Читать книгу Bloggerfucker - Antonio González de Cosío - Страница 7
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Gatarsis
No, no era un cliché. Ya le hubiera gustado: su vida sería mucho más fácil. Se hubiera casado con un ricachón que, a cambio de ponerle los cuernos, le habría dado una American Express ilimitada para comprarse las cosas más extravagantes creadas por Karl Lagerfeld. Y hubiera trabajado como pasatiempo: sólo para tener la dirección de una revista en su currículum y que sus amigas —más ricas que ella— tuvieran algo que envidiarle. Fue hasta la cafetera y contó las cápsulas usadas de café. ¿Cuántos llevo ya? Uno, dos… ¡seis! Madre mía, con razón tengo esta maldita taquicardia y no son ni las doce del mediodía. Ése era otro dato que mostraba que no era un cliché, porque si lo hubiera sido, serían whiskys y no nespressos.
Con una mano en el pecho y la otra sosteniendo una coqueta tacita de porcelana con el séptimo café, salió de la cocina con dirección a su sala de estar donde, durante los pasados días, había estado acuartelada. Se había dedicado básicamente a formar pilas con las revistas que había editado en el pasado. Esos compendios de rostros perfectos, titulares atrapantes e ideas que fueron magníficas en su tiempo —algunas lo seguían siendo— habían sido su compañía en los últimos días. Su celular había permanecido apagado desde su salida de la editorial. Simple y llanamente necesitaba estar sola para digerir lo que le había pasado, ese suceso que probablemente le cambiaría la vida para siempre. Una sonrisa, glaseada por el recuerdo, se asomó en su rostro cuando sus ojos se posaron en la revista que había sido decisiva en su carrera: Linda Evangelista con cabello rojísimo y sus poderosos ojos grises retaba y enamoraba desde la portada de un Bazaar de 1995.
¡Veinticuatro años, Dios! No podía creerlo: aún tenía el vestido de Alaïa que se compró el día que conoció a la Evangelista en Bergdorf Goodman. Y le seguía quedando igual de bien… Entrecerrando los ojos, recordó el aroma del Dolce Vita de Dior, con el que alguna vendedora se había perfumado en abundancia. Fuera de los vestidores, alfombrados en color crudo y con pesadas cortinas azul claro en la entrada de cada apartado, Helena se miraba atentamente en el espejo dudando si debía gastar tanto en aquel vestido. ¡Era tan absolutamente fabuloso! Imposible no llevárselo. Pero la imagen de Linda Evangelista saliendo de un vestidor la hizo olvidar sus tribulaciones. La top model se probaba un vestido de Versace que era un espanto. Sin dudarlo, y con su perfecto inglés, le dijo: “Please, don’t, dear. Most of the times Gianni is right. But when he screws it, he screws it good”. Helena se dio cuenta de que había cometido una imprudencia cuando la modelo quiso matarla con la mirada. Y pudo mandarla al demonio directamente, pero al analizarse mejor en el espejo, miró a Helena y le dijo: “Tienes razón, este vestido es horroroso”. Helena y la Evangelista rieron con ganas y decidieron ir a tomar algo. Durante la cena, Helena le reveló quién era y le pidió posar para la portada de Bazaar. La modelo, quien primero creyó que aquello era una encerrona, se negó airada; pero un par de botellas de champán más tarde y seducida por el encanto de Helena, terminó aceptando. Esa cena, además de darle una de las mejores portadas que produjera en su carrera, le dio también una gran amiga, que conservaba hasta la fecha. Cada vez que Helena iba a Nueva York, quedaba con ella a cenar y chismear.
—Pero tal parece que esto ya no importa —dijo en voz alta y dejó la revista junto a las otras en la mesa. Se le revolvió el estómago al recordar que hacía apenas unos días, en aquella cena de gala en la que coincidieron, la imbécil de Lilian Martínez le preguntó: “¿Quién es Linda Evangelista?”. Sí, ella: “la instagramer que más sabe de moda”. Ganas le dieron de meterle la copa de champán hasta el cogote, por Dios santo que sí—. ¿De verdad? ¿De verdad es este tipo de imbéciles a quienes la gente quiere leer y seguir? Es una mierda… —continuó hablando al aire, como si la rabia le hubiera dado voz a sus pensamientos.
