maestro quien debe presentarse ante el discípulo, sino este ante el maestro». Pío se burló de él: «Ha sido más fácil para Apolonio venir de la Cólquide a Roma, que de su casa de Roma al Palatino». Pero, en cualquier caso, Marco acudió a casa de Apolonio. Se cuenta que Pío consideró a Apolonio avaricioso en lo relativo a su salario. Los recuerdos que tenía Marco de Apolonio, según se recogen en las Meditaciones, eran muy diferentes. Lo menciona como una de las tres personas por cuyo conocimiento estaba especialmente agradecido a los dioses. De Apolonio aprendió

la libertad de criterio y la decisión firme y sin vacilaciones ni recursos fortuitos; no dirigir la mirada a ninguna otra cosa más que a la razón, ni siquiera por poco tiempo; el ser siempre inalterable, en los agudos dolores, en la pérdida de un hijo, en las enfermedades prolongadas; el haber visto claramente en un modelo vivo que la misma persona puede ser muy rigurosa y al mismo tiempo desenfadada; el no mostrar un carácter irascible en las explicaciones; el haber visto a un hombre que claramente consideraba como las más ínfima de sus cualidades la experiencia y la diligencia en transmitir las explicaciones teóricas; el haber aprendido cómo hay que aceptar los aparentes favores de los amigos, sin dejarse sobornar por ellos ni rechazarlos sin tacto.

Este punto resulta interesante a la luz de la opinión de Pío: Marco parece estar pensando en la reacción de Apolonio ante los presentes que le ofreció a cambio de sus enseñanzas, presentes cuyo valor en cuanto meros objetos materiales no podía compararse con el de sus lecciones.[22]

Desconocemos cuánta atención prestó Marco en esta fase a su formación filosófica con Apolonio; es probable que el práctico Pío insistiera en que se hiciese hincapié sobre todo en la oratoria. No sabemos gran cosa sobre dos de los tutores de Marco. Una mención casual de Filóstrato revela que Caninio Céler fue autor de una obra titulada Araspes, el amante de Pantea —que narraba, como es de suponer, el cuento de la esposa del rey persa Abradato, enamorada del meda Araspes, que la había hecho cautiva—. Céler escribió también sobre retórica, y «aunque fue un buen secretario imperial [de Adriano, al parecer], era poco competente en declamación». Aninio Macro es, por lo demás, desconocido. En las Meditaciones, Marco menciona a Céler de pasada una sola vez; a Macro, nunca.[23]

Los otros dos maestros de Marco, Herodes Ático y Cornelio Frontón, fueron los oradores en activo más famosos de la época, en griego y latín respectivamente, y se conocen muchos detalles de sus vidas. Herodes —Tiberio Claudio Ático Herodes— fue una figura controvertida. Sus vínculos con la familia de Marco se remontaban al periodo en que, de joven, había vivido durante un tiempo en la casa romana del abuelo materno de este, Calvisio Tulo Rusón. Herodes era ateniense y descendía de una antigua familia enormemente rica. «Nadie empleó mejor su riqueza», dice su biógrafo Filóstrato. Pero también podía ser exaltado y carecer de tacto. Su padre había sido cónsul bajo Adriano, por lo que tenía garantizado el ingreso en el Senado y la promoción a los más altos honores del Estado. Había mantenido contacto con Antonino en la época en que este fue procónsul de Asia, y él mismo administraba algunas de las comunidades de la provincia como comisionado especial. Acerca de su encuentro corrían versiones diferentes: algunos decían que el griego, seguro de sí, propinó un empellón al procónsul en la calle —y nada más—. Filóstrato se ve obligado a admitir la autenticidad de la historia —«se empujaron el uno al otro de alguna manera, como ocurre en terrenos agrestes y en calles estrechas; pero no quebrantaron la ley liándose a golpes»— . El episodio resulta curioso. Es posible que aquellos dos exaltados senadores marcharan en carruaje y que el motivo de la disputa fuera el derecho de paso. El incidente, sin embargo, no puso en peligro el futuro de Herodes cuando Antonino se convirtió en emperador.

