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2. El modelo darwiniano

La evolución es lucha entre conservación y revolución. / Entre reproducción y variación. / La multiplicación sexual exige desaparición. / El sexo es variedad, y variedad evolución. / El sexo es una de las dos invenciones de la evolución, y la otra la muerte

Ernesto Cardenal. Cántico cósmico

La evolución de la vida es un hecho aceptado por toda la comunidad científica. Se han acumulado tantas pruebas a su favor que, salvo aquellas personas con graves impedimentos de origen religioso —un obstáculo epistemológico, según Gaston Bachelard— y otras que presentan ignorancia crasa en estos asuntos, mas no en otros, el mundo culto acepta este hecho como una realidad. Sobre el modelo darwiniano fundamental, que se expondrá aquí, también existe cierto consenso. Hay discrepancias, sí, pero sobre detalles menores y sobre la forma como ocurrieron ciertos hechos evolutivos aislados.

Breve historia de las ideas evolucionistas

Las primeras ideas evolucionistas se remontan al tiempo de los griegos antiguos: Empédocles y Anaximandro pensaban que era posible que algunos organismos se transformasen en otros por eliminación de los menos aptos. Posteriormente, durante la Edad Media, era creencia popular —heredada de Aristóteles— que de los productos en descomposición podían surgir, gracias a la influencia vivificadora del calor solar, animales vivos. En particular, se pensaba que de la carne podrida nacían las moscas. Y hasta el siglo xviii todos los pueblos cobijados por la cultura judeocristiana aceptaban las ideas de creación y permanencia de las especies o fijismo, tal cual se narra en el Génesis.

Buffon, en el siglo xviii, aceptaba ya ideas transformistas, pero como degradación de los organismos, partiendo de un tipo ideal original. Y Maupertuis, también del mismo siglo, aceptaba el transformismo; en particular, creía que los negros albinos aparecían por alteraciones aleatorias producidas en el fluido seminal. Habría que esperar hasta comienzos del siglo xix para que apareciese la primera teoría completa del proceso evolutivo de las especies. Jean-Baptiste Lamarck publicó en 1809 su Filosofía zoológica, obra en la que presentaba una teoría de la evolución apoyada en dos principios básicos: la vida tenía la propiedad, inherente a ella misma, de moverse siempre de lo simple a lo complejo; y los organismos eran capaces de cambiar sus características por medio del uso y el desuso, como respuesta a las variaciones del ambiente. De cierta forma, el medio movilizaba la energía en la dirección requerida. Además, los cambios operados eran transmisibles a los descendientes (herencia de los caracteres adquiridos).

Pero la teoría de Lamarck carecía de pruebas experimentales, razón por la cual, para muchos naturalistas, era difícil de admitir. Entre ellos se contaba el joven Charles Darwin, quien había comenzado a acumular información extraída de las mismas fuentes de la naturaleza. En su histórico viaje a bordo del Beagle reunió toda la información que le hacía falta para configurar una teoría evolutiva lógica y coherente. Darwin realizó un extraordinario trabajo de síntesis que reunía las teorías de Malthus acerca del crecimiento de las poblaciones, los resultados de la selección artificial obtenidos por los criadores de animales en Inglaterra, los efectos del ambiente en la diferenciación de las poblaciones de pinzones en el archipiélago de Galápagos, el efecto del aislamiento geográfico en las tortugas del mismo lugar y hasta la herencia de caracteres adquiridos, error de Lamarck heredado por Darwin. Se explica así por qué algunos biólogos consideran que la mente de Darwin era una máquina para obtener leyes generales moliendo una gran colección de datos.

Con semejantes ingredientes en la mente y una gran dosis de genialidad, Darwin elaboró El origen de las especies, su trabajo más trascendental. El título original era largo y descriptivo, al mejor estilo de la época: El origen de las especies por medio de la selección natural, o la preservación de las razas favorecidas en la lucha por la vida. La obra fue publicada en 1859, una primera edición de 1.250 ejemplares que se agotó el mismo día en que salió a las librerías. Tal vez un presagio de la importancia capital que tendría este libro en la cultura universal.

Otro naturalista inglés, Alfred Russel Wallace, con total independencia de Darwin, había llegado a conclusiones parecidas. En 1858 publicó un trabajo titulado Sobre la tendencia de las variedades a alejarse indefinidamente del tipo original, en el que exponía, en esencia, el mismo modelo evolutivo de variación y selección. La publicación de este trabajo hizo que Darwin en tan solo trece meses diera forma final al suyo, una obra masiva que, por temor bien justificado a los retrógrados de la época, llevaba largos años de espera sin salir a la calle a enfrentarse con la severa opinión pública victoriana.


Figura 2.1 Alfred Russel Wallace y Charles Darwin

Fuente: imágenes de Wikipedia.

La idea del papel desempeñado por la selección natural en la evolución y transformación de las especies no era nueva cuando Darwin y Wallace la propusieron. En 1813, el médico escocés William Ch. Wells (1967) presentó la misma idea en un trabajo que solo se publicó después de su muerte, y que tuvo poca resonancia. Otro escocés, Patrick Matthew, cultivador de frutas, publicó una versión de la selección natural como apéndice a un trabajo sobre arboricultura. Pero el mérito de Darwin, por encima de aquellos que lo precedieron en el descubrimiento de los principios básicos de la evolución, fue el haber reconocido su importancia trascendental, el haber desglosado la idea en detalles contrastables por medio del experimento y el haber descubierto su conexión con toda la biología. En eso consistió su obra maestra, no en la prioridad del descubrimiento.

Posteriormente, en 1880, el alemán August Weismann puso a prueba, con resultados negativos, las ideas lamarckianas de transmisión de las características adquiridas. En efecto, después de levantar un gran número de generaciones de ratones a los que después de nacidos les amputaba la cola no consiguió nunca que esta característica adquirida a la fuerza apareciese en los descendientes.

Al comenzar el siglo xx la teoría de Darwin entró en crisis transitoria. Para los geólogos, la edad de la Tierra, al no disponer aún de los métodos radiactivos de datación, era muchísimo menor que lo exigido por el lento paso evolutivo. Tampoco se conocía con precisión el mecanismo de la herencia y el lamarckismo o herencia de los caracteres adquiridos, en el cual Darwin creía, no había sido comprobado experimentalmente. Hugo de Vries y Thomas H. Morgan, dos renombrados genetistas de la época, propusieron un modelo evolutivo —mutacionismo, lo denominaron— en el cual las mutaciones favorables, sin el concurso de la selección natural, constituían el agente principal de evolución. Según tal modelo, la selección natural pasaba a desempeñar el rol secundario de eliminar las mutaciones desafortunadas y defectuosas, esto es, se encargaba de limpiar de taras a las especies, mientras que lo positivo, el progreso, era consecuencia única de las mutaciones afortunadas.

En el decenio de 1920 se produjo la restauración definitiva de la teoría de Darwin, con la selección natural como factor principal de evolución, y con el respaldo experimental otorgado por el nacimiento de la genética de poblaciones. En 1932, en el Séptimo Congreso Mundial de Genética, se les dio tratamiento matemático completo a los cambios en la composición genética de las poblaciones, como resultado de las mutaciones y de la selección natural. Además, se incorporó el efecto del azar en la evolución de las poblaciones muy pequeñas.

En 1937 nació la moderna teoría sintética, a partir del trabajo de Theodosius Dobzhansky, Genética y el origen de las especies. Se integró en esta, por primera vez, la genética de poblaciones con la teoría cromosómica de la herencia de la escuela de Morgan y con las observaciones acerca de la variabilidad de las poblaciones naturales. Posteriormente, en 1942, Ernst Mayr estableció con rigor el significado del término especie. Utilizó para ello el concepto de aislamiento reproductivo, y propuso la especiación alopátrica, otro nombre para el aislamiento geográfico, como mecanismo básico para explicar la aparición de nuevas especies. Dos años más tarde, George G. Simpson (1985) incorporó los resultados de la paleontología en la explicación de los ritmos del proceso evolutivo. La evolución del caballo le sirvió de apoyo empírico para justificar el gradualismo propuesto por Darwin.

En el decenio de 1950, los descubrimientos de la genética molecular desacreditaron definitivamente al lamarckismo como factor importante en el proceso evolutivo, al menos entre organismos multicelulares, debido a la dificultad de modificar adaptativamente el adn en respuesta a estímulos específicos procedentes del medio ambiente. En el decenio de 1960, ante los problemas del modelo evolutivo clásico para explicar el altruismo observado en algunas especies animales, se hizo necesario considerar nuevos factores al definir los criterios según los cuales opera la selección natural y se llegó, por último, al modelo presentado en este libro.

Concepto de evolución

El término evolución está asociado al progreso y al perfeccionamiento biológico, al aumento en la complejidad orgánica y a la diversidad de formas, y también a la adaptación. Porque, en general, al evolucionar las especies van brotando de manera natural algunas características particulares: mayor eficiencia en la ejecución de las tareas que les son propias, mejor ajuste al medio externo, mayor demanda y despliegue de energía, mejor aprovechamiento y explotación de los recursos naturales, mayor autonomía, más variedad y flexibilidad en las conductas, mayor control sobre el entorno y aumento de la capacidad de evolucionar.

A medida que transcurre el tiempo, el árbol evolutivo se vuelve más frondoso y, aparte de aquellos esporádicos momentos o temporadas de extinciones masivas, el número de especies nuevas se mantiene en continuo aumento. El proceso evolutivo, en cuanto a variedad de especies se refiere, es autocatalítico, esto es, se acelera por medio de su propio desarrollo. El típico efecto de bola de nieve.

La complejidad creciente es una tendencia que se observa con regularidad en el proceso evolutivo, hasta un punto tal que puede usarse como flecha del tiempo, pues señala su dirección única. Es difícil decir exactamente en qué consiste, y más difícil aún parece medirla, pero con seguridad se encuentra asociada al número de órganos u organelas presentes y con el entramado de sus relaciones mutuas, tanto morfológicas como funcionales.

