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CAPÍTULO 2
ОглавлениеCuando al día siguiente llegó al número 144 de la calle Carlos Pellegrini, ya Rolando Illa lo esperaba ante la entrada del Club Argentino de Ajedrez. Anochecía, y entre la fronda de los árboles plantados junto a la acera los gorriones no paraban de alborotar. Más allá, a lo largo de la calzada, las farolas comenzaban a iluminarse. Después de intercambiar con él algunas frases de saludo, Illa expuso que lo mejor que podían hacer era llamar un taxi e irse a cenar juntos. Así tendrían oportunidad de hablar más despacio sobre todo lo ocurrido la jornada anterior. Él invitaba. Capablanca sonrió, lo del restaurante era una buena idea; pero prefería caminar…
Aún estuvieron un buen rato conversando en la acera, mientras las sombras se extendían poco a poco por el cielo de Buenos Aires. Por fin echaron a andar en dirección a Corrientes. En los boliches y cafés de Carlos Pellegrini comenzaba a observarse la animación de la noche porteña. Entre tanto, por las puertas y ventanas de algunos restaurantes se escurrían los olores del asado argentino, que viajaban acompañados de la melodía tristona de algún tango de moda. Capablanca tenía hambre y, por qué no, ganas de disfrutar de aquella música que le era tan querida. Sin embargo, prefería alejarse de allí. No habría querido verse reconocido por algún aficionado al ajedrez y ser interpelado sobre su desastrosa partida inaugural. De manera que siguieron andando sin prisa por la acera de Carlos Pellegrini. Al llegar a Corrientes torcieron hacia Puerto Madero, y Capablanca sintió sobre la piel del rostro el efluvio húmedo que llegaba desde las costaneras y atemperaba la noche. Entonces propuso bajar hasta los diques. La tarde anterior, paseando por aquella zona, había visto varios establecimientos que le llamaron la atención. ¿Recuerda el nombre de alguno?, preguntó Illa, con la evidente intención de animarlo. Capablanca, sin embargo, optó por negar con la cabeza y hundirse de nuevo en sus propios pensamientos.
Se sentía rebosante de hiel. ¿Qué clase de campeón del mundo era, que ni siquiera recordaba el nombre de las cosas? Recordaba en cambio (¿por suerte o por desgracia?) los movimientos y jugadas de la partida perdida la jornada anterior. Ya había tenido oportunidad de repasarlos en la soledad de su cuarto de hotel. Si hace tan sólo unos días alguien le hubiera afirmado que las cosas ocurrirían de aquel modo, no lo habría creído. En lo absoluto. La primera partida por el título, quizás la más importante, la del impacto. La había perdido ante un ajedrecista que él siempre había considerado inferior. Ahora necesitaba refrescar sus ideas, pensar y repensarlo todo, incluida su estrategia general. Por suerte, estaba Rolando Illa, que seguía caminando a su lado, otra vez en silencio. Apreciaba enormemente la amistad de este cubano nacido en Nueva York y convertido luego en argentino. Sabía que estaría a su lado a la hora de la victoria; pero que tampoco lo abandonaría tras una derrota como aquélla.