Herodes no era simplemente rico. Es probable que fuera el hombre más rico de la mitad oriental del imperio. Pero a los orgullosos atenienses les ofendía su comportamiento displicente, y de vez en cuando se formulaban quejas, comenzando por la muerte de su padre, cuando alegaron que había intentado defraudarlos arrebatándoles un legado recogido en el testamento de su difunto progenitor. Pero Herodes podía ser generoso. Así lo atestigua todavía un edificio público que ordenó construir en Atenas a sus expensas: el Odeón. También se beneficiaron de su generosidad ciudades de otras partes del imperio. Herodes se casó con Apia Annia Regila, hija de una familia noble italiana. El matrimonio no fue bien aceptado por todos los miembros de la familia de Regila y acabó en tragedia y en medio de desagradables recriminaciones.

Herodes adquirió sus dotes oratorias con facilidad: «El aprendizaje no le resultó nunca a nadie tan fácil como a él», declara Filóstrato. No rechazaba trabajar con dureza, pero solía estudiar bebiendo vino y de noche, en periodos de insomnio. Por eso, la gente perezosa y estrecha de miras le llamaba «El orador relleno». Era un orador contenido, especializado en la sutileza más que en los ataques vigorosos, según Filóstrato. «Su lenguaje era elegante: agradable y cuajado de metáforas».[24]

El siglo II fue el momento de apogeo de los sofistas —conferenciantes y maestros profesionales, profesores itinerantes (aunque algunos ocupaban cátedras universitarias dotadas por el Estado)—. En cierto sentido, hombres públicos como Herodes y Frontón eran los decanos de la profesión, aunque no se consideraban incluidos en la misma categoría que Favorino, por ejemplo, o incluso que Caninio Céler. Como orador del Foro, Frontón se habría sentido especialmente justificado al mirar a los teóricos por encima del hombro. El concienzudo Aulo Gelio era admirador tanto de Herodes como de Frontón y relató en sus Noches áticas las ocasiones en que había tenido el privilegio de escuchar cómo pontificaban aquellos grandes hombres. Dos de las historias acerca de Herodes se refieren a otras tantas ocasiones en que puso firmemente en su lugar a los llamados filósofos.

Cuando éramos estudiantes en Atenas —comienza un relato—, Herodes Ático, el consular, de elocuencia auténticamente griega, me invitó a menudo a su casa de campo, próxima a la ciudad, junto con el senador Servilio y varios romanos más que habían ido de Roma a Grecia en busca de cultura. En aquel tiempo, cuando estábamos allí en su villa, llamada Cefisia, solíamos protegernos del desagradable calor del verano o del ardiente sol otoñal a la sombra de sus espaciosos bosquecillos, sus largas avenidas y la situación fresca de la casa. La villa disponía de elegantes baños en los que abundaba el agua saltarina, y era en conjunto un lugar encantador, rodeada del sonido melodioso del agua corriente y los cantos de los pájaros.

En cierta ocasión se hallaba con nosotros un estudioso de la filosofía, «de tendencia estoica», como él mismo solía decir, intolerablemente charlatán y presuntuoso. Durante la conversación normal de sobremesa acostumbraba a sermonear con una prolijidad desmesurada sobre principios filosóficos de una manera sumamente inapropiada y ridícula, afirmando que, en comparación consigo mismo, todas las autoridades griegas y quienes vestían toga —todas las personalidades latinas en general— eran unos palurdos ignorantes...

y así seguido. Pero, concluye Gelio, «Herodes esperó a que terminara» y, a continuación, lo silenció pidiendo que le trajeran el primer volumen de las Disertaciones de Epicteto, editadas por Arriano, y haciendo que leyeran en voz alta un pasaje en el que el gran estoico daba una definición sencilla de la distinción entre el bien y el mal. Aquel joven seguro de sí quedó reducido a un embarazoso silencio.[25]

En otra ocasión, Herodes se las vio con un hombre que le pidió en la calle dinero para comprar pan.