Una medida indirecta y aproximada de la complejidad de un organismo puede obtenerse contando el número de tipos de células distintas que lo conforman (equivaldría a contar el número de piezas diferentes que entran en la fabricación de una máquina). En las algas verdes encontramos hasta 5 tipos de células, en los corales y helechos hasta 25, cerca de 50 en las plantas más avanzadas, 66 en la lombriz de tierra, entre 100 y 150 en los insectos y alrededor de 260 en el hombre y demás mamíferos superiores. También en el aspecto cultural, la evolución sigue por lo general la dirección de mayor complejidad de organización. Esto ocurre en instituciones, artefactos, máquinas, teorías. A veces, y como excepción, se presentan simplificaciones.

A primera vista parece que la complejidad de un organismo podría medirse por el contenido de información de su código genético, en el sentido propuesto por Claude E. Shannon, creador de la teoría de la información. Sin embargo, esta definición tiene una falla notable: un texto de la misma longitud que la del genoma humano, pero obtenido tecleando al azar las letras A, T, C y G, contendría muchísima más “información” que este último. Una variante computacional de la definición anterior y con el mismo defecto ya señalado fue presentada independientemente por los matemáticos Kolmogorov, Chaitin y Solomonoff. En efecto, propusieron como definición de la complejidad de un texto el tamaño del programa computacional más corto requerido para generarlo, u algoritmo óptimo.

Con el fin de remediar los defectos de las definiciones anteriores, que premian aleatoriedad por encima de orden, el físico de la ibm, Ch. Bennett, propuso una nueva medida de la complejidad de un texto su profundidad lógica, definida esta como el número de ciclos de máquina o pasos lógicos del programa mínimo que lo genera. Pagel y Lloyd (Lloyd, 1990) tampoco se muestran satisfechos con esta última definición y proponen una nueva, pero poco práctica: la cantidad total de recursos termodinámicos y de información requeridos para construir el ente en cuestión. Hay algo en común en todas las definiciones anteriores: ninguna de ellas proporciona un método práctico para enfrentar el problema de medir la complejidad de un ser vivo, aunque se trate de una simple bacteria. Todo indica que la complejidad es, a su vez, un concepto complejo.

Podría también medirse el nivel de evolución por la capacidad de adaptación individual o adaptabilidad; en otras palabras, por el grado de autonomía y dominio sobre el medio. Precisamente, es por esta propiedad por la que clasificamos los animales en superiores e inferiores. Y se logra por medio de un amplio conjunto de conductas flexibles, lo que exige, a su vez, un incremento en el volumen cerebral. Dominar el entorno puede ser tomado como una superioridad de la especie. Al ascender en la escala evolutiva, se llega a un momento en que los organismos son capaces de aprender y enseñar, sin tener que exigir más almacenamiento de información en el código genético. El cerebro asume la responsabilidad principal. En este punto, la evolución biológica reduce su ritmo y le abre paso a la cultural.

Afirma Konrad Lorenz que la evolución de los organismos vivos no es, en el fondo, más que la adquisición y almacenamiento de información sobre el medio; en otros términos, que se trata de aumento del contenido de información, con el adn como receptáculo mnemónico. Para el filósofo alemán Rupert Riedl (1983), los seres vivos poseen un saber almacenado, un juicio previo sobre las regularidades con las que la generación siguiente se encontrará. Ni más ni menos que una memoria del pasado remoto proyectada hacia el futuro. Es así como el feto, todavía en el vientre de la madre, lleva incorporados en sus estructuras conocimientos valiosísimos sobre el medio donde habrá de desempeñarse. El pico del colibrí está diseñado, desde antes de salir del cascarón, para la clase de flores que lo alimentarán. El casco del caballo presupone la forma de la estepa, sin haberla pisado todavía. La aleta del pez está diseñada de antemano de acuerdo con las propiedades hidrodinámicas del agua, y el cuello de la jirafa corresponde con precisión a la altura de los brotes tiernos de las acacias futuras. La lista puede continuarse hasta la fatiga.

Desde el punto de vista del intercambio de energía con el medio ambiente, a medida que evolucionan los organismos animales transforman mayores cantidades de energía, de un estado utilizable a otro no utilizable; esto es, cada vez es mayor la tasa de generación de entropía (alguien decía, al comentar semejante derroche, que, en términos de entropía, el costo de un desayuno es mayor que su precio). En cierta forma, se destruye y contamina el medio energético, pecado mortal del cual quedan exentos los organismos fotosintéticos.

La corrupción de la energía es un precio obligado por el derecho a evolucionar. De ahí que el orden creciente almacenado en cada organismo se vea compensado por un desorden, también creciente, en el medio ambiente. Rifkin y Howard (1980) escriben con ingenio que evolucionar significaba la formación de islas cada vez más grandes, a expensas de mares de desorden cada vez más extensos. Al morir, los organismos son arrastrados por la corriente entrópica, es decir, devuelven lo prestado. Todas las estructuras ordenadas que hacían del individuo un ser vivo comienzan un proceso rápido de desintegración y desorden. Se llega así a la frontera entre la vida y la muerte (puede hasta servir como definición teórica de esta). La primera se mueve a contracorriente con el flujo de entropía; la segunda se deja arrastrar por este.

Al evolucionar, los sistemas vivos van aumentando paulatinamente su autonomía frente al medio exterior. En otras palabras, van aumentando el número de “grados de libertad”, como consecuencia del incremento en el contenido de información, o reducción de la entropía, que es equivalente, y a expensas de la energía suministrada por el nicho. Para el físico teórico Erwin Schrödinger (1983), los organismos mantienen su orden succionado orden del ambiente, o succionando información, corregía Konrad Lorenz; por tanto, no se contradice en ningún momento la segunda ley de la termodinámica, como han creído equivocadamente algunos. El mismo Lorenz afirma que todas las complicadas estructuras y funciones de los cromosomas, incluidas mutación y reproducción sexual, son mecanismos desarrollados para adquirir y almacenar información sobre el medio exterior.

El químico norteamericano Graham Cairns-Smith (1990) propone que lo que en esencia evoluciona es el mensaje genético. Un sistema de comunicación en el cual los padres desempeñan el papel de transmisores y los hijos el de receptores. Más aún, sostiene que nada puede evolucionar si no está en cierto modo ligado a una secuencia de mensajes que le sirva de respaldo mnemónico y de vehículo a lo largo del tiempo. Los individuos son simples portadores de él, beneficiarios directos de las mejoras. Por su parte, el matemático norteamericano Norbert Wiener afirma que nada nos impide considerar un organismo como un programa —se refiere al programa genético—. En estas condiciones, el conjunto de dichos programas sería la entidad llamada a evolucionar.

El progreso, como consecuencia de la evolución, exige cada vez sistemas de comunicación intraespecífica más potentes y eficaces. Relaciones sociales más elaboradas: la vida, al evolucionar, tiene que aprender a convivir. En las especies superiores, la evolución también está asociada al grado de desarrollo y perfección de las emociones. Y para ello se ha desarrollado el sistema límbico: un conjunto de estructuras cerebrales encargado de esa importante función, que solo se manifiesta desarrollado con plenitud entre los mamíferos. Ni los peces, ni los anfibios, ni los reptiles lo poseen. Están libres de la molesta carga creada por las emociones. A la par con la generación de emociones debe existir la capacidad para simbolizarlas y exteriorizarlas; es decir, para transmitirlas, así como también los mecanismos neuronales para su lectura e interpretación.

Para elaborar sin ambigüedades un modelo que describa el proceso evolutivo se aceptará el término evolución como una forma de referirse al cambio que se presenta, a medida que transcurre el tiempo, en la composición genética de una población. Esto implica que lo que evoluciona es la especie, no el individuo. Por contraste, en el modelo lamarckiano evoluciona el individuo, y por medio de este la especie.

Por lo general, el cambio en la composición genética de una población se traduce, como fue ya mencionado, en una progresiva adaptación al medio ambiente o nicho ecológico que ocupa; es decir, en cierto perfeccionamiento anatómico, fisiológico y psicológico de los individuos. Sin embargo, dentro de la definición aceptada, cabe aquí la posibilidad —no tan rara— de que se presente retroceso, fenómeno denominado por los biólogos involución. Las gallinas han perdido la capacidad de vuelo, lamentable retroceso pero que, por alguna circunstancia especial, tal vez la alta demanda energética exigida por ese medio de locomoción, les pudo resultar ventajoso en un nicho de baja depredación. Otros animales, parásitos intestinales y habitantes subterráneos, entre otros, han perdido por completo la visión, debido a que en su nicho particular esta no representa ninguna ventaja y sí puede convertirse en una desventaja. Los animales domésticos también han involucionado, en el sentido de que no son capaces ahora de vivir en las condiciones salvajes de antaño. Y asimismo le ocurre al hombre de las grandes ciudades, animal domesticado incapaz de vivir en las demandantes condiciones naturales en las que se forjó su evolución.

La involución es un fenómeno que puede deberse a dos razones: que la pérdida o deterioro de una estructura resulte ventajoso, en cuyo caso se acumulan mutaciones en esa dirección, o que ocurra por simple relajación de las fuerzas selectivas, lo que permite la acumulación de mutaciones negativas. Para Jeffrey McKee (2000), la ley de Murphy que dice que Todo lo que puede empeorar, empeora se puede aplicar al deterioro que sufren las características que no son determinantes, por acumulación de mutaciones negativas.

Modelo darwiniano

El modelo evolutivo elaborado por Charles Darwin y modificado a la luz de los conocimientos modernos suena paradójico. A pesar de su extrema sencillez, al alcance de cualquier persona sin ninguna formación especial, es capaz de explicar la existencia de los organismos vivos, los entes más complejos que conocemos. Esta paradoja ha llevado a muchos a pensar que el modelo debe estar equivocado, que no puede ser posible que se explique tanto con tan poco. Pero sí es posible.