Al atravesar la calle Esmeralda, Rolando habló de nuevo. Señaló hacia el pórtico del teatro Maipo, que asomaba a medianía de cuadra, y dijo que hasta hacía unos años aquel teatro llevaba el nombre de su calle. Y agregó que era uno de los sitios que más apreciaba en la ciudad. Capablanca lo miró inquisitivo, e Illa explicó que allí había oído cantar a Carlos Gardel cuando reapareció tras ser baleado en el pulmón. Fue una de sus primeras actuaciones con la bala dentro. Todavía cantaba a dúo con Razzano. ¡Qué clase de espectáculo! Ahora sí, vivamente interesado en lo que oía, Capablanca volvió el rostro hacia su amigo. Disculpe, dijo, pero no conozco bien la historia, ¿por qué no me la cuenta? Había leído algo en la prensa de Nueva York, pero la verdad es que no conozco casi nada de eso. ¿Quién quiso matarlo? Un hombre de apellido Guevara, dijo Illa. Fue en una discusión, a la salida del Palais de Glace. Rolando Illa se detuvo, lanzó una mirada sesgada a Capablanca y preguntó: ¿De verdad le interesa? Por supuesto, me interesa mucho. Y usted sabe que, además, me gusta mucho el tango. No conozco bien los detalles, reconoció Illa, pero lo que sí puedo asegurarle es que estuvo como un año sin actuar… Y que esa noche casi todo el mundo en el teatro lloró oyéndolo cantar de aquel modo, sabiendo que lo hacía con una bala en el pulmón. Fue impresionante. Gardel no había perdido la frescura de sus primeros tiempos; seguía siendo el «Morocho del Abasto», pero la bala se le había quedado para siempre en el pulmón. ¿Y anda así, con ella dentro?, preguntó Capablanca. Pues sí, respondió Illa, así anda y, por supuesto, canta. Y así andará por siempre, sentenció. ¿Qué me dice? Capablanca no podía contener su asombro. Realmente se sentía vivamente interesado por la historia que le contaba Illa. Y ahora, por cierto, ¿dónde está Gardel?, inquirió, hace tiempo que no oigo hablar de él. Rolando Illa sonrió. Ahora está aquí, en Buenos Aires, aunque viaja mucho. El año pasado estuvo en España, me parece que en Barcelona, y creo que pronto se irá de nuevo a Europa. Capablanca parecía haberse animado. ¿No sabe si está actuando en algún sitio?, siempre he soñado con oírlo cantar en persona. Rolando Illa sonrió, satisfecho. Puede ser, dijo. Creo que a veces actúa en el «Café de los Angelitos». En todo caso, dicen que ahí cena cada noche. Al escuchar el nombre del establecimiento, José Raúl Capablanca sonrió por primera vez en mucho tiempo. ¿Se llama así, de veras? ¿No sabe dónde está? ¿Podríamos ir? Sorprendido por la tanda de preguntas, Rolando Illa no podía responder a ellas. ¿Qué le parece?, dijo todavía Capablanca. Illa metió la mano en un bolsillo, sacó una cajetilla de cigarros y encendió uno. Cuando expelió el humo, replicó por fin:
– Le propongo ir a cenar primero. La verdad es que yo tengo bastante hambre. Si le interesa, allí podremos hablar más sobre ese tema. De entrada, le prometo averiguar dónde Gardel está cantando ahora. No crea; a mí también me gustaría oírlo.
Capablanca hizo un gesto de aprobación.
– Creo que es buena idea. Por lo demás, yo estoy igual de hambriento.
En la Avenida Leandro Alem torcieron a la izquierda y caminaron en el sentido de la Plaza Roma. Al llegar a la esquina, Capablanca preguntó hacia dónde se dirigían y dónde iban a cenar. Por lo visto, ya no será en Puerto Madero, dijo en tono jovial. Será mucho mejor, respondió Illa; y explicó que quería llevarlo a un sitio de comida criolla; un sitio, además, con una vista muy interesante sobre la ciudad. Anduvieron todavía unos minutos más, hasta que, finalmente, Illa se detuvo ante un edificio alto, de arquitectura modernista, en cuyo pórtico se veía un anuncio lumínico con el nombre del lugar: «Hotel Regina». Aquí es, dijo. Junto a la entrada, un hombre uniformado les dio la bienvenida y les abrió la puerta. En el vestíbulo, que estaba decorado en blanco con muebles de estilo clásico, Capablanca siguió a Illa hasta la cabina del ascensor. Allí el ascensorista les abrió la puerta y, una vez dentro, les preguntó a qué piso iban. Al restaurante, respondió Illa, y el hombre accionó una palanca de bronce que sobresalía de la pared y puso en marcha el artefacto, que comenzó a elevarse pesadamente hacia los pisos superiores del inmueble. Ya arriba, Rolando Illa le dejó una propina al empleado y salió del ascensor, seguido de Capablanca. Habían llegado a un vestíbulo más bien pequeño, provisto de una puerta que daba acceso al restaurante. Al verlos aparecer, un mozo vino hasta ellos y se hizo cargo de sus gabardinas y sombreros. La puerta del local se mantenía abierta, y por ella escapaba la música de un piano. En el vestíbulo había un par de sofás para la espera y una ventana hacia la calle. Instintivamente, Capablanca se acercó a la ventana y echó un vistazo a los tejados de los edificios circundantes. Entonces Illa explicó que el restaurante había sido construido en la última planta del edificio, y que tenía unas vistas magníficas, dignas de admirar. En gran medida, por eso lo había llevado allí.