El hombre vestía capa, y el pelo y la barba le llegaban hasta la cintura [el aspecto normal de cierto tipo de filósofos]. Herodes le preguntó quién era, lo cual molestó a aquel hombre. «Soy un filósofo», respondió. «¿Por qué preguntas algo que debería ser evidente?». Herodes dijo que podía ver una barba y una túnica, pero no a un filósofo. «¿Por qué datos piensas que puedo reconocerte como filósofo?», le preguntó. Algunos de quienes se hallaban con Herodes le dijeron que el hombre en cuestión era un conocido vagabundo de mal carácter.

A continuación, Herodes, con gesto generoso, dio al vagabundo dinero suficiente para comprar pan durante treinta días, lamentando a continuación la práctica de que algunas personas se hicieran pasar por filósofos.

En una tercera ocasión, Gelio oyó a Herodes atacar el estoicismo.

Cierta vez oí al consular Herodes Ático hablar largo y tendido en griego, idioma en el que destacaba entre todos nuestros contemporáneos por la seriedad, fluidez y elegancia de su dicción. Hablaba en aquel momento sobre la «falta de sentimiento» de los estoicos [su creencia de que era posible mantener en jaque las emociones].

Herodes, persona emotiva, no podía aceptar aquella actitud, y comparaba a los estoicos con un bárbaro ignorante que, tras haber aprendido que la poda es buena, se dedica a talar todas sus cepas y olivos.

Así también —decía Herodes—, estos discípulos del culto de la ausencia de emociones, que desean ser considerados personas sosegadas, valerosas y firmes porque no muestran deseos ni pesares, enfado ni placer, se desprenden de las emociones más activas del espíritu y envejecen en un estado de letargo llevando una vida inactiva y apática.[26]

Marco acabaría convirtiéndose en un estoico. De joven, al llorar la muerte de uno de sus maestros, algunos miembros del personal de palacio le recomendaron contención. Pío terció diciendo: «Dejadle ser humano por una vez, pues ni la filosofía ni el imperio anulan los sentimientos naturales».[27] Es posible que las enseñanzas de Apolonio ejercieran cierto efecto sobre Marco. Sabemos poco acerca de Herodes como maestro suyo. Ambos iban a mantenerse muy en contacto durante el resto de sus vidas. Pero Marco no alude para nada a Herodes en sus Meditaciones.

El refinado Marco Cornelio Frontón rivalizaba con Herodes en la estima popular. Frontón, natural de Cirta (Constantina), en la provincia de Numidia, de habla latina, no sentía un gran afecto por su vistoso rival, aunque Marco consiguió más tarde que mantuvieran una relación de trato educado. Como orador, Frontón fue muy apreciado en la Antigüedad; se consideraba que solo le superaba Cicerón, o que incluso representaba una opción alternativa a este en cuanto «gloria de la elocuencia romana», opción que ahora nos resulta desconcertante, pues solo se conservan de él fragmentos de sus discursos y algunas cartas y anécdotas. En Casio Dión encontramos una de esas anécdotas, tampoco extraordinariamente divertida, aunque suficientemente agradable.

Cornelio Frontón, que ocupó un primer lugar entre los abogados romanos de su época, regresaba cierta noche a casa tras haber salido de un banquete a horas muy tardías. Un hombre a quien iba a defender le dijo que Turbón ocupaba ya su asiento en el tribunal. Frontón acudió allí tal como estaba, con sus ropas del festín, y saludó al prefecto con un úgíaine («buenas noches») en vez de con un cαíρε («buenos días»).[28]

Pero las historias narradas por Aulo Gelio nos ofrecen un retrato mejor de Frontón como hombre de letras y ayudan a mostrarlo en el contexto de la sociedad literaria del momento.

