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II. Los campos morfogenéticos aplicados al Homo medicus

Imaginemos por un momento que la situación que describo pudiera ser creíble y disfrutara de un acceso que me hubiera permitido viajar en el tiempo… Me encuentro a la distancia de 5500 años, en la «Primera Dinastía del Antiguo Egipto». Me encuentro en el «templo de Osiris». Estoy observando cómo un sacerdote está invocando, para que el dios intervenga en la cura de un joven enfermo, que se encuentra postrado en las parihuelas de un camastro. Escucho que conjura a Osiris de la siguiente manera: ¡oh, Osiris! te invoco para que, con tu infinita bondad, accedas a sanar a este tu siervo. Te imploro para que te dignes a intervenir y expulses a los demonios que poseen su cuerpo…

Lástima, he perdido la conexión… Supongamos, por un instante, que esta situación pudiera ser verídica y que, gracias a los medios de la aplicación de la «física cuántica» un día fuera posible viajar al pasado. La experiencia narrada es la que a buen seguro se repitió en aquellos ya muy lejanos tiempos. Te estarás preguntando: «¿qué sentido tiene este texto que debería estar en el capítulo anterior?». Y sí, es cierto. Pero este pequeño recorte de la historia antigua sirve para reflexionar si aquellas invocaciones, que antiguamente se hacían, respondían a una fuerza desconocida, incluso hoy en día. De otro modo, si continúas leyendo, encontrarás el sentido práctico que pudieron tener las exhortaciones, consideradas mágicas, entonces.

La magia solo existe si crees en ella, por contra, ya entramos en el mundo de la lógica, ese que está lleno de las limitaciones que conocemos. Un día, alguien hace algo inédito y entonces ya no se llama magia, sino que es una nueva lógica que viene a sustituir a la antigua. Por lo que yo hablaría de la magia con respeto, puesto que posee distintas vertientes. A estas incógnitas, la neurociencia está buscando respuestas y, pese a que ya es un estudio centenario, escasamente se ha avanzado, si lo comparamos con todo lo que falta por descubrir. Pero ¿qué saben los médicos en la actualidad de magia? Poco, muy poco, ya que sus razonamientos se basan en conocimientos que le cierran las puertas a la posibilidad de aceptar otros nuevos e inéditos, sobre todo cuando estos representan un cambio de paradigma.

Precisamente, es a esa magia real o metafórica, dependiendo cómo se la interprete, a la que se le niega siquiera una reflexión, por no entender la medicina de otro modo del que se ha comprendido siempre. Sería como decir: «que solo se es capaz de aceptar la única cara de la luna que siempre se ha divisado». Sin poder imaginar que, en la curación, puedan intervenir otros factores que no sean «las intervenciones quirúrgicas», «los propios fármacos» y en según qué casos, «la prohibición de determinada alimentación».

Hace un tiempo, un niño le hizo una pregunta, que se podría considerar disruptiva, en uno de sus viajes al «papa Francisco»: «¿Qué hacia Dios antes de crear el mundo?». Ante esta interpelación, el papa titubeó por unos instantes, poco importa ahora lo que contestó, tuvo que improvisar una respuesta para la que no estaba preparado, ni él ni todos los ministros de la Iglesia que le habían antecedido. Pues bien, algo parecido me ha ocurrido, siempre que he tenido la ocasión, de preguntarle a algún médico sobre si creía que, además de los conocimientos que ya practicaba, aceptaría que pudiera haber alguna otra manera de influir en la curación de los enfermos. En los últimos tiempos, he estado hablando de este asunto con tantos médicos como me ha sido posible y, al llegar ahí, algunos me reconocieron que no negaban que a la medicina le pudiera faltar algo, pero ignoraban lo que pudiera ser.

En mi anterior libro, Del hechicero a la medicina actual, planteaba algunas dudas sobre ciertas prácticas de los clínicos. —Deseo hacer la aclaración que no me refiero a ninguna de índole técnico—. Después de reflexionar sobre este asunto y teniendo en cuenta la experiencia que viví durante mi enfermedad, he sido consciente que, lo que me mantuvo en activo en la lucha contra mi dolencia, era una fuerza que surgía de mi interior y que me animaba a continuar. Recuerdo aquellos momentos pesimistas que me transmitían mi familia o los propios facultativos, que algo dentro de mí me decía: «Tú puedes, saldrás de esta». Imagino que puede resultar un poco difícil de creer. Pero puedo asegurar que eso era lo que sentía.

¿Cómo se podría explicar científicamente esta actitud? Seguro que, desde un punto de vista médico, no se puede justificar de otra forma que no sea por entereza. ¿Pero eso es suficiente? Y si no, ¿qué podría ser? ¿Quizás esa magia a la que antes me refería? Sería fácil que mi respuesta se ajustara a cualquiera de las incógnitas que he planteado, pero no es así. Una de las primeras cosas que hice cuando me restablecí fue buscar respuestas a esas maneras que me ayudaron tanto.

Es evidente y sin ningún tipo de dudas que el trasplante fue definitivo en mi restablecimiento y no va a ser aquí donde descubra las ventajas que representó la donación del órgano que hoy forma parte de mi ser. Pero tampoco son menos ciertas, todas las peripecias que sufrí, en los tres años y medio que transcurrieron para poder llegar a él.13

Sí, es esa fuerza interior que siempre me ha acompañado, la que produjo en mí un estado proclive a la curación, debido a mi voluntad para que sucediera. Eso se podría entender, si se siguen las afirmaciones del biólogo Bruce Lipton (1944), el cual desarrolla una teoría que habla de la influencia que puede ejercer la psiquis en el organismo. De otro modo, es lo mismo a decir que las convicciones pueden llegar a ser deterministas. No obstante, la cosa no la dejé allí y buscando aún más, fue cuando hallé los «campos morfogenéticos». —Que es precisamente, los que le dan el título a este episodio y de los que más adelante informaré, con todo tipo de detalle—.

Pero atención, todo está escrito en primera persona, porque fue exactamente lo que yo experimenté. Los que me han leído, ya saben que no soy amigo de usar soluciones ilusas o esotéricas y no va a ser ahora cuando comience. Si algo se me reconoce, es que, en todos mis escritos, busco el modo de documentarlos, ofreciendo nombres y fechas comprobables. Y, en eso, es en lo que fundamento el aval de este relato. Con esto finalizo este preámbulo, aunque después volvamos otra vez a retomar las reflexiones que aquí he dejado.