Ya dentro, fueron recibidos por el maître, quien, después de darles las buenas noches, los invitó a seguirlos. El local estaba bastante concurrido, pero era espacioso y había varias mesas vacías. El hombre los condujo a través de ellas hasta una que estaba situada junto a la pared del fondo. Ésta daba al sur y estaba provista de un amplio ventanal acristalado. Al ver el panorama que se abría antes sus ojos, Capablanca no pudo reprimir una exclamación de júbilo. Y se quedó absorto, de pie junto al cristal. No recordaba los motivos, pero en ninguna de sus dos visitas anteriores había tenido la oportunidad de contemplar a Buenos Aires desde una altura como aquélla. Un océano de luces parecía extenderse hasta más allá del mundo imaginable. En medio de la estampa, la Casa de Correos blanqueaba en la noche como la cresta nevada de un monte lejano. De un lado discurría la Avenida Leandro Alem, un río de luz oscurecido a ratos por la espesura de su arbolado. Del otro, Puerto Madero era un tupido entramado de grúas, navíos iluminados y reflejos en el agua oscura del canal. Capablanca respiró profundo y comentó en voz alta que debía de ser muy agradable vivir en Buenos Aires. Se veía que era una ciudad muy interesante. Rolando Illa lo invitó a sentarse, al tiempo que se sentaba él mismo. Era verdad; en cualquier caso, a él le gustaba mucho. Y a usted, por cierto – agregó sonriente – , lo veo un poco más animado. Capablanca también sonrió. Sí, se sentía mejor. Es más, le parecía que ya había pasado lo peor. ¿De veras? Por supuesto. Durante todo este tiempo he estado pensando en la partida con Alekhine. La he reconstruido y ya sé muy bien dónde me equivoqué. Illa encendió un cigarro. ¿Compartiría esos errores conmigo? ¿Con quién mejor que con usted?, dijo Capablanca, además, no sé si sabe que voy a reseñar las partidas para el diario Crítica. Y antes de escribir sobre ésta, no me vendría mal hablar un poco de ella. En este punto hizo una pausa y echó otra rápida mirada al panorama que se extendía tras el cristal. A ambos lados de los diques, el alumbrado del puerto formaba una guirnalda parpadeante que se disolvía poco a poco en la oscuridad y la bruma de la distancia. Aquella vista de la ciudad nocturna comenzaba a hacerlo sentir de buen humor. Cuando se disponía a continuar hablando, el maître se acercó a la mesa y les entregó la carta con el menú. Gracias por la confianza, dijo entonces Illa; pero primero tendremos que decidir qué vamos a comer y beber. El hombre, que se había quedado de pie junto a la mesa, preguntó si deseaban algún aperitivo. Illa pidió un Martini y Capablanca una botella de agua mineral. Muy bien, dijo el camarero y se alejó.
– ¿Me recomienda algo? – dijo entonces Capablanca, abriendo la carta – . Quiero decir, para comer.
Illa se puso las gafas y comenzó a estudiar el menú. Se veía que le causaba gran placer hacerlo. De repente dijo:
– No sé, realmente. De la comida argentina a mí me gusta casi todo. Pero ya sabe, lo principal aquí es la carne.
