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CAPÍTULO 5

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Nada más atravesar la verja se fijó en un Rambler descapotable de 1925 que era, con diferencia, el mejor y más deslumbrante de los coches que se alineaban en el parking frente a la oficina de la agencia. Lo conocía bien porque había manejado uno igual en Nueva York. Tenía la forma estilizada de un cisne y el empuje y la velocidad de un ave de presa en pleno vuelo. Se decidió por él y firmó un contrato por una semana, con posibilidad de renovación y descuentos por kilómetro recorrido. Allí mismo compró un mapa de la ciudad y otro de la provincia de Buenos Aires, por si en algún momento tuviera la necesidad o el deseo de viajar por la región. Luego, cuando salió conduciendo su esplendente luciérnaga, no se dirigió al hotel, en donde tenía previsto encontrarse con la muchacha, sino que recorrió durante un rato las calles de la ciudad, que ahora parecía transformarse continuamente ante sus ojos. Sentado al volante, inmerso en el tráfico de sus avenidas y con el aire del anochecer batiéndole la frente, Capablanca sentía que la enorme urbe se le había vuelto de repente más pequeña y manejable. Cuando aparcó por fin en las inmediaciones del hotel, en una estrecha calle de Recoleta, ya la noche de domingo se cernía sobre la ciudad, poniendo un halo de misterio sobre las casas y las calles del viejo Buenos Aires.

Ella había llegado a la hora señalada, un poco antes que él. Traía puesto un traje azul de chaqueta y falda ancha, y llevaba un pequeño sombrero que parecía una cofia de enfermera y dejaba al descubierto buena parte de su cabello rubio. Allí, en el vestíbulo del hotel, a la luz de la enorme araña del techo, la muchacha parecía aún más joven y hermosa que la noche anterior. Al verlo, ella se levantó del asiento que ocupaba – casualmente, el mismo desde el que él la había llamado esa tarde – y vino a su encuentro con una expresión en el rostro que, pese a ser alegre, evidenciaba cierto nerviosismo.

– Hola, señor Capablanca. ¿Llega siempre tan puntual a las citas con sus admiradoras?

Sin poder evitar la sorpresa por la pregunta, él echó un vistazo a su muñeca.

– No, no siempre. Sólo cuando me interesa mucho la persona que espera. ¿Podemos sentarnos?

Mientras lo hacían, ella lo miró asombrada, sin saber por lo visto cómo tomar la respuesta del recién llegado. Finalmente, le sonrió complacida.

– Muy gracioso. Pero la culpa es mía. Creo que he venido demasiado temprano.

– Si quiere, podemos compartirla. Por lo que a mí me toca, acabo de alquilar un coche y no pude resistirme a la idea de dar una vuelta por las calles de Buenos Aires.

– ¿Sabe ya orientarse en ellas?

– No mucho. Precisamente por eso llegué tarde. La ciudad es enorme y yo todavía no la conozco bien. No me ha dado tiempo.

– Tampoco es un monstruo. Cómprese un plano y verá cómo se la aprende en unos días.

– Ya tengo uno. Por cierto, ¿me perdonaría la tardanza si la invito a tomar algo en el bar?

La muchacha ladeó el rostro y dejó ver una sonrisa que afectaba recelo.

– Depende de cómo se comporte.

Él se levantó del asiento y le tendió la mano, al tiempo que decía, siempre medio en broma:

– Yo soy un caballero, señora.

Y la tomó del brazo para conducirla en dirección al bar, que se encontraba en otro ángulo del vestíbulo, a algunos metros de distancia.

– Gracias – respondió Marina, y se dejó llevar.

Se sentaron en un rincón y pidieron de beber, ella un vermouth y él un refresco de cola. Cuando el camarero se alejó, Marina preguntó a Capablanca si no le gustaban las bebidas alcohólicas. La noche anterior había tomado sólo limonada… Él la interrumpió, sin dejar de lado cierto tono jocoso.

– Cualquiera diría que he estado siempre controlado. Desde el primer momento.

La muchacha se llevó la mano a la boca, como si tratara de contener la risa.

– ¡No, por favor! ¿Cómo se le ocurre? Desde luego que no. Pero es algo que llama la atención. Y hablando de Buenos Aires, ¿qué es lo que más le gusta?

– El tango, el ambiente que se respira aquí. Me encantaría conocerlo mejor, aunque tal vez no llegue a hacerlo. Desgraciadamente, apenas sé andar por la ciudad.

– Veo que necesita alguien que lo ayude en eso, una especie de guía, ¿no?

– Sería fantástico; pero no sé… Por cierto, ¿no podría ser usted?

– Quizás. Bueno, sí, podría; aunque, eso sí, con una condición.

– Usted dirá…

– De eso se trata, precisamente: basta ya de «usted» – y elevando ligeramente la voz, como si le riñera, agregó – : Si no me tratás de vos, pues no podré hacerte de guía.

Capablanca sonrió divertido, sobre todo porque era la primera vez que alguien se dirigía a él usando el voseo porteño.