Cuando vivía en Roma de joven, antes de marchar a Atenas, y mis sesiones con los maestros y la asistencia a las clases me dejaban tiempo libre, solía ir a casa de Cornelio Frontón por el placer de verlo y disfrutar de su conversación, que estaba llena de enseñanzas útiles expresadas con el mayor clasicismo. Tras haberle visto y oído hablar —como, por ejemplo, en aquella charla que mantuvo un día concreto sobre un asunto, sin duda menor, pero pertinente para el estudio del latín—, salíamos siempre más cultos y formados que antes. En efecto, cuando un conocido suyo, un hombre bien educado y un poeta conocido por aquel entonces, dijo que había sido curado de la hidropesía mediante la aplicación de «arenas» (arenae) calientes, Frontón le respondió bromeando: «Te has curado de la enfermedad, pero, desde luego, no de emplear las palabras de forma incorrecta. Gayo César [Julio César], el dictador perpetuo, suegro de Cneo Pompeyo, de quien proceden la familia y el nombre de los Césares, hombre de extraordinaria inteligencia y de mayor distinción que todos sus contemporáneos por la pureza de sus expresiones, sostiene en su obra Sobre la analogía, dedicada a Marco Cicerón, que “arenas” es un empleo incorrecto [en latín], y que esa palabra no se emplea nunca en plural, como tampoco los términos “cielo” o “trigo”». Frontón siguió aduciendo más ejemplos, y su conocido argumentó en sentido contrario citando pasajes de Plauto y Ennio. Frontón sacó su ejemplar de la obra de César y, luego, su amigo el poeta le pidió que justificara los argumentos del dictador.

Aulo Gelio aprovechó la oportunidad para memorizar las palabras iniciales del libro de César (del que, probablemente, no tenía un ejemplar). La exposición de Frontón concluyó con la recomendación de buscar el término «arenas» en plural, u otras palabras empleadas normalmente en plural y que se usaran en singular «no porque pensase —dice Gelio— que fueran a encontrarse de hecho en ningún autor clásico, sino para hacernos practicar la lectura mediante la búsqueda de palabras raras».

Gelio visitó más tarde a Frontón junto con su amigo Favorino cuando aquel gran hombre sufría de gota pero se hallaba, no obstante, en plena forma en un salón literario. Los eruditos presentes debatían sobre las palabras empleadas para describir los colores. Favorino expuso la opinión de que el griego tenía más términos para describir, por ejemplo, matices del rojo. Frontón no estaba dispuesto a dejarse ganar y presentó siete palabras latinas para distintas variedades del rojo, además de las tres en las que Favorino había pensado —manteniendo, además, que, en cualquier caso, eran sinónimos exactos—. Favorino solo había sido capaz de proponer cuatro términos en griego y reconoció gentilmente la brillantez argumental de Frontón.

En otro debate, Frontón se enfrentó a un crítico que mantenía que la expresión «muchos mortales», utilizada por el historiador Claudio Cuadrigario, era absurda, pues podía haber dicho simplemente «muchos hombres» o «mucha gente». Frontón explicó con seguridad la sutil distinción que Cuadrigario había pretendido transmitir. Este tipo de detalles apasionaba a Frontón.

Me acuerdo de una vez en que Julio Celsino, el numidio, y yo fuimos a ver a Cornelio Frontón, que padecía entonces de gota. Cuando nos hicieron pasar, lo encontramos tumbado en un diván de estilo griego rodeado por muchos hombres de eminente erudición, noble cuna o fortuna. Se hallaban presentes varios arquitectos que habían sido convocados para construir unos nuevos baños públicos y estaban mostrando bocetos de diversos tipos de baños dibujados en pequeños rollos de pergamino. Tras haber escogido un tipo y un boceto, preguntó cuál era el precio calculado de la obra completa. El arquitecto dijo que rondaría los 300.000 sestercios. «Más otros 50.000, aproximadamente (praeter propter)», dijo uno de sus amigos.