Capablanca, por su parte, no sabía qué elegir. Todo sonaba bien. Finalmente, pidieron asado criollo y vino tinto de Mendoza, como no podía ser de otro modo. Cuando el maître se hubo retirado, Capablanca siguió hablando.
– Le decía que ya puedo contarle algo sobre la partida. Todo este tiempo he estado estudiándola en la mente, tratando de precisar mis fallos…
– ¿Y ha dado con ellos?
– Sí, claro; aunque, si le digo francamente, el doctor Alekhine tampoco estuvo brillante. Él cometió también varios errores. Sólo que supo aprovechar mejor los míos.
– Por ejemplo…
Capablanca se sacó del bolsillo una pequeña hoja y se la tendió a Rolando Illa.
– Mire esto. Son las anotaciones de la partida. Ahí puede ver todo lo que pasó.
Illa estuvo un rato leyendo los apuntes. Cuando levantó la vista hacia Capablanca, éste siguió hablando.
– Creo que ahora me entenderá si le digo que ninguno de nosotros dos hizo una buena partida. Yo, en particular, me equivoqué en varias jugadas.
Illa sonrió escéptico.
– No sé qué decirle…
Capablanca señaló hacia la hoja de las anotaciones.
– ¿Quería ejemplos? Ahí los tiene. Mire la jugada 14. Me entretuve moviendo la torre sin crear ningún peligro y dejé de comerme un peón suyo con mi caballo más adelantado. Calculé mal el tempo y perdí la oportunidad de sacar ventaja material. Él vio mi pifia y resguardó el peón moviendo su caballo. De paso, ganó en posición. Luego, en la jugada 15, él saca la dama, que en combinación con su caballo representaba un serio peligro para mí. Yo lo debí haber visto venir; pero me di cuenta demasiado tarde.
– Un momento – dijo Illa – , déjeme ver… Sí, tiene razón.
– Con todo, todavía pude haber salvado la partida, logrando aunque fuera tablas; pero en la siguiente jugada cometí un error más serio aún: si hubiera retrasado el caballo lo habría obligado a retirar el suyo de esa casilla. No sé por qué, pero no vi el peligro y moví la torre hacia esa ingenua posición que usted ve ahí. Yo había calculado sólo un cambio de caballo por alfil; pero él jugó con el caballo, me comió un peón en la segunda fila y me amenazó la torre seriamente. ¿Lo ve?
Rolando Illa movió la cabeza, como si no pudiera creer lo que veía y escuchaba.
– Sí, claro – dijo – ; pero en su siguiente movimiento, él desaprovechó la oportunidad de sentenciar el juego.
– Exactamente. Me alegro que lo haya visto. Y estará usted de acuerdo conmigo en que aquí las cosas entraron en una dinámica que conducía a tablas. En la jugada 32 yo le comí un peón y recuperé la simetría en la calidad. Con esto, Alekhine perdió la ventaja que había tenido. Sin embargo, en el siguiente paso volví a equivocarme, y este error sí ya fue definitivo. Debí haber movido el rey y protegerlo; pero jugué con la torre. Como puede usted ver, ahí perdí la partida. ¿Qué le parece?
Rolando Illa estaba desolado.
– Una pena.
– Yo, francamente, nunca había cometido tantos errores juntos. Jamás. No quiero restarle méritos a mi adversario; pero desde el encuentro que disputé con Corzo por el campeonato nacional de Cuba, con sólo doce años, desde entonces, insisto, esta es la primera vez que mi rival me toma la delantera en el conteo. Y eso tiene, al menos, el mérito de la novedad.
Illa sonrió sin demasiada convicción.
– Imagino cómo se sentirá…
– Me he sentido mal, por supuesto. Aunque ya no tanto. Sin embargo, lo que más me molesta es saber que perdí contra un rival que tampoco estuvo a la altura. En general, la partida en sí no fue digna de un campeonato del mundo. Pienso que eso tiene que ver con el hecho de que fue la primera. Ni él ni yo hemos jugado bien; pero no hay duda de que el juego de alguno de nosotros mejorará con las partidas venideras. O quizá el de ambos.