– De «vos» no puedo, seguro. Pero me encantaría poder decirte «tú».

– Son equivalentes; la relación es la misma.

– Bueno, pues ya está hecho, Marina; te trataré de tú. ¿Qué tal te suena?

– Suena mucho mejor, señor Capablanca.

– Me alegro; pero si me vas a tratar de vos, será mejor que dejes eso de «señor Capablanca» y me digas José Raúl. O Capa, como casi todos mis amigos.

– Me gusta más «Capa». Voy a llamarte así.

– Perfecto. Es más, me agradaría que fuéramos amigos, que me consideraras, pues eso, un amigo tuyo.

– Pues yo, encantada – dijo la muchacha, tendiéndole su mano por sobre la mesa. Él alargó las dos suyas y la tomó entre ellas, acariciándola un instante, hasta que Marina reaccionó y, delicada pero firmemente, la retiró de nuevo. A Capablanca le pareció que la pequeña mano hervía.

– Oye, ¿sabes, por casualidad, dónde está El Café de los Angelitos? – dijo entonces.

– Claro, y no por casualidad. Es el sitio preferido de Gardel. Siempre está ahí.

– ¿Canta en ese café?

– No, ahora no está cantando en ningún sitio. Es decir, no canta en público. Está grabando. Se pasa el día en el estudio, y cuando va a Los Angelitos es para cenar. Casi siempre tarde.

– ¿Cómo sabes todo eso?

– Porque mi marido es quien le paga.

Capablanca sacudió la cabeza, sorprendido.

– No me digas. ¿Podrías explicármelo mejor?

– No tiene mucha ciencia. Mi esposo es el director de los estudios Odeón en La Argentina. Todos los cantantes quieren grabar con él. Quieren vender discos y ganar mucha plata. Así de simple.

– ¿Dónde está tu esposo ahora?

– De viaje. Va a estar unos días por el interior. ¿Y vos, lo querés conocer a Gardel?

– Sí, me gustaría conocerlo. Creo que es el mejor cantor de tangos. Es muy conocido fuera de la Argentina, ¿sabes?

– Vos también sos muy conocido. Más que Gardel, incluso.

– ¿Tú crees?

– Pues claro. A vos todo el mundo te conoce en todos los países. Actualmente hay como una fiebre de ajedrez por todas partes. Cuando me preparaba para ir a cubrir tu encuentro leí en algún lugar que vos no sos conocido por el ajedrez, sino que es al revés: es el ajedrez el que es mundialmente conocido gracias a vos. Algo de eso decía.

– Si sigues hablando así, me voy a poner colorado.

– Sabés que es verdad. No te hagas el modesto. Por cierto, ¿tenés algún disco suyo?

– ¿De Gardel? Sí, tengo varios. Cuando me encuentro alguno nuevo, lo compro y me lo llevo a casa. Siempre me ha interesado mucho la música.

– ¿Música o ajedrez? ¿Cuál de las dos cosas preferís?

– Ésa no es una buena pregunta. Son cosas diferentes. El ajedrez es mi carrera. Vivo de él y le dedico todo mi tiempo de trabajo. Lo hago lo mejor que puedo, y creo que bastante bien, modestia aparte. Pero, aparte del trabajo de cada cual, hay otras cosas en la vida, cosas que disfrutas y que te ayudan a vivir y ser feliz. En mi caso, la música es una de ellas.

– ¿Disfrutás mucho con ella?

– Sí, mucho, con la música en general. Pero con el tango es diferente. El tango no sólo se disfruta. No sé lo que tendrá, pero a mí me apasiona.

La muchacha estaba radiante.

– A mí me pasa igual – dijo con vehemencia – . Es que el tango es pasión; una pasión capaz de llegarte a lo más hondo y estremecerte el alma.

Esta vez Capablanca no replicó enseguida. La miró a los ojos y estuvo un rato así, contemplándola en silencio. Cuando volvió a hablar, lo hizo para decir que era verdad, que el tango era pasión. Quizás fuera por la mezcla de ritmos y de sangres que estaba en la base de su origen, o tal vez esto se debía a los instrumentos con que se tocaba, venidos de diferentes partes del mundo; o quién sabía si al alma de la gente que lo componía, o a la de aquellos que lo interpretaban. Anoche mismo, sin ir más lejos, él se había sentido estremecer, como ella había dicho, con la música de un tango que había oído tocar en el restaurante donde cenaba. Y trató de describirle los sentimientos que le provocó la interpretación del trío del hotel Regina. Como no pudo hacerlo, terminó diciéndole que aquel tango le había erizado hasta los últimos pelos del cuerpo. Ella lo oyó, risueña y satisfecha.

– ¿Recordás cómo se llama la pieza?

– Sí, claro, se llama La Cumparsita. Por cierto, Illa me contó algo de su historia; pero me pareció un poco confusa, y la verdad es que no entendí mucho de ella. Creo que él no sabía demasiado. Quizás tú puedas contarme un poco más.

