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2. Una segunda oportunidad
ОглавлениеLos incesantes manotazos que golpeaban el grueso portón de madera de la casa parroquial despiertan un concierto de ladridos callejeros, rompiendo la tranquilidad de la noche.
—¡Voy... ya voy!
Envuelto en un grueso sarape* y cargando un tambaleante quinqué, el señor cura camina con paso apresurado proyectando su vacilante sombra sobre la pared de piedra de un estrecho patio que lo lleva a la entrada.
—¡Que ya voy!
Al llegar al pesado portón de madera, introduce una llave de hierro que acciona un crujiente mecanismo permitiendo que la puerta ceda pesadamente. El cura ve frente a él dos pequeñas monjas ataviadas con el hábito de las Adoratrices Perpetuas del Santísimo Sacramento, quienes lo miraban de forma suplicante.
—Padre, usted disculpará los modos y la hora, pero tiene que ir a confesar a mi hermano Rafael.
El cura, que bien conocía la reputación dudosa de aquel hombre, clava su mirada en ambas mujeres y pregunta con cierta incredulidad:
—¿Fue su hermano quien pidió la confesión? —las monjas se miran entre sí manifestando complicidad.
—Pues la verdad no, padre —contesta la mayor de las dos— pero se está muriendo y usted lo tiene que ir a confesar.
El señor cura entrecierra los ojos recorriendo lentamente los rostros de aquellas monjas que lo miraban impacientes en espera de su respuesta.
—Está bien, está bien. Esperen aquí un momento, nomás me cambio y en seguida regreso.
Minutos más tarde, las dos monjas seguidas por el señor cura, recorren las oscuras y empedradas calles del pueblo de Sahuayo, una pujante población de Michoacán que se encontraba a poco más de un centenar de kilómetros de la ciudad de Guadalajara.
Al llegar frente a una casa refinada con fachada de cantera que se distinguía de entre las demás, las monjas se detienen y abren la puerta cruzando el umbral hacia un pequeño recibidor que se encontraba parcialmente oscuro.
—Pase, padre, pase usted por favor, que mi hermano Rafael se encuentra ahí dentro —le comenta la monja mayor y señala con su dedo en dirección a un oscuro pasillo.
El señor cura se adelanta algunos pasos y a mitad de camino es aterradoramente sorprendido por doña Consuelo, la esposa de don Rafael, quien ante el inesperado encuentro con el cura da un brinco.
—¡Doña Consuelo!
—¡Padre! ¡Pero qué susto me ha dado usted!
—¡Pues hija… el susto ha sido mutuo!
—¿Y cómo es que ha podido entrar aquí?
—Por ellas, señora… ellas me han dicho que pasara.
Doña Consuelo mira sobre el hombro del cura y al no ver a nadie, le pregunta extrañada:
—¿Ellas?
—¡Las monjas! —responde el cura con seguridad.
Doña Consuelo mira al cura desconcertada y ante la duda de aquella mirada, el cura voltea y se percata de que las dos religiosas ya no están, que habían desaparecido.
—¡Vaya hombre! Pues no entiendo qué habrá podido pasar con las hermanas, se habrán quedado atrás —afirma el cura un tanto confuso.
—¿Atrás? Disculpe, padre, pero no entiendo de qué me está usted hablando.
—¡De sus cuñadas, doña Consuelo, las dos hermanas monjas de don Rafael que venían conmigo ¡y la verdad no entiendo por qué ya no están!
—¿Mis cuñadas? —doña Consuelo vuelve a mirar sobre los hombros del cura escudriñando nuevamente todo el pasillo sin ver a nadie—. ¡Qué extraño, padre! porque Anita y Adela se encuentran ahora mismo en el convento de Uruapan con su congregación. Hace tan solo unos minutos que hablé con ellas para darles la noticia de su hermano.
El cura frunce el ceño y se queda mirando a doña Consuelo desconfiado.
—Sin bromas, sin bromas, doña Consuelo, sus cuñadas las monjas son las que me han traído aquí para que pudiera confesar a su hermano… ¡y yo no miento, señora!
