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3. Años de confesión
ОглавлениеSahuayo Michoacán, 1927
José, un chico de trece años de aspecto agradable y juguetón, ríe con dos de sus mejores amigos en la plaza del pueblo mientras juegan canicas. Trino, el mayor de los tres, era un chamaco de condición humilde, atrevido como pocos y de un corazón grande y valiente. Chema, el más pequeño, era un chiquillo habilidoso y el mensajero de todos, su mayor orgullo era ser el ayudante de don Alberto, el fotógrafo del pueblo.
Cuando llega el turno de José para jugar su canica, Trino levanta la vista y señala en dirección a una niña que pasaba frente a ellos vestida de blanco en compañía de su mamá.
—¡Mira, José!
José voltea y ve a Valentina, una linda niña de doce años que le sonríe al pasar junto a él. José se sonroja y la persigue con la mirada hasta perderla entre la gente de la plaza…
—¡Ya tírale, carnal! —le grita Trino rompiendo el encanto de aquel momento. José regresa a la realidad y al momento de recoger su canica para volver a jugar, descubre dibujado en la tierra un enorme corazón.
—¡Y esto! —exclama José, al tiempo que las carcajadas de sus amigos despiertan su enfado y, más aún, cuando los mira fingir haciendo pantomimas de abrazos y besos de amor… Finalmente, al ver aquellas payasadas termina riendo con ellos, mientras barre con su zapato el corazón dibujado en la tierra, eso sí, sin desaprovechar la oportunidad para empolvar a sus amigos.
—¡Órale, carnal! Si no es para tanto —protesta Trino sacudiéndose la ropa poniéndose de pie. José sonríe y toma su canica colocándose en cuclillas para iniciar el juego nuevamente, pero se sorprende al ver cómo las canicas comienzan a brincar en el suelo por una extraña vibración.
La gente se apresura hacia la orilla de la calle y José y sus amigos corren también logrando colarse al frente de toda la multitud. A lo lejos distinguen la caballería del ejército federal cuando entraba al pueblo, levantando nubes de tierra, que obligaba a los transeúntes a orillarse con prontitud hacia los costados de la calle para no ser atropellados.
—¡Mira, carnal! —le dice Trino a José señalando.
Al frente del destacamento venía el general Tranquilino Mendoza, quien montaba un caballo tordillo, pavoneándose como si fuera un conquistador español. Junto al general venía el diputado Picazo, quien al pasar junto a su ahijado José y sus amigos, se endereza sobre su montura llevándose la mano a la frente para saludarlo como si fuera un militar. Trino contesta el saludo de forma displicente diciendo:
—No… pos sí que es padrote tu padrino.
—Pos si el méndigo se siente un pavo real, ¿a poco no? —agrega Chema.
—¡Ya cállense y dejen de criticar a mi padrino… mejor vamos a jugar! —los reprime José.
—¡Uy! ¿pos qué dijimos? —protesta Trino y los tres regresan a la plaza del pueblo a seguir con sus canicas.
1531
Nuevamente en la habitación de Picazo, el cura ve cómo se comienza a desvanecer el diputado y pregunta alarmado:
—Señor, señor… ¿está usted bien? —Picazo abre pesadamente los ojos y se sujeta el estómago con un gesto de dolor.
—Ese méndigo asesino de la estación no sabía que se necesitan más de dos balas para acabar con Rafael Picazo… disculpe, padre… ¿en qué iba?
—En que el general Mendoza entró al pueblo con usted.
—Sí, sí… déjeme decirle, padre, que ese general Mendoza era menos querido que yo en el pueblo, había tomado Sahuayo con la fuerza del ejército, y al ser yo el diputado y la autoridad, pos lo tenía que apoyar, aun sabiendo que atraería la antipatía de todo el pueblo contra mí. Cuando el presidente Calles rompe toda relación con la Iglesia y ordena expulsar a los sacerdotes extranjeros, no cierra únicamente las iglesias y colegios, sino que también arremete con todo lo que tuviera que ver con curas, y fue allí cuando la cosa se puso más peluda.
—¡Pero usted apoyó esa orden, don Rafael! —interrumpe el cura con cierto resentimiento.
—Pos sí, padre, pero fue el Gobierno quien cerró las iglesias, no yo… Mi deber era obedecer lo que me ordenaran sin rechistar. Además, dígame usted, y con todo respeto se lo digo: ¿acaso no fue el Episcopado quien retiró el culto de las iglesias del país y no el Gobierno?
—Sí, don Rafael, así fue, pero déjeme recordarle que el Episcopado lo hizo como protesta y protección a todos los sacerdotes que estaban siendo asesinados por el Gobierno. Y sí, tiene usted razón don Rafael, fue la primera vez que en más de cuatrocientos años de historia no se celebró ni una sola misa en todo México.
