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ОглавлениеI. El Homo sapiens sapiens
Hablar de lo que somos los humanos no se puede reducir de ninguna manera a un capítulo, ni mucho menos. Para abordarlo debidamente, sería necesario que ocupara el espacio de varias enciclopedias, cada una de ellas dedicada a las incontables especialidades que abarca la historia y desarrollo del Homo sapiens sapiens. —Definición que, por cierto, se la debemos a Carl von Linneo (1707-1778) nacido en Suecia, fue científico, naturalista, botánico y zoólogo y, entre sus muchos logros, se encuentra el que le puso el nombre a nuestra especie—. Volviendo a la cuestión que nos ocupa, tan solo intentarlo representaría apartarnos de la finalidad de este estudio. Es por eso que lo que pretendo aquí es dar unas breves pinceladas, haciendo saltos cualitativos entre las diferentes cuestiones contradictorias que nos atañen. De este modo, ruego al lector que aprecie la extracción que planteo, para ofrecer una resumida visión de lo que realmente somos.
En la búsqueda de los misterios que nos rodean, sin duda, son más esclarecedoras las preguntas insólitas que las propias respuestas. Fue en la Antigua Grecia donde se popularizó la filosofía, ya que, en aquellos tiempos, casi todas las evidencias se obtenían mediante su uso. No obstante, no vamos a desechar el «pensamiento científico» que estuvo presente desde el principio de los tiempos del Homo sapiens. Si bien, como era natural, su desarrollo se mantuvo muy mermado por el gran desconocimiento de las reglas que rigen el universo.
Esta última afirmación puede dar a entender que hoy conocemos todos los secretos que entonces ignorábamos. Nada más equivocado: a más respuestas, más preguntas. Empero, con los años se fueron produciendo avances, algunos de ellos, «inexplicables para aquellos lejanos tiempos».4 Aun con todo, el máximo esplendor contrastado llegó en la Antigua Roma imperial. A partir de ahí empezó el gran declive que sumió al mundo conocido en la más absoluta oscuridad del razonamiento. Las cosas empezaron a cambiar con la llegada del Renacimiento. Poco a poco, se fueron recuperando los saberes extraviados en la denominada Edad Media y, con eso, comenzó a vencerse pausadamente la obstrucción que representaba la Iglesia católica para el raciocinio.
De acuerdo con todo esto, el ensayo está basado en preguntas y evidencias poco justificables. Pues, cuando no hay una certeza científica que pueda corroborar el porqué de ciertas acciones del ser humano, se debe recurrir a la esencia que nos muestra la filosofía. Razón por la cual, al abordar los asuntos inherentes a la «sanidad», es preciso realizarlo de tal modo que exija una imprescindible reflexión. Consecuentemente, la primera cuestión que se plantea es: «¿quién es el enfermo? Y esto, a su vez, crea otra pregunta; ¿cómo es quien tiene el deber de intentar curarlo?».
Esta última se podría comprender perfectamente dentro del «juramento hipocrático». Promesa al más alto nivel, en la que los médicos hacían y hacen mención a los arcanos de sus antepasados. Pero «¿sabemos en realidad quiénes somos?», «¿de dónde venimos?» y «¿hacia dónde vamos?». Eso teniendo en cuenta, como es natural, que tanto médicos como enfermos somos los mismos seres.
El 24 de noviembre de 1859, Charles Darwin sorprendía al mundo, supuestamente culto, con su obra: El origen de las especies. Hasta entonces, ese mundo en el que se encontraban los humanos ilustrados no difería en nada de los otros, los que eran considerados no creyentes. Bueno, en algo sí y es que unos estaban en el conocimiento del dios verdadero.
Todo pertenecía a una verdad incuestionable, donde los médicos tampoco se podían escapar de ella. No considero necesario hacer una reiteración de lo que los sanadores de aquellos tiempos practicaban para «erradicar los males de los enfermos», ya que su larga exposición nos alejaría de la finalidad de este episodio.5 La aparición de la evolución natural se impuso sobre la idea que somos la obra de la creación de un dios todopoderoso. Pero que esto no nos lleve a engaños, a pesar del tiempo transcurrido y de las diversas muestras encontradas en las excavaciones arqueológicas, una parte importante de los habitantes del planeta continúa creyendo en un todopoderoso creador de los cielos y de la Tierra. Más adelante, plantearé más preguntas que podrán ayudar a desentrañar esta cuestión, aunque, finalmente, todo quedará relegado a otra hipótesis más. Y es ahí donde creo conveniente, lector, que hagas tu propia reflexión.
Después de este preámbulo, vamos a volver otra vez al principio del capítulo. Es en el lugar donde nos encontramos con un ser que se autodenomina sapiens sapiens. Pero, realmente, ¿es merecedor de esta clasificación que se otorga a sí mismo? Evidentemente, la respuesta, si se juzga por sus actos, debería ser un rotundo no. Y, por si pudiera caber alguna duda, a las pruebas que voy a plantear me remito. Si bien, antes de entrar en materia, hay algo que no voy a censurar, aunque en la actualidad es una crítica que está en la boca de muchos. Con esto me estoy refiriendo a la acusación que prácticamente todos los científicos exteriorizan, que el hombre —entiéndase como el género humano— está destruyendo su propio hábitat —la Tierra—.
Son precisamente los «movimientos ecologistas» quienes abanderan esta cuestión. Parece que solo aceptan a la Tierra como virgen y, en defensa de ella, se olvidan de la sobrevivencia de nuestra propia especie. O quizás mejor, si de ellos se tratara, haría muchos años que le hubieran puesto un límite a la cantidad de habitantes humanos que pueden ocupar el globo terráqueo. Defensores de lo natural a ultranza, entre los que se encuentran varios movimientos, «son los que tienen escrúpulos con los adelantos que ofrece, entre otras cosas, la medicina». Poniendo trabas continuamente a su desarrollo, por considerar que atentan sobre un supuesto orden privativo de la naturaleza, al que hay que respetar a cualquier coste, aunque esto pueda representar acortar la vida. Tal vez esta afirmación no la quieran reconocer, pero, en el fondo de la cuestión, se trata de un miedo atroz, a todo lo que represente el cambio producido de un modo artificioso.
Esta última aseveración junto con las anteriores son un buen ejemplo «de lo contradictorios que podemos llegar a ser». No se puede negar que nuestra especie ha sido capaz de realizar grandes gestas, debido a la capacidad que tenemos «para adaptarnos a las nuevas situaciones cambiantes». Aunque, eso sí, siempre los desarrollos han sufrido una obstinada obstrucción de los que pretendían dejar las cosas como estaban. Empero, de la misma manera, parece que se olvidan de que este planeta, donde nacimos, no estaba especialmente receptivo a nuestra acogida como especie.
Para ello, nuestros ancestros tuvieron que cambiar el rumbo de los ríos, abrir brechas en las montañas, aplanar lugares para cosechar, criar y cuidar a los animales. Entre tanto, mil peligros acechaban a aquellos seres, eso, con la pesada losa que representaba la propia debilidad física que mostraban. Esa precariedad los hubiera obligado a permanecer en los lugares cálidos de sus primeros tiempos como especie. Por lo que aparenta, esta situación ha conllevado a la humanidad al llamado calentamiento global. Con esta expectativa, la sociedad de un futuro que, se me antoja próximo, tendrá que buscar soluciones radicales, como puede ser plantearse la vida en nuevos mundos o, por el contrario, aceptar el más estricto control de la natalidad, lo que representaría la eutanasia para el Homo sapiens.