Para describir con exactitud el proceso evolutivo, se partirá de una población que ocupa, en un momento específico, un nicho ecológico bien determinado. Entiéndese por nicho ecológico o medio ambiente el conjunto formado, principalmente, por clima, disponibilidad de agua y alimentos, predadores, plagas, parásitos, microorganismos patógenos y especies competidoras, incluidos los coespecíficos. En general, el nicho ecológico comprende todas aquellas variables que rodean a los individuos de una población. Tácitamente, se acepta aquí la ley básica de la ecología: cada cosa está conectada a todas las cosas.

Considérese lo que le sucede a la población entre dos instantes de tiempo más o menos próximos, o entre dos generaciones consecutivas. Las modificaciones producidas en la composición genética son atribuibles a dos causas o agentes: uno, generador de diversidad; el otro, encargado de efectuar la selección.

El agente principal que causa la diversidad actúa, a escala microscópica, sobre los genotipos, y lo hace de forma ciega y errática, sin finalidad alguna y sin previsión. Por eso se dice que la evolución hace camino al andar. Puede originarse en cuatro fuentes: las mutaciones, tanto puntuales como cromosómicas; las combinaciones genéticas, resultantes del proceso reproductivo; el entrecruzamiento o recombinación genética, subproducto importante de la meiosis o división celular de la cual resultan los gametos; y la transferencia lateral de material genético, fuente principal de diversidad entre las bacterias, pero presente también en organismos multicelulares.

Debe aclararse que a veces —pero más como excepción— se producen novedades en los organismos debido a variaciones en las variables ambientales, sin que haya modificaciones genómicas, pues el fenotipo resulta de la expresión o lectura del genoma en el medio que lo rodea, por lo que las condiciones ambientales son en más de una ocasión determinantes. Entre las condiciones ambientales más importantes tenemos:

1. El contexto o entorno genético. La presencia o ausencia de otros genes que trabajan de forma mancomunada (Moore, 2001) llega a veces a producir alteraciones notables en el fenotipo. Recordemos que los intrones, adn que no codifica proteínas, abundantes en el genoma, pueden tener efectos dramáticos en la expresión de los genes vecinos. También hay genes (Ridley, 2003) cuya función es activar o bloquear a otros, que a su vez tienen esa misma función…

2. El medio celular. El adn mitocondrial, por ejemplo, puede alterar el desarrollo embrionario, y la presencia o ausencia de ciertas proteínas puede alterar por completo la lectura de un gen.

3. El ambiente materno. Se sabe que algunas enfermedades virales de la madre pueden alterar el desarrollo normal del cerebro de las crías, o el uso de drogas, como ocurrió con la talidomida, puede traducirse en malformaciones. Asimismo, la desnutrición de la madre durante los primeros meses del embarazo conduce en ocasiones a espina dorsal bífida, parálisis cerebral, baja inteligencia o esquizofrenia.

4. El ambiente externo. La presencia de la fenilalanina en la dieta de ciertos niños, ya se dijo, conduce al retraso mental. El sexo en algunos reptiles está determinado por la temperatura de incubación, mientras que en algunas especies de peces el sexo puede cambiar de acuerdo con la proporción de machos y hembras en la población.

El nicho ecológico es el agente selector, y actúa directamente sobre los fenotipos, a escala macroscópica, aprovechándose de que siempre se conciben más descendientes que los que logran llegar a edad reproductiva (provechoso despilfarro biológico). El criterio único de selección es la eficacia biológica o reproductiva, también conocida con el desafortunado nombre de coeficiente de adaptación. La eficacia biológica, a su vez, puede llegar a tener tres componentes o factores: la capacidad de supervivencia, determinada casi siempre por un adecuado ajuste del organismo a su medio ambiente —también conocida con el nombre de selección de los más aptos o, con mayor exactitud, de los aptos—; la capacidad reproductiva o capacidad de engendrar un número óptimo de vástagos fértiles, sanos y bien adaptados; por último, la capacidad de invertir recursos biológicos en los descendientes y en los parientes próximos, que de manera generalizada se denominará altruismo familiar o nepotismo.

Debe tenerse en cuenta, cuando se habla de número óptimo de descendientes, que no siempre significa número máximo. Si un individuo, por ejemplo, fuese demasiado fecundo, podría no alcanzar a alimentar ni a proteger su numerosa descendencia. Al final, podría quedar sin ningún heredero en edad reproductiva, que es lo que en definitiva cuenta en asuntos evolutivos. Si el nicho fuese muy variable, por ejemplo, sería excelente táctica producir, más que cantidad, una amplia variedad de mezclas genéticas, empleando para ello diferentes parejas sexuales. De esta manera se aumentaría la probabilidad de que el genoma se proyectase a las generaciones venideras, especie de seguro contra las incertidumbres futuras o inestabilidades del nicho.

Los genes contienen el pasado codificado en presente. El genoma de cada especie está programado para las condiciones pasadas. Lo estará también para las presentes siempre que estas no se alejen demasiado de las primeras. Es por esto por lo que el concepto de adaptación debe medirse con respecto a condiciones pretéritas, lo que lo hace elusivo y difícil de contrastar empíricamente. En sentido estricto, salvo en el caso ideal de un nicho perfectamente estable, la adaptación completa nunca se alcanzará.

El coeficiente de eficacia biológica o reproductiva pretende ser una medida del compendio de virtudes biológicas que hacen que un individuo deje más descendientes que sus prójimos, y que dichos descendientes posean, a su vez, la capacidad de dejar una proporción más alta de herederos que sus contemporáneos, y así sucesivamente. Se podría hablar de un éxito reproductivo continuado. Es una clase de potencial para penetrar con profundidad en el futuro.

En términos recursivos, la eficacia biológica se mide por la capacidad de producir copias que posean ellas mismas esta capacidad (la de producir copias que posean ellas mismas esta capacidad). Es un concepto histórico, pues debe contrastarse con las condiciones pasadas de los innumerables nichos por donde ha transcurrido el devenir de la especie, pero su efecto es futuro: dejar herederos, que a su vez dejen herederos, que también a su vez dejen herederos... Un pasado con futuro indefinido. Es necesario estar y permanecer. Ser y persistir.

Y es esa reproducción diferencial el meollo mismo de la evolución, pues es la que lleva el peso de la selección entre individuos, y es también la responsable de la amplificación, esto es, de incrementar el número de individuos portadores de los conjuntos genéticos de mayor eficacia reproductiva en el nicho ocupado, a expensas de los portadores de genes de menor eficacia.

De manera esquemática, el proceso evolutivo puede descomponerse en tres etapas bien definidas:

1. Variación. En la mayoría de los casos la variación fenotípica se logra por medio de modificaciones en el material genético nuclear, tal como se describió atrás; sin embargo, los factores ambientales o externos al genoma llegan a veces a ser determinantes. En suma, el destino no está regulado completamente por la información contenida en el genoma. Este se comporta como la partitura de una sinfonía, que modela el resultado, pero el director de orquesta, los músicos, los instrumentos y el recinto son fundamentales en el resultado final.

2. Selección. Los poseedores de la mayor eficacia reproductiva prevalecen en la población. A veces, y por excepción, algunos afortunados de baja eficacia pasan todas las pruebas. En poblaciones muy pequeñas, por ejemplo, el azar es capaz de decidir la dirección evolutiva de toda la población, independientemente de las eficacias reproductivas de sus miembros.

3. Amplificación. Los portadores de un rasgo que proporciona una alta eficacia reproductiva se van haciendo mayoría en la población hasta coparla, o se llega a un punto de equilibrio con los portadores de otras características que otorgan una eficacia reproductiva semejante. Se da el caso, por ejemplo, de características que proporcionan una eficacia reproductiva que disminuye al aumentar el número de sus portadores. En tal caso, la proporción de los individuos portadores crece en la población hasta alcanzar cierto valor, y ahí se estabiliza, sin llegar al ciento por ciento.

Cabe anotar que la reproducción diferencial es la causante de todas las rarezas y curiosidades que aparecen en el mundo vivo. Según Stephen Jay Gould, debemos buscar las rarezas y las imperfecciones en la selección basada en el éxito reproductivo y no en otro mecanismo.

Y es que los caminos de la evolución suelen ser muy tortuosos, resultado de seguir en todo momento la dirección que hace máxima la eficacia biológica en el nicho particular que la especie ocupa.

Por medio de algunos ejemplos puede mostrarse que la eficacia reproductiva exige la presencia de los tres componentes ya mencionados. Un individuo con alta capacidad de supervivencia, pero poco fértil, obviamente no verá su material genético representado con abundancia en la generación siguiente, y lo mismo ocurrirá si goza de una gran fertilidad, pero tiene disminuida la capacidad de supervivencia. Ahora bien, imaginemos dos individuos que presenten igualdad en las capacidades reproductiva y de supervivencia. Si el primero es portador de mutaciones que lo hacen actuar con enorme celo en el cuidado y protección de su familia, y que le dan valor suficiente como para poner en peligro su vida si fuese necesario, mientras que el segundo se muestra descuidado en estos menesteres familiares, entonces podrá suceder que el material genético del primer individuo se vea representado en las generaciones siguientes con mayor abundancia relativa que la del segundo.

La explicación del fenómeno anterior es simple: en las especies animales superiores, cada hijo es portador de la mitad del material genético del padre, y dos hermanos comparten en promedio la mitad de sus genomas. En consecuencia, si se arriesga la vida por salvar más de dos hijos o más de dos hermanos, el balance final, en cuanto al adn se refiere, resultará positivo. Cuando en una entrevista le preguntaron al prestigioso biólogo inglés John B. S. Haldane si estaría dispuesto a dar la vida por un hermano, contestó con humor que por uno solo no, pero sí por tres, o aun por nueve primos (con los primos compartimos, en promedio, un octavo del material genético).

La validez de los argumentos anteriores queda demostrada por la aparición, en un número grande de especies vivientes, de formas de conducta nepótica, tales como el cuidado paternal o la protección del grupo familiar (paternidad responsable). El hecho de no defender la familia significa, en ciertas condiciones críticas, la extinción rápida de todo el grupo. De acuerdo con estos análisis, toda forma de conducta altruista cuyos beneficiarios sean parientes cercanos del sujeto tiende a incrementar la representación futura del genoma que la causa; es decir, aumenta apreciablemente la eficacia biológica del portador, razón por la cual es menester incluirla entre los componentes que deben tenerse en cuenta. Por contraposición al tercer componente, los dos primeros, supervivencia y reproducción, pueden llamarse los componentes egoístas de la eficacia biológica.