Para comprender mejor la esencia de este capítulo, es necesario viajar en el tiempo y llegar a los principios de la socialización del Homo sapiens… dentro del eslabón perdido de la transición, de lo que posteriormente alumbraría el nacimiento de nuestra especie. Nacería con esta «la consciencia y, con ella, el conocimiento de la enfermedad». Perturbación que creaba el malestar de las personas. Si bien, pronto se quiso buscar al sujeto responsable, hasta que se encontró. ¡Vaya si se encontró! Fue esa, precisamente, una de las razones fundamentales para encontrar en el animismo las respuestas de los misterios insoldables del universo, el cual, por cierto, quedaba muy reducido en aquellos arcaicos tiempos.

«Animismo» —palabra que en latín significa: alma—. Concepto que bien pudo ser la primera forma de credo que tuvo el Homo sapiens. Ahí coincidían diversos modos de entender la magia de las cosas que les sucedían. Las montañas, los ríos, el cielo, la tierra, las plantas, los árboles, los animales y hasta las rocas. Cualquiera de los elementos que los rodeaban poseían alma y, consecuentemente, conciencia propia.

Por eso, dentro de esta configuración cabía la creencia que cualquiera de estos sujetos pudiera sufrir la transformación en seres espirituales, entre ellos se encontraban los propios parientes ya fallecidos, transformados en espíritus antecesores. Todo tomaba una extensión a lo sobrenatural, que se conformaba en los elfos, unos seres bondadosos, pero que, a la vez, también eran responsables de las enfermedades. Estos habitaban los espacios que ocupaban los humanos, pero no se dejaban ver.

Precisamente, allí se encontraba la esencia de la enfermedad, proveída por espíritus maléficos que penetraban en el cuerpo de las personas, aquejándolas de un mal que, de no superarse, llegaban a fallecer. Ahí fue, necesariamente, donde se toparon con los que ostentaban el oficio más antiguo, el de hechicero o gran sacerdote que, inmediatamente, se convirtió en sanador —del latín, médico—, lo que provocó con seguridad que fueran interpelados del siguiente modo… «¿Quiénes son esas gentes que osan violentar la voluntad de los espíritus?». Esta pregunta bien se la pudieron haber planteado a los primeros sanadores, que se atrevieron a entrometerse en el destino final de los humanos.

Sí, me estoy refiriendo a lo que anunciaba al principio del capítulo anterior, cuando indagaba: «¿cómo eran los que tenían el deber de intentar curar al enfermo?». Más adelante, lo completaba con otras preguntas, donde trataba de averiguar; «¿quiénes éramos, de dónde veníamos y hacia dónde íbamos?». Añadiendo la advertencia que, tanto médicos como clientes —pacientes— éramos los mismos. ¿Recuerdas? Pues bien, las preguntas ya fueron contestadas a lo largo del episodio al que me estoy refiriendo. Y lo que quedó pendiente de concretar fue; «¿cómo son los médicos? A lo que ahora, para complementar, creo conveniente añadir; «¿cuáles son las peculiaridades y conocimientos que deben poseer?».

Ahora bien, de cualquier modo, la respuesta a estas dos preguntas la podríamos circunscribir a una sola, y eso es lo que vamos a desarrollar a lo largo de este ensayo. Aun así, creo necesario agregar que el estudio tiene una pretensión superior a la simple respuesta que representaría definir al médico. Cuestión que, por otra parte, resultaría imposible. Puesto que, dentro de este colectivo, como en cualquier otro, cada uno tiene una forma de entender la vida, según sea su «modelo mental»14 y, eso, influye forzosamente, en la manera de «interpretar su labor profesional».

El modelo mental es, considero, la clave que ha de permitir que los profesionales de la salud desarrollen su labor de acuerdo a las necesidades que la sociedad actual precisa. Si bien, el hándicap que se plantea es la negación que hacen las universidades de estas cuestiones. El asunto no es tan solo una asignatura pendiente, sino que es preciso sensibilizar a los «órganos responsables de la medicina» de la tendencia que hay a no querer reconocer la importancia que tiene la mente en la curación.

Estos son los que se escudan detrás de las distintas pruebas analíticas, impidiendo esta nueva concienciación que, a mi juicio, se ajusta científicamente a lo que deseo presentar; los «campos mórficos» que, supongo, son un conocimiento del que presumiblemente pueden adolecer. Cuya fuerza es la compensación a la medicina mecanicista que se practica y que, aunque ya se posee, no se tiene consciencia de ella. Si la entendemos como un impulso, puede representar una gran ayuda en el trabajo, pero, a la vez, y depende cómo, puede resultar devastadora para los enfermos cuando son consultados.

Observadas estas particulares, volvamos nuevamente al argumento con que iniciaba el segundo apartado de este capítulo. Como anteriormente ya relataba, desde los principios del Homo sapiens la enfermedad estuvo considerada un castigo que enviaban los lémures, por algún incumplimiento de los deberes a que estaban obligados, ya fuera el interesado o su propio clan. Cualquiera que estuviera en aquella situación y lo contemplara desde el mundo de hoy tendría que apreciar la grandeza de aquellos heroicos ungidos que, enfrentándose a los espíritus, les discutían con todo tipo de argucias, entre las que abundaban las ofrendas a cambio del destino que habían deparado para los aquejados desvalidos.

Y ello fue, sin ningún tipo de duda, lo que le dio a esta profesión un plus muy distinto a cualquiera otra que la civilización haya podido conformar. Ser médico: «equivale a salvar vidas. O, al menos, a intentarlo». ¿Puede haber una labor más grande a la que dedicarse en este mundo? No. La pregunta no es baladí, de sus conocimientos y de su voluntad surge que se estén alcanzando las edades, cada vez más longevas, que disfrutamos. Pero, no es solo eso, también la calidad de vida que en la actualidad gozamos se la debemos a estos profesionales, los cuales lo hacen sin buscar más prebendas que el éxito en su trabajo. Sin duda, no hay nada que pueda compensar tan importante ofrecimiento como es la vida.