No obstante, en mi opinión, no todo lo que sucede en el globo terráqueo es responsabilidad de nuestro género. Hoy, con los nuevos medidores de temperaturas, control de lluvias y una larga lista de vigilancias de todo tipo, se nos permite comparar lo que sucede año tras año. Ahora bien, esa media se remonta como mucho a un siglo, cuando no, a menos. Y es aquí donde supuestamente nos hemos olvidado de un fenómeno que prácticamente conocieron los abuelos de nuestros abuelos. Sí, me estoy refiriendo a la llamada Pequeña Edad de Hielo.
Este largo período, donde el frío se intensificó en varios grados, comenzó en el siglo XIV y llegó hasta mediados del siglo XIX. Con esto, desaparecieron los veranos, tal como los conocemos. Al revés, este fenómeno puso fin a una época extremadamente calurosa. Cuando se ha querido estudiar, al principio se pensó que era un enfriamiento global, pero más tarde se ha descubierto que solo afectó al hemisferio norte.
Desde entonces, son muchas las conjeturas que se han hecho para justificar el motivo, pero lo cierto es que, de tiempo en tiempo, aparecen nuevas teorías para justificar un fenómeno que, dicho sea de paso, en aquellos tiempos no extrañó a nadie. El cuestionamiento que planteo es que sabemos muy poco de los misterios que rodean a la Tierra. Para que ahora tengamos la arrogancia de autoinculparnos. Sí, reconozco que lo expuesto puede ser una barbaridad. Pero nadie puede justificar o explicar lo que sucedió no hace tantos años.
Todo este escenario es el responsable que antaño tuvieran que luchar contra las inclemencias de la naturaleza y entre ellas la peor, el «código de la sobrevivencia», que dice: «que para que uno pueda vivir, debe comerse al otro». Esa es una realidad incontestable que ha permanecido perenne hasta el día de hoy. Por mucho que, en la actualidad, los llamados «movimientos veganos» planteen una alimentación con una absoluta abolición de proteínas animales que no dudo que algún día, más cercano de lo que parece, se pueda lograr. Empero no por las razones que ellos indican. Si bien, es precisamente ahí donde debo «hacer una crítica a la medicina».6 Pues, de un modo inexplicable, hoy, a este particular no se le da la relevancia que verdaderamente tiene.
La razón más poderosa que esgrimen estos movimientos «es la de matar para comer». Y ahí está otro de los ejemplos contradictorios de los humanos. La creencia de que, a todos los animales, por el solo hecho de ser seres vivos, se les debe respetar la vida. Creencias que pertenecen a pensamientos orientales y que han calado de tal manera en Occidente que, los que creen en ellos, es muy difícil que puedan razonarlo. Los que piensan así, ignoran o no valoran el modo como se pasean los animales sueltos por la India —por poner un ejemplo—. Ya que, de respetar sus ideas: ¿qué deberíamos hacer con las alimañas peligrosas? Esa consideración es muy aceptable, cuando uno está a resguardo del ataque de las fieras. Puesto que, de otro modo, cambiarían la palabra respeto por otra, que sería miedo.
Aun con todo, no quisiera que el lector creyera que mi opinión sobre los demás seres que componen la fauna terráquea sea despectiva. Lo que pretendo transmitir es que, lejos de la profunda consideración que cualquier animal se merece, no debemos caer en situaciones absurdas de igualarlo a nuestra especie.
Una buena muestra de lo expuesto es la obstrucción que los movimientos antes referidos hacen en contra de los llamados «animales de laboratorio». ¿Quizás, a lo mejor, desearían que las pruebas se hicieran con humanos? O mejor, que simplemente no se hicieran. Los que se manifiestan en contra de esos usos; «¿han pensado realmente cuál es la finalidad de los laboratorios farmacéuticos, cuando experimentan con seres con parecido ADN?». No, estoy en la seguridad que no. Porque, si así fuera, no solo serían contradictorios —que lo son— sino también unos insensatos.
Por otra parte, y siguiendo el hilo de la cuestión, no tengo por más que reconocer una cierta ternura por los defensores de los animales. Ahora bien, no por ello, debo dejar de insistir en la tremenda contradicción en que continuamente incurren. Veamos un ejemplo: «parece que obvian su uso cuando poseen una mascota». ¿Acaso ignoran que esos queridos animalitos no existirían si los humanos no los hubieran cruzado con otros? Y el resultado de eso, como consecuencia, ha producido animales con diversos padecimientos físicos o incluso psíquicos, según las razas. Sí, estoy en la seguridad que son conocedores de esta cuestión, ya que las continuas visitas al veterinario no son fruto de la mala suerte, sino de los males congénitos que padecen.
Aun con todo, si alguien les pregunta: «¿Por qué tiene una mascota?», una de las respuestas más habituales que recibirá es porque son más agradecidas que las personas. Pudiera pensarse que ignoran, por mucho que deseen que su mascota posea inteligencia y sentimientos, lo único que le guía es el instinto y hasta una de las más evolucionadas —los perros— obedecen a su amo —dueño— siempre que coincida con quien les da de comer.
La conclusión sería que la finalidad que tienen esos animales es para solaz compañía de unos humanos. Para que ellos los posean, estos queridos animalitos son violados sistémicamente y, cuando nacen sus hijos, son apartados de la madre de una manera cruel. Pero eso parece no importarles a los que los recibirán finalmente. Debido a que una de las razones inconscientes que les empuja a poseer una mascota son las dificultades que representan compartir sus sentimientos con sus iguales. Y, por eso, buscan en ellos un modo de entrega. De cualquier modo, tampoco, a casi nadie, le importar que no sea el hábitat donde el animal preferiría estar; a él no se lo van a preguntar.
El resultado es que los amantes de los animales condenan a sus mascotas «a nacer para ser su juguete». Por contra, son enemigos acérrimos de las «corridas de toros». Si bien, precisamente, por la misma razón que quienes los critican, sus defensores afirman que el toro, en la dehesa, tiene una vida regalada, durante cuatro o cinco años. Y que, de otra forma, ese animal ya no existiría.
Y, si lo pensamos bien, tienen tanta razón como responsabilidad, unos como los otros. Es precisamente aquí donde volvemos a encontrar al sapiens sapiens inmerso en sus continuas contradicciones. Por una parte, ha hecho todos los posibles para sobrevivir aniquilando prácticamente de la faz de la Tierra a todos sus enemigos naturales. Y, a los que no, los ha esclavizado, en otros tiempos, como fuerza motriz, además de criarlos en granjas, con la finalidad de transformarlos en algo impersonal, como es la comida, sin ninguna identificación. Sí, es esa que los niños, urbanitas de hoy, solo reconocen al animal en un perfecto despiece, debidamente empaquetado, en las estanterías de los supermercados.
Ahora, cambiando totalmente de lectura y debido a una licencia de espacio, vamos a iniciar un breve estudio de lo sucedido desde que se tiene constancia histórica del paso del Homo sapiens. Sin ninguna duda, el lugar donde existen más referencias de nuestro pasado, y por ello se considera cuna de la civilización, es la denominada «Antigua Mesopotamia»; se localiza entre los ríos Tigris y Éufrates, palabra que significaba que se encontraba en tierras fértiles, que no coincidían con las áreas desérticas.