En fecha reciente (Sonea, 1990) se ha descubierto que la transferencia o intercambio de material genético es un mecanismo muy eficiente para obtener modificaciones importantes en el genoma. Las bacterias, ante contingencias exigentes del medio exterior —toxinas y antibióticos, entre otros—, intercambian de forma altruista segmentos de adn —sexo primitivo—, hasta que al fin, o bien desaparece toda la población, o bien se configuran unos pocos individuos resistentes a las nuevas condiciones, de los que se derivará, de manera perfectamente lamarckiana —y darwiniana también—, una cepa o colonia con características genéticas nuevas. Visto desde el exterior, la especie se ha hecho, de la noche a la mañana y simultáneamente, inmune a cinco o seis antibióticos o agentes tóxicos de aquellos utilizados en su contra. Y un nuevo dolor de cabeza se ha originado, también de la noche a la mañana, para los fabricantes de antibióticos.

Además de la diversidad obtenida como consecuencia de las modificaciones del genoma, es probable que se den otras de origen diferente. Por ejemplo, un microorganismo ingiere otro de una especie distinta y, en lugar de digerirlo, lo incorpora al conjunto de organelas y lo pone a trabajar —una nueva función, muchas veces— de manera cooperativa o simbiótica; esto es, se beneficia de él, pero le ofrece compensaciones: protección y nutrientes. Especie de esclavitud a escala microscópica.

Una teoría similar fue propuesta a comienzos del siglo xx por el ruso Konstantín Merezhkovski, con el fin de explicar la transformación de ciertas bacterias en células con cloroplastos. Recientemente, la bióloga norteamericana Lynn Margulis (Margulis y McMenamin, 1990) ha resucitado la teoría de Merezhkovski, la ha apoyado con casos reales de ingestión simbiótica entre microorganismos y, más importante aún, la ha generalizado hasta llegar a proponer este cooperativismo como una nueva posibilidad evolutiva. En tales casos hay modificación del individuo, y es heredable, pues el organismo recién incorporado, la nueva organela, es capaz de reproducirse dentro del portador, así que las copias de este último van a poseer una o varias copias del primero. De verificarse fuera de toda duda la teoría de Margulis, tendríamos un caso típico de lamarckismo: una característica adquirida y heredable, (en el capítulo 7 se tratará este tema con más detalle).

Los transposones son genes que tienen la propiedad de saltar —genes saltarines— de un punto a otro del cromosoma que los porta, cambio de posición que altera sus funciones normales. Pues bien, se ha encontrado que cuando conviven en un recinto cerrado cierta clase de ácaro muy pequeñito con dos o más especies de Drosophila, los primeros han sido capaces de trasladar un transposón de una especie a otra, y de esta manera han modificado, en un solo paso evolutivo, las características heredables de las especies implicadas. En fecha reciente se descubrió que un transposón, llamado mariner, descubierto en la Drosophila, saltó al genoma de los primates, los seres humanos incluidos, y produce una enfermedad neurológica debilitante.

En el experimento anterior nos encontramos en presencia de un rasgo adquirido y heredable; esto es, frente a un caso más de lamarckismo. Igualmente, creen los biólogos que el traslado de material genético (Rennie, 1993) puede lograrse también con el concurso del eficiente acarreo llevado a cabo por los virus, lo que constituye una nueva fuente de enriquecimiento genético no contemplada hasta el momento, muy diferente de las tres tradicionales: mutaciones, entrecruzamiento y combinación genética. Sospecha el autor de la investigación que este nuevo sistema para producir diversidad genética ha venido trabajando desde muy antiguo y que puede ser el responsable directo de un número alto de casos de creación de nuevas especies y de saltos evolutivos importantes. Pero lo que sí es más que una sospecha es que el adn es una estructura de gran dinamismo y riqueza de propiedades, la mayoría todavía por descubrir.

Y a propósito de lamarckismo, es conveniente señalar sus diferencias esenciales con el darwinismo. En su lucha diaria con el entorno, los organismos sufren modificaciones que, de modo general, están orientadas hacia una mejor adaptación y que, según Lamarck, de alguna manera se vuelven heredables. Así que, acorde con esta teoría, los cambios fenotípicos actuarían sobre el genotipo en las direcciones apropiadas para convertirse en heredables. Nos encontramos aquí con la inextinguible esperanza humana de que el universo tiene una finalidad, una dirección. Arrogancia cósmica, la llama Stephen Jay Gould.

La jirafa estira su cuello, decían los lamarckistas, para alcanzar los brotes más tiernos de las acacias, y esta acción repetida de forma continuada termina por dejar su huella permanente en el cuello y, simultáneamente, en los genes que regulan la longitud de las vértebras cervicales. La ballena deja de masticar el alimento y con ello pierde sus dientes, y de manera similar el topo pierde sus ojos y la serpiente sus extremidades. El individuo evoluciona, y con él, la especie. Aclaremos que a partir de los conocimientos actuales en genética, la posibilidad de transmitir una característica somática adquirida, al menos en los organismos superiores, es bien difícil, salvo casos muy excepcionales. La dificultad estriba en que la característica adquirida modifique el genoma en la dirección y en el punto apropiados. En consecuencia, cada conquista particular tiende a perderse con la muerte del individuo.

En el darwinismo el orden de los factores está invertido, característica que lo diferencia esencialmente del lamarckismo: primero ocurren los cambios genotípicos, adaptativos o no, que derivan en modificaciones fenotípicas completamente erráticas (primero ocurren los cambios en los genes que regulan la longitud del cuello y, como consecuencia visible, se estira el cuello del animal en unos casos, en otros se acorta). El individuo particular puede cambiar con el paso del tiempo, pero nunca evoluciona él; lo hace siempre la especie. La selección natural escoge los fenotipos exitosos (las jirafas de cuello largo dejan mayor número de descendientes) e, indirectamente, los genotipos asociados a ellos (las jirafas portadoras de genes para cuello largo se vuelven mayoría en la población).

En el lamarckismo, la unidad evolutiva es el individuo; en el darwinismo lo es el grupo, o la especie. En el primero, la especie evoluciona gracias a los individuos; en el segundo, la especie va transformando su composición genética y, con esta, las características individuales de sus miembros. En el primero, el papel del medio es generar las diferencias; en el segundo, efectuar la selección, pues las diferencias son productos espontáneos del azar. En el darwinismo, el sexo es fundamental para generar variabilidad; en el lamarckismo sobra, pues esta la genera el ambiente. La evolución darwiniana es un proceso vertical: se genera al pasar de padres a hijos. El lamarckismo es horizontal y vertical: todos los individuos de una generación, sometidos a las mismas exigencias, evolucionan al unísono; luego transmiten las conquistas a sus hijos.

La evolución hecha realidad

El denominado melanismo industrial, además de aportar una prueba clarísima a favor del modelo evolutivo propuesto, lo ilustra muy bien y de forma elemental. La mariposa del abedul, muy común en las grandes ciudades de Gran Bretaña, era originalmente de color gris claro, lo que le permitía pasar inadvertida cuando posaba sobre los troncos de los árboles, que también eran de color claro en aquella limpia época preindustrial (véase figura 2.2). En 1849 se descubrieron por primera vez algunos ejemplares aislados de la misma especie, aunque de color oscuro, característica atribuida a la mutación de un solo gen. Estos primeros ejemplares oscuros, bautizados con el nombre de carbonaria, fueron en su momento cotizadísimos entre los coleccionistas de mariposas.


Figura 2.2 Mariposa del abedul

En la imagen se puede apreciar el aspecto que presentan la forma melánica u oscura y la normal o clara de la mariposa del abedul.

Fuente: Sherman y Sherman (1989).

Al iniciarse la industrialización y a causa del hollín y de la contaminación ambiental, los líquenes, responsables directos de la coloración gris clara de los troncos, se fueron extinguiendo poco a poco. Las cortezas de los árboles comenzaron a adquirir al mismo tiempo un tono cada vez más oscuro, de tal suerte que las mariposas de color claro, antes invisibles, empezaron a destacarse sobre el fondo y a incrementar de tal manera su vulnerabilidad frente a los predadores habituales, los pájaros insectívoros (de suerte negra, puede hablarse). A medida que esto ocurría, la variedad oscura resultaba cada vez más favorecida por la polución, hasta que su eficacia reproductiva igualó y superó la correspondiente a la variedad clara y, de manera lenta y progresiva, comenzó a sustituirla.

En 1895, el 95 % de la población de mariposas pertenecía a la variedad de color oscuro, y en tres años más llegaba al 99 %. Los ejemplares de color claro empezaron a ser perseguidos con avidez por los coleccionistas de fin de siglo. La oferta exagerada desvalorizó las carbonarias. Después de siglo y medio de industrialización, la variedad clara fue casi completamente remplazada por la oscura; sin embargo, hoy, después de la intensa campaña para eliminar la polución, las cortezas de los árboles de las grandes ciudades industriales inglesas están retornando a su color original, y con ellas también las mariposas, pues la mutación que determina el color conmuta espontáneamente entre claro y oscuro.

Cómo se hace máxima la eficacia biológica

¿Cómo podría obtenerse una alta eficacia reproductiva, si, como parece, hay cierta contradicción entre las capacidades de supervivencia y reproducción, por un lado, y el altruismo, por el otro? La respuesta es que para cada nicho particular existe al menos una mezcla apropiada de los tres componentes, combinación que produce la máxima eficacia reproductiva. Y, por lo común, las especies son conducidas de modo automático por el proceso evolutivo hacia ese punto óptimo. En los animales de vida solitaria priman los dos componentes egoístas; el tercero, prácticamente no cuenta, excepción hecha de las hembras que, como regla casi general, tienen que cuidar sus crías. En cambio, para las especies con organización social más compleja, el tercer componente se convierte en un factor importantísimo de eficacia biológica, pues lo perdido por el altruismo se ve recompensado por la seguridad y otras ventajas conferidas por la vida en grupo.