A todo esto, quisiera añadir que los que eligen por profesión la medicina están aceptando una forma de vivir propia de un sacerdocio, o diría más, de la disciplina de un samurái, con los valores que le acompañan, como son: honradez, respeto, cortesía, benevolencia, honestidad y lealtad. Desgraciadamente, todos esos méritos en conjunto escasean y solo los que sean capaces de cumplirlos «podrán desarrollar la capacidad de empatía», imprescindible hoy en día, para el adecuado desarrollo de su labor.

También se les exigirá guardar los secretos de los enfermos que atiendan. Ahora bien, durante muchos años, la obligación del enfermo a decir la verdad era propia de las confesiones con los sacerdotes, hoy, esta verdad es imprescindible que sea transmitida al médico. Razón por la cual, el médico jamás debe mentir en sus relaciones sociales, so pena de quedar desacreditado profesionalmente. Pues una mentira pondrá en duda todas las verdades que, a lo largo de su vida, haya podido ofrecer.

Además, es conveniente que mantengan una vida discreta, fuera de las estridencias del mundanal ruido. Hay que reconocer que, la gran mayoría, obran de buena fe, con un desapego total en el momento de ejercer su labor. No buscando en ella otra compensación fuera de su propio entusiasmo, a sabiendas que se requiere mucho esfuerzo y como indicaba, no es precisamente para lucrarse en exceso, y por ello su contraprestación tiene un eminente cariz vocacional.

Y aún se le debe añadir otro precepto, el de estar perpetuamente obligado a estudiar todas las novedades que se le ofrezcan dentro del hermético mundo de la medicina. Esencialmente, ese es uno de los problemas que, en estos tiempos, se evidencian en el desarrollo de su labor, donde el médico se ha transformado, a la vez, en un funcionario sin tiempo para actualizarse.

Como ya argumentaba, solo es necesario retrotraerse a las primeras maneras de curar de la historia conocida. Estas se efectuaban por medio de «conjuros», que se establecían con los espíritus causantes del mal. O buscando el amparo de los buenos espíritus, para que intercedieran en favor del ser postrado. Se ha de reconocer el valor de aquellos sacerdotes, brujos, chamanes, o como se les quiera denominar, de qué modo se atrevían a iniciar una conversación, por medio de las evocaciones o súplicas, para expulsar de allí al maléfico que, según se creía, poseía a aquellos desgraciados seres, presos de la enfermedad.15 Pero atención, «lo que sin saberlo estaban ejecutando, era la curación a través de los campos morfogenéticos que ya he nombrado».

Representaba, para aquellas esforzadas gentes, adentrarse en el mundo de lo desconocido. Curioso, sí, porque hoy, aunque de otro modo, está sucediendo lo mismo. ¿Acaso la lucha contra la enfermedad no representa, en algunas ocasiones, zambullirse en un espacio donde se penetra en un cosmos lleno de incógnitas y de dudas? En el que la respuesta que da un organismo difiere totalmente de la que se obtiene de otro. Esto se reconoce con la afirmación: «No hay enfermedades, sino enfermos». Y en esta réplica, pueden influir un montón de factores, genéticos y de otros tipos; cabe destacar «la región del mundo» y, de un modo más concreto, «el distrito de la ciudad donde se habita».

Componentes que, en mi opinión, la medicina, tan tecnificada de hoy, no tiende a valorar excesivamente. Diría más, a pesar de que muy a menudo se hacen evidentes esos factores, se desprecian, pero solo es por ignorancia, ya que se tienen como elementos distorsionadores de la posibilidad de curación. Es precisamente ahí donde se pueden encontrar actualmente «esos malos espíritus». Confundidos dentro de ese marasmo «de información harto tecnificada». Parece que, la enfermedad, es lo único a vencer. Obviando que el que verdaderamente la sufre es el enfermo.

Desde hace algún tiempo, distintos especialistas de enfermedades de difícil curación reconocen públicamente que, en casi todas ellas, se encuentra, en el desarrollo de la propia dolencia, un «detonante psíquico». ¿Eso podría representar la localización «de los metafóricos malos espíritus» que, hoy, embargan la salud de los enfermos? No podría ser de otra manera, lo que siempre ha acosado al Homo sapiens han sido sus propios miedos. Temores causados por el sentimiento de culpa que le persigue allí donde quiera que vaya. Para abundar más en el asunto, diré que esos miedos se pueden conjugar con situaciones sufridas por las personas que, según sus creencias, han podido incumplir. A las que también podríamos incluir otras, como son: el fallecimiento de un ser querido, separaciones no deseadas y sucesos como la falta de empleo y cualquier cuestión desencadenante, en torno a estas circunstancias.

Todo esto puede dar una idea de la pesada carga que recae sobre la responsabilidad de pretender curar. Si bien, aunque pueda resultar, como mínimo, sorprendente, esta es una de las causas que, en la actualidad, tiene que luchar el médico. Sí, me estoy refiriendo a la creencia, sea o no consciente, que se enferma por culpa de comportamientos indebidos, propios o ajenos. Ya no es solamente por los síntomas que pueda padecer. Porque en el caso que no se evidencien, se debería aceptar que no hay enfermedad. No obstante, eso, en ocasiones, no resulta suficiente. Ante la necesidad que se le garantice una salud segura, «se someten voluntariamente a chequeos, que pueden conllevar, la esclavitud del diagnóstico».

En este particular, formalmente, la apariencia del supuesto enfermo es poco determinante; lo que se valora son las pruebas analíticas. Cuando sus resultados concretan la detección de posibles células tumorales, se inicia inmediatamente todo el protocolo previsto en estos casos y se procede a extirpar la zona dañada. Y… Sí, ahí es donde la literatura científica difiere. Pues considera que, una determinada cantidad de este tipo de células bien podría haber sido absorbida por el propio organismo, de haber dejado que la naturaleza hubiera seguido su curso.

Se ha de aceptar que, aunque se desconozca lo que en realidad motivó la enfermedad y no se haga por «supuestos» que, en el momento de ser superados, se quedan en el olvido. Como si aquella antigua afirmación no hubiera perjudicado en nada la curación del enfermo. Solo con el fin de salvaguardar la verdad de una medicina que, continuamente, debería estar en entredicho. Esa sería la máxima de esta importante aportación humana, mantenerla seguidamente dentro de un análisis de aprobación, esperando que una novedad venga a sustituir a otra. Para abundar más en esta afirmación, se me ocurre añadir esta frase: «Eppur si mouve», que supuestamente pronunció Galileo Galilei, después de abjurar de la «visión heliocéntrica del mundo», ante el «Tribunal del Santo Oficio de la Inquisición».

