Читать книгу Escultura Barroca Española. Escultura Barroca Andaluza - Antonio Rafael Fernández Paradas - Страница 13

2.1.Formación y credo estético

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Sin embargo, sí puede afirmarse sin reservas que la primera formación de Rojas se produjo en taller familiar. El artista vino al mundo en la ciudad jiennense de Alcalá la Real, cercana a Granada, el 15 de noviembre de 1549, hijo de un pintor sardo llamado Pedro Raxis, estante en esa ciudad al menos desde 1528. Este hecho abrió la formación de Rojas a unos registros más clásicos que los de la mayoría de artífices de su generación y le permitió acceder en el mismo a un horizonte diversificado de prácticas artísticas que contemplaba, además de la escultura en madera, la plástica monumental pétrea, el diseño arquitectónico, la ensambladura y la pintura, tanto de caballete como la encarnadura y estofado de esculturas, todas ellas trabadas en la actividad de taller. La inspección y tasación de los tondos pétreos realizados por Andrés de Ocampo para el palacio de Carlos V en 1591 parece denotar cierta familiaridad con la poco frecuente iconografía profana y, cuando menos, su competencia en el trabajo de la piedra. De hecho, probablemente gozó de una formación intelectual más amplia que muchos artistas coetáneos, quizás con cierta relevancia en disciplinas teóricas que pudieron servirle, no solo como referencia estética, sino también como impulso a la reflexión y, por tanto, a la investigación y especulación plástica.

Siguiendo la tradición familiar, debió de completar su formación fuera de su entorno, quizás marchando primero a Jaén y recalando finalmente en Granada. Para 1577, en que contrae matrimonio con Ana de Aguilar en esta última ciudad, ese periodo estaría ya concluido, por lo que debió de producirse a finales de la década anterior, como sugiere Lázaro Gila[4]. Pudo ser en el taller de ese oscuro Rodrigo Moreno o en el contexto general de un núcleo artístico dinámico durante buena parte del siglo y que parece reactivarse tras la sublevación de las Alpujarras, con las obras del retablo mayor del monasterio de San Jerónimo como punto de encuentro de importantes escultores, entre los cuales la crítica especializada señala en una primera fase a Juan Bautista Vázquez el Mozo, Diego de Pesquera y Melchor de Turín, cuyo estilo subyace en la base estética de Rojas.

Se genera, pues, un fermento que fructifica no solo en las obras del maestro alcalaíno. Los hallazgos de archivo que han permitido documentar obras de Diego de Vega, Juan Vázquez de Vega o Andrés de Iriarte en la comarca de Antequera así lo demuestran y la cronología conocida impide atribuir el origen de los modelos que todos ellos comparten a Pablo de Rojas. La influencia en el ámbito jienense, en Sebastián de Solís, por ejemplo, avala este horizonte común, cuyo origen pudo ser el aludido más arriba. Quizás más importante que construir catálogos de estos maestros faltos de aval documental, sea el caracterizar ese credo estético compartido. Se trata de una línea de clasicismo en sintonía con el romanismo imperante en la época, dominada por el rigor formal, el concepto clásico de la figura y una matizada tendencia a la plenitud anatómica de estirpe miguelangelesca. En realidad, era una tendencia consolidada en el arte andaluz y granadino de la época, no tanto en la escultura devocional, que en Granada conoce la línea de dramatismo expresivo de Siloé y sus seguidores, como en la escultura monumental pétrea la mantenedora del clasicismo que se encuentra en la base de todos los desarrollos plásticos de la centuria y aun del inicio de la siguiente. Sobre el punto de partida de un noble sentido de la forma (herencia clásica), se abre paso también la sinceridad y espontaneidad expresiva, de honda humanidad (acento naturalista), proponiendo la contención en el movimiento de la figura que, sin embargo, no resulta estática sino natural, indicio de una nueva óptica en la percepción de la imagen, sin caer en lo vulgar y prosaico del realismo castellano, por ejemplo, o de algunos pintores coetáneos. Se inicia así un nuevo efecto empático de la escultura a través de una sensibilidad distinta, que intenta humanizar más la figura —en gesto y expresión más que en aspecto, definido por una discreta idealización del natural— y alcanzar un difícil equilibrio entre lo dogmático y lo vivencial, entre divinidad y humanidad, entre experiencia religiosa y discurso teológico. A todo esto se añade la valoración de la imagen exenta como entidad aislada e independiente, generadora de espacio a su alrededor y requirente, en consecuencia, de una contemplación basada en la pluralidad de puntos de vista.

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