—Disculpe usted, padre, mi intención no era dudar de usted en ningún momento, pero todo parece tan difícil en estos momentos que… —la doña interrumpe sus palabras sin saber qué más decir.
Ambos se miran por espacio de algunos momentos, hasta que doña Consuelo decide no darle más vueltas al asunto y rompe el silencio.
—Mire, padre, de cualquier forma que haya sido, me alegro de que usted haya venido hasta aquí para confesar a mi marido. Sígame por favor.
La mujer encamina al señor cura por el oscuro pasillo, pero durante el trayecto le surge la duda de si el padre sabría la razón por la cual su esposo se encontraba en aquel trágico estado, por lo que detiene el paso y le pregunta:
—Disculpe, padre… ¿usted sabe la causa? —doña Consuelo detiene sus pa,labras mostrando inseguridad.
—¿Lo que le pasó a don Rafael? —la interrumpe el cura— la verdad no, señora, no tuve el tiempo de preguntar. En cuanto las misteriosas y desaparecidas monjas me lo pidieron, vine sin demora a confesar a su marido; simplemente me comentaron de la gravedad de su hermano y me trajeron hasta aquí.
—¿Entonces no sabe usted nada?
—¡Que no, señora! ¿por qué no me lo dice usted de una buena vez?
—Pues solo se sabe que venía en el tren de la ciudad de México y, al detenerse en la estación de Lechería, alguien le disparó.
—¡Vaya, hombre!... ¿y cómo se encuentra ahora?
—Mal padre, bastante mal. Cuando lo trajeron ya le habían retirado las balas, pero el doctor aún teme por alguna hemorragia interna.
—¿Puede hablar? —le pregunta el cura de forma compasiva.
—Mal… pero sí puede, padre.
—Dígame, doña Consuelo, ¿realmente cree usted que don Rafael quiera confesarse? —la doña lo mira con reserva antes de contestar.
—Pues mire, padre, no está por demás que le diga que tan solo su presencia lo podría matar de un disgusto, pero Dios sabe sus caminos y lo trajo a usted hasta aquí.
El cura la mira reconociendo que doña Consuelo era una mujer culta y distinguida –a diferencia de su esposo– y gozaba de una excelente reputación como mujer piadosa, buena esposa y fervorosa cristiana.
—Pues dejemos todo en manos de Dios, señora.
—Muchas gracias, padre. Por favor, pase usted por aquí —doña Consuelo abre la puerta y el padre percibe al entrar en aquel cuarto parcialmente oscuro un cierto olor a muerte. Sobre la cama, mira la figura inmóvil de don Rafael, quien pareciera estar muerto.
Consuelo, al percibir la misma sensación, se aproxima con celeridad hacia la cama de su esposo.
—¡Rafael! Rafael…
Después de algunos angustiantes segundos, se escucha finalmente un ligero quejido del moribundo, quien girando la cabeza le dice a su esposa de forma despectiva y grosera:
—Mira, vieja… si pensabas que ya estaba muerto, siento decepcionarte, porque como verás no lo estoy.
Su esposa mira apenada en dirección al sacerdote después de aquellas palabras de su marido, pero el cura la tranquiliza con una simple mirada y se mantiene a la distancia.
—Mira, Rafael —le dice con inseguridad— alguien ha venido a verte.
Picazo gira su cabeza y descubre al señor cura parado en su habitación.
—¡Qué demonios hace este aquí!
—Don Rafael —interviene el cura—, he venido para que pueda usted reconciliarse con Dios.
—¿Reconciliarme con Dios? Mire curita, mejor pregúntele a Dios si Él quiere reconciliarse conmigo.
Sabiendo el cura que aquello era únicamente el inicio de lo que sería una verdadera lucha, intenta darle confianza y se acerca de manera amistosa a su cama.
