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3.2. El sustrato ideológico: mentalidad y juicios artísticos sobre la escultura

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“Los pintores y escultores tienen diferencia entre sí sobre cuál es más excelente arte; pero en las imágenes espirituales tiene mucha ventaja la estatuaria, porque la pintura consiste en sombras y en poner una tinta sobre otra; y esto en lo espiritual huele a hipocresía; pero la escultura consiste en cortar y desbastar…”[34]

Aunque en España la pintura gozaba de mayor crédito en medios cortesanos y aristocráticos, no puede olvidarse el poderoso fervor que el pueblo sentía por la escultura, que es lo que con mayor insistencia tenía ante sus ojos: retablos y esculturas de pasos procesionales. Por eso no puede sorprender que el predicador Francisco Fernández Galván muestre su preferencia por la escultura.[35]

Hablar del reconocimiento social del artista, en nuestro caso particular del escultor, en el contexto de la España del barroco requiere detenerse brevemente en el tópico que obsesionaba a gran parte de los autores de tratados de arte de los siglos XVI y XVII, esto es, el debate sobre la preeminencia de la pintura o la escultura. En la literatura teórica italiana encontramos desde el siglo XV obras que tratan el arte de la escultura como arte liberal y noble, y que exigen del escultor que sea hombre docto, de letras, como el pintor y el arquitecto. Son tratados teóricos y técnicos, como De Statua, de L. B. Alberti (1440–1450), y De Re Sculptoria, de Pomponius Gauricus (1504). La misma visión se encuentra en algunos tratadistas de la España del siglo XVI, como en Diego de Sagredo, en Medidas del Romano (1526), y Juan de Arfe, en De varia Commensuración para la Esculptura y Architectura (1585).

Fue Leonardo da Vinci quien en el célebre Paragone dio la primacía a la pintura, considerando la escultura como arte inferior, y hasta “mecánico”. Por su parte, escultores como Benvenuto Cellini y Francesco da Sangallo proclamaron la supremacía de su arte y para ello aducían el argumento, esencial, a su parecer, del mayor número de puntos de vista que debe tener en cuenta el escultor, frente al punto de vista único que preocupa al pintor.

Las ideas de los teóricos italianos están presentes en tratados y obras literarias españolas del siglo XVII. Se desarrollan, a imitación de la teoría italiana, argumentos bíblicos y teológicos, históricos, de leyenda y mitología, filosóficos y epistemológicos, junto a argumentos artísticos y técnicos, sociales, profesionales, o meramente personales, a fin de defender y exaltar la primacía de la pintura y de los pintores sobre la escultura y los escultores. Los argumentos esenciales al respecto fueron aducidos por autores de la talla de Pablo de Céspedes, Juán de Jaúregui, Francisco Pacheco[36] y Vicente Carducho.[37] Manuel Denis, en su traducción de De la pintura antigua de Francisco de Holanda (1563), hablaba acerca de cómo un buen “debujador” no tenía ninguna dificultad a la hora de esculpir, como le sucedía a Miguel Ángel; sin embargo, no consideraba posible que un “estatuario” supiera pintar”.[38] Estos discursos de exaltación de la pintura fueron compartidos por otros autores del Siglo de Oro español, comprometidos con dicho arte y con el pleito de los pintores para la exención de impuestos. Entre ellos quiero destacar los pronunciados por Calderón de la Barca, no sólo en su célebre tratado Deposición a favor de los profesores de la pintura (1677), sino en el resto de su obra dramática. Si en la Deposición el poeta recurre al tópico del Deus pictor y el origen divino de la pintura, en obras como El pintor de su deshonra, Calderón trata con toda intensidad la dialéctica entre las dos artes, desarrolla el motivo de la escultura como manifestación dramática de la imperfección humana, como expresión de lo problemático de la naturaleza.[39] Utiliza aquí Calderón el término “bulto”, para hablar de la escultura en sentido peyorativo, encontrándose usos similares en los debates en torno a la supremacía de la pintura o la escultura.[40]

Todavía en la segunda mitad del siglo XVIII, Celedonio Nicolás de Arce y Cacho, en sus Conversaciones sobre la escultura (1786), pasa revista a los argumentos esgrimidos con anterioridad acerca de la superioridad de la pintura, y se apoya para ello explícitamente en una autoridad indiscutible, como era entonces A. Palomino. Sin embargo, el hecho de que su interlocutor, su propio hijo, se decante por el noble arte de la escultura, le lleva a glosar en verso, en la Conversación III: Elogios y glorias de la escultura, las virtudes y nobleza de esta última, pasando revista a las grandes obras y artistas que se ocuparon de ella en la Antigüedad.

Escultura Barroca Española. Entre el Barroco y el siglo XXI

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