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Baja los pies de mi escritorio

Helena Cortez salió del salón de conferencias de la universidad con paso veloz. Sólo agitó un par de veces la mano al escuchar algunos “hasta luego” y “bye” a sus espaldas. Ya en la puerta que daba a la calle, sacó sus gafas oversized de Lanvin —sus favoritas, qué pena que ya no las hagan más, pensaba— y las puso rauda en su rostro para buscar de inmediato el teléfono y llamar a su chofer. “Víctor, ya salí”, dijo mientras caminaba hacia la calle, tropezando accidentalmente con una chica que pasaba por ahí. Se disculpó con un casi imperceptible movimiento de cabeza, recibiendo como respuesta una mueca de la joven. Ya fuera, mientras esperaba, miró a su alrededor. El día estaba soleado y los estudiantes, vestidos con camisetas y jeans, reían estridentes e iban de un lado a otro con sus vasos desechables de café. Helena siempre había detestado la idea de comer y caminar… o comer en público. Quizá lo más cercano a ello era cuando lo hacía en el jardín o terraza de alguno de sus restaurantes favoritos. Y por supuesto que del café servido en una mesa con vistas a Central Park en Nueva York a ir corriendo con un vasito de Starbucks, había un mar de diferencia. Sí: Helena era esnob, pero no por pose o por mamonería, sino porque siempre había tenido muy claro lo que quería en la vida, y justo eso fue lo que la llevó a la posición que tenía ahora. Era una de las mujeres más respetadas de la moda en todo el país y reconocida en el mundo por sus críticos —pero siempre constructivos— puntos de vista sobre el tema.

Y sí: ahí paradita con su traje sastre, su bolsa de Hermès que costaba lo mismo que un coche compacto y sus zapatos de charol de vertiginoso tacón de aguja, se sintió por un momento fuera de lugar. Una mujer como ella en un sitio así sólo podía significar dos cosas: que era la madre de un alumno o una profesora. Y no. A la maternidad se negó por años y cuando decidió que ya estaba lista, las cosas no fueron como hubiera querido: buscó la fertilización in vitro —no tenía entonces pareja con la que valiera la pena tener un hijo de la manera tradicional— y tras varios intentos fallidos, abandonó el proyecto sin rencor ni resentimiento. Tomó su fracaso como madre exactamente igual que todos los tropiezos en su vida: como oportunidad, no como derrota. Sin progenie, no tuvo remordimiento alguno para dedicarse por completo a su trabajo. Con el mundo como está, quizá sea lo mejor, se decía para consolarse cuando la punzada de la maternidad no lograda la lastimaba de cuando en cuando.

Lo segundo, ser profesora, tampoco fue lo suyo. Al inicio de su carrera impartió clases de periodismo, pero al muy poco tiempo se dio cuenta de que no quería hablar de él, sino ejercerlo, y eso justamente había venido haciendo por casi cuarenta años. Uf. Cuarenta. No le pesaban, pero sí los sentía. Cuántas revistas no había editado, cuántas historias de moda no había producido, cuántos Fashion Weeks no había cubierto de principio a fin. Alguien que pasaba a su lado fumando le echó, sin verla, una bocanada de humo. Agitó la mano para esparcirlo, aunque más bien, el gesto le sirvió para espantar sus pensamientos nostálgicos. ¡Ay, cómo odiaba la nostalgia! En eso no podía estar más de acuerdo con Lagerfeld. “La nostalgia —dijo Helena en una entrevista para la televisión— es tan inútil como unos zapatos que te quedan chicos: no te llevan a ninguna parte más que a lamentar tu presente.” Pero al igual que los malos pensamientos, la nostalgia era inevitable; no obstante, su inquebrantable orgullo se encargaba siempre de devolverla de golpe al presente. Al jodido presente.

Ésa era la razón de su presencia en aquel sitio: estaba tomando un máster en comunicación digital donde no sólo debía aprender a mejorar sus skills en social media (mandato de su jefe), sino que tenía que averiguar —y luego entender— hacia dónde diablos se estaba dirigiendo esta vorágine virtual que asestaba golpes, cada vez más mortales, a la industria editorial. Veía las nuevas formas de comunicación digital como un Godzilla que, alimentado de ignorancia y deseo de fama, arrasaba todo a su paso. Incluso lo que a gente como ella le había costado tanto tiempo y trabajo construir.