Al sentir la presencia del cura tan cerca, don Rafael comienza a toser ahogadamente y cuando doña Consuelo se aproxima para auxiliarlo, el moribundo moviendo los brazos agitadamente y recitando unas cuantas maldiciones, los corre a los dos:
—¡Largo... lárguense de aquí!
—Rafael, por favor, habla con el señor cura.
Doña Consuelo le suplica a su marido, pero Picazo con un manotazo avienta a su esposa de forma tan brusca que la mujer casi cae al suelo. Después mirando al cura desafiante, le grita lleno de rabia:
—Lárguese de aquí, zopilote de mierda… ¡porque si bien he podido vivir sin curas, también sin curas puedo morir!
El padre se da cuenta de que la situación se había puesto más complicada de lo que se había imaginado, y con un gesto de autoridad le indica a doña Consuelo que abandone lo antes posible la habitación, cosa que la mujer hace con premura pero no muy convencida. Una vez que el cura cierra la puerta, se coloca su estola y acerca una silla a la cama.
—Mire, don Rafael, he venido aquí para que usted se arrepienta y pueda ponerse en amistad con Dios.
Picazo lo mira con desprecio y con un gran esfuerzo abre el cajón de su buró de donde toma una pistola y la dirige amenazante contra el cura.
—Mire, curita, ¡o se larga en este momento, o seremos dos los muertos aquí!
Al ver el cura aquel cañón de la pistola apuntando tambaleante en dirección a su cara, retrocede y se arrincona contra la pared.
—¡Por favor, don Rafael!
—¡Cobarde! —le grita Picazo con una sonrisa disfrutando aquel momento.
—¡Guarde eso, don Rafael, que se puede disparar!
—Y recuerde, curita, que las armas las carga el diablo.
—Mire, don Rafael, cálmese que lo único que pretendo es hablar un momento con usted.
—¿Hablar? —Picazo le sacude la pistola frente a su cara— aquí la única que habla es esta… ¡y le juro que va a hablar!
Picazo jala el gatillo… ¡Bang! la bala se incrusta en la pared a pocos centímetros de la cabeza del cura. Aquella detonación provoca que doña Consuelo aparezca inmediatamente acompañada de su sirvienta.
—¡Madre mía! ¡Pero qué pasó! —exclama la doña mirando a su marido con la pistola en la mano.
Picazo arquea las cejas y gira el arma en dirección a las mujeres, lo que provoca que la sirvienta empiece a gritar como una loca refugiándose detrás de su patrona como si fuera su escudo.
—¡O se callan, o me las echo a ustedes también! —Picazo las encañona. El cura reacciona ante aquella situación y con un movimiento atrevido se interpone entre el arma y las mujeres.
—¡Don Rafael, baje el arma… se lo ordeno!
Picazo al ver al cura frente a él, se ahoga de la risa con tales carcajadas que le suscita un ataque de tos que provoca que la pistola se agite en todas direcciones peligrosamente. El señor cura con ligeros empujones apresura a las dos señoras a salir de la habitación con rapidez.
—¡Salgan ahora por favor!
—Escúcheme bien, zopilote desgraciado —Picazo se dirige al cura encañonando el arma hacia él nuevamente—, será mejor que ahueque el ala curita y sea usted el que se largue de aquí, porque este cadáver aún se mueve y se lo va a echar.
—¡Tranquilo, tranquilo, don Rafael! Le prometo que si usted no quiere confesarse no lo voy a molestar más, ni siquiera le voy a dirigir la palabra, simplemente permita que me quede con usted —Picazo lo encañona con mala intención.
—Se lo advertí, curita, y le juro que esta vez no lo voy a fallar.
—¡Deténgase por favor! —el cura coloca sus manos frente a él en posición de defensa—. Se lo suplico, don Rafael, escúcheme y no dispare, que se lo puedo explicar.
Picazo respira decidido y al momento de intentar tirar del gatillo, un gesto de dolor aparece en su rostro, que le obliga a bajar la pistola para llevarse la mano al estómago.
—¡Ya vio lo que hizo! —Picazo le muestra la mano manchada de sangre al cura.
