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Capítulo 1 Vientos de guerra


Corría el mes de febrero de 1940, una vez más Europa había perdido la paz y la libertad, los sentimientos de amor y bondad en el infierno de las trincheras no podían aflorar.

El ser más inteligente de la tierra carecía de humanidad.

Los silbidos y las palmas, los instrumentos folclóricos sonando con gran algarabía y entusiasmo de los músicos… la polka croata invitaba a bailar. La danza no se hizo esperar, con sus trajes llenos de color, un paso adelante las mujeres, y los hombres brincando atrás, pie izquierdo arriba y las palmas al son del compás.

Era la última noche de fiesta que pasaría en mi tierra natal, los rumores de guerra en mi patria no iban a terminar, pronto seríamos una nación independiente libre y próspera. Nuestro líder estaba haciendo todo lo necesario por nuestra libertad.

Se formaron grupos a beber y conversar, yo reparaba en una hermosa mujer, coqueta y curvilínea, con un caminar muy sensual, su vestido ajustado a las caderas y diseñado para llamar la atención. Volvía loco a cualquiera, pero a mí, más… Creo que había bebido unas copas de más y yo no la había dejado de observar, creo que me había visto pero se hacía notar con su indiferencia.

Un compatriota de avanzada edad y bien bebido grita:

—¡¡De la guerra no podremos escapar!! ¡¡De la guerra no podremos escapar!! —insistió, mirando y buscando cómplices que confirmaran sus sospechas.

De pronto ella gritó:

—¡¡Basta ya!! ¡¡Ese momento aún no llega!! ¡Música, música! ¡Música! —gritó, girando y brincando, dando silbidos y palmas mientras los hombres la animaban. Esa mujer y su baile improvisado y original brindaba un espectáculo alegre e inusual. El ritmo empezó a aumentar y ella cada vez más rápido debió girar, la velocidad del giro elevó horizontalmente su vestido y dejó ver generosamente, a los ojos de los hombres, sus contorneadas piernas y bien formada figura. Yo permanecía estático con mi vista clavada en ella y siguiendo su danza. Nuevamente aumentó el ritmo y ella giraba rápido otra vez, ¡pero qué hermosas piernas!, si las viera Miguel Ángel, seguro haría una réplica en mármol de ella en plena danza.

¡Oh!, de pronto cayó y tendida en el suelo con el vestido cubriendo su rostro, casi desnudo su cuerpo quedó en posición fetal… Se detuvo la música. Todos, dudando, miraban su actuar. Su cuerpo lentamente comenzó a mover, hasta quedarse boca abajo, levantó el tronco y con brusquedad echó su cabeza atrás.

Aplausos y silbidos la volvieron a animar. La danza, ahora más recatada, volvió a iniciar y avanzando como bailarina de ballet con cortos brincos llegó al bar, cogió una botella y bebió un sorbo. Luego extendió el brazo con la botella en la mano, miró al público invitándoles esa noche a embriagarse. Entonces avanzó y se detuvo frente a mí, llevó su mano a la cintura, me miró fijamente, levantó su ceja izquierda y doblegándome con su mirada, me lanzó un hechizo dejándome aprisionado bajo su mirada. Me pasó la botella de licor, se la recibí y sin pensarlo la vacié en mi garganta devolviéndosela vacía. Quería hacerme el macho dominante de la manada, a pesar de mi corta edad y poca costumbre de beber.

En Croacia abundan las mujeres bellas, pero ella no tiene comparación, su figura coqueta, su mirada insinuante me obligó a desnudarla con la mirada, quedando su imagen congelada en mi mente por largo tiempo. Yo, desde ese momento, haría cualquier estupidez por ella. La que fuera. Luego se alejó. Y me dejó deseándola. Tiene una forma de posar cuando se sienta, camina o mira que parece que no quiere pasar desapercibida ante nadie, hasta su vestido parece que fue diseñado por ella para llamar la atención, o para encarnar a una diosa desconocida.

Pero de algo estoy seguro, ella no es princesa, es ¡reina! Y yo quiero ser su súbdito. Y la quiero para mí. Pero el largo sorbo de licor que había bebido me dejó muy mareado, y ya estaba comenzando a sentir náuseas y ganas de vomitar, así que antes de hacer el ridículo decidí irme.

Me acerqué a ella para despedirme, preguntándole su nombre:

—Elizabeth —me dijo—, ¿y tú?

—Antun —le respondí.

—¿Pero ya te vas? Y ni siquiera hemos hablado, y yo quiero conocerte.

—Bueno, nos veremos entonces. ¿Cuándo? —pregunté.

—Cuando el destino lo quiera. —Y me acercó su mejilla.

—Destino, no me falles —dije, y ella rio. Sé que la veré.

—Mañana a las siete de la tarde en la plaza te esperaré.

Al día siguiente en mi anticipada llegada, sonaron por tercera vez las campanas de la iglesia y ella no llegó. Dos horas esperé y maldije al destino.

Llegué a mi casa desilusionado y me encerré en mi cuarto, mi madre entró y dijo:

—¿Hoy tenías que verla? ¿Y ella no fue? Descansa, mañana sí irá y las verás, y te acordaras de mí.

—¿Cómo lo sabes? —le pregunté, y ella solo sonrió abandonando mi cuarto.

Suelta cadenas

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