Por si alguien pensara qué motivos tengo para haberme acogido a dicha frase, la respuesta no puede ser más evidente. En mi criterio, basado en conversaciones que he mantenido con algunos médicos, estos, como ya he comentado, me han manifestado sus dudas, si para la curación del enfermo es suficiente la administración de fármacos o, por el contrario, deberían intervenir también otros mecanismos.

Mecanismos que, por lo general, son precarios en los hospitales y en la asistencia clínica. Puede parecer correcto aceptarlos cuando se plantean en petit comité, pero en el instante de usarlos, la cosa es muy distinta. Puesto que allí, con más facilidad de la que sería deseable, es habitual que se escuchen palabras o comportamientos poco adecuados. Componentes que se podrán resumir dentro de la lectura de este capítulo. Ahora bien, honestamente, debo de reconocer que lo que planteo en él solo es un esbozo, ya que la profundidad del asunto se merece un desarrollo mucho más exhaustivo, y esto es lo que propongo dentro del ensayo. El hecho de conseguirlo es el desafío que me he impuesto.

Después de esta reflexión, creo preciso hacer hincapié en por qué insistimos en creer que enfermamos. Ahora que parecen superadas aquellas épocas, donde todo tenía que ver con supersticiones, brujerías, hechizos y cosas parecidas, ¿cierto? Sin embargo, por las investigaciones que he hecho al respecto, tengo que indicar que no del todo. Debido a que es esa búsqueda de la seguridad lo que provoca en ciertas circunstancias que el celo de la medicina se extralimite, haciendo eso que se ha venido a llamar «sobrediagnósticos», siempre, supuestamente, de buena fe. Si bien, no podemos sustraernos a la voracidad de ciertos «laboratorios farmacéuticos». Y que el ejercicio de la «clínica privada» lo consideren también un negocio que, como tal, debe ser lucrativo.

A todo esto, le ayuda el sentimiento de culpa que padecemos, por el gran temor a enfermar. Pero, independientemente, hay otro factor que puede influir en las tribulaciones de la persona: «el propio médico». No se puede negar «que el profesional, como tal, es una entidad patológica en sí mismo». Y este, más a menudo de lo que se suele pensar, «teme quedar atrapado por la propia dolencia que está observando en el enfermo, mediante lo que se podría considerar un efecto de transferencia». Precisamente, es ahí donde entra en juego su propio modelo mental. Quien, además de intentar entender qué le ocurre al organismo del doliente, no le será suficiente, a riesgo de no llegar a comprender su propio «estado psíquico». Es en esos momentos donde, sin saberlo, juegan un papel fundamental la influencia de los campos mórficos.

Sospecho que esta afirmación podrá sorprender a más de un profesional de la salud. Pero, si se reflexiona, igual que el clínico puede sufrir sus miedos interiores, también y en la misma medida, los padece la persona que está visitando. Aunque, en según qué circunstancias, con el agravante que quien está intentándolo curar puede ser el causante involuntario de la situación que está padeciendo el enfermo. Esta cuestión se evidencia notablemente por la gran cantidad de profesionales «que padecen adicciones».

Adicciones que, oficialmente, se justifican en gran medida al estrés que supone visitar en un tiempo, que resulta insuficiente, y a la responsabilidad de acertar en los diagnósticos. Pero, según las encuestas, la cosa se agrava aún más, trasluciéndose en la cantidad de suicidios que superan en más del doble a la población en general. Cuestiones que no acostumbran a ser aireadas. Los motivos son dos, el gran corporativismo, pero también hay otro y es el miedo de los órganos superiores a que se conozca por la colectividad.

Todo lo explicado en estos últimos párrafos, de una manera un tanto abstracta, es lo que se podría definir: «como el origen del mal». «Cuando la enfermedad se manifiesta dentro de los conflictos biológicos, los cuales son consecuencia de la propia dolencia». Si bien, también cabría aceptar cualquier irregularidad en el funcionamiento de algún órgano.

Desde el instante que el enfermo manifiesta dolor y agotamiento, está trasmitiendo una información.16 Remitiendo el mensaje que sufre algún tipo de padecimiento. Independientemente que este se haya manifestado de forma clara o solo sea producto de síntomas y que, esta vez, de un modo contrario al anterior, no se obtenga ninguna «causa analítica». Es precisamente, cuando la ausencia de la causa hace que se ignoren los motivos que pueden estar creando la situación. Donde adquirirá una gran importancia la capacidad para canalizar «la energía del cerebro». Pues este puede colaborar con recursos «que hoy en día son desconocidos para la medicina», tanto para la sanación, como en caso de agravar la enfermedad, o, en el peor de los escenarios, condenarle a un prolongado sufrimiento.

Lo manifestado choca frontalmente con la medicina mecanicista que se practica en la actualidad. Herencia de los modos de «sanaciones ancestrales» de Occidente. Hasta ahora, se ha creído y se cree que todo el organismo funciona igual que si fuera un artilugio. Lo que quiere decir que, una vez se hayan comprendido todos los funcionamientos, se habrá aprendido a curarlo todo. Y eso es lo que garantiza una cierta capacidad de pronóstico en la evolución de la enfermedad. Consecuentemente, y, por lo tanto, es posible que se puedan llegar a revertir las enfermedades. Por este motivo, es un hecho generalizado que el médico solo atienda «al órgano dañado» y, en consecuencia, se desentienda del resto, ignorando que forma parte de un todo global, creando con ello una distorsión que difícilmente podrá encontrar una sanación prolongada en el tiempo y de un modo definitivo.

Mientras cualquier otro proceso que pudiera entenderse como aleatorio, y por ello reversible, será considerado como ilusorio. Aun así, hoy, poco a poco, se ha ido reconociendo que hay factores desconocidos e inexplicables que aparecen como una solución determinada. Esto no quiere decir que siempre se manifiesten de forma concreta, debido a que, por los motivos antes indicados, las propias defensas del organismo pueden provocar la compensación de este. No obstante, donde realmente la cuestión se hace más evidente, es cuando se reconoce una cierta compaginación «con el mensaje que haya podido recibir el cerebro». Ahora bien, desafortunadamente, se desconoce cómo se ha realizado.