Antaño, su cabeza estaba poblada con expresiones como “couture”, “acabados de la prenda”, “esta colección es brillante y osada por…”, “exclusividad”, “lujo” y, por supuesto, con toda la jerga editorial que era su lenguaje del día a día. Ahora, términos como “likes”, “loops”, “instagramers”, “trolls”, “haters”, “hashtags”, “tiktokers” o “youtubers” parecían ocupar mucho más su atención que su gusto.

Levantó la mirada tratando de ver si Víctor llegaba. Estaba haciendo un calor infernal y detestaba sudar porque era pésimo para su cabello. Era tan amante del look retro en los peinados, que variaba su corte de tanto en tanto replicando estilos de los años cincuenta y sesenta, que le daban un aire muy sofisticado sin necesidad de trabajar mucho en ello: sólo un poquito de secadora y plancha y listo. Ahora llevaba un corte muy a lo Elizabeth Taylor en sus años mozos que acompañado de su eterno fucsia en los labios la hacían sentirse una celebridad… como las que ya no había.

Con un rechinido de llantas, que hizo que varios estudiantes lo miraran, Víctor se estacionó justo enfrente y corrió a ayudarla a cargar el maletín de la computadora. Ella, remilgada, con un ademán de la mano le hizo entender que no era necesario y sola abrió la portezuela posterior del coche. Víctor sintió las gotas de sudor correr por su frente y no por el calor, sino de nervios. Sabía que a su jefa no le gustaba esperar en la calle.

Con un movimiento pronto y grácil, ocupó el asiento posterior. Se dejó llevar por un instante por el paradisiaco relax que le ofrecía el aire acondicionado. Víctor la miró por el espejo retrovisor y respiró aliviado: no lo iba a reñir por no llegar a tiempo. Aunque ya le había dicho que encontrar lugar para estacionarse cerca de la universidad era casi imposible, ella era más partidaria de que Víctor resolviera problemas, no de que le diera más de los que ya tenía. O sea: no había excusa que valiera. Así que trataba de ser lo más eficiente posible, aunque tuviera que hacer malabares para cumplir las peticiones de su jefa. ¿Le tenía miedo? Por supuesto, pero también un gran cariño porque a pesar de ser dura, nunca dejaba de ser humana. Él y su esposa la apodaban “la Ostra”, porque a pesar de tener un exterior tan duro, por dentro era blandita y hasta solía tener una perla de cuando en cuando. Volvió a mirarla por el retrovisor; se había quedado dormida.

Esta calma no duraría sino un par de minutos, porque su teléfono empezó a sonar de nuevo. Ignoró las dieciséis llamadas perdidas que tuvo durante la clase —ése fue el acuerdo con su jefe, desconectarse para involucrarse más con el curso—, pero una vez fuera del salón volvía a ser esclava de la editorial. Aunque la verdad es que le encantaba. No en lo profundo, sino en la superficie. Dudó un momento antes de contestar. Era impresionante la cantidad de pensamientos fatales que le venían a la cabeza entre un tono de llamada y otro. Pensó que no habían autorizado la foto para la portada del próximo número (o que Vogue se la había ganado de nuevo), temió que algo hubiera sucedido en el shooting que estaban haciendo con Salma Hayek en Miami. “Más merezco por haber puesto a cargo al inútil de Gerardo”, se dijo en una anticipación fatalista a los hechos.

—Diga —exclamó con un golpe de aire.

—¡Buenos días, Helena! —dijo Carmen.

Ella era la asistente perfecta, no sólo porque estaba siempre de buen humor, sino porque tenía una piel tan gruesa que trabajar en una revista tan caótica y complicada como Couture no le hacía mella alguna.

—Carmen, cariño, estaba en el bendito curso. No podía responder.

—No fui yo, Helena. Te están buscando de la dirección general. Parece que Adolfo necesita hablarte de algo.

—¿Sabes de qué?

—No, la pesada de su secretaria no me quiso decir nada. Pero creo que tiene que ver con tu viaje a París.