– A mí también me gusta mucho ese tango. Creo que en el futuro ése será «el tango». Pero es cierto que su historia es un poco oscura. De entrada, el autor no es argentino. Es uruguayo y se llama Gerardo Matos Rodríguez. Se dice que Matos lo escribió en 1916 para los carnavales de Montevideo, y que se lo dio a Roberto Firpo para el arreglo y la interpretación. Aunque no está muy claro el año en que ocurrió eso. Hay quien afirma que fue en el 17. Dicen que Firpo rescribió la música y luego estrenó el tango con su orquesta en el Café La Giralda, de Montevideo. Pero hay otras versiones diferentes acerca de quién fue el primero en grabarlo y con qué firma.

– ¿No tiene letra?

– Sí tiene, y demasiadas. Ése es otro de los problemas, el gran problema, diría yo. En estos momentos está en litigio, pendiente de los tribunales. Hace unos años, creo que en el 24, dos compositores argentinos, Contursi y Maroni, escribieron una letra a la música de ese tango y le pusieron de nombre Si supieras. Pero lo hicieron sin la autorización de Matos, que montó en cólera y escribió su propia su letra. Creo que la publicó y que algunos cantantes la han interpretado y grabado en algún sitio. Pero lo cierto es que la canción, que ya estaba casi olvidada, ha cobrado nueva vida con la letra de estos dos músicos argentinos. Es la más conocida, la que todo el mundo tararea. Y la que canta Gardel, por cierto. Los versos de Si supieras no tienen nada que ver con la letra de Matos. Pero es La Cumparsita, ¿me entendés?

Cómo no la iba a entender, si hablaba como los ángeles, si era un ángel toda ella, un ángel rubio con rostro de chiquilla, que se expresaba, además, con una voz profunda y clara, matizada por la suave cadencia rioplatense. Él asintió sonriente. De pronto comprendió que había pasado el tiempo. ¿Cuánto? No tenía idea. ¿Desde qué hora estaban allí, sentados en el bar? Tampoco sabía. Entonces le preguntó si no tenía hambre, y al ver la respuesta afirmativa en su mirada le propuso ir a cenar en algún sitio fuera. Ella dijo que le parecía bien, y Capablanca llamó al mozo y pagó la cuenta. Luego se levantaron y salieron del bar. Cuando abandonaron el hotel eran las nueve de la noche. Unos minutos más tarde caminaban hacia el sitio donde había quedado el coche. Al llegar, Capablanca señaló hacia el vehículo y preguntó:

– ¿Y a eso cómo le dicen ustedes?

– Aquí decimos «auto». Y ustedes, carro, ¿no?

– Yo digo casi siempre carro, por la influencia americana. Pero en Cuba se usa la palabra «máquina». No sé por qué razón, pero allá dicen así.

– Me gusta mucho tu «máquina».

– Deja que veas cómo anda – le dijo Capablanca, abriéndole la puerta. Ella dijo «gracias» y ocupó el asiento del pasajero. Luego él dio la vuelta, se sentó al volante y puso en marcha el vehículo, que se deslizó suavemente sobre los adoquines de la calle. Al llegar a la esquina, se detuvo un instante, antes de incorporarse al flujo que transitaba por la avenida.

– ¿Adónde pensás ir? – preguntó entonces Marina.

Capablanca se encogió de hombros. Adonde ella dijera, como si quieres llegar al fin del mundo, bromeó. No, gracias, todavía no estoy interesada en ese viaje, replicó la muchacha, en el mismo tono. Mientras el coche se desplazaba por la avenida, él le confesó que no tenía una idea muy clara de los lugares interesantes de Buenos Aires. La ciudad, además, había cambiado mucho desde la última ocasión que había estado allí, hacía nada menos que catorce años, cuando ella, seguramente, era todavía una chiquilla. Marina quiso protestar, pero él no la dejó. Sabía, por ejemplo, que la zona de la costanera sur había sido transformada en una hermosa playa…

– Sería buena idea, si fuera de día. Pero vos sos un poco pícaro – dijo la muchacha con acento alegre – , creo que sabés más de lo que aparentás.

Capablanca la miró de reojo. Se había quitado el sombrero por temor a que se lo llevara el aire y, con la ayuda de las manos, trataba de mantener el orden en su peinado.

– No es verdad. Hay muchas cosas que no conozco y que me imagino deben de ser muy interesantes.

Ella lo miró desafiante.

– ¿Como cuáles?

– ¿Ves? – dijo él divertido – . Me has puesto en un aprieto.

– Sí, sos un pícaro; pícaro y peligroso.

A Capablanca le pareció que era mejor cambiar la conversación y comentó:

– Me habías dicho que tenías hambre, ¿no?

– Igual que vos.

Así las cosas, había que ir a cenar a algún lugar. Y, como no podía ser de otra manera, el primero de todos los lugares posibles vino a ser El Café de los Angelitos, que fue, por supuesto, el lugar elegido. De modo que, sin demorarse en discutirlo, acordaron llegarse hasta él y ver qué había por allí.

Perdido en Buenos Aires

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