Arrebatada, se puso de pie y caminó a la ventana… y una fantasía la asaltó. Se imaginó ahí, parada en el quicio, a Claudine, que la miraba retadora con sus labios laqueados y uno de sus modelitos extraños de Y/Project o Vetements que tanto le gustaban. Helena iba acercándose a ella, quien, retadora, la miraba con su sonrisa brillante y majadera. Y justo al estar frente a frente, de un certero empujón en el pecho, la tiraba al vacío. Ella miraba caer a Claudine con los ojos desorbitados y el cabello rubio revolviéndose… pero en ese momento sacudió la cabeza estremecida por ese negro pensamiento y se alejó de la ventana.
Dios, perdóname, se dijo santiguándose para alejar los malos pensamientos. Respiró hondo, pero sus sentidos se inundaron entonces del olor del papel que tanto le gustaba, aderezado por el diluido, pero aún perceptible, aroma de las muestras de perfume que se encartaban en las revistas. Miró todo aquello que para cualquier otro serían sólo papeles y noticias viejas, pero que para ella eran el testigo de su vida profesional.
Entonces lo sintió venir. Ese monstruo que le apretaba el pecho y subía por su garganta queriendo ahogarla. Sus ojos se llenaron de lágrimas y, como vómito, un enorme sollozo salió de su boca. Con rabia se pasó la manga de la bata de seda para secar las lágrimas y se puso de pie a dar vueltas por la sala; fue hasta la ventana, caminó al librero y, al toparse con la mesa y las revistas, vino de nuevo. Y ahora ya no pudo contenerlo y lo dejó salir: quizás era lo mejor. Se tiró en el sofá y, después de un largo rato de erupción, poco a poco comenzó a sentir que se apagaba. La sensación era reconfortante. Durmió por horas. En la ventana, la luz de día se disolvió dando paso a la iluminación eléctrica de la calle. Los sonidos urbanos, como una melodía que cambiaba de ritmo insospechadamente, envolvían su sueño… hasta que otro tipo de ruido, más chocante y seco, rompió la peculiar armonía que la arropaba y la hicieron volver de su letargo. Se sentó en el borde del sofá, un poco borracha de llorar y dormir, y oyó de nuevo los golpes. Se tocó el pecho adolorido, movió de un lado al otro el cuello contracturado por la mala postura y miró hacia la puerta: de ahí venían los sonidos. Recordó que no quería ver a nadie, que no estaba lista aún.
—¡Abre, joder! —dijo una voz detrás de la puerta.
Helena se quedó sentada sin hacer ruido para ver si, quienquiera que fuera, se cansaba y se iba.
—Ya sé que estás ahí: no te hagas. El portero me dijo que trajeron comida en la mañana.
Era Lorna. Helena permaneció callada.
—Mira, no me voy a ir; tú decides: o me abres la puerta o seguramente la pedorra nueva rica de tu vecina llamará a la policía y, con un poco de suerte, me ayudan a tumbar la puta puerta.
—¡Cállate, por Dios! —dijo Helena abriendo la puerta de golpe y jalando a Lorna dentro de la casa—. De verdad, pareces adolescente, ¿No puedes dejar de ser tan pelada?
—Sí, sí parezco, y no, no puedo. Me encanta ser pelada. ¿Sabes? Las malas palabras están muy desperdiciadas. Son perfectas para describir emociones netas, en bruto. Deberíamos llamarlas “buenas palabras”, de hecho. En fin… ¿Cómo lo llevas, nena? —y se dejó caer en el sofá.
—Lorna, me conoces bien. Si no he tomado llamadas ni he buscado a nadie es porque no quiero ver a nadie. Tendrías que respetar eso.
—No, no me da la gana. ¿Sabes por qué? Porque te guste o no, tú y yo somos lo más interesante que tenemos en nuestras vidas. Y no quise decir lo que más queremos porque no soy tan ñoña. Venga, Helena, que soy yo. Y que eres tú. Y que tenemos la edad que tenemos… ¿No te parece más sencillo dejarnos de pendejadas?
Y Helena soltó una carcajada que, al igual que el sollozo de varias horas antes, le brotó de golpe. El pecho adolorido volvió a punzar y se dejó caer en el sofá junto a Lorna.
—¿Que cómo lo llevo, hija mía? De la chingada. Ni más ni menos.
—¿Ya ves cómo una se libera siendo pelada?