Frontón dejó súbitamente de lado la discusión sobre los nuevos baños e inició una indagación del uso de la expresión praeter propter.

Un ejemplo final nos proporcionará un nuevo atisbo de la atmósfera reinante en aquellos círculos literarios. Frontón se hallaba de pie en el vestíbulo del palacio hablando con Postumio Festo, otro senador de Numidia, y con el maestro del propio Gelio, el gran estudioso Sulpicio Apolinar (profesor también de Pértinax, el futuro emperador, que era entonces un joven de procedencia humilde y sin perspectivas de futuro). «En aquel momento me encontraba cerca, con los demás, escuchando muy interesado su conversación sobre temas literarios». El debate giraba en torno a las posibles palabras latinas para «enano». No obstante, todo era trigo para el molino de Gelio. En cierto sentido, habría podido ser un Boswell perfecto, pero tal vez le faltó un Johnson de quien registrar cada palabra pronunciada. La mejor manera de transmitir el carácter de la curiosa obra de Gelio y de las cosas que consideraba interesantes podría consistir en presentar algunos epígrafes de los pequeños ensayos de sus Noches áticas: «La vigorosa afirmación de Julio Higino, según el cual había leído un manuscrito de Virgilio, conservado en el hogar del poeta, que presentaba la versión: et ora tristia temptantum sensus torquebit amaror, en vez de la habitual: sensu torquebit amaro»; «Sobre un error vergonzoso de Ceselio Víndex que encontramos en su obra Primeras palabras»; «Un relato tomado de las obras de Tuberón acerca de una serpiente de una longitud sin precedentes»; «De qué manera y con qué severidad reprendió el filósofo Peregrino, según pude presenciar, a un joven romano de familia ecuestre que se hallaba frente a él sin prestar atención y bostezando continuamente»; «Sobre el extraño suicidio de las vírgenes de Mileto».[29]

Ese era, pues, el mundo literario en que Marco se iba a engolfar bajo la guía de Frontón. Ante todo, se trataba de un mundo que procuraba volver la vista atrás, hacia los primeros días de la literatura latina, en busca de inspiración. Las máximas figuras de la edad de oro, Cicerón y Virgilio, seguían siendo admiradas y leídas. Pero se ignoraba a otros autores posteriores, como Séneca, Lucano, Marcial, Juvenal, Plinio, Suetonio y Tácito. Frontón y sus amigos se remontaban a Ennio y Catón, Plauto, Terencio, Gayo Graco y Salustio, a pesar de ser comparativamente moderno. El movimiento retrospectivo hacia los días tempranos de la literatura latina recuerda el mundo literario inglés del siglo XIX, cuando, para inspirarse, Keats y Charles Lamb dirigían la mirada al periodo isabelino más que a los escritores del siglo XVIII. Pero los historiadores y los oradores se hallaban ante un dilema. Los años de agonía de la república de Roma habían sido la gran época de la literatura romana debido, precisamente, a las convulsiones políticas. Resultaba difícil encontrar inspiración bajo un régimen autocrático estable y benevolente, según se quejaba Tácito. Los estudiosos de la retórica o la oratoria debían remontarse al pasado para encontrar temas de debate. Según señalaba Juvenal con sorna, la notable carrera de Aníbal —por poner un ejemplo— había sido especialmente ideada para suministrar a las escuelas asuntos de debate o materia de ensayos.[30]

No obstante, Frontón tenía que educar a un príncipe, lo cual significaba que a su alumno se le iba a exigir hablar en el Senado sobre asuntos de suma importancia durante el propio periodo de formación, lo que constituía una situación envidiable para aquellos tiempos. Quintiliano había fallecido antes de que sus dos discípulos imperiales, que de todos modos eran mucho más jóvenes que Marco en el 138, hubiesen podido poner en práctica sus enseñanzas.[31]

Marco Aurelio

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