Todo ello pone circunstancialmente en entredicho el ejercicio de la medicina. En contra de lo que se supone: «no es una ciencia, sino un producto cultural, que se nutre de la ciencia». Esa es en mi opinión, la fragilidad que padece la medicina que se autodenomina científica. Por contra, las corrientes holísticas —se considera el algo como un todo— se niegan a aceptar que la naturaleza de la vida se pueda explicar de un modo tan simplista. Y, como resultado, lo que proponen son «modelos sistémicos». Prueba de todo lo relatado es el conocimiento de la física cuántica, que ha puesto en duda la vigencia de las leyes fundamentales hasta ahora vigentes.

Desde la ilustración, ha persistido la idea de que lo científico solo puede ser aquello que se llega a «demostrar reiteradamente». Pero ¿de verdad esta descripción se cumple siempre? Es evidente que no es así. Es más, el simple hecho que se pueda crear alguna incertidumbre al respecto hace que se ponga en duda esta afirmación. Lo que provoca que se activen todos los resortes y el planteamiento pueda ser acusado de «seudociencia».

Palabra muy utilizada últimamente por aquellos que se creen «los guardianes de la verdad científica». Utilización que, desde mi punto de vista —lego en medicina— me parece una verdadera barbaridad. Pues a poco que se haga un pequeño repaso de los errores cometidos, a lo largo de todos los tiempos por la medicina, se habrá de reconocer que han sido sonados y cuantiosos. Pese a esta larga colección de experiencias negativas, voy a abstenerme de detallarlas, ya que, para este estudio, considero que no aporta. Aun con todo, se me ocurre una pregunta al respecto: «¿de qué bola mágica es la que se nutren estos sanedrines del conocimiento clínico, para etiquetar cuál es una terapia adecuada y cuál no?».

Aprovechando esta pregunta, me voy a remitir a párrafos anteriores, donde utilizaba la palabra información para exponer que esa transmisión del que sufre algún tipo de padecimiento puede resultar, en ocasiones, también inexplicable, sería lo mismo a recurrir a lo que sucede si nos adentramos en la comprensión de la «mecánica cuántica». La cual, siguiendo los mismos parámetros que se usan para las cosas que no tienen una «clara explicación», podría ser determinada como una pseudociencia, ¿cierto?

Ya que el solo hecho de nombrarla dentro de este libro, «cuya pretensión es profundizar en el indispensable conocimiento de lo que son los campos mórficos, su consecuente efecto, así como la precedente filosofía y cambio de actitud que los médicos deben poseer para poder ejercer su labor de un modo más eficaz», pudiera ser motivo para que más de un profesional considere que eso se escapa de unos conocimientos que él no cree poder practicar y, por ello, difícilmente considerará que aporte.

Quizás con este ejemplo pueda convencer a los remisos en aceptar que hay ciencia, hoy por hoy, que no siempre es demostrable. Para ello tendríamos que trasladarnos a períodos muy nefastos para el ejercicio de la medicina. Sí, me estoy refiriendo a aquellas donde se etiquetaba como «peste», a una enfermedad de la que se desconocía su motivación. O, mejor dicho, no eran los pájaros los que transmitían por el aire aquel maldito padecimiento, como se llegó a creer. Ahora imaginemos por un momento cuál hubiera sido la reacción si un médico medieval hubiera anunciado a bombo y platillo que había descubierto la cura de aquel terrible mal. Hoy sabemos qué causas la provocaban, pero en aquellos tiempos era la predicción de una muerte, en la mayoría de los casos, segura.

En aquel error del pasado puede que encontremos la respuesta a lo que hoy representa «el cáncer», como enfermedad, cuyo uso de su nombre altera a las personas por el miedo a sufrirlo. Y, si es así, ¿qué diferencia podríamos hallar con la peste que por tantos siglos laceró al mundo conocido? Visto de esta manera, ¿se puede asegurar, sin temor a equivocarse, que hoy día se posee una comprensión de la ciencia muy distinta a la de entonces? Fundamentalmente, no, y eso nos insta a evitar la aceptación de nuevo, igual como sucedió en aquellos tiempos, con esa maldita enfermedad, a la que se consideró como un castigo de Dios, título que se le dio a la peste.

Puede que esta sea la razón por la que cuando se afirma el reconocido adagio: «que ciencia es todo aquello que se puede demostrar repetitivamente». Si bien eso, considero, se hace, a modo de letanía, sin ninguna consistencia de lo que se está manifestando. ¿Y si fuera necesario entender que, entre otras cosas, formamos parte de una «carga de información» y, solo así, se puede comprender la naturaleza? ¿Y si ese mundo metafóricamente mágico, del que tanto hemos hablado dentro de este episodio, existiera? ¿Y si ese «valor añadido», que le estoy demandando al médico hubiera alguien que ya lo hubiera descubierto y desarrollado?

Tal vez todo esto, leído de este modo, pueda parecer unas ideas más o menos bien intencionadas que he pretendido a hacer. Pero no, voy a mostrar que esta consideración, la cual ya me he adelantado ofreciendo su nombre, está basada en ciencia. Y que su desarrollo se lo debemos al bioquímico Rupert Sheldrake (1942), doctor en ciencias naturales, por la «Universidad de Cambridge e investigador en el Institute de Ciencias Noéticas de California». Reconocido dentro del mundo de la ciencia por sus trabajos revolucionarios sobre la biología contemporánea, de lo que él ha definido como los «campos morfogenéticos».

No obstante, respetado lector, antes de empezar a leer lo que a continuación sigue, voy a rogarte que intentes salir del paradigma de conocimientos donde te encuentras instalado. Sí, sé que es difícil, pero con este aviso estarás más preparado para comprender mejor, si cabe, lo que a ahora expongo. Antes de nada, considero preciso afirmar que la psicología en Occidente, prácticamente, es una ciencia desconocida, y lo que se practica podríamos considerarlo una «seudopsicología».17 Nada comparable, por ejemplo, con las prácticas de Oriente, donde su desarrollo, dentro del budismo, tiene una antigüedad de 2500 años. Esa es, sin duda, una de las trabas para que desde aquí no nos sea fácil aceptar este tipo de teorías.