No obstante, lo que resulta un tanto curioso es que, durante muchos años, concretamente hasta 1841, esta antigua civilización se creía que pertenecía a una leyenda de las muchas que se expresan en el Antiguo Testamento. Pero, por lo que parece, evidentemente existió. Fue Austen Henry Layarde (París, 1817), arqueólogo, investigador, escritor y diplomático inglés, uno de los primeros que se hizo preguntas al respecto, y junto con un equipo de arqueólogos, bajo las informaciones recibidas por los aldeanos del lugar, empezaron a excavar en aquella zona.
Y… allí apareció, ante sus ojos la civilización con más información arcaica hasta ahora conocida, su antigüedad inicialmente se remontaba a tres mil quinientos años a. C., aun con todo, esta fecha no fue definitiva, pues en la medida que fueron encontrándose nuevos yacimientos se han supuesto fechas que datan de cinco mil años, y más, anteriores a nuestra era. De los muchos descubrimientos, hay que hacer mención a los desenterramientos que representaron hallar hasta una suma de treinta mil «tablillas» —hechas de barro cocido— que mostraban la existencia de la «escritura» en aquella antigua época. El arte de escribir era atribuido, desde las distintas mitologías, de la manera siguiente: «La Antigua Grecia, se le debía a Prometeo, quien la había regalado a la humanidad. Para el Antiguo Egipto era un obsequio de Tot, el dios del conocimiento. Para los sumerios fue la diosa Inanna, quien se la había robado a Enki, dios de la sabiduría».
Lo más sorprendente de todas estas leyendas es que coinciden en el fondo y eso puede ofrecernos una respuesta que, desde un principio, se ha desechado. —Más o adelante ofreceré el motivo para reflexionar—.
Teniendo en cuenta que este estudio se desarrolla en torno a la medicina, debo destacar las ocho mil tablillas que están dedicadas exclusivamente a este menester. Los conocimientos que, al parecer, poseían de ciertas partes del organismo humano están demostrados cuando, algunas de ellas, describen «un hígado, perfectamente moldeado», inadaptara los supuestos conocimientos de aquel lejano período.7
De cualquier modo, no solo fue en medicina. Vamos realizar un esquemático repaso de algunos de los descubrimientos que mostraron las creaciones producidas en aquella antigua civilización, que hoy la localizaríamos entre los países de Irak, Turquía y Siria.
Detalle de los adelantos:
«La escritura cuneiforme».
«El conocimiento de las vísceras humanas».
«El código de Hammurabi».
«El desarrollo del sistema sexagesimal».
«La astrología y astronomía».
«El calendario lunar de 12 meses y 360 días, aprox.».
«La metalurgia del cobre y el bronce».
«La irrigación artificial».
«La rueda».
«El arado».
«Los arreos para los animales».
«El bote y la vela».
«La moneda».
«El sistema postal».
Puede ser que, en el concienzudo repaso que he hecho, tal vez me haya dejado alguno. Pero estos pueden dar idea de la dimensión que tiene esta apabullante oferta de ingeniería del conocimiento de todo tipo. Pues, si se observa detenidamente, cada uno por sí solo representa una auténtica revolución. Pero vistos, en conjunto, se pueden considerar el inicio del motor de la civilización.
Tanta es la actualidad que algunos tienen, que hoy, en pleno siglo XXI, aún se está explotando su desarrollo, en base a esos saberes ancestrales. Todo lo relatado, a poco que reflexionemos, nos plantea la siguiente pregunta: «¿De dónde pudo surgir esta civilización?». —Como se recordará, esta pregunta ya se esboza, junto con otras, al principio del capítulo—. Y la respuesta más socorrida que se les ha ocurrido a los investigadores, después de introducirnos en un intrincado laberinto de dudas, es que se desconoce su origen.
Es como si ese adelanto técnico, social y cultural, tan espectacular, hubiera surgido de la nada. Un ejemplo muy parecido a la solución que se le otorga al Big Bang, para explicar el principio del universo. Algo clásico en el Homo sapiens, cuando no encontramos un razonamiento que se nos acomode a nuestras creencias, recurrimos a soluciones que no las incomoden.
Parece evidente que todo son conjeturas. Sí, desde cómo se inició la cultura humana, hasta encontrar una explicación razonable del principio del universo. Eso si es que todas estas preguntas pueden ser razonables. Cierto que hay quienes han hecho otras propuestas. Pero eso ha representado entrar en el terreno de las llamadas «conspiraciones» contra el orden establecido y aparentemente aceptado por todos.
Sin embargo, hay evidencias para las que no se han encontrado respuestas concretas. Por ejemplo, que expliquen «la construcción de distintas obras megalíticas, ni tampoco la cantidad de seres alados» localizados no solo en la civilización que estamos estudiando, sino en las posteriores, como fueron la egipcia y la griega, aunque también en todas las civilizaciones arcaicas, como fueron la védica, la china, la maya y otras… Y esto siguió, hasta no hace tanto, con las llamadas gárgolas —seres mitológicos— que aparecen en las catedrales, especialmente las de estilo gótico.
Con el fin de buscar una respuesta a todo esto, he recurrido al Dr. Zecharia Sitchin, este, desde mediados del siglo pasado, inició una campaña «en contra de la teoría de la evolución». Fue considerada por la mayoría de los científicos del momento una conspiración cargada de falacias. Pero veamos en qué se basaba el Dr. Sitchin para hacer tales afirmaciones. En primer lugar, se ha de indicar que fue el investigador que más tiempo dedicó al estudio de las tablas, treinta años. Fue a partir de ahí que hizo una interpretación, donde desarrolló la teoría de la existencia de los «Anunnakis» y el planeta «Nibiru».
Según sus conclusiones, era una «raza extraterrestre» cuyo nombre significaba: «llegados del cielo». La fecha de su llegada a la Tierra se desconoce, pero se supone muy lejana. La primera relación con los habitantes de este planeta se remonta a tiempos inmemoriales. La razón de su estancia era la búsqueda de minas de oro que precisaban para la sobrevivencia en su planeta. —Aun así, se ha de hacer la observación que este metal llegó a nuestro planeta por asteroides—. Para ello, esclavizaron a unos seres que tenían más de simios que de otra cosa y con ellos, por medio de «la manipulación genética», crearon al Homo sapiens sapiens. Parece que esto causó un cierto malestar entre las distintas autoridades alienígenas, entablándose entre ellos una disputa de dimensiones descomunales. Altercados que se relatan en el Antiguo Testamento, entre Dios, los ángeles y los ángeles caídos que se insubordinaron.
El ya nombrado Antiguo Testamento está repleto de escenas increíbles que, por no ser sabedores, tampoco juzgamos. Por eso no tienen que extrañarnos las referencias a otros dioses aparte de «Yahvé», eso, según se puede pensar, no altera la pretensión básica del judaísmo a que el pensamiento religioso fuera «monoteísta». Pues, en la lectura de los textos religiosos, se afirma que esos dioses se diferenciaban de Yahvé en dos aspectos. Primero, debían su origen al mismo Yahvé: «Vosotros sois dioses hijos del supremo», (Salmo 82:6). Y segundo; «A diferencia de Yahvé, esos dioses eran mortales; Moriréis como mortales y caeréis como cualquier príncipe», (Salmo 82:7).