– Aquí en la Argentina todo el mundo apuesta por usted. La gente estaba segura de que ganaría esta partida. Más, siendo la primera…
– Yo lo sé, Rolando; por eso me duele más esta derrota. Usted sabe cómo ha sido durante todos estos años mi relación con los ajedrecistas argentinos, con la gente de este país. Lo menos que imaginaba yo, la verdad, era que no podría darles una alegría en el día de la inauguración.
En ese momento el camarero trajo el vino, lo descorchó con manos de prestidigitador y preguntó quién iba a probarlo. Tras un breve intercambio de gestos de cortesía, fue Capablanca el encargado de dar el visto bueno al precioso líquido de las tierras de Mendoza. Habían traído también biscochos, pan y mantequilla, y los dos amigos cogieron sendas rodajas de pan y les untaron mantequilla. Luego Rolando Illa sirvió vino y propuso un brindis:
– Por su éxito en el encuentro.
– Gracias – dijo José Raúl Capablanca levantando su copa – . Por mí no quedará.
Los dos bebieron varios sorbos, sumidos cada cual en sus pensamientos. Mientras, en el restaurante ocurrían cosas: al piano se habían sumado un violín y un bandoneón, y los tres juntos se entregaban ahora a la interpretación de conocidas melodías de tangos, valses criollos y milongas. Capablanca aprovechó el silencio para mirar una vez más a través del cristal. No sabía la razón, pero la vista nocturna de Puerto Madero lo atraía como un imán. Sentía que le provocaba un efecto tranquilizante. Contó tres filas paralelas de farolas: la que iba a lo largo de los docks, la del paseo y la del otro lado de los diques. Las tres parecían alargarse hasta el horizonte, para perderse luego en lo que seguramente era el estuario del Río. En este punto Capablanca retomó la conversación. Lo hizo para preguntarle a su interlocutor:
– ¿Y usted cómo fue que vino a la Argentina? ¿No estaba mejor en Nueva York?
– Es un relato largo. Primero tendría que contarle por qué nací en Nueva York. ¿Quiere saberlo?
– Por supuesto. No sé por qué no se lo había preguntado nunca; pero es muy interesante.
– Mi padre participó en la primera guerra de independencia en Cuba. Luego tuvo que emigrar a Nueva York. Allí conoció a Martí y colaboró con él en la preparación de la campaña del 95 – Rolando Illa hizo una pausa, y Capablanca no pudo evitar pensar en su propio padre, que aun siendo cubano había optado por militar en el ejército español. Por suerte, Illa continuó enseguida su relato – . Allí nací yo y allí crecí y me formé como hombre. Al finalizar la guerra, mis padres no pudieron regresar a Cuba. Creo que lo dejaron para un poco más adelante; pero un día mi padre murió y mi madre no se atrevió a volver sin él. Creo que le resultaba difícil empezar de nuevo sola. En fin, que nos quedamos definitivamente en Nueva York…
De repente, Illa se interrumpió, fijando la atención en el camarero que acababa de hacer su aparición junto a ellos.
– Mire esto. ¡Qué clase de espectáculo!
Se refería al asado. Lo habían traído sobre un carrito y tenía, en efecto, una presentación espectacular. Despedía, además, un olor tan sabroso que era imposible no sentir un fortísimo deseo de hincarle el diente lo antes posible a aquella hermosa carne. Enseguida, el camarero se puso a la obra y lo deshuesó allí mismo, antes de sacarlo del carrito. Después sirvió la carne, el chorizo y el resto del acompañamiento y, con sus mejores deseos de buen provecho, lo dejó todo sobre la mesa y se alejó. Capablanca estaba encantado. Luego de haberse servido un buen trozo de asado, y de los pertinentes cumplidos a la cocina argentina, fue el primero en hablar.
– Esto está exquisito – dijo, y tras unos sorbos de vino, agregó – : Por cierto, sé que usted tiene la nacionalidad argentina; y me parece bien. Pero permítame que le haga una pregunta: ¿No se siente un poquito cubano también?