El altruismo familiar es común en el mundo animal. En una manada de papiones, los machos se encargan de enfrentar al leopardo y proteger el grupo familiar, sin importarles demasiado su propia vida. Las abejas y termitas han llegado al extremo máximo del altruismo: las obreras trabajan para el bien común y, en ellas, el segundo componente o capacidad reproductiva es nulo. El material genético pasa a las generaciones siguientes por conducto de una de sus hermanas que será la próxima reina. Recordemos que las abejas de una misma colmena, fruto de una rareza reproductiva, son más que hermanas, superhermanas, dado que comparten en promedio tres cuartas partes de sus cromosomas.

En numerosas especies vivas, al tiempo que se magnifica el componente reproductivo, se reduce de manera simultánea el altruismo familiar, lo que conduce a una justa compensación biológica. Un salmón hembra puede llegar a producir en una sola desovada cerca de veintiocho millones de huevos, y las ostras alcanzan sin esfuerzo los cien millones, que se convertirán en una multitud de huérfanos, pues los padres, una vez realizado el acto reproductivo, abandonan por completo su millonaria descendencia. La fuerza bruta del número será la encargada de salvar unos pocos y hacer que lleguen a la edad reproductiva. Aquí opera la implacable ley protectora de la especie: muchos son los llamados, poco los escogidos. Muchísimos descendientes, pero pocos herederos, aunque suficientes. Esta estrategia reproductiva es común en especies cuyos individuos son de pequeño tamaño: invertebrados, vertebrados inferiores y todo el reino de los hongos. No se presenta nunca en las especies superiores.

Las plantas, dado su carácter estacionario, es poco lo que pueden hacer directamente por sus descendientes, así que se amparan en una variación a la ley anterior de los grandes números: producir semillas en cantidades elevadas y que sea el puro número el elemento salvador. Las plantas modernas, sin embargo, han evolucionado un poco en el sentido nepótico y hacen algo por la suerte futura de sus semillas: revestirlas de pulpa nutriente. El gasto energético extra hace que el número disminuya sensiblemente, pero se aumenta en proporción similar la probabilidad de convertirse en una nueva planta. La naturaleza juega oportunamente las dos estrategias extremas: pocos y bien vigilados; muchos y descuidados. Y son numerosas las ocasiones en que le apuesta a una estrategia intermedia.

El pavo real macho proporciona un ejemplo muy trillado de eficacia biológica obtenida por maximización del segundo componente o capacidad reproductiva. El plumaje esplendoroso lo hace de alguna manera más atractivo y les proporciona fácil acceso a las hembras. Con ello aumenta su capacidad reproductiva, pero, al mismo tiempo, disminuye de manera apreciable sus posibilidades de supervivencia, pues el mismo plumaje lucido y aparatoso lo hace, por un lado, más conspicuo, por el otro, más vulnerable frente a los predadores. Si la especie de los pavos reales ha sido desarrollada en un medio de baja depredación —como pudo ser el caso—, lo que ganó el animal en eficacia reproductiva debido al incremento en atractivos, fue superior a lo que perdió por la mayor vulnerabilidad. Si ahora colocásemos los pavos reales en un medio de alta depredación, probablemente lograríamos en el curso de unas cuantas generaciones que los individuos más adornados fuesen desapareciendo para beneficio de los menos, con el resultado final de una especie nueva de machos modestos e incoloros. Cabe una observación en este punto: podría ser que la cola del pavo real no lo hiciese tan vulnerable como parece a primera vista, pues comentan algunos conocedores que el animal, cuando se ve atacado por un perro, abre su cola y exhibe los adornos que simulan grandes ojos, lo que desanima al depredador; en otras palabras, que la lujosa cola, además de hacerlo atractivo para las hembras, lo hace temible para los predadores. Doble ganancia.

La evolución biológica se ha caracterizado por producir todo lo imaginable y un poco más. La mantis religiosa macho ha llegado al extremo de entregar su propia vida por hacer valer su derecho a la reproducción. Un caso insólito en el mundo animal. Casi siempre, mientras copula, la hembra devora al macho con sádica lentitud. Se ha observado que después de perder —literalmente— la cabeza, los movimientos copulatorios del macho son más intensos y frenéticos. La eficacia biológica del macho guillotinado por amor se ve realzada gracias al aumento en la capacidad reproductiva inmediata y al hecho de proporcionar proteínas gratis, las de su cuerpo, que servirán de patrimonio biológico a sus descendientes. El amor y la muerte, los grandes temas del cine y la ficción, hacen su aparición en los puntos más inesperados.

Un ejemplo interesante de una mezcla óptima, aunque pésima en el buen sentido de la palabra, lo constituye el caso de los llamados alelos t del ratón doméstico (Dobzhansky, Ayala, Stebbins y Valentine, 1977). Efectivamente, los individuos homocigóticos para estos alelos son estériles o mueren temprano, mientras que en los heterocigóticos se distorsiona la formación de los gametos, de tal suerte que cerca del 95 % de los espermatozoides producidos son portadores del alelo defectuoso. Por esta razón, una vez que el alelo t hace su presencia en una población, su frecuencia comienza a aumentar, a pesar de que la calidad biológica de los portadores se vaya deteriorando. Sin embargo, el futuro es poco promisorio para estas especies que se desvían del buen camino adaptativo: la ventaja es transitoria y a largo plazo terminan por extinguirse.

Ledyard Stebbins (1982) cita otro caso de alta eficacia reproductiva correlacionada con una mala calidad biológica. Cuando se utilizan pesticidas sobreviven los pocos insectos que poseen resistencia a dichos productos. Pero ocurre que, por casualidad, la resistencia va siempre acompañada de una baja tasa de crecimiento y de una capacidad reproductiva bastante menguada. En resumen, y es muy importante destacarlo, las soluciones encontradas por la evolución corresponden a las formas más estables a lo largo del tiempo, y estas no siempre son las de mayor calidad biológica. La eficacia reproductiva es una virtud que, en general, está estrechamente correlacionada con la calidad biológica, pero no son idénticas y, en ocasiones, raras, por cierto, se contraponen.

El mecanismo de selección natural es de tipo aleatorio. Los sistemas biológicos en evolución se enmarcan bastante bien dentro de los denominados procesos de Márkov, pues las probabilidades de que la composición genética pase de un estado a otro —probabilidades de transición— no dependen para nada de los pasos evolutivos recorridos hasta llegar al estado presente. Lo que llamamos eficacia reproductiva no es más que una medida indirecta de la probabilidad que tiene un genoma particular de pasar a las generaciones futuras o, también, una medida estadística de su participación futura en el acervo genético de la población. Un individuo dotado de una alta eficacia reproductiva tiene mayores posibilidades que uno de baja, pero no tiene nada asegurado: un accidente fortuito, una infección grave o un episodio desafortunado con un predador pueden acabar de un modo súbito con la historia de su linaje. Pero es muy diferente para las poblaciones numerosas, pues unos pocos casos accidentales no afectan de modo sensible el comportamiento promedio y todo ocurre dentro de cierta regularidad estadística, regida con gran celo por la ley de los grandes números. Una ley del montón.

Algunos enemigos de Darwin sostienen que la teoría evolutiva no es más que una gran tautología. Que al afirmar sobreviven los más aptos solo se está diciendo una verdad perogrullesca, pues, ¿quiénes son los más aptos, sino aquellos que han sobrevivido? El error reside en una mala interpretación de la expresión familiar sobreviven los más aptos. La frase debe entenderse así: sobreviven, por lo general, los más aptos; o de esta otra manera: los más aptos tienen mayores probabilidades de sobrevivir. Son afirmaciones de tipo estadístico, como cuando decimos: los hombres son más altos que las mujeres. El lenguaje corriente elimina, por brevedad, los adverbios generalmente, usualmente, etcétera. Entonces, a largo plazo sobreviven y dejan descendencia los más aptos; ocasionalmente, y como excepción, sobrevive y deja descendencia un individuo mal adaptado, pero bien afortunado. Sin embargo, dado que es muy difícil medir directamente el coeficiente de adaptación a partir de las cualidades biológicas del individuo, se recurre, por comodidad, y dado que existe una alta correlación entre los dos conceptos, a sus mensurables éxitos reproductivos. Medimos el tamaño del aerolito por el cráter que deja. Una forma estadística de enfocar el problema, útil, aunque no siempre válida.

En poblaciones pequeñas, sin la protección de la ley estadística de los grandes números, el azar puede llegar a decidir toda la dirección del proceso evolutivo. De ahí que la expresión deriva genética, usada en estos casos, sea tan apropiada. Si, demos por caso, una población está compuesta por dos machos y unas pocas hembras, un simple accidente fatal o una enfermedad inoportuna pueden eliminar el macho de más alta eficacia biológica y truncar así toda su representación genética futura. En sentido literal, el grupo marcha a la deriva biológica. El ubicuo azar se infiltra de nuevo en el escenario evolutivo, con un inusitado poder decisorio en el caso específico de poblaciones poco numerosas.

Mecanismos de dispersión genética

Puede pensarse el proceso evolutivo como un gran problema de optimización de copias fértiles del adn. Un conjunto de genes se verá representado copiosamente en las generaciones siguientes, siempre que le confiera a su portador las cualidades apropiadas. Debe sobrevivir hasta alcanzar la edad reproductiva, luego reproducirse, y sus hijos, portadores de medias copias de su genoma, deben, además de heredar las cualidades de supervivencia y reproducción de su progenitor, recibir de este la ayuda correspondiente hasta superar las dificultades y peligros de la infancia. Después, en una cadena sin fin, ellos deberán hacer lo mismo con sus descendientes.