La particularidad de esta lectura se podría referir a diferentes mandos que desobedecieron al «máximo mandatario», al contribuir a la mencionada manipulación genética, incluyendo genes alienígenas, posiblemente gestados por algunas de sus hembras. De cualquier manera, esta historia aquí muy abreviada —se puede leer en los muchos libros publicados por este autor y también es fácil de encontrar todo tipo de opiniones contradictorias y fabuladas por internet—. Lo evidente es que posee una total y absoluta similitud con el Antiguo Testamento. Donde se explica el «principio del Génesis». Eso hace más fácil comprender la leyenda que allí se ofrece sobre la relación de los seres humanos y unas palabras que se vierten en ambas historias por igual; y dijo Yahvé: «Hagamos al hombre a nuestra imagen y semejanza». Obsérvese que habla en plural.
Finalmente, el Dr. Sitchin murió a los noventa años, reiterando su deseo que le hicieran un estudio genético a la momia de la «reina Paubi», que se encuentra en el Museo de Historia Natural de Londres, debido a que estaba en el convencimiento que su origen era extraterrestre.
Entendida de esta forma, la teoría del Dr. Sitchin no parece tan descabellada. Sobre todo, si hasta ahora hemos sido capaces de aceptar lo referido al Antiguo Testamento. Los consideramos cierto porque las tres grandes «religiones monoteístas» nos lo explican en la más tierna infancia y después ya nadie pone en duda aquella historia. Pudiera ser lo mismo si algún día llegamos a ser capaces de viajar a otras galaxias y conseguimos visitar un planeta habitado por seres menos evolucionados que nosotros. ¿Qué reacción tendrían sus habitantes cuando nos vieran bajar de las naves? Seguro que nos percibirían como seres superiores o, mejor, como dioses. ¿Qué fue lo que sucedió con la llegada de los españoles al continente americano? ¿Acaso aquellos aborígenes «no percibieron al hombre y al caballo, como un solo ser», entendiéndolo como un ente superior que ni remotamente pensaron al principio que era como ellos?8
Se debe añadir que el primero que se rebeló públicamente contra la «teoría de la evolución» y que se puede considerar como el primer defensor contra la teoría de la conspiración fue Samuel Wilberforce, obispo anglicano, si bien esta oposición la hizo por motivos bien distintos; este defendía, el principio del Genesis, de acuerdo como se explica en el Antiguo Testamento. Con esto, la llamada teoría de la conspiración se pueda comprender de un modo distinto, dependiendo de la ideología que cada uno posea. Parece evidente que concebir al universo y, con ello, todo lo que contiene, incluyéndonos nosotros, naturalmente, es una cuestión de teorías o de hipótesis, entiéndase de la manera que sea más fácil aceptar.
Como conclusión diré que mi pensamiento en cuanto a creencias, como anteriormente he manifestado, es el agnosticismo, lo que me obliga a «cuestionar» todos los dogmas que se han explicado a lo largo de la historia conocida. Es precisamente en este punto donde me llama poderosamente la atención un detalle que, al parecer, se han empeñado en ocultar las religiones. Lo cierto es que cuando no hay una evidencia científica que se pueda comprobar, se debe recurrir a los diversos vestigios arqueológicos, legados por las culturas ancestrales. Y solo ahí y no en suposiciones se tiene que basar lo que consideramos «la realidad fehaciente». Desearía añadir una reflexión final sobre este asunto. A quienes les puede costar aceptar la historia de los Anunnakis, me permito recordarles lo que ya he expuesto en los párrafos anteriores, las verdades se vuelven inmutables cuando las aprendemos de pequeños y, además, si nuestros padres y la sociedad entera creen en ellas.
Una vez superado este paréntesis, vamos a volver a analizar el comportamiento del sujeto que estamos estudiando o lo que sería igual a decir: «a nosotros mismos». Además de la lucha a muerte que se entabla en la «pirámide trófica», también conocida como «cadena alimenticia», o lo que ya he expresado como el «código de la sobrevivencia». Eso no es más que una realidad en plena vigencia, en todos los reinos de la naturaleza, incluyendo al mineral. Pues este tiene que combatir con la erosión de los elementos. Mientras que los vegetales para nutrirse se autoproveen con la fotosíntesis. Y finamente quedamos nosotros que pertenecemos, con los demás habitantes del planeta, al llamado reino animal, que somos los que estamos en la cúspide de la mentada pirámide.
Cierto que, independientemente del código de sobrevivencia, prácticamente todos los animales que forman la fauna en este globo son territoriales. Y, por eso, son capaces de aniquilarse entre ellos. Incluso las bestias de la misma familia luchan entre sí para crear su hegemonía sobre las hembras. De este particular no es ajeno el Homo sapiens, puesto que sus acciones no difieren en absoluto del comportamiento del resto de los animales que pueblan el mundo. Ni qué decir que nos guiamos por los mismos principios. ¿Qué son las guerras sino una forma organizada para matarse los unos a los otros? Nada difiere aparentemente en el fondo con las peleas de las fieras, salvo que, en este caso, además de los motivos ya nombrados, hay que incluir uno más que son las propias creencias religiosas. Dando motivo, con ello, a perder la vida para ganarla en el cielo.
Pero aún hay más, esta práctica toma una cruenta relevancia que se puede considerar horrible. El Homo sapiens ha conseguido, con los diversos adelantos técnicos, que la manera para autoaniquilarse haya ido haciéndose cada vez más eficiente. Y, con la llegada al conocimiento de la fusión del átomo, descubrió la forma de devastar al enemigo y con él al mundo entero. ¿Curioso modo de demostrar su inteligencia? Estoy en la seguridad que, si nos enredamos en los vericuetos de la historia, encontraremos muchas justificaciones que defienden las guerras justas. Y una de las primeras, no dudo, será la de la libertad, otra podría ser la defensa de la democracia y así otras tantas, como al lector se le puedan ocurrir. No obstante, resulta un tanto sorprendente que siempre nos encontremos en el grupo de los buenos y que los otros sean, precisamente, los malos.
Es, como mínimo, curioso. Y, sin embargo, si contemplamos la humanidad de un modo universal, pronto seremos conscientes que algo está fallando en ella. Concretamente, eso a lo que me refiero es nuestra propia especie tan sui géneris, llena de contradicciones, que se halla en una continua ambivalencia, entre lo que representa «sobrevivir y todo lo que evidentemente hace para autodestruirse». Afirmación obvia. Los que puedan pensar de forma egoísta se equivocan. Por la sencilla razón que la humanidad somos todos y esta forma de ósmosis se manifiesta con aquellas palabras del Corán: «Quien mata a un individuo, está matando a la humanidad entera». Por lo que sería conveniente que aceptáramos que no somos nada más que la continuidad de un genoma, que circula en tránsito hacia una evolución de la que ignoramos su recorrido final.
De este modo, «nuestras acciones no son nada más que una oda a la estupidez». Y eso no es precisamente el camino que nos conducirá a un lugar solaz, como la mayoría suele creer, sino que estamos inmersos dentro de un código de actuación que, como antes ya indicaba, es el de la sobrevivencia, para después destruirnos, lo que puede representar el fin del todo absoluto. Quizás en algún momento descubramos que el miedo a ese enemigo desconocido es, precisamente, el que habita dentro de nosotros y, consecuentemente, somos nuestros peores adversarios.