—Pues quizá sea eso. El cabrón querrá recortarme los gastos. A este paso voy a tener que hospedarme en un albergue. ¿Por qué piensan que vamos de vacaciones? Cuando voy a los desfiles trabajo hasta catorce horas diarias. En fin, qué te voy a contar a ti que ya lo sabes todo. Transfiéreme por favor con su asistente, a ver qué quiere.

Después de la exasperante musiquita del hold, escuchó el aún más exasperante tono de voz de la secretaria de Adolfo.

—Hola, Helena, llevo marcándote toda la mañana.

—Adolfo sabe que estoy en el curso y que no tomo llamadas— dijo con la intención de ponerla en su lugar. Después de un cortísimo silencio incómodo y un extraño balbuceo, sólo le dijo—: El señor Narváez te quiere ver a las cinco.

—¿Sabes para qué?

—No, Helena. Nunca pregunto. No me gusta meterme en lo que no me atañe…

—Perfecto entonces— dijo cortándola antes de que continuara—. Dile que ahí lo veo —y terminó la llamada—. No me gusta meterme en lo que no me atañe —la imitó con voz gangosa—. Excepto cuando se trata de tapar sus aventuras con las becarias o tiene que sacarlo a escondidas de la editorial por ir ahogado de borracho. Ahí sí que se mete, la muy imbécil —agregó con una sonrisa cínica. Víctor le dedicó una mirada de complicidad a través del retrovisor. ¡Cuántas cosas no había escuchado a lo largo de los diez años que tenía trabajando con ella! Pero sabía que Helena lo consideraba una persona discreta. Y salvo a su mujer, que adoraba oír historias terribles de famosos, Víctor jamás repitió nada de lo que oía en ese coche o en la oficina de su jefa.

Llegaron a la puerta de la editorial Alfa-Omega —AO, en la jerga del gremio— y Helena bajó del coche con premura. Le pidió a Víctor que la recogiera a las siete. Caminó rauda por los pasillos, y el tic tic de sus tacones, su perfume y ella toda hacían girar cabezas a su alrededor. Helena era tan admirada como temida, y muchos ya sabían que, de acuerdo con el ritmo de sus taconeos, podían hacerle conversación o sólo saludarla. En esta ocasión, sus zapatos anunciaban que no estaba de humor para charlas, de modo que la gente sólo la saludaba a su paso, y ella respondía, educada. Nada más. Vio que Carmen no estaba en su escritorio y se encaminó directo a su oficina; al entrar, se encontró con una imagen que la hizo sentir como si le arrancaran todos los vellos del cuerpo al mismo tiempo. Pintándose las uñas de los pies y apoyada en un libro de colección de Chanel —con dedicatoria a ella por parte del mismísimo Karl— estaba Claudine, la blogger recién nombrada directora de moda on line de la revista, sentada ante su escritorio mientras hablaba por teléfono a través del speaker. Tragándose todo lo que le hubiera gustado decirle, o más bien hacerle, se acercó suavemente hasta ella.

—Claudia, ¿crees que éste es el sitio más adecuado para hacer eso?

Claudine, sorprendida al no haberla sentido llegar, bajó de golpe los pies del escritorio llevándose con ellos el libro, el barniz de uñas y, por si fuera poco, un vaso de café. Para su suerte —y la mala de Helena— vio cómo todo el café que le había caído encima resbaló por su falda de vinilo de Raf Simons y escurrió hasta el tapete beige, que lo absorbió rápidamente. Se echó atrás un mechón de su cabellera rubia y entonces se percató de lo que Helena estaba viendo: el frasco del barniz de uñas había ido a parar justo encima del libro de Chanel.

—Dios mío —dijo mortificada—. Perdóname, Helena. Yo te pago el libro.

Fúrica, Helena recogió del suelo su ejemplar manchado con un salpicón de color carmesí que parecía sangre. Ya le hubiera gustado a ella que lo fuera: la de Claudine.