El mundo Occidental estuvo instalado en un gran oscurantismo, provocado básicamente por la Iglesia católica. Todo era según lo que demandaban «los textos bíblicos y las doctrinas aristotélicas». En aquel entonces estaba prohibido experimentar, pues, según se creía, las verdades del universo estaban reservadas a la voluntad de Dios. Ahora bien, hubo algunos que se rebelaron contra esta situación, quienes, o bien se tuvieron que retractar, o fueron condenados a la hoguera por «el Tribunal del Santo Oficio de la Inquisición». Todo ello comenzó a cambiar con la llegada de la llamada época del Renacimiento. Aun con todo, la evolución fue muy lenta, tanto, que aún hoy se pueden encontrar vestigios de aquellas ideas.18

Por lo que considero de mayor aporte centrarnos en lo que ocurrió a este respecto el siglo pasado. Ahí fue cuando apareció un médico, cuya aportación a la psicología dio luz a estos asuntos. Efectivamente, Carl Gustav Jung (1875-1961) fue el primero en hablar de la «herencia filogenética y ontogenética», así como del extraño fenómeno de la «sincronicidad»19 y la relación que tiene todo ello entre la mente y el cuerpo. Más tarde, ya en este siglo, llegaría el Dr. Rupert Sheldrake. Ambos, curiosamente, aunque en diferentes etapas, estudiaron en Oriente las conexiones que existen entre el cuerpo y la mente. También es cierto que, en honor a la verdad, en este desarrollo hubo otros más, pero, para el estudio que estamos exponiendo, no resultan necesarios.

El Dr. Jung fue maestro del científico Wolfang Pauli (1900-1958), uno de los artífices de la física cuántica. Con la aparición, a principios del siglo pasado, de la ya nombrada «teoría de los subátomos». El mundo no tuvo por más que aceptar que había otras vías inexploradas que pertenecían a secretos desconocidos del universo. Señales que han descansado olvidadas a nuestro alrededor durante generaciones, debido a los prejuicios —como anteriormente ya he indicado— arraigados en el pensamiento de épocas pasadas. Como consecuencia de todo esto, hay muchas cosas que desconocemos sobre la naturaleza biológica de nosotros mismos, de los animales, de los vegetales y hasta de los propios minerales.

Lo que en realidad sorprende es que este conocimiento, a pesar de estar al alcance de todos, haya permanecido ignorado. Puesto que, como ya he advertido en las distintas conversaciones que mantuve con médicos, jamás admitieron conocer su existencia. Por eso, en el momento de hacerles la pregunta tuve la sensación de pretender cruzar las líneas de sus conocimientos. Lo que equivalía a que ellos, que se consideraban «auctoritas profesionales en la materia», se extrañaran por atreverme a realizar una pregunta donde no poseían respuestas académicas.

Antes de empezar a desarrollar esta teoría creo que sería preciso analizar qué pretenden decir cuando recurren a usar la palabra «pragmatismo». Por cierto, un recurso al que han recurrido alguno de mis interpelados. ¿Qué es lo que representa? Pues hasta la llegada de la teoría que se está cuestionando, la «intuición» era uno de los misterios más difíciles de explicar racionalmente. Llegando hasta hace poco a ser negada en las universidades; es más, aunque públicamente no se quiera reconocer, muchas veces, los diagnósticos están influidos por ella —más adelante ofreceré más detalles—.

«Con la aportación de esta teoría, el Dr. Sheldrake pretende descifrar el código de la vida. Y es ahí donde plantea que el genoma humano ha revelado que tenemos unos 25 000 genes, muchos menos de los que se creía, entre tanto, el genoma del chimpancé una vez secuenciado, es prácticamente igual que el humano. Poseemos el mismo tipo de proteínas y genes, por lo que apenas se ve la diferencia. Pero, de todos modos, es evidente que somos diferentes.

Y… Si eso no se puede explicar mediante los genes, ¿qué explicación puede tener? La respuesta, según, el Dr. Sheldrake, la encontraremos en los campos morfogenéticos. Al igual que se pueden construir dos edificios diferentes con los mismos ladrillos y cemento, si se tienen «dos planos distintos», se pueden construir organismos en “distintos campos”. Como es el caso de los humanos y los chimpancés, donde las moléculas que los componen son muy similares.

Eso sería igual a una “metafórica biblioteca” en la que están todas las proteínas posibles, desde las de los animales más ínfimos, hasta las de nosotros mismos. Precisamente, es en esa misma biblioteca donde se debe saber qué libro se ha de extraer de ella. Y este es el gran problema que la genética trata de explicar. ¿Cómo el cuerpo sabe qué libro ha de elegir de esta supuesta biblioteca genética? Se cree que es el “campo corporal” el que decide qué información extrae del ADN. Todo esto, a juicio del Dr. Sheldrake, coincide con los conocimientos actuales de la medicina, solo que van un poco más lejos». (SIC).

Puede que todo esto precise más de una lectura. Pero, como ejemplo, hay cosas que aún hoy, después del tiempo transcurrido, resultan «inverosímiles», como son los extraños fenómenos que nos plantea la mecánica cuántica. Esta, si se enseña en las escuelas y en las universidades, solo se hace a «modo retórico». Aunque sin ningún convencimiento que permita profundizar, entre otras cosas, porque quienes la imparten también la desconocen en la profundidad necesaria. Visto así, ¿cómo se puede pretender que la teoría que nos ocupa llegue a tener una rápida aceptación? Lo normal, es que sea rechazada. Y, particularmente, a lo que atañe en este estudio, «por los mismos médicos», los cuales, de su conocimiento, podrían hacer buen uso de ella, como seguidamente expondré.

«La teoría del Dr. Sheldrake muestra que “la resonancia mórfica” plantea los principios para comprender la interrelación que hay con todo lo existente. Los “sistemas morfogenéticos” son el conjunto de elementos, agentes y procesos en equilibrio que actúan combinadamente sobre la corteza terrestre, generando las formas del relieve e imprimiendo en ellas, características propias del “equilibrio sistémico”.