Sí, nosotros mismos. Realmente sobrecoge que, por más adelantos que haya en todos los campos científicos y si destacamos para ello, necesariamente, «la medicina», los humanos por medio de los clínicos seamos capaces en ocasiones de «curar», para luego explotarnos unos a los otros y, finalmente, «aniquilarnos». Y es aquí donde vuelve a surgir nuevamente la estúpida contradicción.
Será por este motivo que parezca un tanto irónico cuando escucho o leo las glosas al enaltecimiento del «amor». Sí, sorprende tanto boato con esta palabra que la humanidad respeta tan poco. Ni en los países, ni en las ciudades, ni en los pueblos, ni en las aldeas más pequeñas, ni en el propio clan, y, mucho menos, en la familia más directa, se puede observar un vestigio con garantía de duración de ese sentimiento que es el amor que tanto se airea.
Supongo, lector, que te habrás extrañado de esta contundente afirmación, ¿verdad? Pues tú amas a tu pareja y no digamos a tus hijos y también a tus padres y a tus amigos. ¿Cierto? Y si es así. ¿Es que, acaso te consideras la única persona de este mundo capaz de sentir ese amor eterno e incondicional? Si te preguntas por qué lo digo solo tienes que observar a tu alrededor. ¿Cuántos amigos conoces que, en la actualidad, están divorciados? Unos cuantos, ¿cierto? Espérate, ya que, en la medida que pasen los años, irás viendo como la lista se engrosa cada vez más. Y, tal vez, hasta tú también puedes llegar a formar parte de ese grupo.
Lo mismo hago extensivo a esos amigos que de solteros se consideraban más que hermanos. Luego, la cruel realidad, los intereses creados y los años transcurridos los transforman en un extraño más. Puede parecer mentira, ¿dónde fueron a parar todas aquellas promesas de la ya lejana juventud? Podrás pensar que eso no ocurre con los hijos y ahí te tengo que dar la razón. Ahora bien, no es por los motivos que puedes suponer, «eso no es amor». Sí, has leído bien. O, al menos, no es amor como entendemos los otros amores. ¿Y si no es amor qué es? «Instinto». Sí, puro instinto, expresado por encima de cualquier voluntad.
El instinto es la fuerza que usa la naturaleza y que ha inculcado a casi todos los animales «para asegurar su sobrevivencia como especie». Con eso, los humanos tampoco somos una excepción. Un hijo, puede tener un comportamiento muy perverso con sus padres, sin embargo, estos siempre encontrarán una razón para perdonarlo. Cuestión que no ocurrirá con tanta seguridad si sucede al revés.
Ahora damos otro giro y nos preguntamos: «¿puede haber algo más horroroso que maltratar a la persona amada que, además, es la madre de tus hijos?». Y cuando digo maltratar debería añadir también matar. Sin duda, es uno de los crímenes más execrables. Todos los asesinatos son siniestros, aun así, cometerlos contra la persona por la que crees que has sentido tanto parece totalmente patológico y no es que lo parezca, sino que lo es. Frente a estos asuntos, el mundo occidental pretende ser justo y, por ello, lucha contra ese maltrato que ejecutan algunos hombres sobre sus parejas. Se dice que la responsabilidad de todo es de la «cultura machista» que ha recibido el niño en su educación. Y para resolverlo se dictan leyes, a fin de que los castiguen debidamente. Entre tanto, el tiempo va transcurriendo y cada asesinato de una fémina es motivo de manifestaciones populares. Los políticos emiten consignas, aludiendo que hay que parar esta atrocidad para evitar que se repita. Pero, a pesar de todas estas proclamas, se continúan sucediendo, tanto el maltrato como, desgraciadamente, los asesinatos.
Aun así, si anteriormente tildaba de horroroso el asesinato de una mujer por su pareja. ¿Cómo se puede definir que alguno de los dos mate a sus propios hijos para vengarse de la forma más ruin de su pareja? Para determinar esta acción criminal me faltan adjetivos. Puesto que, si es cierto que en el mundo animal también se cometen estas acciones, en absoluto están guiadas por la «venganza hacia su progenitor/a», sino por un motivo más esencial basado en la sobrevivencia del propio individuo. No obstante, cuando el Homo sapiens actúa así, no está cometiendo un «crimen antinatural» como todos suelen creer. Por una sola razón, en él está influyendo una fuerza desconocida para el resto de pobladores de este planeta, los «sentimientos».9 «¿Y qué son los sentimientos más que la respuesta de mecanismos bioquímicos que provienen de una cierta influencia educacional y genética que actúa bajo un nivel de inconsciencia? —“modelo mental”—». Proveyéndole, en su errada evolución, a la incapacidad para enfrentarse a la situación de un modo racional, llegando incluso, después de cometer el crimen, a su propia autoejecución —el suicidio—.
Sí, puede parecer una la lectura compleja y quizá convenga repasarla. Sin embargo, este es el momento que quienes me hayan leído hasta aquí no encontrarán en mis palabras una contradicción. ¿Acaso no he afirmado que los padres son incapaces de dejar de querer a sus hijos? ¿Cómo los van a matar? Cierto, salvo por una sola razón; que se encuentren «trastornados», precisamente por la influencia de los mentados sentimientos. ¿Qué ocurre?, ¿probablemente el mundo se ha vuelto loco? No, el mundo siempre ha sido así, simplemente que ahora los «medios de comunicación» en busca de la noticia, cuanto más lúgubre, mejor —ya que vende más—, se cuida de airear lo que antes era una noticia local y pasaba por ello más desapercibida.
Esta última afirmación, conocida por los estudiosos de la «neurociencia», inexplicablemente la obvian los equivocados especialistas de la mente —psiquiatras y psicólogos—. Pues sus manifestaciones solo denotan lo erradas que están esas supuestas ciencias, en mi opinión: «uno de los verdaderos males de la medicina». Puedo aceptar que el público en general, así como la justicia, juzgue esos delitos como lo que son. Pero me es imposible comprender que, los que se consideran expertos del «comportamiento humano» hagan afirmaciones públicas de la «maldad» que encierran los asesinos de sus parejas o de sus propios hijos. Desarrollar aquí mi tesis haría que abandonara el objetivo de este estudio. Pero me invita a reflexionar si no será motivo de un próximo libro.
Dada la importancia que tiene este planteamiento ruego que se me permita insistir. ¿Maldad? ¡No! El Homo sapiens se está comportando igual que lo haría cualquier otro animal de la naturaleza. Pero con una importante particularidad que antes ya he mencionado: sus sentimientos. Y estos le crean las terribles y espeluznantes contradicciones que estamos sufriendo. Como ejemplo, podemos comprobar que, dentro de los mentados sentimientos, encontramos el amor, el odio, la vergüenza, la frustración, la desesperanza, la culpa, la inseguridad, la envidia, la venganza y tantos otros más, tantos, que se haría la lista muy larga. Y, en todos ellos, localizaremos unos que se podrán considerar buenos y otros que serán malos. Aunque con la peculiaridad como ya he indicado que solo son privativos del ser humano.10
Esas sensaciones que nos perturban son las responsables de que, en ocasiones, el cerebro se ofusque de tal manera que nos haga cometer acciones espantosas que, en otro estado, seríamos incapaces siquiera de plantearnos. Deberíamos considerar que la cordura de las personas se aguanta por finos hilos. Y que cualquier cosa que llega a considerarse «una alteración la puede desequilibrar». Eso es lo que me motiva a repetir, una y otra vez, que la maldad, en la forma como se interpreta, «no existe». Y si no es maldad, ¿qué es? La podemos entender en varias versiones. Una es la «inseguridad latente»11 que oprime, en mayor o menor medida, al Homo sapiens.