—No, Claudia, no puedes pagarlo. Este libro no tiene precio. Me lo regaló Lagerfeld hace diez años cuando lo presentaron en París. Creo —dijo mientras ponía el libro en un lugar seco— que deberías irte a tu lugar ahora mismo. Y llévate tus zapatos —agregó mientras los apartaba de su camino, asqueada, con la punta de sus stilettos Valentino. Claudine tomó sus zapatos y corrió al baño. Helena sintió que se le revolvía el estómago, no sabía si de la furia o por el hedor a acetona mezclado con el café que había quedado en el ambiente. En su escritorio, gotas de café y esmalte habían ido a parar a documentos por firmar, algunas de las páginas por aprobar de la revista y su estuche de bolígrafos de piel de Montblanc. Qué mujer más pendeja, se decía para sus adentros. Al intentar sentarse, su disgusto subió al siguiente nivel: el chal de cashmere que había dejado el día anterior estaba en su silla… lleno de café.

Carmen, que había mirado toda la escena desde fuera, entró a la oficina de su jefa para ayudarla a limpiar el desastre que la otra había causado.

—Debe de estar llorando en el baño. Esta niña llora por todo —dijo Carmen.

—Perfecto, que llore ahí donde yo no la vea. No soporto las lágrimas fáciles de las mujeres.

Helena estaba desencajada. Hacía mucho que Carmen no la veía tan enfurecida. A pesar de que el “mito de Helena” era el de una mujer dura y mal encarada, sabía que su jefa era una mujer firme, pero rara vez colérica. De hecho sonreía más de lo que se enojaba, pero eso no era lo que la gente identificaba en ella. Le dedicó una mirada no de compasión, sino de solidaridad: que la babosa esa la hiciera enojar era lo único que le faltaba después de la temporadita que estaba teniendo con todos los cambios en AO. La ayudó a limpiar lo que pudo y arregló el escritorio.

—¿Por qué la conservas si es tan inútil, Helena? Además de que no sabe nada de nada, tiene una actitud repelente la chica. Nadie la soporta, nadie quiere trabajar con ella. No tiene idea de moda: todo se lo escriben las becarias. Y encima, cuando tú no estás, siente que es la jefa y maltrata a todos los que no considera “a su altura”.

—Pero ¿qué altura? —dijo Helena—. Esta niña no tiene educación. Tiene mucho dinero, pero clase, ninguna. Mira que pintarse las uñas de los pies en mi escritorio…

—Quise impedírselo, pero me dijo que tenía que hacer una llamada en privado. Y hasta me ordenó que fuera a comprarle un café.

—No lo habrás hecho, ¿verdad?

—No, hasta ahí podíamos llegar.

—Tienes razón, no sé por qué la conservo. Sí es muy hábil con las redes sociales y tiene impoluta la página web. Pero me pregunto si no estoy pagando un precio demasiado alto.

Helena trató de concentrarse y ponerse a trabajar. No pasó mucho tiempo cuando una Claudine con los ojos hinchados y maquillaje retocado tocó la puerta de su oficina.

—¿Puedo pasar, Helena?

Helena alzó la mirada y, con resignación, asintió. Sin cerrar la puerta, Claudine se sentó frente a ella, quien la miraba atenta en espera de cualquier disculpa hueca.

—Helena, me gustaría decirte algo que he venido pensando desde hace mucho…

—Me alegra saber que piensas —dijo, mirándola fijamente.

Pero Claudine ni siquiera se dio por aludida y continuó con su perpetuo monólogo. No sabía escuchar y, quizá por ello, no se enteraba de la mitad de las cosas que le contaban su novio, su padre… o sus jefes. En su mente, ella tenía una idea clara de las cosas y parecía que sólo escuchaba aquello que le fuera útil para apuntalar sus argumentos. Así que continuó.

—… y creo que necesito tener mi propia oficina. Privada. No me siento cómoda en un escritorio junto a todo el mundo. No puedo hacer bien mi trabajo si me siento una del montón.

Helena sintió cómo su cara ardía mientras clavaba las uñas en los descansabrazos de su silla. Sus labios se iban apretando de tal manera que su boca se convirtió en una línea tensa de color fucsia. Su rostro se transformaba segundo a segundo al escuchar las palabras de Claudine. ¿Se estaba burlando de ella? ¿Ésta era su forma de disculparse?