Cada especie animal, vegetal o mineral posee un “conocimiento colectivo” que se va sobreponiendo con cada nueva información, a lo que contribuyen todos los miembros de su especie y, con la cual, lo conforman. De este modo, se fueron guardando en la memoria las respuestas. Desde las moléculas que componen la roca. El vegetal, para defenderse de los intrusos que le hacían daño o para conseguir con la ayuda de los insectos su reproducción. Y hasta el mundo animal, que ha desarrollado a lo largo de los años sus mecanismos de defensa y también de depredación». (SIC).

Aquí es donde antes de continuar debo hacer un alto. Ya que son muchos los que acusan a este planteamiento de demagógico o fantasioso. Pero, en cambio, es evidente que, si el mundo está compuesto por átomos, incluyéndonos nosotros mismos, ¿quién decide lo que es inteligente y lo que no lo es? Con esta consideración volvemos a los tiempos ancestrales del animismo, donde todo lo que les rodeaba tenía vida propia, ¿recuerdas?

Pues bien, la respuesta a esta pregunta puede servir para cambiar el «paradigma» que los espacios son una materia inerte.20 El diseño de las instalaciones, el ambiente distendido que se respire en ellas y todo un conjunto de factores largo de enumerar, hablará tanto al médico como al enfermo, incluso a los familiares, pudiendo influir de un modo somático en la dolencia o en la clarividencia del propio clínico.

Aquí surge una curiosa coincidencia menospreciada en Occidente, pero de un conocimiento ancestral en Oriente, me estoy refiriendo a la existencia de la denominada «influencia telúrica», una prueba más de la existencia de los campos morfogenéticos. Es notorio, cómo se desprecian las practicas del «feng shui» que no son nada más que una guía de la influencia magnética que ejerce la Tierra sobre el bienestar de las personas y que la medicina, al parecer, ignora.

Volviendo otra vez al tema que nos ocupaba. Hemos dejado aparte, por razones obvias, «a los humanos». Si bien, seguimos los mismos criterios que he relatado para los demás componentes del planeta. Pues, en el momento que un sujeto aprende una nueva habilidad, seguidamente, resulta mucho más fácil al resto de los individuos instruirse. Cualesquiera de estos conocimientos entran en una «memoria colectiva» de cada uno, sin importar la distancia a la que se encuentre. A este particular, se me ocurre, por ejemplo, observar cómo los niños, con poquísima edad, manipulan los smartphones con una facilidad un tanto sorprendente, sobre todo si la comparamos con los problemas que tienen algunos adultos para su manejo. Esto nos puede ayudar a comprender por qué los «médicos jóvenes» cuando se encuentran en un ambiente donde las capacidades se cuidan y se promocionan, como pueden ser cualesquiera de los «hospitales de referencia» que existen en el mundo, se capacitan con más rapidez que sus antecesores en el mismo cargo.

Ello no es más que la reafirmación que el cerebro de los humanos es como un crisol que pertenece al cosmos, con una «memoria holográfica» que se proyecta dentro de las redes neuronales; por ello, cuando hacemos un nuevo aprendizaje, en ocasiones estamos convencidos de que eso que nos están explicando nos resulta familiar. Cuando lo que realmente está sucediendo es que nos aflora al consciente algo que ya se encontraba en el inconsciente más profundo, o inconsciente colectivo.

Concretando y según la teoría:

«Desde una precepción cuántica, existen en la naturaleza unos campos llamados morfogenéticos, los cuales son “estructuras organizativas invisibles” —al igual que, por comparación, puede ser la gravedad— que moldean o dan forma a las cosas como son: animales, plantas o rocas. Y, en consecuencia, estas, también tienen un efecto organizador de la conducta.

Dentro de la diversidad que representa esta teoría, el Homo sapiens explora las complejidades de la mente humana y asegura que la propia capacidad de percepción va mucho más allá de lo que podemos imaginar. Para explicar nuestra conexión con el mundo exterior sugiere que nuestra mente no está limitada tan solo al cerebro, sino que emite prolongaciones que entran en contacto con todo lo que nos rodea, seres, objetos, etc. Esta “psiquis extendida” nos permite intervenir en una serie de fenómenos que, hasta ahora, se podían considerar inexplicables». (SIC).

De estos podemos indicar el «efecto placebo», tan mencionado en la medicina Occidental y que, en realidad, desde su aparición dentro de la literatura médica en el año 1832 poco se sabe de él. Las maneras de producirse están rodeadas de un halo misterioso, al que podríamos definir como mágico. Por lo que se cree y en este caso se acepta, el cerebro juega un factor sobre el organismo donde establece que ciertos males desaparezcan o se agudicen. Las medicinas arcaicas también dispusieron de este efecto al recomendar elaboradas fórmulas de lo más diversas, desde el uso de brebajes de determinadas plantas, hasta la selección de ciertas partes de algunos animales. Y, cómo no, la Iglesia católica tampoco se podía sustraer, con la exposición de santos insepultos, huesos y demás reliquias, haciéndolos objetos de devoción y, consecuentemente, de milagros.

A la vez, otros fenómenos, como pueden ser las «aptitudes» que poseemos para conectar, con ciertos seres queridos que se hallan en la lejanía. ¿Quién no ha tenido alguna vez un sobresalto, pensando en su hijo, para después enterarse que en aquel instante sufrió un determinado problema? O las propias premoniciones de quienes manifiestan una desarrollada capacidad para vaticinar con certeza los acontecimientos que van a ocurrir. Todo esto, ha estado considerado desde siempre algo extraño y que, como explicación, recurrimos a la «casualidad» y, en otras, a la intuición21 que ya he desarrollado en párrafos anteriores.

Todo lo expuesto, a poco que reflexionemos sin tener en cuenta este nuevo conocimiento, lo podríamos considerar increíble o, en el mejor de los casos, como una cuestión «paranormal». ¿Quizás será por eso que particularmente la «medicina» siempre ha hecho caso omiso? Aunque, como vamos a estudiar, no estaría de más valorarlo. Por encima de todo, cuando, sin tener abiertamente consciencia de ello, los clínicos, circunstancialmente, lo practican, como se ha expuesto y ahora voy a ampliar.