Sí, esta es una sensación que nos atenaza y hace que actuemos de forma desproporcionada. Tanto que, para defendernos de un hipotético mal, provoca que procedamos inadecuadamente. Situación que es relativamente comparable a un sordo cuando no recibe el sonido de la voz de quien le habla. ¿Qué hace cuando él tiene que expresarse? Grita desaforadamente, sin tener conocimiento que lo está haciendo. A eso me refería cuando hablaba de respuesta desproporcionada. Otra, se trata de «seres patológicamente enajenados», estos se distinguen cuando, por su crimen, no reciben ninguna prebenda que no sea la venganza o, en otro caso, una especial satisfacción personal propia de mentes enfermas.
También hay los que roban e incluso llegan a matar solamente con ese fin. ¿Qué alberga el cerebro de estas desgraciadas gentes? Nada, tan solo son enfermos mentales, psicóticos, con un bagaje cultural muy precario. Y pueden ser producto de los efectos de los estupefacientes. También se encuentran esquizofrénicos que no se tratan y etc. En estas situaciones, por mucho que se diga, no hay una prueba definitiva para que la medicina pueda hacer un diagnóstico seguro. Salvo que no sea por el propio comportamiento del individuo. Lo cual, al ser analizado por terceros, no deja ser un tanto subjetivo. No obstante, a todos estos individuos, la «ley los juzga duramente» si en el momento que cometieron el crimen se demostró que lo habían perpetrado de un modo «premeditado». Sorprende, y mucho, que esta visión la compartan psiquiatras y psicólogos. Es como si, por el mero hecho de haber elaborado el delito de un modo eficiente, su consciencia tuviera la claridad que lo que hacía era totalmente desproporcionado. A mi entender, esta acción solo es justificable si se trata de una mente atormentada.
El Homo sapiens, como antes ya he referido, se encuentra dentro de su propia evolución, eso sería en el mejor de los casos. Porque también podría suceder que, debido a una supuesta reconstrucción, obra de una «manipulación genética» —cuestión que ya he relatado— resultara una tara o error en su construcción que justificaría todos los comportamientos erráticos, contradictorios y violentos.
Los especialistas del supuesto conocimiento del comportamiento humano —me estoy refiriendo a los nombrados psiquiatras y psicólogos— en el mejor de los casos, lo etiquetan como un «trastorno transitorio». Pero eso, como la mejor atenuante al que también se acogen los juristas. De este modo, las leyes están promulgadas de acuerdo con este parámetro. A los criminales, además del cumplimiento de su pena correspondiente, se les inserta en programas de reeducación, con la esperanza que, en un futuro, sepan resolver sus conflictos de una manera pacífica.
¿Pero esto tendrá alguna utilidad? Para entenderlo mejor, solo tenemos que observar otra faceta del Homo sapiens. Sí, en este caso, vamos a estudiar a los «violadores». Personas aparentemente normales que pululan por cualquier lugar, sea en grandes ciudades o pequeñas poblaciones, sujetos que pueden estar felizmente casados y ser respetados padres. Pero, detrás de esta fachada, se esconde un criminal capaz de cometer la más cruel e ignominiosa violación y después, en algunos casos, acabar con la vida de su víctima.
Y, en este caso, como el anterior, se tratará de gente desalmada y maligna, digna de vivir en los infiernos. Tanto que esos supuestos especialistas del comportamiento humano, así como la ley, coincidirán con los mismos argumentos. Todo ello hará que el pueblo enfervorecido los quiera linchar, en cualquiera de las dos situaciones.
Si bien, en esta última —los violadores—, y pese a que está demostrado que los «impulsos de violación» no les permiten que la redención tenga ninguna utilidad, serán liberados cuando cumplan su pena, o antes, acogiéndose a los beneficios de la condicional. Después llegarán las reincidencias y comenzará el carrusel de acusaciones de unos a los otros. Unos argüirán el derecho de las personas para su reinserción y los otros, las víctimas, se verán obligadas a sufrir, temiendo que vuelva a aparecer otra vez el violador. Y lo peor es que muy a menudo reaparece.
Pero que nadie piense que eso solo es cuestión de cuatro locos. Porque quien lo considere así se equivocará. Para muestra, solo hace falta observar los casos que se dan de sodomía y violación en la santa Iglesia católica. Donde, con la anuencia de las más «altas autoridades eclesiásticas», se repiten los hechos. Situación que no es nueva, sino que viene sucediendo desde tiempo inmemorable. Pero eso no solo ocurre en el seno de la Iglesia, más grave si cabe es que sucede dentro de la propia familia. Se puede decir que son muchos los adultos que recuerdan que, en su infancia, fueron presa de tocamientos por sus familiares más allegados o padecieron reiteradas violaciones de las que aún hoy sufren las secuelas.
¿Y en esta situación qué hacen las autoridades o la población? Pues, en el caso de la Iglesia, dicho de un modo que se podría tildar de castizo, nada. O, mejor, diría muy poco, se vuelve a la denuncia en los medios televisivos o de prensa, unos con la finalidad de distraer, para vender más espacios de publicidad y los otros, por el lógico morbo que ofrecen las noticias escabrosas. Entre tanto, si esto sucede en el ámbito familiar o escolar, hasta ahora no había sido denunciado y, si se hacía, las autoridades no se lo tomaban con las medidas que ahora parece que quieren impulsar con juicios, por cierto, muy mediáticos. Y si cupiera alguna duda de mis afirmaciones, a las pruebas de la actualidad me remito.
Pero esa forma de observar la maldad también la encontramos en aquellos que venden a sus iguales como si fueran una mercancía. Esta práctica no es nueva, es tan antigua como la existencia de la humanidad. Lo más curioso es que también la ejercen ciertos animales, concretamente la hormiga: Polyergus rufescens. Este insecto se vale de sus propias hermanas para que realicen trabajos que ellas no desean hacer. —Conocimiento que me va a permitir que después haga una reflexión—.
Hasta no hace tantos años la esclavitud tenía plena vigencia, prueba de ello es la cantidad de «nombres del callejero» pertenecientes a ilustres «apellidos esclavistas», se da la circunstancia que eso sucede allí donde residían y eran considerados prohombres. No obstante, estos últimos años ha habido una revisión a fin de borrarlos. Hoy, en todo el mundo civilizado, la esclavitud no está permitida. Cierto, ¿verdad? Pues no. Ahora se expresa con la llamada «trata de blancas», son mujeres jóvenes, pertenecientes a países pobres, donde son engañadas por la promesa de un trabajo bien renumerado y eso las atrae a países del llamado primer mundo. Una vez caen en esas redes, son obligadas a prostituirse mediante todo tipo de amenazas y malos tratos.
No es que las autoridades no actúen si son descubiertas las mafias que trafican. Pero de poco sirve. Una vez establecidas en los lugares que estos esclavistas modernos las distribuyen, se hace una política de control muy laxa. Aun con todo, quiero hacer una aclaración. No es que yo esté en contra de la «prostitución», en eso como en tantas cosas, todo el mundo es libre de hacer lo que le plazca con su cuerpo, pero lo que de ninguna manera puedo aceptar es que sea obligada por terceros con el fin de enriquecerse. Y esa es esclavitud que podemos ver en nuestras ciudades, con el aparente beneplácito de las autoridades.