Pero puede inyectarse abundante genoma en las generaciones futuras por medio de otras estrategias, derivadas de algunos subcomponentes adicionales de la eficacia reproductiva. Una planta que sea capaz de movilizar sus semillas y dispersarlas por toda la región tendrá, necesariamente, más herederos que otra de cubrimiento limitado. La conjetura aceptada en esta obra afirma que el delicioso sabor dulce de muchas frutas y su alto contenido calórico no es más que un señuelo para que los animales que se alimentan de ellas ejecuten la labor de dispersar las semillas. Un intercambio de favores (en un principio la pulpa pudo servir, como se mencionó atrás, de nutriente inicial para la planta recién germinada).

El cambio de verde a rojo vistoso cuando las frutas maduran no sería más que un semáforo para dar vía libre y anunciarle a los pájaros y animales arborícolas que las semillas están listas para ser transportadas. El color verde follaje camuflador, el sabor ácido y amargo y las sustancias lechosas y tóxicas de los frutos verdes actúan conjuntamente como mecanismos protectores para que el transporte no se haga prematuramente. El alto precio biológico que paga la planta, medido por la cantidad de energía almacenada en cada fruto, da una idea clara de la importancia adaptativa de esta función.

Bien vale la pena destacar otra consecuencia evolutiva del mecanismo generador de dispersión genética. Y es que este mecanismo, al asegurar y mantener una permanente dispersión de los organismos jóvenes, recicla las poblaciones de la misma especie y hace posible que los diferentes grupos animales y humanos evolucionen dentro de una misma región de manera sincronizada y uniforme, hecho que está de acuerdo con el registro fósil actual. Además, sirve para explicarlo.

Los mecanismos de dispersión genética fueron descubiertos, perfeccionados y aprovechados por las plantas desde tiempos inmemoriales: semillas aladas tan ligeras como el viento; semillas recubiertas de pegantes o tachonadas de arpones y anzuelos casi invisibles (véase figura 2.3), artilugios que las capacitan para llegar a sitios impredecibles adheridas a las pieles de los mamíferos (el cierre de cremallera y, más recientemente, el velcro, tienen su antecesor biológico en los cadillos); semillas escondidas en cápsulas que se abren de repente a manera de diminutas catapultas accionadas por medio de propulsores hidráulicos, o por ingeniosos resortes biológicos; semillas sumergidas en flotadores herméticos e impermeables que les permiten permanecer en el agua por tiempo indefinido hasta encontrar una playa acogedora, y germinar allí; semillas recubiertas de ricos y pulposos señuelos para volar sin rumbo fijo a bordo de los pájaros, o para recorrer los campos en los tractos digestivos de los animales terrestres y terminar depositadas, junto al abono natural, en climas nuevos y remotos. Recordemos que la simbiosis entre planta y animal ha llegado en ocasiones a ser tan estrecha que para que las semillas de algunas especies puedan germinar, es indispensable que hayan sido maceradas con anterioridad en jugo gástrico.


Figura 2.3 Mecanismos de dispersión

Las plantas han descubierto todos los artificios imaginables para lograr la dispersión de sus semillas: ganchos, pegantes, alas, cubiertas protectoras...

Fuente: Rubi (1980).

Hablando de simbiosis entre planta y animal, ningún ejemplo supera al del higo parásito de Costa Rica. Esta planta, llamado higo estrangulador, requiere para la germinación que sus semillas hayan pasado por el tracto digestivo de los monos que consumen los higos, y que luego sean depositadas en las oquedades de otro árbol. Allí inician el crecimiento, extienden sus raíces hasta alcanzar el suelo y comienzan a producir ramas que abrazan y envuelven por completo el tronco de la víctima de turno. El árbol parasitado termina muriendo por asfixia, luego se descompone hasta desaparecer y deja solo el higo, con un gran túnel en su interior, aprovechado por los turistas para subir hasta las ramas superiores del higo. Como se ve, el uso de las formaletas es más antiguo que todos los ingenieros humanos.

Los mamíferos superiores han aprovechado la ventaja adaptativa conferida por la dispersión genética y han desarrollado las conductas apropiadas. En efecto, los machos se ven compelidos, por presión de los adultos del grupo, a dejar su familia una vez llegados a la edad reproductiva. A esto se unen el rechazo natural al incesto —común en las especies superiores, el hombre incluido— y la actitud exploratoria y trashumante de todos los individuos jóvenes. Un complejo de tres piezas, moderno complejo de Edipo, con un significado diferente para la palabra complejo, y una función no sospechada por Freud: dispersar la simiente. O, de forma equivalente, ampliar los horizontes del genoma.

El azar como fuente de ordenación de la vida

La estructura profunda del mecanismo que da lugar a la evolución de las especies es el azar; su característica fundamental, la lentitud; su ingrediente básico, el tiempo, medido en milenios; su método, el de ensayo y error; su soporte mnemónico, el adn; su estrategia, el oportunismo; su filosofía, el laissez faire; el resultado final, la improbabilidad (para algunos, lo imposible).

La evolución de las especies es el resultado final de la lucha equilibrada de fuerzas contrarias o lucha dialéctica. Por un lado, las fuerzas conservadoras de integración y orden, representadas por la duplicación casi perfecta de la información genética y por la selección natural, encargada de eliminar las desviaciones significativas; por el opuesto, las fuerzas revolucionarias de desintegración y desorden, representadas por las mutaciones. Para que se produzca la estabilidad es necesario que sean de signos opuestos. El punto de equilibrio es crucial: si primaran las del desorden o expansivas, la evolución se enloquecería y se abriría en mil caminos, la especie se degeneraría y pronto llegaría a su extinción; si lo hicieran las del orden o compresivas, la evolución se paralizaría y la supervivencia de la especie quedaría igualmente amenazada.

Visto en conjunto, el proceso evolutivo puede considerarse como un gigantesco y paciente caso de ensayo y error. En cada instante que pasa, la naturaleza está jugando una enorme ruleta: las mutaciones o imperfecciones del mecanismo de copia, así como el entrecruzamiento, las combinaciones genéticas y el intercambio de adn proporcionan, de manera permanente y generosa, nuevas ordenaciones de las letras del código genético, nuevos diseños para que el nicho, oportunista consumado, les dé el visto bueno, seleccione los más exitosos y elimine los menos; esto es, premie el éxito y castigue el fracaso. El nicho está siempre a la caza de novedades, a la espera paciente de los escasísimos fuera de serie, para, como han hecho por siglos los granjeros, seleccionar sus mejores semillas y perpetuarlas en las generaciones siguientes.

Los costos biológicos son desmesurados, así como los costos en tiempo y energía. La evolución es un monstruo voraz que se alimenta de esos dos ingredientes en cantidades desproporcionadas, para con ello generar nueva vida. Se destila una cualidad a costa de grandes pérdidas. Por cada mutación ventajosa aparecen millones que son neutras o defectuosas. La reproducción, esto es, la copia, desempeña el papel de amplificador (en la cultura humana, la copia desempeña también este mismo papel). La selección natural se encarga de hacer una poda gigantesca y de extraer todo lo bueno que escasa y casualmente se produce. Los biólogos dicen que la selección natural favorece a los tercos, a los duros, que es implacable e indiferente al sufrimiento porque a los genes no les importa quién sufre, solo les importa que el adn se transmita; nada más. Por su lado, las mutaciones neutras se deslizan sigilosamente entre el adn y permanecen allí como reserva, agazapadas en silencio hasta que el nicho se muestre propicio, les suprima su carácter de neutras y les dé la oportunidad de manifestarse. La muerte es el actor principal y uno de los motores principales del proceso evolutivo. Sin ella no existiría la evolución, por lo cual puede considerarse, paradójicamente, el gran descubrimiento de la vida.

Aunque suene contradictorio, el azar, o sea el desorden, es el dios fecundo generador de nuevas formas de vida, de nuevas direcciones del movimiento evolutivo. El nicho define direcciones y ordena este desorden por medio del filtro o tamiz de la selección natural, especie de diablillo de Maxwell que abre de forma selectiva la compuerta que comunica con la siguiente generación a unas formas de vida y la cierra para otras. No obstante, son numerosas las personas que no aceptan el papel ordenador del azar. Con este, afirman, se asocia solo el caos. No nos debe quedar ninguna duda, contra lo que pensaba Albert Einstein, la naturaleza sí juega a los dados. Y lo hace como tahúr empedernido.

Stephen Jay Gould destaca con gran acierto la importancia que tiene la presencia de cierta redundancia en la creatividad exhibida por el proceso evolutivo. Cuando, por ejemplo, se dispone de dos formas de respiración, por medio de branquias y pulmones, como ocurrió con algunos peces primitivos, se puede destinar uno de los órganos redundantes para una nueva función, sin menoscabo para la supervivencia. Fue de ese modo como algunos peces convirtieron los pulmones en vejigas natatorias y olvidaron para siempre respirar el aire atmosférico. Y si por azar se dispone de dos o más genes para sintetizar una proteína, cualquier mutación que ocurra en alguno de ellos enriquece el acervo de compuestos sintetizados, sin perder los anteriores. Más aún, poseer cierta redundancia genética entraña una ventaja biológica adicional, pues al disponer de dos genes para la misma función se tiene un repuesto para cuando, por accidente, uno de los genes mute y quede inservible. Y en otro plano, si de una especie nacen muchos individuos —una forma de redundancia—, las mutaciones pueden actuar en algunos de ellos para producir nuevos diseños, lo que se traduce en aumento de la variabilidad, sin menoscabo notable para la población.

Sistemas irreversibles

Los modelos termodinámicos que describen el comportamiento de los sistemas complejos cuando se encuentran lejos de los puntos de equilibrio (Prigogine, 1993) permiten ahora tener una comprensión mucho más clara de los fenómenos evolutivos. Efectivamente, cuando los sistemas abiertos, esto es, aquellos que intercambian energía y masa con el entorno, están compuestos por un número alto de elementos unidos por una vasta red de interacciones mutuas, sus comportamientos son muy inestables al encontrarse lejos de sus puntos de equilibrio (estados metaestables). En estas condiciones especiales, pero comunes, su comportamiento exhibe ciertas características universales. Por ejemplo, al presentarse alguna variación espontánea, el sistema responde con presteza y trata de neutralizarla. Con frecuencia no se logra el propósito, la fluctuación se amplifica fuera de toda proporción y en un lapso bastante breve es capaz de sacar el sistema de su estado presente y llevarlo a uno completamente nuevo e impredecible. Se habla en estos casos de catástrofe, caos o punto de bifurcación; un instante privilegiado o punto singular después del cual se presenta un corto periodo de conmoción y otra vez entra en acción el azar para decidir la dirección de cambio, hasta que se llega a un nuevo estado estacionario. La probabilidad de regresar a un estado anterior es nula.