De acuerdo con todo esto, la «actitud del médico, incluyendo sus pensamientos», puede influir en la persona que está visitando, provocando en ciertas ocasiones múltiples reacciones que no estarían dentro de sus patrones de comportamiento —modelo mental—. Por ejemplo, lo que anteriormente expresaba, cuando a pesar de no padecer ninguna enfermedad insiste que se le hagan unos chequeos. Y ya no me refiero a cómo el médico puede comunicar con el enfermo o con la familia, sino también lo que puede estar pensando en aquellos momentos. A todo esto, alguien se podrá preguntar: ¿tanta importancia puede tener, para el cliente —paciente— lo que el clínico pueda decir o incluso pueda pensar?

Para explicar este fenómeno, el Dr. Sheldrake, manifiesta;

«Que tanto los pensamientos como las palabras constituyen un medio ambiente que permea el planeta y pueden en cierta forma contaminarlo o, en su caso, motivarlo. Por cierto, esta fuerza es ajena a cualquier filtro moral o inmoral». (SIC).

Esto se explica cuando el médico, con una actitud positiva, se persona ante el enfermo, con un pensamiento «proactivo», transmitiendo la seguridad que se va a sanar. Y ocurre, se cura con más rapidez que si no hubiera sido tratado por aquel clínico. Ahí me viene a la memoria una situación que me han explicado varias veces, se trata de lo siguiente:

Una persona está aguardando en la sala de espera de un doctor, aquejada de un fuerte dolor en la espalda, de pronto oye su nombre y se dirige donde se encuentra la consulta y nada más sentarse delante del clínico, le han desaparecido todos los males, incluso el molesto dolor de espalda que motivaba la visita.

No se puede negar que esta situación haya sido comentada por más de un asistente a una consulta. A quienes sufren una dolencia crónica les ocurre, cuando llega el día de la esperada visita, resulta que aquellas nuevas molestias que pretendían consultar han desaparecido por arte de magia. Estoy en la seguridad que muchos profesionales podrán pensar que eso es una reacción «psicosomática», y no digo que no pueda serlo. Pero, a los que crean eso, les rogaría que, a partir de ahora, pensaran en la posibilidad que ha sido por la influencia de su propia presencia o sus pensamientos. Eso mismo se podría extrapolar a lo que los antiguos sacerdotes, transformados en curanderos, realizaban. Cuando, creyendo que invocaban a los espíritus, lo que en realidad estaban desarrollando era esa «energía silenciosa» que estoy describiendo.

Toda esta cuestión, explicada así, puede parecer de difícil aceptación. En este caso, me he limitado a transcribir una escueta ilustración de lo que representa la hipótesis al completo. Ya que, para tener una comprensión de la totalidad, se precisa un profundo y riguroso estudio de la teoría. Si bien, con esto, mi pretensión es dar a conocer los beneficios o los posibles perjuicios que puede ocasionar. No obstante, como ya he comentado, la energía en cuestión no reconoce la valoración de lo que está bien o lo que está mal. Empero, no solo se queda ahí, puesto que, de un modo más concreto, lo que esta teoría desprende «es la antítesis del mecanicismo que impera en la medicina y que tiene como compensación el desarrollo de esta “fuerza energética”, de los mencionados campos mórficos».

¿A dónde nos lleva todo esto? ¿A dónde pretendo llegar? ¿Acaso estoy insinuando que lo que se ha hecho hasta ahora en medicina no tiene ningún valor? Decididamente, no. «Soy un gran defensor de la medicina que se está practicando, a falta de otra mejor». Aun con todo, lo que no se tiene en cuenta, pese a las múltiples situaciones que se nos ofrecen, y a las cuales no les encontramos ninguna explicación, es darle la importancia debida a la influencia que tiene en la salud y en el bienestar de las personas «una psiquis favorable a la curación. O, cuando eso no es posible, a la prolongación de la vida y, en cualquier caso, a la paliación del dolor». Y ahí es donde reincido nuevamente, juegan una parte determinante los campos morfogenéticos.

Toda esta explicación, para algunos podrá resultar irrelevante o, por el contrario, compleja. Cierto es. Pero eso podrá ser debido al temor inconsciente que un cambio de esta magnitud pueda plantear. Y eso, comporta el rechazo que se puede manifestar de las dos maneras indicadas.

Los campos morfogenéticos son ampliamente discutidos en simposios, así como en publicaciones por distintos especialistas. Ahora bien, creo preciso aclarar que alrededor de esta teoría que forma parte de los comportamientos subatómicos han aparecido una serie de individuos que, sin ningún tipo de preparación, la utilizan distorsionándola. Por ello, el contenido, ya de por si complejo y extraño, lo confunden de tal forma, que cualquier lector ajeno a él puede pensar que todo es lo mismo.

Por lo que, en el caso que, se busque ampliar la información, se debe tener en cuenta esta indicación.

Todo esto me recuerda a unas palabras del físico y matemático Max Planck (1858-1947), considerado el padre de la teoría, que se expresó con esta lapidaria frase:

«La ciencia avanza de funeral en funeral».

Con esto, estaba aseverando que, cuando una generación es sustituida por la próxima es el momento que se regeneran las nuevas teorías que vienen a sustituir a las antiguas. Pese a que algunos, como es evidente, se aferran a lo de siempre. Es significativo que se ha de poseer un gran talento para ser capaz de cambiar de opinión, en lugar de mantenerla contra viento y marea.

Y ahora no quisiera finalizar sin hacer dos reflexiones y una indicación:

La primera, es recordar uno de los preceptos que antes indicaba: «el médico tiene la obligación de estar informado de todos los conocimientos que puedan estar a su alcance». Eso, a pesar de que reconozco lo complicado que lo tiene, por lo atareado que está, pero acogiéndome a la frase bíblica para que se pueda comprender mejor;

«Para ver, se ha de creer».

Y la segunda, además, incluye una cuestión. Cada vez hay más científicos que se preguntan: «¿puede ser el universo fruto de la manipulación de nuestra propia conciencia?». Y si fuera así, ¿en qué forma afectaría a la medicina? La respuesta, tal vez, se pueda encontrar en esa fuerza energética que hemos estado estudiando.

Por último, debo significar la importancia que tiene en el médico su «capacidad de impartir empatía», de acuerdo como ya he citado. Y eso es lo que motiva el próximo capítulo.

Hablando claro

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