Y las dos rieron hasta que el estómago les dolió y unas lagrimitas residuales resbalaron por las mejillas de Helena.
—Venga, nena, sácalas. Verás que te sentirás mejor.
—Es lo que he estado haciendo toda la tarde. Después de días de negarlo, de tragármelo, de pensar que los imbéciles son ellos y que yo soy perfecta.
—Nena —le dijo abrazándola con fuerza—: los pendejos son ellos. Y tú eres perfecta. Deja que la subnormal de Claudia comience a cagarla bien apestoso como sólo ella sabe hacerlo y verás que te van a suplicar que regreses.
—Lorna, ya lo dijiste: somos tú y yo. Hagamos un cut the crap y hablémonos al corazón. De lo que me pasó y de lo que puede significar en mi vida. No sólo dudo que me vayan a llamar de vuelta, sino que nadie más va a ofrecerme trabajo. Tengo miedo. Me pegó estos días aquí, en mi casa, viendo mis revistas, mis libros.
—Nena, ¿y para qué sacaste todas tus revistas? No es momento de conmiseraciones. La nostalgia es muy peligrosa.
—No soy nostálgica, ya lo sabes. El pasado ya no existe, se fue. Y si se marchó sin enseñarte algo, o peor, sin que tú lo aprendieras, estás perdida. No veía mis revistas por nostalgia, sino para tomar ideas.
—Y mira que has tenido muchas y muy brillantes…
—Pero justo buscaba lo opuesto: mis aciertos no son lo importante ahora, sino los errores. Y ver qué pude haber hecho mejor.
—¡Uf! Pero en este momento es tortura pura.
¿Sería verdad que sólo quería torturarse? ¿O sólo era una necia perdida por querer entender a un mundo que prefiere a las Claudines que a las Helenas. ¿Por encontrar las respuestas a preguntas que se venía haciendo desde hacía tiempo, como por qué hoy día valen más los likes que entender la moda? ¿O en qué momento se volvió más interesante una foto cursi de una influencer enseñando sus zapatos que saber por qué esos zapatos eran un objeto de deseo? Tenía que entenderlo, porque sólo así mataría ese maldito temor a sentirse caduca. Nula.
—Me siento acabada —dijo en voz muy baja.
A Lorna le dolía en el alma ver a aquella mujer poderosa, a esa fuerza de la naturaleza, así de abatida. Le partía el alma. Era testigo de lo duro que había trabajado, de sus esfuerzos para verse siempre extraordinaria y vestir como Dios manda, de ese puesto que siempre había atesorado tanto. No era justo que el mundo la estuviera dando por finiquitada. La miraba y corroboraba que ni siquiera sin maquillaje se veía de la edad que tiene, por eso traía locos a los jovencitos. Además de ser astuta y tener un ojo infalible para descubrir lo bello, para encontrar un diamante en medio de la mierda. Reconocía el talento nada más al verlo, se anticipaba a los deseos de la gente. Odiaba ver a aquella mujer que pateaba culos y reinaba en la industria editorial, ahí junto a ella hecha pedazos. No era justo. Y más que la profesional, le dolía su amiga. Esa mujer que contrató un helicóptero para llevarla al hospital cuando su embarazo se complicó y estuvo a punto de perder a Jaime, su hijo; que la ayudó a pagar su colegiatura hasta que consiguió una beca. Helena y ella habían estado juntas desde la universidad y lo habían vivido todo juntas y, a veces, una tenía que ser más fuerte que la otra para salir adelante.
—Y no te falta razón, mi alma. En efecto, hay pendejos que pueden pensar que a nuestros cincuenta y tantos estemos viejas y acabadas. Son los idiotas que se han quedado con el prejuicio del siglo XIX, cuando una mujer de más de cuarenta ya era una anciana. A ver: nuestras madres se sentían así. Son los mismos idiotas que creen que una mujer es inferior, y ya no te digo si es madura. Pero hemos trabajado muy duro para erradicar esos prejuicios. Algo habremos logrado, ¿no crees?
—Parece que no lo suficiente.
Se dieron un largo y emocionante abrazo, de esos que llegan hondo y calientan el interior como una sopa en invierno. Pero Lorna sabía que hasta el consuelo debía limitarse antes de que se convirtiera en conmiseración. Así que decidió echar adelante el plan “vuelve a la vida”.
—Deberíamos pedir algo para cenar aquí. No querrás salir a la calle con esa pinta —dijo Lorna suspirando y recomponiéndose.