Aparecen así en el sistema nuevas estructuras. Configuraciones insospechadas, imposibles de predecir, que se van integrando en el conjunto y cada vez se olvidan más y más de las condiciones iniciales. La novedad se instala en el sistema y pierde pronto su carácter de tal. Es entonces cuando decimos que se ha producido evolución. El sistema da un paso evolutivo y aumenta su complejidad de manera irreversible y casi repentina, moviéndose a contracorriente con el flujo natural de la entropía, violando con impunidad la segunda ley de la termodinámica, que postula una desorganización siempre creciente. Cada vez ocupa un estado más improbable, en un ascenso sin fin. Se va así construyendo el presente y dejando atrás y para siempre un pasado irrecuperable.

El azar vuelve otra vez a convertirse en fuente inagotable de novedades. Es autor de las fluctuaciones, por un lado; por el otro, decide el rumbo que debe seguirse y, en consecuencia, el estado siguiente. Crea el caos y luego construye sobre él un nuevo orden. El sistema roba información al entorno y la almacena en nuevas estructuras. Dícese en estos casos que se ha producido orden por fluctuaciones. Advirtamos que el sistema se autoorganiza, por lo cual no tiene allí ningún sentido hablar de significados, ni de fines o propósitos. La metafísica no es necesaria por el momento.

Sistemas que posean las características atrás señaladas son de común ocurrencia. Las poblaciones de microorganismos, los diferentes grupos humanos, los insectos sociales, el genoma de cada organismo vivo, el cerebro humano, el conjunto de elementos que determinan el clima, amén de todos los ecosistemas, son ejemplos importantes. La característica más común observada en estos conglomerados es la enorme sensibilidad a fluctuaciones pequeñas, con el posterior cambio de estado. Los sistemas complejos se caracterizan por violar permanentemente la ley intuitiva y natural, aceptada por siglos, de que a causas pequeñas deben seguir efectos pequeños. Tales violaciones hacen que sean muy creativos y que posean un alto potencial evolutivo.

La teoría de los sistemas irreversibles sirve de apoyo a la evolución biológica. En particular, la complejidad de los genomas sumada a la complejidad de los ecosistemas permite explicar con claridad y en total acuerdo con el registro fósil el fenómeno de especiación rápida; esto es, la aparición casi repentina de especies nuevas después de cortos periodos de crisis en los ecosistemas correspondientes. Adicionalmente, se pueden explicar no pocos de los fenómenos ocurridos en la historia humana: súbitas crisis políticas después de largos periodos de tensa tranquilidad (encrucijadas de la historia), como la caída fulminante del sistema comunista en Rusia; conflictos bélicos desencadenados por incidentes triviales, como el florero de Llorente en Colombia o el asesinato del archiduque Francisco Ferdinando en Sarajevo; o repentinas catástrofes económicas, como la depresión de los años treinta en Estados Unidos.

Uno de los teoremas fundamentales de los sistemas irreversibles afirma que al aumentar el número de interacciones entre los elementos que los conforman, mayor es la posibilidad de que una fluctuación crezca hasta sacarlos de sus estados metaestables. Y otro teorema afirma que la sensibilidad a las fluctuaciones aumenta considerablemente al alejarse el sistema de las condiciones de equilibrio perfecto. Esto explica la tantas veces absurda dinámica de grupos y, también, nos permite aseverar que nuestra congestionada sociedad moderna, tensa y plena de interacciones entre todos sus elementos, merced al avance de las comunicaciones, a la rapidez creciente de los medios de transporte y al poderío de las armas, es cada vez más propensa a la inestabilidad y a las crisis. Un futuro poco tranquilizador.

Otro interesante teorema que satisfacen los sistemas complejos y que encuentra validación casi universal afirma que la probabilidad de permanencia de un individuo en una comunidad estable decrece exponencialmente con su tamaño. Esto explica la profusión de lo pequeño, que haya más estrellas que galaxias, más bacterias que ratones, más ratones que elefantes y más espermatozoides que óvulos.

El cerebro humano, compuesto por miles de millones de neuronas ricamente interconectadas, configura un típico sistema complejo irreversible. De comportarse como los demás sistemas de su clase, su enorme creatividad quedaría explicada inmediatamente, pues esta es una de las características principales de tales sistemas. Asimismo, los llamados chispazos o momentos de inspiración repentina podrían corresponder a los instantes críticos producidos por pequeñas fluctuaciones que, en determinadas situaciones, pongamos por caso, después de un intenso trabajo mental, crecen y se amplifican hasta sacar el sistema neuronal de su cauce normal. La irreversibilidad significaría, entonces, que nuestro cerebro evoluciona permanentemente de tal suerte que nosotros nunca podremos volver a ser los mismos de antes; que el eterno retorno es imposible. La aleatoriedad produciría una deseable ruptura causal entre el hoy y el ayer, lo cual implicaría el libre albedrío; esto es, la capacidad de tomar decisiones que no estén completamente implicadas por nuestro pasado.

Bricolaje o preadaptación

La clave para entender gran parte de los diseños de la naturaleza reside en lo que los franceses llaman bricolaje, o el arte de modificar lo existente para que desempeñe una nueva función: hacer de un sombrero una canasta, de una llanta unas sandalias, de una caja una silla, de una bicicleta vieja una obra de arte. “Un cambio funcional —dice Stephen Jay Gould— en el seno de una continuidad estructural”. Los biólogos lo conocen como preadaptación. Término desafortunado pues sugiere que el proceso evolutivo ha sido planeado de antemano, y que las adaptaciones, de manera precognitiva, se anticipan a las variaciones futuras del nicho ecológico. Pero ya sabemos bien que la evolución no posee misterios paranormales, que no está basada en la precognición ni en la previsión, sino en el oportunismo. En un lenguaje simple, todo lo que ocurre no es, en el fondo, más que una oportuna e ingeniosa sustitución de funciones (empieza ahora a usarse el término exaptación para referirse a este fenómeno). En ocasiones, las nuevas funciones no destruyen las antiguas y el órgano o la parte deviene multifuncional (las orejas y la nariz, amén de sus funciones naturales, sirven de soporte a los anteojos, sin haber sido diseñados para ello).

La naturaleza ha sido maestra en el arte del bricolaje. Las alas de las aves fueron patas delanteras en los reptiles que las precedieron, y esas mismas extremidades sirvieron como aletas a los peces que precedieron a los reptiles. Pero muchísimo antes de eso, en los protopeces, fueron simples pliegues cutáneos que se proyectaban a lado y lado para darle estabilidad dinámica al cuerpo del animal. Los biólogos hablan de homología: la misma estructura básica con disfraces diferentes. En los pingüinos, las alas se conservan casi inalteradas, pero vuelven a su función primigenia, la natación. En los animales de vida subterránea se convirtieron en palas para excavar, y en el hombre se transformaron en la herramienta natural más fina y versátil que se conoce, protagonista importante en la evolución de la inteligencia.

La aleta caudal de los peces primitivos se convirtió más tarde en la cola de los mamíferos. En algunos dinosaurios y en los pangolines se transformó en arma de defensa; en los canguros pasó a desempeñar el papel de palanca impulsora; en los perros y lobos es parte del equipo de señales sociales, mientras que en las ardillas es órgano de equilibrio; en los monos suramericanos se convierte en una quinta mano, fundamental para sus desplazamientos por las ramas de los árboles, y el ganado destina el mismo apéndice a una función más humilde: espantar moscas y otros bichos molestos.

La lengua comenzó siendo un instrumento alimentario. Además de colaborar en la recolección del alimento, se convirtió en una estación de selección de nutrientes apropiados y de rechazo de los inapropiados. Recordemos que en la lengua del hombre se encuentran papilas gustativas sensibles a cuatro sabores básicos: el dulce de los alimentos energéticos, el salado del compuesto vital, el agrio de lo fermentado y el amargo de las sustancias tóxicas.

En ciertos animales la lengua se convirtió, además, en un órgano prensil, como ocurre en ranas, camaleones, ganado vacuno y caballar, o en el órgano de refrigeración de perros y lobos. En el hombre la lengua adquirió un papel más distinguido: participar en el manejo de la parte verbal del lenguaje. Y en algunos humanos especialmente dotados —Pavarotti, Plácido, Monserrat— la lengua llega a ser parte de un auténtico instrumento musical. Y puede también desempeñar la excitante función de instrumento amoroso, por igual en hombres y bestias.

La sonrisa del hombre se debe a la transformación directa de un gesto de sumisión que poseían los primates que le antecedieron, y este, a su vez, fue posible gracias a modificaciones menores en la musculatura de succión de los mamíferos. Las escamas fueron al principio células de la epidermis endurecidas para servir de cubierta protectora. De ellas, por transformación directa, se derivaron las plumas de las aves y los pelos de los mamíferos terrestres. Como recuerdo de esta antigua historia, en algunas gallinas y palomas las escamas de las patas aparecen transformadas espontáneamente en plumas, lo que sugiere una corta distancia genética entre esos dos recubrimientos, no obstante la distancia fenotípica ser tan grande. La boa constrictora ha convertido todo su cuerpo en un brazo descomunal con el que estrangula brutalmente sus presas. Los huesos articulares del maxilar inferior de los reptiles primitivos se desplazaron para convertirse en los huesecillos del oído medio de los mamíferos. El galope del cuadrúpedo estepario se conservó, con ligeras modificaciones, pero adquirió una nueva presentación: el elegante nadado ondulante de delfines, focas y ballenas, y en el menos elegante y mal llamado estilo mariposa de los nadadores olímpicos.