—Pos usted dirá lo que quiera, padrecito, pero el Gobierno consideró aquella medida como un acto de rebelión, y fue cuando Calles arremetió aún más y con más fuerza contra los curas.
—¡Fusilando sacerdotes! —interrumpe el cura.
—Pues sí, padre, fusilando sacerdotes y todo lo que se le pusiera delante vestido de negro, porque para entonces la cosa ya estaba muy canija y se había salido de control.
—Pero dígame usted, don Rafael, si México es un pueblo católico, ¿cómo el gobierno pudo pensar que con amenazas y asesinatos podría acabar con su fe?
—No lo sé, padre… lo único que sé es que la gente comenzó a tomar las armas de no sé dónde carajos, y surgieron así las primeras guerrillas rebeldes del país… ¡Pero entiéndame, padre, como diputado federal de Sahuayo, pos la tenía yo muy canija y mi deber era enfrentar cualquier tipo de rebelión fuera o no de este pueblo! Pero verdad de Dios, padrecito, y mire que se lo digo en confesión, yo nunca me ajusticié a un solo cura, y eso se lo juro por el que me dice usted que me está perdonando.
—Yo lo sé, don Rafael, simplemente no entiendo por qué su gobierno nunca quiso escuchar a los obispos, ¡si la Iglesia siempre lo que buscó fue el diálogo por la paz!
—¡Cuál diálogo, padre, en la guerra no hay diálogo!
—¡Pues con Calles ni diálogo ni leyes, don Rafael, porque el gobierno nunca las respetó tampoco!
—¡Leyes! ¡cuáles leyes padre!, la única ley en este pueblo era yo, y los canijos cristeros bien que lo sabían, y nunca lo quisieron reconocer.
—Pues los canijos cristeros como usted los llama eran la voz del pueblo y de toda la nación… Una voz que fue ignorada por el Gobierno cuando se le presentaron al presidente Calles más de dos millones de firmas pidiendo respeto y libertad para los católicos del país… Una voz que Calles nunca quiso escuchar, y trató de silenciar en base a asesinatos y sembrando miedo entre la gente y en medio de una tremenda corrupción.
—Pues usted dirá misa padrecito, o lo que quiera, pero al final de cuentas los cristeros tomaron las armas y ellos mataron a mucha gente también.
El padre guarda silencio, se quita los lentes y los limpia pausadamente antes de responder.
—Tiene usted razón, don Rafael, los cristeros mataron a mucha gente también, pero lo hicieron protegiendo sus vidas y las vidas de sus familias… y eso se llama defensa propia, o si usted prefiere, llámelo en defensa de su fe… y déjeme decirle algo que por lo visto usted ignora, la Iglesia nunca le pidió a nadie que tomara las armas, siempre buscó por todos los medios que se respetara la libertad religiosa a través de la paz.
—Pos una paz con muchos balazos padre…
—Entienda, don Rafael, que la Iglesia tampoco podía exigir que la gente no se defendiera de las agresiones de agraristas y federales.
—No pos no…
—Pero ¿sabe usted cuál fue el verdadero problema?
—Pos usted dígame…
—El problema fue que el Gobierno nunca quiso entender que la fe católica de México no somos los curas, sino toda la gente de este país. Y que la Virgen de Guadalupe no es tan solo una imagen, sino el mayor punto de unión entre todos los mexicanos.
Picazo guarda silencio sin encontrar los argumentos para poder refutar al cura, después de unos segundos señala con su dedo una pequeña caja de latón que se encontraba sobre la cómoda frente a su cama. El cura descubre la cajita con la mirada y Picazo le pide que se la acerque.
—Por favor, padre…
El sacerdote atiende la petición de Picazo y le acerca la caja. El diputado comienza a hurgar en su interior hasta encontrar una vieja fotografía.
—¡Mire, padre! aquí estoy junto a mi ahijado José el día de su primera comunión.
El cura se coloca nuevamente sus lentes y mira al diputado Picazo abrazado de su ahijado vistiendo su traje de primera comunión. Junto a ellos, aparecían don Macario y doña María, los padres de José.
—Muchos en Sahuayo piensan que fui un buen padrino para José… ¿y sabe por qué...?
El cura niega con un movimiento de cabeza y mira a don Rafael con cierta curiosidad esperando la respuesta
—Porque piensan que lo ayudé a ser santo —Picazo mira al cura con una sonrisa irónica y le pregunta—. ¿Usted qué piensa, padre?
—¿Qué pienso?, yo no pienso nada, don Rafael, pero dígame, ¿qué es lo que piensa usted?
—No lo sé, padre… posiblemente que José será recordado como un santo y yo como su asesino… y que nuestros nombres permanecerán unidos hasta la eternidad.
—¿Cómo era su relación con él?
—¿Con… José? —Picazo levanta la mirada y comienza a recordar…