—Lo que pasó hoy —continuó Claudine— se pudo haber evitado si yo tuviera una oficina.

Ya con el rostro en un rictus, Helena tomó una larga respiración para no perder el control, pero no sabía por cuánto tiempo más podía permanecer ecuánime.

—Claudia…

—Claudine. Me llamo Claudine.

—No: te llamas Claudia. Claudia Refugio Mendoza. Recuerda que yo te contraté, en mala hora. No eres Claudine Cole. Tu nombre, tu talento y tu visión editorial son una invención tuya. Nada de lo que viniste a ofrecer aquí es verdad. Es un cuento: para eso eres buena, para inventar historias. Ni siquiera para escribirlas.

—Bueno, ésa es tu opinión —dijo Claudine envalentonada—, y hoy día los jóvenes tenemos derecho a decir lo que…

—En este momento, tu único derecho es a guardar silencio. Ya dijiste lo que tenías que decir. En lugar de disculparte por hacer mal uso de mi oficina, subir tus pezuñas en mi escritorio y dañar irreparablemente un objeto muy preciado para mí, vienes a decirme, encima, que la culpa de todo esto es mía por no darte una oficina. ¿Te das cuenta del tamaño inmenso de esta estupidez?

Una ráfaga de aire que entró por la ventana cerró de golpe la puerta de la oficina e hizo que Claudine pegara un rebote, pero Helena no se dio por enterada. Su enojo era tan grande que podía ser ella quien estuviera produciendo la tempestad. Permitió que Carmen entrara a cerrar los ventanales, pero quizás era ya muy tarde: el huracán ya estaba dentro. Fueron sus palabras, su expresión, el susto por el portazo —o todo junto— lo que causó que Claudine rompiera a llorar de nuevo y su maquillaje, lo mismo que la paciencia de Helena, comenzó a diluirse de nuevo.

—Claudia, actúa como profesional, por amor de Dios. No soy tu madre para conmoverme por un par de lágrimas. Menos cuando son el arma de una chica inmadura para salirse con la suya. Te pagamos un sueldo para que te comportes como adulta. Deja de llorar y componte o sal de aquí de inmediato.

Con fastidio, Helena observaba cómo Claudine trataba de respirar profundo para parar el llanto. ¡Dios! ¿En qué momento se había convertido su redacción en un jodido high school? ¿Dónde habían quedado los subordinados que temían y obedecían a los jefes? La miró secarse las lágrimas negras por el delineador y hasta pudo reconocer que hacía un intento por recomponerse, pero en ese momento no tenía tiempo para trabajar con gente que hiciera el intento de algo: necesitaba resolución. Y retomó la charla.

—No, no voy a darte una oficina, Claudia. No te la mereces: no sabes trabajar en equipo, no te has ganado el aprecio de nadie…

—No vengo aquí a hacer amigos —dijo Claudine, recompuesta.

—Pero tampoco enemigos, y ya tienes a toda la redacción en tu contra. No eres amable ni educada.

—¡Por supuesto que soy educada! —dijo aguantando un sollozo—. Estudié en Nueva York. Me dio clases Galliano. Quisiera ver quién de todos ellos tiene eso en su currículum.

—Lo importante —apuntó Helena— no son las escuelas por las que has pasado, sino las que han pasado por ti. Claudia, eres una chica ambiciosa, te informas a profundidad cuando algo te interesa. Tienes un puesto que ya hubiéramos querido muchas a tu edad. ¡Aprovecha la oportunidad! Aprende a escribir, aprende de tus compañeros, que tienen una gran experiencia en lo que hacen, llevan años trabajando en la moda.

Claudine miraba al suelo y agitó la cabeza varias veces, asintiendo. Levantó la mirada y, con esos ojos que parecían un manchón de acuarela, la vio fijamente. Suspiró y se puso de pie con decisión.

—Voy a intentarlo.

—No: vas a hacerlo. Vas a demostrarme que tuve razón al contratarte. Vas a hacer tu trabajo. No hay de otra.

—Y si lo hago —dijo de pie antes de salir de la oficina de Helena—, ¿me darías una oficina?

—No, cariño: si lo haces, probablemente conserves tu trabajo.

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