—Perfecto. Sí, tengo hambre. ¿Pedimos una pasta a O’ Sole Mio? Ésa con piñones y zucchini.
—Me encanta la idea. ¿Tienes vino?
—Una caja que compré el mes pasado.
—Okey. Supongo que nos alcanzará. ¡Ah! Por cierto, se me había pasado decirte: también a mí me echaron del trabajo.
Muchas cosas pasaron esa noche, pero todas tenían que pasar. Fueron parte de la gatarsis, como siempre la llamaba Lorna: era una especie de catarsis pero con mayor cantidad de melodrama y toques de telenovela. “Uno de los privilegios de ser mujer”, decía. Pero después de tirar esa bomba, Lorna quiso jugar a la indiferente, al “todo esto no me importa”, y eso hizo enfurecer a Helena. El silencio era más denso que la polución de Pekín. Y quizá más difícil de soportar.
Helena estaba fúrica. Primero Lorna le venía con una perorata sobre ellas siendo ellas y dejarse de tonterías, y se guardaba esto. Y se hace la chistosa queriendo minimizar lo que le sucede, como siempre, y poner una fachada de humor ante algo que la lastima. A veces pensaba que lo hacía para sentirse la interesante. Sí, estaba furiosa.
—Tuviste que decírmelo.
—Te lo dije.
—Antes, quise decir antes. Vienes a hacerte cargo de mí cuando ya tienes suficiente en tu plato.
—Puede que sí, Helena, pero tú tienes problemas de digestión y yo no. Puedo comer todo lo de mi plato y ayudarte con el tuyo. Y cagarlo divino después. Tú tienes gastritis y úlcera y necesitas Ranitidina. Yo soy tu Ranitidina.
—¿En serio vas a bromear con todo esto?
—Nena: tú has sido la que ha estado encerrada todos estos días, no yo. Soy yo quien vino a buscarte, y por eso las cosas se dieron en ese orden: primero tú y luego yo. Si hubiera sido al revés… pues hubiera sido igual porque tú eres más dramática y egocéntrica que yo. Pero así te he querido siempre.
Helena apretó los dientes porque parecía que, por lo menos esa noche, no podría tener una charla seria con Lorna.
—Okey, cariño, muy bien. Mi ego está satisfecho por hoy. Vamos contigo, ¿por qué no me llamaste siquiera?
—Sí llamé, pero… —y extendió el dedo señalando su celular muerto sobre la mesa—. A ver, pasó ayer y fue bastante tranquilo. No dejó de ser una ojetada, pero fue menos teatral que lo tuyo. Hace un par de semanas le dijeron a mi jefa que había que deshacerse de la gente con mucha antigüedad en la revista: nueva política de emergencia en la editorial. Pero la idea era tratar de hacer que la gente se fuera motu proprio, para ahorrarse liquidaciones millonarias. De modo que la estrategia fue hacernos la vida imposible para obligarnos a renunciar.
—Sí, ya sé de lo que me hablas. Lo hicieron también en AO.
—Incluso la muy rastrera de mi jefa quiso recomendarme para un trabajo con la competencia, como si tratara de ayudarme. “Las cosas están muy mal aquí”, me dijo. Pero cuando decliné la oferta porque pagaban una mierda, comenzó a portarse conmigo como una hija de puta sin razón alguna. Me extrañó, pero ya sabes que a mí se me resbalan bastante las cosas. Apenas la semana pasada me llevó a la cafetería y me dijo toda la verdad: quería joderme para que renunciara. Le dije que no había problema, que si me querían fuera estaba perfecto, pero no sería gratis. Ya parece que después de tantos años de trabajo les regalaría mi liquidación. Entonces me dijo que justo esa mañana había hablado con Recursos Humanos y conseguido que la editorial me ofreciera una jubilación temprana.
—¿Jubilación? —chilló Helena como si se tratara del peor de los insultos.
—Jubilación, nena. Como si fuera yo Maggie Smith. Sólo me faltaba el sombrero de bruja. Ayer estuve todo el día con ellos: me amenazaron con hacerme auditorías, con revisarme hasta la laringe. Les dije que no tenía nada que temer, pero que yo sí podía demandarlos por acoso laboral. “Puedo ir a juicio sin problema: sé de buena fuente que muchas personas importantes los traen entre ceja y ceja y que sólo necesitan un escándalo para tirárseles a matar. Yo voy a ser ese escándalo”, les dije. Se cagaron, nena. Ya ves que puedo tener ese efecto en la gente. De modo que al final logré que me liquidaran… y que, además, siguieran pagando mi seguro social para jubilarme cuando me toque. Faltaría más.
