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4. La niña del piano
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La gente grita eufórica en torno a un pequeño palenque, donde por los aires vuelan las plumas de dos gallos de riña que revolotean en una batalla a muerte luchando por sus vidas. El diputado Picazo agita su puño cargado de billetes, animando a uno de sus gallos con gritos cargados de injurias haciendo aún más ardiente aquel sangriento espectáculo saturado de escándalo y violencia.
José, quien se encontraba sentado junto a su padrino, parecía no tener más sentidos que para la linda niña que se encontraba sentada frente a él, y la cual correspondía a sus miradas en medio de aquel bullicio transformando aquella fiesta escandalosa en un silencioso duelo de miradas y sonrisas que dialogaban sin necesidad de tener que decir una sola palabra.
Aquella misma tarde, la tertulia se había transportado a la casa de la familia Picazo, en donde aquella niña de nombre Valentina deleitaba a los distinguidos invitados interpretando al piano una sonata de Beethoven. Aquella concurrida audiencia que vestía sus mejores galas se encontraba en una elegante sala decorada con tapices azules y muebles franceses de maderas doradas. Don Macario Sánchez y su esposa doña María escuchaban complacidos tocar a la niña, mientras sus compadres y anfitriones ofrecían toda clase de atenciones al general Mendoza e invitados. Mendoza apestaba y llenaba de humo todo el lugar con su enorme puro cubano.
—¿Cómo dice que se llama esa adorable criatura? —pregunta el general después de una bocanada a doña Consuelo.
—Valentina, general.
Recargado sobre una columna, José miraba desde el otro extremo de la habitación a Valentina, mientras escuchaba y paladeaba aquel dulce sentimiento del primer amor, tratando de ordenar en su corazón el rompecabezas de una sola pregunta sin respuesta... ¿por qué los adultos veían inapropiado que dos niños se pudieran enamorar? José sabía que lo que sentía por Valentina no podría ser otra cosa que un inmenso amor, aunque los adultos pensaran que para saber amar a una mujer… se debía ser mayor.
Días después, José caminaba por la plaza en el centro de Sahuayo cuando se le acerca una niña como de nueve años, quien con una sonrisa maliciosa le dice:
—Oye, niño, ¿ves a la niña del moño azul que está junto al árbol…? Dice que vayas porque te quiere decir una cosa.
José mira en dirección al árbol y distingue a un grupo de niñas que lo miraban secreteándose entre sí. La niña del recado, sin decir más, sale corriendo a reunirse nuevamente con sus amigas. José advierte que la niña del moño azul es Valentina, por lo que armándose de valor se dirige al árbol simulando seguridad, pero recitando oraciones para que el color rojo que sentía que le quemaba la cara no se le notara.
—¡Ahí viene! —dice una de las niñas.
Valentina, al ver acercarse a José, se quita el moño con rapidez y lo sujeta de un clavo en el tronco del árbol, antes de salir corriendo perseguida por todas sus amigas quienes se alejaban sin dejar de gritar.
Desconcertado por la huida inesperada de Valentina con su tropa, al llegar al árbol, José advierte que el moño azul se encontraba clavado sobre un corazón que había sido tallado con su nombre y el de Valentina. El muchacho sonríe y guarda el moño debajo de su camisa, le da un beso al árbol y se dirige a su casa con las manos en los bolsillos silbando alegremente una canción.
1931
Nuevamente en la habitación, el diputado sostiene la fotografía en las manos y levanta la mirada dejando ver una leve sonrisa.
—Padre… yo veía tan enamorado al muchacho que le dije un día… “Mira, ahijado, no se puede pensar en casarse con una mujer, sin antes haber cazado a un animal…” Al día siguiente me lo llevé de cacería conmigo, padre, y recuerdo que José iba nervioso; él manejaba las armas como pocos en el pueblo, pero no le gustaba matar ni a una mosca, y un niño de su edad tenía que entender que las armas no son para tirar al blanco únicamente, por lo que obligué al muchacho a ir conmigo de cacería a una zona boscosa en donde hacía varios días los vecinos se quejaban de haber visto algunos lobos merodeando sus corrales.
1927
En medio de la Sierra Michoacana, José, observa detenidamente a través de la mira de su rifle una loba gris que se mantenía husmeando en la maleza a cierta distancia, mientras su padrino recargado en un pino observa con sus prismáticos los desplazamientos del animal.
—¡Dispara ya! —apura Picazo a su ahijado, quien con el ceño fruncido seguía a través de la mira de su rifle los movimientos de aquella loba.
¡Dispara, José! —insiste Picazo.
José coloca su dedo detrás del gatillo y, al momento que se disponía a tirar de él, aparecen dos pequeños cachorros de lobo que se acercan a la madre…
—¡Dispara, que se va a escapar!
—No puedo, padrino… llegaron dos lobeznos… ¡no puedo disparar!
—¡Que dispares! —al ver que el niño se rehusaba a hacerlo, Picazo le arrebata el rifle y lo dirige hacia la loba, pero al momento de disparar, José empuja el brazo del diputado provocando que la bala impacte en la parte alta de un árbol.
—¡Qué hiciste, imbécil! —Picazo, de un empujón avienta al muchacho al suelo y con rapidez carga el arma de nuevo disponiéndose a disparar… pero la loba ya se había marchado. Contrariado con su ahijado, apoya la culata del rifle sobre el suelo y le dice de mala manera:
—¡Te das cuenta lo que has hecho, maricón!
—¡Padrino, la loba estaba con sus hijitos!
—En esta vida los sentimientos estúpidos como los tuyos solo sirven para que te lleve el carajo —Picazo da media vuelta y José, mirando alejarse a su padrino, se levanta y sacude su pantalón.
1931
—Ahora, después de tres años, me doy cuenta de que el equivocado era yo y no el muchacho… —Picazo dice aquellas palabras mirando al señor cura inexpresivo.
Pasados algunos segundos, levanta la fotografía y señalando con el dedo le muestra a los padres de José
—Usted los conoce padre, don Macario y doña María. Ellos, los que decían ser mis amigos y mis compadres, fueron quienes comenzaron la traición —el moribundo suspende su relato por un momento quedando en silencio, con los ojos inexpresivos mirando a ninguna parte…