Si hacemos honor a la exactitud, la evolución poco crea: modifica y modifica lo existente hasta darle una nueva presentación. El tan citado Stephen Jay Gould dice que la selección natural es un cedazo, no un escultor. Desde el Cámbrico, la evolución parece estar reciclando sus productos básicos. La planta o el animal ya existen y poseen características dadas que deben modificarse gradualmente para adaptarlas a un nuevo nicho. El proceso evolutivo no tolera cambios tan grandes como los requeridos para alterar por completo el diseño básico. Habría que comenzar todo desde el principio, y esto no es posible. La evolución no empieza nunca a partir de cero. Borrar y comenzar de nuevo es el procedimiento ideal, pero no le es permitido a la evolución. Su problema es un caso típico de máximos y mínimos con restricciones. Y lo resuelve de manera más que admirable.

Lo anterior, entonces, aclara por qué cuando observamos algunas formas vivientes tenemos la sensación de que el diseño no es el mejor, pero, a pesar de todo, reconocemos que su funcionalidad y adaptación son de una perfección increíbles. Y más notable aún, cuando apreciamos su perfección dentro de limitaciones estrechísimas. Los ojos de los mamíferos y cefalópodos evolucionaron siguiendo caminos distintos y apartados, pero llegaron a resultados casi idénticos. No obstante, existen pequeñas diferencias anatómicas, resultado de los caminos evolutivos particulares, convertidas en grandes diferencias funcionales, con ventaja apreciable para los segundos. Pues bien, en los cefalópodos (véase figura 2.4) los vasos sanguíneos que alimentan la retina, así como los ramales nerviosos que parten de allí, están situados por debajo de ella, de tal suerte que no interfieren con la luz incidente, como sí es el caso en los mamíferos, en los que el orden de los factores se encuentra invertido. Y hay un pequeño detalle que vale la pena destacar: el punto ciego (véase figura 2.5), esa pequeña mancha de la retina que corresponde al agujero de salida del nervio óptico, y que limita un poco nuestra visión (en los tuertos es un poco más notable el efecto), no existe en los cefalópodos.


Figura 2.4 Ojo humano y ojo de pulpo

En el ojo humano, el nervio óptico cubre la retina y le roba algo de luz. En el pulpo, un mejor diseño, la retina está por delante de la red nerviosa.

Fuente: Gregory (1965).


Figura 2.5 Punto ciego

Si desea verificar la existencia de su punto ciego, cierre el ojo izquierdo y mire fijamente el punto negro. Cuando la figura está situada a unos 25 centímetros de distancia, el punto negro desaparece.

Fuente: Lewin (1982).

Uno de los mejores argumentos prácticos para apoyar las ideas del mal diseño biológico lo constituyen los órganos reproductores del hombre (Hass, 1987). Durante la primera etapa embrionaria, los testículos están localizados cerca de los riñones, en una posición similar a la que ocupan en las lagartijas adultas (la ontogenia recapitula otra vez la filogenia). De ahí descienden, al continuar el desarrollo fetal, y cruzan por la parte anterior del tronco hasta quedar localizados en su posición definitiva. A causa de tal desplazamiento, el conducto espermático se ve obligado a dar un rodeo completo a la vejiga, recorrido incómodo, largo e innecesario. Un diseño defectuoso que arrastramos toda la vida, consecuencia de nuestro pasado reptil.

Sobre este tema particular se expresa así Stephen Jay Gould (1984):

La evolución queda expuesta en las imperfecciones que se registran en una historia de descendencias. ¿Por qué debería correr una rata, volar un murciélago, nadar un delfín y yo escribir este ensayo con estructuras conseguidas a partir de los mismos huesos, sino porque todos los heredamos de un antecesor común? Un ingeniero que partiera de cero podría diseñar unas extremidades mejores para todos y cada uno de los casos (p. 276).

Lo que Gould llama imperfecciones no son más que las soluciones a problemas de máximos y mínimos con restricciones, logrados con elementos no pocas veces impropios e inadecuados.

Las imperfecciones de diseño y la repetición incansable de los temas comprueban que detrás de todo solo encontramos la casualidad, lo aleatorio, encauzado por las fuerzas del ambiente. En cada momento evolutivo se debe acudir a los recursos existentes y modificarlos para que sirvan a la nueva función, sin importar para nada que existan otras soluciones mejores, pero que exigirían haber partido de otro punto o haber seguido un camino evolutivo diferente.

El futuro de las especies está severamente constreñido por su presente. Cuando se está localizado en una pequeña rama del árbol evolutivo es imposible retornar al tronco principal, deshacer las transformaciones acumuladas y diseñar de nuevo el organismo. El pingüino debe nadar con sus alas, pues no tiene manera de convertirlas en aletas auténticas. No es permitido demoler y volver a construir sobre las ruinas. Cada novedad que aparece crea una nueva historia a partir de la pasada. En el árbol de la vida no queda otra alternativa que seguir adelante y generar una nueva rama derivada de la anterior. Hasta las involuciones representan nuevas ramas. El árbol de las especies aumenta su fronda con el paso del tiempo, aunque la mayoría de sus ramas terminan secándose temprano.

En este punto vale la pena señalar una diferencia esencial entre el diseño de los ingenieros y el que realiza la naturaleza: en el primero, por lo general se diseña una pieza para cada función; mientras que la naturaleza va acumulando más y más funciones sobre los mismos órganos. En otros términos, el diseño humano se caracteriza porque los elementos constituyentes son unifuncionales, mientras que la naturaleza los vuelve multifuncionales. Un ejemplo destacado lo proporciona el cerebro. En efecto, cada región o zona cerebral tiene asignada alguna función principal y un conjunto amplio de funciones accesorias adicionales.

Convergencia evolutiva

Un fenómeno muy interesante es el de convergencia evolutiva: especies que marchan evolutivamente por caminos apartados y, no obstante, llegan a poseer características semejantes. Puede comprobarse que, en no pocos casos, a igualdad de condiciones del nicho ecológico corresponde igualdad de resultados evolutivos, ya sea en el plano anatómico —el más visible—, en el fisiológico o, muchas veces, en el psicológico o de comportamiento.

El anticongelante que producen los peces del Ártico es parecido al de los de la Antártida, a pesar de la enorme distancia. Los picos de algunas aves que han evolucionado por líneas diferentes han llegado, cuando el tipo de alimento es semejante, a mostrar parecidos asombrosos. El ojo de los cefalópodos —pulpos y calamares— y el de los mamíferos son similares en todos sus detalles, a pesar de haber seguido rutas evolutivas o filogenéticas tan divergentes. Una función común, la visión, ha forjado la similitud. Hasta el momento se conocen más de cuarenta líneas evolutivas diferentes que han desarrollado ojos —o fotorreceptores— por caminos independientes (Salvini-Plawen y Mayr, 1977), pero, muchas de ellos, con diseños ópticos bastante similares. Los caminos evolutivos de mamíferos placentarios y marsupiales se separaron desde hace más de cien millones de años; no obstante, existía hasta hace poco un lobo marsupial muy parecido al placentario, y existe una ardilla voladora marsupial de características morfológicas semejantes a las de la ardilla común.

En la actualidad existen varias clases de mirmecófagos o comedores de hormigas (en realidad, sus dietas están constituidas fundamentalmente por termitas), pertenecientes a especies alejadísimas entre sí. El oso hormiguero de América del Sur es un mamífero placentario de la familia del armadillo y el perezoso, mientras que los pangolines de África y Asia, también placentarios, tienen la misma especialidad gastronómica, pero sus líneas filogenéticas están bastante alejadas de las del primero. En Australia existen dos especialistas de esta misma dieta: uno marsupial, el Myrmecobius, y uno monotrema, el oso hormiguero espinoso o equidna. Lo interesante del caso es que todos estos animales tienen garras fuertes para abrir los termiteros, un hocico tubular y una lengua larga, delgada y pegajosa, diseñada para extraer las termitas e ingerirlas. Asimismo, todos ellos han perdido los dientes, pues no los requieren, y son dueños de un metabolismo en extremo lento. Una dieta común e innumerables milenios de evolución han labrado la similitud entre las respectivas estructuras anatómicas y fisiológicas.

La sopa de nido de golondrina, un plato exquisito para los orientales, es confeccionada a partir de una sustancia blanca y traslúcida parecida a la goma arábiga, producto elaborado en las glándulas salivares de las salanganas —algunos las confunden con las golondrinas—, pájaros que viven en grandes y profundas cuevas en las que no penetra la luz solar. Para desplazarse en las zonas más oscuras, sitio preferido para sus nidos, las aves emiten una especie de chillido cuyo eco, debidamente interpretado, les permite reconocer los obstáculos y demás detalles topográficos del entorno (el mismo fundamento del sonar). En América del Sur existe otra especie de pájaro, el guácharo, también habitante de cuevas oscuras, que está dotado de estructuras acústicas para la ecolocalización muy similares a las de las salanganas. Los murciélagos completan el trío de especialistas en el manejo del eco como remplazo de la vista. Estos príncipes de las tinieblas son capaces de moverse con precisión en un recinto completamente oscuro y atravesado por obstáculos, y pueden cazar pequeños insectos en movimiento en medio de la oscuridad absoluta.

La localización utilizando las variaciones del campo eléctrico generado internamente es propiedad común a rayas, lucios y anguilas. Estas tres especies han desarrollado, cada una por su lado, la capacidad de generar un campo electrostático variable alrededor de su cuerpo, así como los mecanismos apropiados para interpretar las perturbaciones de este, con el fin de localizar las presas en sitios donde la oscuridad o la turbidez del agua hacen imposible la visión directa.

La observación atenta de la naturaleza siempre nos depara sorpresas nuevas. Una de ellas, en especial, está relacionada con las plantas carnívoras. Los jugos gástricos de estas especies vegetales (Luttge, 1985) contienen ácido clorhídrico, como ocurre en el reino animal, y unas enzimas, las proteasas, de naturaleza química semejante a la pepsina, encargadas de hidrolizar las proteínas. Las necesidades digestivas imponen condiciones evolutivas tan restringidas que las especies terminan convergiendo en un punto común.

Del big bang al Homo sapiens

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