—¿Yo? —responde el cura sorprendido.
—Escuche esto, desgraciado… y escúchelo muy bien porque no lo voy a repetir —Picazo dice aquellas palabras mostrándole de forma amenazante la pistola—. Tiene seis palabras para decirme lo que tenga que decir, ¿entendió? ¡seis! porque a la séptima me lo echo.
El cura con un movimiento de cabeza acepta suplicando...
—Si usted tan solo bajara esa pistola, don Rafael... todo sería más fácil.
—Mire desgraciado, le dije que tenía seis palabras y sabe que… ya se las acabó.
—¡Está bien, está bien! —replica el cura— mire don Rafael, siendo sacerdote me ha tocado confesar a mucha gente antes de su muerte… por tal motivo, he podido presenciar el momento mismo en que sus almas se van al Cielo.
—¡Y! ¡Qué carajos me quiere decir con eso! —contesta Picazo apresurando al cura.
—Lo que le quiero decir, don Rafael, y por favor no me lo vaya usted a tomar a mal, es que me ha tocado estar presente al instante en que muchas almas son llevadas al Cielo después de la confesión, pero nunca me ha tocado estar en el momento en que un alma es arrebatada al infierno… por lo que le pido me permita estar con usted.
Al escuchar aquello, Picazo endurece el rostro y sujetando el arma con ambas manos le apunta al cura quien simplemente cierra sus ojos.
—¿Sabe una cosa, pinche curita? Nunca había escuchado de nadie tan irreverente petición, por lo que déjeme decirle que ahorita mismo se va ir usted a visitar a su patrón antes que yo… —la pistola queda en las manos de Picazo apuntando al cura por varios segundos, pero sorpresivamente la deja caer sobre la cama y comienza a llorar…
Al escuchar aquel llanto desconsolado, el cura abre los ojos y se sorprende al ver a aquel hombre llorar como si fuera un niño. Se acerca y mueve con dos dedos la pistola de la cama como si fuera un escorpión colocándola sobre el buró.
—Padre —dice Picazo entre sollozos—, usted me conoce, usted sabe lo que hice y que no tengo perdón de Dios.
—Dice usted bien, don Rafael, todos en el pueblo conocemos lo que usted hizo, pero conozco también la misericordia de Dios.
—¿Misericordia? ¡Cuál misericordia, padre! Sé que me he fregado a muchos en el camino ¡pero lo de José, padre! Lo de Joselito ni yo mismo me lo puedo perdonar… ¿Cómo diablos me lo puede perdonar Dios?
—Usted está hablando de justicia, don Rafael, pero yo estoy hablando del amor de Dios, del amor de un padre que perdona cosas que la justicia no perdona. Y sepa usted, don Rafael, que la confesión no es un acto de justicia, sino un acto de amor. Por lo que le pido que se dé usted la oportunidad de experimentar la misericordia de Dios, y a mí la oportunidad de ejercer mi ministerio como sacerdote
Picazo se limpia bruscamente algunas lágrimas de la cara y baja la vista antes de comenzar a hablar.
—José era un niño bueno padre... y yo siendo su padrino me lo eché… ¿Y sabe por qué, padre…? Porque no quiso renunciar a su fe. Ahora dígame, padre… ¿cree usted que la misericordia de Dios puede perdonar semejante pecado?
El cura ve en las palabras de aquel hombre el dolor que había guardado durante varios años.
—Mire, don Rafael, el amor de Dios es más grande que cualquier pecado, lo único que nos pide para perdonarnos es un sincero arrepentimiento y la humildad para pedir perdón.
—Le juro, padre, que yo no quería matar al muchacho, pero ese escuincle no me dejó alternativa… Busqué muchas maneras para poder salvarlo, pero ninguna fue más grande que su deseo de ir al Cielo. Ahora, que si usted dice que Dios perdona todo, ayúdeme padre y escuche mi confesión… Hace ya más de tres años de su muerte y el dolor en mi alma me atormenta como si fuera ayer…