Читать книгу Escultura Barroca Española. Entre el Barroco y el siglo XXI - Antonio Rafael Fernández Paradas - Страница 18

1.5. Devoción y ostentación. Acerca de la clientela

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Resulta excepcional en el siglo XVII español la realización de una obra sin un encargo previo, por lo común objeto de un contrato. La alta nobleza constituyó una selecta clientela, así como las distintas jerarquías eclesiásticas, comenzando por las parroquias, que encargan retablos e imágenes de culto. Muchas catedrales solicitaron también retablos, sillerías, cajoneras y órganos, y tampoco faltaban los encargos de los monasterios. Sigue pesando el mecenazgo de los obispos, que buscan perpetuar su memoria, pero que tiene sobre todo consecuencias beneficiosas en las catedrales. Las cofradías se convirtieron también en importantes clientes al potenciar las procesiones de penitencia.

El estamento civil ejerció una menor demanda. Fueron los ayuntamientos los que se hicieron cargo con frecuencia del coste, en ocasiones, de grandes obras, como sucedió con el Triunfo de la Concepción en Granada. También podía suceder que los cabildos municipales encargasen esculturas de santos o patrones para sus dependencias privadas, como se comprueba en Málaga en 1674, cuando se le encarga a Pedro de Mena una estatua de san Miguel destinada a la capilla particular del cabildo municipal.[21] Por su parte, las universidades hacen surgir en los nuevos edificios la estatuaria, como en la de Valladolid, que reclamó a los Tomé para su ejecución.

En la Corte, la escultura desempeñó un papel secundario, pero desde el reinado de los Reyes Católicos hasta el de Carlos II, el papel asumido por la escultura siguió un curso creciente.[22] Aunque el porcentaje de escultura en los palacios reales es escaso en proporción a la pintura, hay excepciones, como se aprecia en los reinados de Felipe III y Felipe IV, quienes conocen y estiman a Gregorio Fernández. Asimismo, Martínez Montañés fue llamado a Madrid para realizar una cabeza del Rey que sirviera de modelo a la estatua ecuestre que preparaba Tacca, y se dice que este mismo rey encargó una copia del Cristo de la Victoria, que había realizado Domingo de la Rioja. El impulso de la escultura bajo Felipe IV se mantiene con Carlos II, y cuando este fallece, en los inventarios y tasaciones que se efectúan, se comprueba que en las estancias de mayor representación se patentiza el afán de equiparación entre pintura y escultura. La escultura clásica, la renaciente y la del siglo XVII estaban presentes en el recuento. El mármol, el bronce, el alabastro, la terracota, el marfil y, muy especialmente, la madera policromada, se daban cita en la escultura palaciega.

En ocasiones se costearon las esculturas por iniciativa popular, como sucede con motivo de la consagración a la Inmaculada. También puede ocurrir que surja el encargo por un hecho accidental, como una desgracia, por este motivo se realizó en Salamanca el retablo hecho por los Paz, con la advocación de san Gregorio y san Agustín, para protegerse de la peste y la invasión de langosta. Y no falta el regalo, sobre todo cuando se trata de acceder a una cofradía.

La relación cliente–artista se establece normalmente a través de un contrato, que queda recogido en documento notarial. Para contratar, el artista tiene que ser reconocido como tal, es decir, haber sido examinado y tener abierto taller. En los contratos se suele autorizar a que se vean las obras en el taller del escultor. A veces se aprueba la prosecución mediante muestra. Juan de Mesa otorga sistemáticamente los contratos de sus esculturas con la expresión de que se harían “a contento y satisfacción” del cliente, y haría tales obras “en toda perfección e contento e satisfacción… en vista de personas que entiendan del dicho arte”.[23] Para el retablo de san Juan Evangelista, en el convento de las Vírgenes, de Sevilla, se especifica que la obra había de ser examinada y valorada por dos maestros, uno puesto por cada parte.

El plazo de ejecución es uno de los requisitos fundamentales del contrato. Con toda precisión se hace constar en meses y años, señalando la fecha de comienzo y la de finalización. Es tal la exigencia del plazo, que las condiciones solían señalar que pasado éste, el cliente no estaba obligado a recibir la obra. También se preveía la imposición de multas por demora; y en un extremo, el maestro podría ingresar en la cárcel si había ido recibiendo entregas y no había finalizado la obra. Curiosamente, el incumplimiento de los plazos era una señal de los nuevos tiempos, como apuntó Martín González, “el momento en el cual se señala con mayor claridad la libertad del artista, es aquel en el que no se respeta el vencimiento del plazo”.

En el arte español del siglo XVII el retraso deliberado en la entrega de la obra contratada va unido al instinto de creatividad que tenían los mejores. Una excepción sería Juan de Mesa quien, como se ha indicado, estipulaba con rigor en sus contratos las sanciones que cumpliría en caso de no respetar el plazo. La ruptura con esta actitud de sujeción implacable al plazo procede de Martínez Montañés quien, habiendo concertado la ejecución del retablo de la Concepción, para la catedral de Sevilla, por encargo de doña Jerónima de Zamudio, fue insistentemente apercibido por incumplimiento. En su defensa daba argumentos como que “le encargaron que la obra fuese muy excelente y la mejor que fuese posible…”, y que le obligaron, además, a que “toda la talla como la escultura fuese de su mano”, rematando su declaración diciendo que, cuando la obra se concluyera, sería “una de las primeras cosas que haya en España y lo mejor que el susodicho ha hecho”. El cliente dio la razón a Montañés y la obra luce en la catedral de Sevilla. Como señala Martín González, “la letra notarial sucumbía ante el espíritu de los nuevos tiempos”.

El cliente, no obstante, podía someter al artista indicándole que siguiera un determinado modelo, exigencia que se incluye en el contrato. Así, Juan de Mesa, cuando se emancipa de Martínez Montañés, realiza esculturas que, tipológicamente, son análogas a las de su maestro, y ello, con frecuencia, debido a las exigencias del cliente. En 1627, Mesa concierta la realización de un crucifijo para el pintor Antonio Pérez, el cual habría de ser “del tamaño y en la forma que hice y acabé la hechura del Cristo de la dicha Casa Profesa de la Compañía de Jesús”. En este caso, lo que se le está pidiendo es prácticamente una réplica.

Por parte del artista, la ejecución de la obra ofrecía para él dos compensaciones: una primordial, la económica; otra, la distinción u honor. El pago se hacía por plazos o a la entrega final de la obra. En el primer caso, generalmente, se establecían tres plazos, el primero nada más firmarse la escritura para que el maestro pudiera adquirir materiales. El último plazo se efectuaba una vez examinada la obra por peritos. La otra forma de estipular el precio es a tasación final, operación que engendró infinidad de discrepancias y pleitos. Los tasadores establecían un precio en función del esfuerzo y el valor creativo de la obra. Precisamente, la creciente revalorización del artista como creador es lo que impulsaba a los maestros a escoger este sistema de pago.[24]

Las relaciones con la alta nobleza o jerarquías eclesiásticas aumentaban el prestigio de los más afamados escultores. Pero el beneficio era mutuo, pues si los artífices recibían un mayor reconocimiento social al amparo de su clientela, ésta solicitaba esculturas de insignes estatuarios movidos no sólo por intereses de tipo religioso o devocional, también por una cualidad tan barroca como era la ostentación.

Escultura Barroca Española. Entre el Barroco y el siglo XXI

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