—¡Los pusiste a raya! ¿Por qué Dios no me dio tus cojones? —le dijo Helena con los ojos brillantes.
—¡Qué dices! ¡Pero si tú no usas falda porque los huevos se te asoman, nena!
Y ambas rieron a carcajadas con una risa explosiva, casi histérica. De esa que hace que te orines, llores y que te deja sin resuello.
—Y además —dijo Lorna entre risas— el día que vaya a recoger mi cheque les voy a llevar un frasco con arañas de las gordas para soltarlas en la redacción.
—No, cariño, no hagas eso —respondió Helena, y tras callar unos segundos continuó—: Mándalas por mensajería. Es más elegante.
Y siguieron riendo hasta que la comida llegó.
Al abrir el único ojo que no cubrían las sábanas de seda impregnadas del perfume de vainilla de Aerin Lauder que usaba Helena para dormir, una punzada en la cabeza la hizo cerrarlo de nuevo. Repitió la operación, pero esta vez con más cautela para que la luz del día no volviera a taladrarla. Se incorporó un poco y miró bajo las sábanas: sí, se había puesto el pijama. Se pasó una mano por la cara y, sí, también se había desmaquillado. Qué sueño más bizarro había tenido. No recordaba haber soñado algo así de raro desde que le recetaron Wellbutrin. ¿Lorna se habrá ido a su casa?, se preguntó mientras sentía la necesidad de cafeína. Intentó ponerse de pie, pero al perder el equilibrio, decidió volver a la cama un momento más y quedarse quietecita. Tenía años de no emborracharse de esa manera. Cuando se sintió con más fuerzas, se incorporó poco a poco con fin de ir a la cocina y hacerse un expreso. Triple.
—¡Lorna! —gritó.
Pero el propio sonido de su voz latigueó una vez más su cabeza y decidió hacer una rápida búsqueda de su amiga… en silencio. Le preocupaba que la muy inconsciente se hubiera marchado en aquel estado, aunque no sería la primera vez que lo hiciera. Se asomó a la sala y nada. Tampoco en la cocina. Ni en el comedor. Entró al baño para lavarse la cara y por el espejo distinguió un bulto dentro de la bañera.
—¡Cariño, despierta! ¿Estás bien? —dijo, sacudiéndola preocupada. Lorna abrió los ojos y se llevó rápidamente la mano a la cara para tapar la luz. Gruñó.
—¡Ay! ¿Qué estoy haciendo aquí?
—Dándote un baño de burbujas, estúpida. ¿Qué vas a estar haciendo? Te viniste a dormir la borrachera al baño. Ven, sal de ahí, que está frío.
Lorna se incorporó. No se acordaba de nada. Salió de la tina y se sentó en la taza.
—Vamos, componte un poco y ven por un café —le dijo Helena.
—Creo que vine a vomitar, pero para no caerme me metí primero en la tina y de ahí saqué la cabeza para…
—No me des detalles. Amaneciste en la tina, punto. Una mala decisión que el alcohol te hizo tomar.
—Nos hizo, nena, nos hizo. Que tú no estuviste bebiendo tecito de manzanilla.
—Pues hasta donde yo sé, me desperté en mi cama, con el pijama puesto y desmaquillada.
—Eso no cuenta: hasta anestesiada te pondrías crema de noche. Eres la borracha que hace menos borrachadas. Hasta para eso eres control freak.
—Calla y ven a la cocina. Necesitamos un café y mi smoothie para curar la resaca.
Helena había vivido en Los Ángeles en los años ochenta, cuando la cultura de la healthy life se puso de moda. Entonces, pasó a formar parte de las huestes de santa Jane Fonda y su disciplina aeróbica. Resultó ser tan buena alumna que la Fonda la recomendó para hacer un papel como extra en la película Perfect, recomendación que aceptó encantada porque moría por conocer a Travolta. Cuando algún curioso la descubría en la película y se lo hacía saber, Helena sólo respondía: “Fue una experiencia muy interesante: Travolta era delicioso y Jamie Lee Curtis insoportable, pero me enseñó a hacer unos smoothies divinos”. De modo que, si Helena le ofrecía a alguien uno, significaba que en verdad lo consideraba su amigo. Con Lorna siempre compartían el sana-crudas, aunque a Helena la palabrita cruda le sacaba ronchas. Prefería resaca.