Sin embargo, este horrendo crimen que hoy representa para nosotros la esclavitud ha existido desde siempre. Por lo que parece, el sexo obligado y la esclavitud son innatos en el comportamiento humano y, por lo que hemos visto anteriormente, también en alguna especie animal. Este es el motivo de reflexión al que antes me refería; quizás la cultura, en esto, como antiguamente ya sucedió con los efebos de la Antigua Grecia, nos hace ver las cosas distintas y todo dependa de la ética que se practica en cada época. Tal vez, en busca de un supuesto buenismo, estamos esperando demasiado del Homo sapiens.
Y como ejemplo de esta afirmación: «¿puede haber algo más cruel que matar a un igual, para extraerle los órganos, con el fin que puedan vivir otros que han pagado por ello?». De algún modo y aceptando mi teoría que la maldad es privativa, que la ejercen individuos que, por un motivo u otro, «no son racionalmente dueños de sus actos». ¿Qué ocurre entonces con aquellas personas que, padeciendo un mal incurable, están dispuestas a comprar un órgano, cuando la medicina les dice que solo un trasplante puede ofrecer la posibilidad de vivir? Son gentes que, antes de padecer la enfermedad, tuvieron una vida ejemplar y honesta. Y, aun así, ahora están dispuestos a desembolsar la cantidad que sea, a fin de salvar su vida. Pero acaso se preguntan; «¿de quién saldrá ese órgano?».
Casi podría asegurar que ni siquiera lo han reflexionado, es demasiado horrendo que estas personas puedan pensar que van a matar, a cualquiera de esos que pululan por el tercer mundo, para que él pueda vivir. Es mejor centrarse en los doctores que le ofrecen la solución, puesto que, con toda seguridad, ellos no colaborarían en un asesinato y de este modo callan su conciencia, si la duda surge. Si bien, a poco que lo pensemos, encontraremos que son seres dominados por sus miedos y eso es lo que les dará finalmente ese plus necesario para aceptarlo. «Ahí es cuando he de recordar cómo actuamos en caso de extrema inseguridad».
Aun con todo, las mentes biempensantes dirán que ellas eso nunca lo harían, y no digo que no. Así, en mi particular caso de trasplante jamás hubiera aceptado siquiera un trozo de órgano si esto representara poner en el más mínimo riesgo al donante, y eso es lo que hubiera sucedido. Ahora bien, y ahora que hago esta reflexión, me pregunto: «¿por qué en la UE están terminante prohibidos los donantes en vida si no son de familiares?». Y la respuesta que se me ocurre no puede ser más evidente.
Pero hay más. De siempre, el Homo sapiens ha encontrado, en determinadas plantas, una forma de evadirse de la realidad que le atenaza dentro de este mundo. En tiempos, fue privativo de los «sacerdotes o chamanes», los cuales, al ingerir las drogas, entablaban largas conservaciones con las deidades. Pero esta situación poética queda lejos de la realidad de hoy. Sí, la droga es uno de los negocios que movilizan más dinero y sus consecuencias son muy lamentables para la salud de las personas. Además, los adelantos en química están logrando sintetizar nuevos productos que representan la muerte para quienes los consumen y la desgracia para sus familiares.
¿Quiénes las cultivan? Pues pobres campesinos que lo hacen para subsistir dentro de su miseria, sin conocer la triste realidad de sus resultados, bien por ignorancia o debido a su propia cultura. ¿Quiénes son los grandes traficantes que las distribuyen? Gente violenta, en algunos casos, los menos, con un cierto nivel cultural. Mientras que el resto, la mayoría, pertenecen al extracto social más bajo de sociedad. La gran contradicción que sufren es que son prisioneros de su propio mal, y en este caso, no es por ingerir productos tóxicos, sino porque la necesidad de amasar ingentes cantidades de dinero viene dada al activarse los mismos circuitos de satisfacción inicial que ofrecen las drogas. El caso es que cada vez quieren más y más, para acabar muertos o encarcelados para siempre. Podría ahondar en todo ello, pero se escaparía a la finalidad de este estudio —más adelante se amplía la explicación—.
Ahora, vamos a finalizar este largo glosario de contradicciones cuando no de imperfecciones que padece el Homo sapiens, con algo que puede parecer muy actual, pero nunca tan lejos de esta afirmación, «la corrupción». Lacra que ha estado presente en todos los lugares de poder. Desde que la sociedad existe, como tal fueron necesarias las jerarquías, para aglutinarla e imponer un cierto orden. Y, con ello, llegó este grave perjuicio que atenta contra la dignidad de las personas y, como es lógico, resta valor al trabajo en igualdad de condiciones. Eso fue así de tal modo que, durante muchísimos siglos, era algo supuesto y permitido, ya que, de otra manera, no se podría comprender cualquier transacción. Su uso ha tomado muchos nombres. Quizás el más elegante sea la comisión. Pero no por eso es menos detestable que los otros mucho más vulgares, como pueden ser: mordida, soborno, peculio, influencia, colusión, nepotismo; solo por nombrar unos que ahora me acuden a la mente.
La pregunta que planteo: «¿por qué sucede?». Ya que el corrupto, indiscutiblemente, tiene poder y dinero, además, a eso le acompaña un reconocimiento de la sociedad que se relaciona con él. Esa es la mayor evidencia y, aunque pueda parecer increíble, no se corrompe por dinero, como se suele creer. Si bien, paradójicamente, eso es lo que recibe a cambio de sus favores. La incongruencia puede considerarse complicada de entender, pero lo que se ha establecido en él, es lo mismo a estar preso de una adicción,12 a la cual, tendríamos que reconocerla como una enfermedad. O mejor, siendo más explícito, tendría que decir que padece una adicción, como las que ya he expuesto. Solo que, en este caso, no es por ninguna ingesta de sustancias tóxicas. —Lo mismo que les ocurre a los distribuidores ya mentados—.
Realmente, es maldad o estupidez. No es ninguna nueva noticia que los políticos reconocidos, considerados en todo el mundo por haber ocupado puestos de relevancia, pasan por la vergüenza de un juicio donde acaban en la cárcel. Desgraciadamente, ni el mundo de la medicina se escapa de esta situación. Verdaderos prohombres, considerados grandes «médicos y científicos» —mientras estoy escribiendo este capítulo, son noticia por haber recibido subvenciones de «multinacionales farmacéuticas», por sus artículos o celebración de congresos—. Por otra parte, no me queda más remedio que denunciar a algunos cargos jerárquicos que se han atrevido a defenderlos públicamente. Ignorando, con toda la seguridad, lo que motivó a estos profesionales a cobrar esas dádivas.
Y hablando de política, también la podríamos relacionar con el «terrorismo o con el seguimiento de sectas autodestructivas» que incentivan la búsqueda de un mundo mejor. Con eso, los iniciados, formando parte del amplio mosaico de ideas de estos tiempos, aprovechan para penetrar en la mente de aquellos que, por una razón u otra, están desencantados de la sociedad. Todo ello forma parte de la civilización que estamos viviendo. Y que se sostiene dentro de la supuesta cordura de un modo muy frágil, siendo propicia en momentos de vacilación y en según qué circunstancias a acceder a un estado de enajenación de muy difícil recuperación.