Rolando Illa pareció crecer en la silla.
– Desde luego que sí. Mientras viví en los Estados Unidos siempre me sentí cubano, un cubano nacido en Nueva York, pero cubano al fin. Parece que es algo que va por dentro. Los cubanos andan por ahí y se presentan siempre como cubanos, incluso cuando no han nacido en la isla y no conocen siquiera la tierra de sus antepasados. Pero, por otra parte, llevo veintitrés años viviendo en la Argentina y aquí lo tengo todo. Aquí he hecho mi vida. Además, este país me ha tratado como a un hijo. Es imposible no querer a la gente, no sentirla como tu propio pueblo. El caso es que en la actualidad me siento tan argentino como cubano. No sé si me comprende.
– Claro que lo comprendo. Uno puede sentir que pertenece a dos pueblos sin dejar de querer a ninguno de ellos. Pasa como con los padres, que se quieren lo mismo.
– ¿Y en su caso? Usted ha vivido mucho tiempo en los Estados Unidos. Allí ha llegado a ser quien es…
– Si le digo francamente, yo nunca me he dejado de sentir cubano. Por eso no he querido cambiar la nacionalidad. No podría hacerlo, la verdad; aunque este deseo mío me ha complicado alguna que otra vez las cosas. Recuerdo que una vez me dijeron que no podía ser el campeón de los Estados Unidos porque no tenía la nacionalidad norteamericana. En esa ocasión respondí que pronto sería el campeón del mundo y, por tanto, lo sería también de las Américas. Y los Estados Unidos, que yo supiera, eran parte de América. En definitiva, creo que moriré siendo cubano.
En ese momento el trío comenzó a tocar una pieza que captó inmediatamente su atención. Lo que primero destacaba en ella era el sonido del bandoneón, que se extendió enseguida por todo el aire de la estancia. Como un incienso, se dijo Capablanca, dejándose llevar por él. Luego entró el piano, marcando el ritmo con sus teclas. Y enseguida se oyó el llamado del violín, que acompañado por los otros dos, comenzó a descubrir los entresijos de una melodía capaz de arañarle el alma al más insensible de los mortales. Capablanca tuvo la sensación de que la había escuchado antes. Era como si aquellas notas desenterraran alguna zona borrosa de su vida anterior, un rastro aparentemente olvidado que subyacía en un rincón de su memoria. Mientras, la música continuaba llenando la sala, el bandoneón seguía desangrándose, el piano marcando el ritmo y el violín quejándose como un ánima en pena. Estaba claro que era la primera vez que oía aquello; pero, así y todo, le producía la impresión de algo que hubiera estado siempre agazapado en un recodo del camino, esperando la ocasión para saltarle al cuello. ¿Por qué así, después de todo? Illa notó su desconcierto y le preguntó qué le ocurría.
– Nada, es esa música, que me parece conocida, aunque sé que es la primera vez que la oigo. ¿La conoce usted?
– Claro. Es La Cumparsita. Un tango que se está oyendo mucho en los últimos tiempos, aunque dicen que es bastante más antiguo.
– Me recuerda alguna canción cubana. Quizás una habanera…
– Puede ser. No sé si sabe que la habanera está en los orígenes del tango.
– He oído decir algo; pero, sinceramente, no sé mucho de eso.
Entonces los dos hombres callaron. Entretanto, los acordes de La Cumparsita siguieron un buen rato saliendo del estrado. Partían en suaves oleadas desde los tres instrumentos, se mezclaban en el aire con una armonía perfecta y llenaban de música todo el espacio en derredor. Capablanca los disfrutó en silencio hasta el final. Cuando la pieza concluyó, los comensales aplaudieron, y los músicos agradecieron con un gesto al público y dejaron a un lado los instrumentos. Luego se retiraron en dirección al bar.
– Increíble.
– Veo que le ha gustado – dijo Illa, sonriendo satisfecho.
– Sí, mucho. Creo que ese tango dará mucho que hablar.