Lorna entró aún tambaleante a la cocina mientras Helena ponía una serie de ingredientes en el extractor de jugos. Se detuvo un momento tratando de hacer memoria: ¿llevaba chía o jengibre? Siempre lo olvidaba. Buscó su teléfono: ahí tenía la receta. De pronto, recordó algo que la abofeteó. Desesperada, salió hasta la sala para buscar el teléfono. Que sea una pesadilla, Dios, se repetía en voz baja. Al encontrarlo, suspiró aliviada: el teléfono seguía apagado y sin batería.
—¿Qué haces? Estoy demasiado cruda para verte como una ardilla con speed. Haz ya el puto batido ese y siéntate un momento, que me mareas. Pero antes prepárame un café, por lo que más quieras.
—Ya te lo hago. ¡Qué alivio! Es que por un momento creí que habíamos hecho una locura. Pero seguro lo soñé.
—¿Qué locura? Me encantan esos sueños…
—Soñé que me habías tomado fotos haciendo un strip-tease y se las habíamos mandado a Adolfo. Pero nada, mi teléfono sigue muerto.
—Sí, por eso las hicimos con el mío —dijo Lorna, sacándolo de su bolsillo.
—¿Cómo?
Helena le arrebató el teléfono de la mano y, aterrorizada, no sólo descubrió toda la sesión de fotos de su strip-tease, sino también que, en efecto, se las habían mandado a Adolfo.
—¡Lorna, maldita sea! ¿Cómo hiciste tamaña estupidez? —dijo extendiéndole el teléfono.
—No, no las mandamos. Era puro blofeo…
Lorna tomó su teléfono y checó su WhatsApp. Trató de no ser demasiado expresiva cuando descubrió que no sólo había mandado las fotos, sino hasta un videíto de saludo personalizado para el destinatario. Ahora sí me va a arrancar las tetas a mordiscos, pensó. Se propuso seriamente dejar de beber de aquella manera o, por lo menos, hacerlo lejos del teléfono. Le daba por llamar desde a su madre hasta sus ex, y lo único que conseguía es que no le dirigieran la palabra cuando se la topaban en la calle.
—Sip. Sí las mandamos —dijo Lorna resignada.
—Joder, joder… Que la primera noticia mía que tenga después de irme de la editorial sea ésta… ¡Joder!
—Pues debe estar feliz: te despide y encima le mandas fotos cachondas —dijo con una risotada que tuvo como castigo una punzada en la cabeza.
—Mierda.
—Mira, creo que es mejor que piense que te la estás pasando bomba a que estás tirada en la cama llorando, ¿no?
A Helena esa idea no le disgustó del todo. Echó a andar el extractor y terminar el famoso smoothie: decidió finalmente ponerle jengibre. Lo sirvió en sendas copas y le extendió el suyo a Lorna, quien se lo llevó directo a la boca para darle un gran sorbo. Siempre le caía de maravilla.
—Menos mal que no soy tan ducha con las redes sociales. Imagínate que hubiera subido esas fotos a tu Instagram: ahora serías la milf más fashion del mundo.
—De entrada no puedo ser milf porque no soy madre, déjate de cosas.
—Es un decir, nena. No te vayas a hacer la adolescente a estas alturas. Pero ya te digo que con esas fotos te hubieran aumentado un montón los seguidores en Instagram.
—Imagínate que me hubieran visto miles de personas. Qué vergüenza. Por más que lo estudio, que lo hago consciente, no logro entender este gusto por la sobreexposición.
—Sí, estoy contigo. Es como el erotismo y el porno —dijo Lorna—. Cuando eliminas el misterio todo se vuelve obvio, soez. Enseñar tus zapatos a todo el mundo es vulgar. Me parece más excitante llegar a una fiesta y que el hombre más guapo recorra tus piernas para admirarlos. Que te los elogie un grupo pequeño de personas a las que tengas enfrente, a las que sientas. Esto no lo tienen las redes por ninguna parte.