Cierto que podría extenderme mucho más, pero creo que ya es suficiente para comprender quiénes somos exactamente. Somos una clara contradicción. Está demostrada la capacidad que poseemos para asumir «profundos pensamientos filosóficos», y si no tenemos en cuenta épocas anteriores a la nuestra es porque las desconocemos. Es innegable que, en los últimos cien años, hemos demostrado una gran habilidad para crear ingenios que nuestros antepasados próximos jamás hubieran podido soñar. Pero, por el contrario, nos enredamos en una maraña de razonamientos metafísicos, como el que voy a plantear en el próximo párrafo. Donde estamos, en la búsqueda de un mundo irracional que, en mi opinión, ya lo hemos encontrado, con la llamada «física cuántica». Mecánica que, al no tener respuestas de lo que nos plantea, las más altas instancias han preferido ignorar.
Y permítaseme que insista. Cuando digo quiénes somos, me estoy refiriendo a todos sin excepción y, naturalmente, me incluyo yo mismo. He intentado que, en lo relatado a lo largo de este episodio, residan las respuestas a las preguntas que planteaba al principio del mismo. Solo que, de toda esta redacción, me surgen dos nuevas preguntas. «¿Por qué motivo se quiere entender al Homo sapiens como un ser dotado de razón y equidad?». «¿En qué razones nos amparamos para adorar a estatuas de madera policromadas hechas por nosotros mismos?».
Ahora que llega el final del capítulo, he recordado unas palabras, del libro El árbol de la ciencia, de Pio Baroja, donde en una conversación que mantiene Andrés Hurtado —el protagonista— con su tío Iturrioz, médico también, sobre la «filosofía de la vida». De una forma magistral explica en pocas palabras todo lo que yo expreso en todo este montón de letras. Recomiendo encarecidamente su lectura a quien no lo haya leído.
Y ahora un apunte final, con una propuesta que, a mi juicio, demuestra lo contradictoria que puede llegar a ser la sociedad actual. Evidentemente, lo que planteo aquí tiene que corregirlo la sociedad por medio de sus políticos. Pues «las penas de cárcel, en ningún instante, son la solución». Estas se han estado aplicando desde tiempos inmemoriales que nos transportan a los momentos que la sociedad, como tal, se organizó. Pero con la particularidad que se desconocía lo que aquí he estado evidenciando. Las cárceles solo tienen sentido «si las entendemos como un depósito transitorio, para almacenar a los enfermos o los inadaptados», entonces sí se pueden considerar válidas. Pero aparte del costo económico que representa para la sociedad, no aportan ninguna solución. De ninguna manera estoy proponiendo un «buenismo trasnochado», pero tampoco lo entiendo como un castigo. Debido a que el paso por ella, a algunos jóvenes, lo único que consigue es condenarlos para siempre a la delincuencia, al entrar en un bucle de difícil salida, por no decir imposible.
Por otra parte, si entendemos la diferencia entre delitos y las responsabilidades de quienes los cometen, tendremos que aceptar que hay un tipo de personas —sociópatas— que no pueden vivir en libertad, porque nunca se van a rehabilitar. Entre ellos, violadores, esquizofrénicos no diagnosticados, que llevan a sus espaldas un carrusel de delitos y tantos otros que comprenderían una interminable lista de agravios contra la sociedad que aquí ya he expuesto. Para ellos, solo hay una solución: que trabajen de acuerdo con sus posibilidades en campos adecuados, pero apartados de la sociedad.
Ahora, solo quedarían los que han cometido un error por egoísmo y a los que la sociedad no les dio la oportunidad para aprender. A estos, en principio, se les tiene que suponer la capacidad de «arrepentimiento», y se puede tener la seguridad de que será efectiva. En estos casos, solo les quedaría contribuir al restablecimiento del mal, pagando con trabajos a beneficio de la comunidad y, según fuera el caso, con el duplo o quíntuplo del daño, o lo que los jueces decidieran. Y solo sus «continuas reincidencias» serían suficientes para demostrar que tienen que ser apartados de la sociedad.
Reconozco que esta propuesta puede sonar revolucionaria o incluso ilusa. Pero me parece incomprensible que nos estemos conduciendo por los mismos parámetros ancestrales de siempre. Y que la sociedad admita, con una total naturalidad, que un error debe cumplir una pena de privación de libertad, sin más. Eso sí, sin ni tan siquiera analizar el tipo de error. A los jueces lo único que les está permitido hacer es interpretar la ley. Una ley que, por lo evidenciado a lo largo de este episodio, el delito está muy mal comprendido, es más, en ocasiones, más que el pago de una falta grave, lo que se puede traslucir es una venganza.
Por razones obvias, evito el planteamiento de la «pena capital», puesto que esta, por mucho que esté acompañada de todo el boato de responsabilidad en los países que aún la ejercen, me parece un acto de venganza criminal del Estado que la auspicia. Propio de los mismos enfermos que ajustician por no decir claramente que asesinan.
Después de esta controvertida exposición de lo que somos los humanos, creo necesario cerrar estas reflexiones con una posdata. Que nadie crea que, en las situaciones descritas a lo largo de este episodio, el lector jamás se podría encontrar en ellas. Pues eso es probablemente lo que pudieron pensar algunos antes que se hallaran comprometidos en alguna de estas circunstancias. El Homo sapiens está sujeto a las emociones y, en consecuencia, no deja de estar sometido por los sentimientos. Sí, entre ellos esos que antes estudiábamos, como son los de «venganza». También hay otros que, desafortunadamente, no fueron seleccionados por la especie para vivir en sociedad y a estos no se les puede exigir lo que no pueden ofrecer. Finalmente, los que hasta hoy no han tenido ningún problema, quizás sea porque nunca tuvieron la oportunidad. Y otros, porque simplemente pasaron por un mal día y, fruto de ello, cometieron el error, tal vez por el alcohol o cualquier otra sustancia, ocasionaron el desarrollo de una de las circunstancias que aquí se han expuesto.
4. Cuando se desarrolla la historia de los sumerios, se vuelve a formular esta cuestión.
5. Del hechicero a la medicina actual, en el capítulo 1 estudia una parte de la historia de la medicina.
6. En el capítulo IV: «La salud del Homo sapiens», se desarrollan todas estas cuestiones.
7. En Del hechicero a la medicina actual, se habla extensamente de esta zona y de sus prácticas en medicina.
8. Toda esta historia se menciona nuevamente en el capítulo IX: «Nuevas expectativas», con el que se cierra el estudio.
9. Del hechicero a la medicina actual dedica el capítulo 13 a analizar estas discutidas especialidades.
10. Interpretación del éxito, en los capítulos 28 y 29 se detallan ampliamente lo que representan los distintos sentimientos para los humanos.
11. Interpretación del éxito, en el capítulo 25 se da una cumplida información sobre la inseguridad de los humanos.
12. Lo que se pone en funcionamiento dentro de su cerebro «es el mismo circuito de compensación» que si estuviera ingiriendo cualquier tipo de droga. Lo que, al principio, parece algo muy placentero, ya que provoca «descargas de adrenalina», siendo, además, lucrativo. Pasa después a volverse un tormento que le hace, cada vez, querer más y más, volviéndose entonces muy descuidado. Hasta llegar a angustiarle, sin tener una consciencia de que va a ser su gran perdición. Interpretación del éxito, en el capítulo 20 se expresan ampliamente estos motivos.