Helena se quedó pensando. En efecto, las redes carecen de ese toque humano, que cada vez nos hace más falta como sociedad. La gente ya no vive un momento: lo documenta. Estaba de acuerdo con Lorna en que era mucho más excitante que un grupo pequeño te admirara, porque causas una impresión más indeleble. Siempre había creído que lo masivo se diluye y que gustarle a mucha gente es como no gustarle a nadie. Y reflexionó: pero gustarle a unas cuantas personas, a las adecuadas, es como gustarle a todo el mundo. He ahí la paradoja y ahí está la clave. Ahí está la clave, se dijo.
Helena dio un golpe en la mesa y, desorbitando los ojos, salió de la cocina dejando a Lorna con cara de póker. Volvió en un momento llevando en los brazos un montón de revistas, que puso sobre la mesa de la cocina. Las abrió y, con cuidado, comenzó a arrancar algunas páginas. Fue después al comedor de donde trajo una caja de madera que usaba como frutero y vertió en el fregadero las perfectas manzanas verdes que contenía. Dejó la caja en la mesa y puso las páginas cortadas allí. Hizo varios viajes y volvía trayendo los objetos más diversos: perfumes, alguna joya, un minibolso de noche, un lipstick…
—¿Qué te traes?
Helena, triunfante, le mostró la caja llena de objetos a Lorna.
—Cariño, ¿qué es lo que todo el mundo desea?
—¿Es una pregunta filosófica? —preguntó Lorna, temerosa.
—No, es práctica y frívola. Trabajamos en revistas de moda, no en la ONU.
—Pues… lo nuevo. Por aburrimiento de lo viejo, supongo.
—Sí, lo nuevo. ¿Y qué pasa cuando no puedes conseguirlo?
—Te obsesionas. Recuerda cómo te pones cuando te dicen que hay lista de espera para comprar algo —dijo Lorna con una risilla.
—Exacto. Lo nuevo que se consigue pronto pierde la gracia muy rápido. Deja de interesar. Pero cuando algo es nuevo y no puedes tenerlo, te obsesionas, lo buscas. Lo quieres más y más. El deseo dura mucho más y se vuelve igual de estimulante que conseguir lo que buscas. Ésa es la revista qué tenemos que hacer. Juntas.
Lorna la miró con sorpresa. Helena siguió. Estaba a mil.
—Mira, toma esta caja. ¿Qué ves ahí?
—Pues no sé… es como cuando te despiden y te llevas tus cosas en una cajita.
—Puede ser. ¿Y cómo llamarías a eso, lo que está dentro de la caja?
—¿Un reflejo de quien eres, de tu vida?
—Exacto. Un reflejo de una vida que puede ser soñada, deseada y que podemos crear nosotras. Mira: ambas perdimos el trabajo por culpa de este frenesí que tienen las editoriales por vender cantidad. La calidad ya es lo de menos. Nosotras deberíamos buscar justo lo contrario. Imagínate, en una caja ponemos textos escritos a máquina, viñetas originales… ¡Fotos! De una calidad brutal que hasta las podrías enmarcar. Y aquí viene la parte más interesante: en lugar de publicar un anuncio, ponemos el producto real. ¿Te imaginas? No ver una página publicitaria del nuevo perfume de Chanel, sino olerlo y tenerlo. Y no me refiero a una mierdita de muestra, ¿eh? No: un producto real.
—Wow. Ya quisiera que a mí las crudas me hicieran este efecto. Qué bárbara.
—¿Qué te parece? —dijo Helena con los ojos muy abiertos.
—¡Me encanta! ¡Es una idea de puta madre! Claro que hay que trabajarla mucho, ver costos, producción… pero me parece una bala. Una cosa: con los anuncios hay que tener cuidado, no podemos meter en la caja un rollo de papel de baño.
—Nada de papel de baño, ni quesos ni nada que anuncie Yuri. Eso déjaselo a Cosmopolitan. Sólo anunciantes de moda y belleza de gran nivel. Iremos por lo alto, será selecto para que no parezca la canasta del súper; déjale las latas de chiles y el champú de jojoba a los influencers. Será enfocado, preciso. Fino. Esto es lo que hará que la gente lo desee… y no todo mundo podrá tenerlo.
—¡Ay, sí, me encanta! Que sea como cuando abres el estuchito rojo de Cartier y sientes que se te sale el corazón del pecho.
—¡Eso es! Estuche… ¡Étui!