Читать книгу Del big bang al Homo sapiens - Antonio Vélez - Страница 9

Оглавление

1. Genes y herencia

Ya no sabremos qué sería de la vida sin las versatilidades del carbono, sin la afición de la molécula a copiarse, sin el alosterismo de ciertas proteínas. Qué sería de cada sol, de cada mundo, sin la improbable isotropía y corrimiento del espacio, si no fuese la materia a tal punto propensa a la espiral, propicia al orbe, si levemente fuera otro el delicado contrapeso de sus órbitas...

Carlos Framb. Un día en el paraíso

Hasta finales del siglo pasado, era creencia popular que la herencia se transmitía por medio de la sangre. El hijo recibía una mezcla de las de sus padres, de ahí que sus características externas pareciesen también una mezcla balanceada de las de sus dos progenitores. Las expresiones pura sangre o media sangre, aún usadas con la connotación de herencia, reflejan muy bien esa antigua hipótesis.

Breve historia de la genética

En 1865, el fraile agustino Gregor Mendel presentó a la comunidad científica su trascendental trabajo sobre la herencia, fruto de una paciente labor con los guisantes en la huerta de su convento y del análisis detallado y científico de toda la información recogida en sus experimentos de campo. Mendel, con mucha suerte y una gran dosis de intuición, logró formular las leyes de la herencia que ahora llevan su nombre; sin embargo, pese a la enorme importancia científica de su trabajo, este se mantuvo injustamente en el olvido hasta 1900, cuando al fin, aunque tarde, se le dio el reconocimiento que merecía, catorce años después de la muerte de su autor. Las personas que oyeron a Mendel aplaudieron; parece que no hubo preguntas. Desiderio Papp, historiador de la ciencia, comentó alguna vez que no dejaba de sorprenderlo el hecho de que nadie se hubiera dado cuenta de que habían asistido a uno de los acontecimientos científicos más decisivos del siglo.


Figura 1.1 Gregor Mendel

Fuente: Haaf (1979).

En 1874, el médico alemán F. Miescher, mientras trabajaba con vendajes quirúrgicos en el intento de desintegrar las células de pus por medio de la pepsina, descubrió y describió por primera vez los ácidos nucleicos, llamados así por encontrarse principalmente en los núcleos de las células. Su trabajo, al igual que el de Mendel, también pasó inadvertido. Estos compuestos orgánicos fueron considerados en su época como sustancias sin mayor importancia biológica.

En 1903, y de manera independiente, Sutton en los Estados Unidos y Boveri en Alemania descubrieron que el comportamiento de los genes o unidades de la herencia postulado intuitivamente por Mendel era semejante al de los cromosomas observados por ellos en el microscopio. Pero solo en 1944, Avery, McLeod y McCarthy obtuvieron resultados experimentales que sugerían que este ácido, más tarde denominado ácido desoxirribonucleico, o de manera abreviada adn, podría ser el portador de la herencia. En 1952, Hershey y Chase dieron pruebas directas que confirmaron la hipótesis anterior. En 1953, James Watson y Francis Crick propusieron el modelo de la doble hélice para la molécula de adn, arquitectura que concordaba maravillosamente bien con toda la información disponible en la época, y que les permitió explicar la duplicación o réplica del material genético durante la división celular.

La forma sencilla y práctica como se almacena la información genética en la molécula de adn, o código genético, fue descifrada en 1965 por Nirenberg, Khorana y Leder. A otro trío muy connotado, Monod, Lwoff y Jacob, le fue otorgado ese mismo año el Premio Nobel de Medicina y Fisiología por su trabajo acerca del papel desempeñado por el ácido ribonucleico (arn) mensajero y los elaborados procesos llevados a cabo en la célula para decodificar el mensaje contenido en el adn.

El adn

Las unidades hereditarias se encuentran localizadas principalmente en los núcleos de las células de todos los organismos vivos y están constituidas por grandes moléculas de adn que conforman los cromosomas, elementos que, observados al microscopio durante la división celular, parecen letras de un alfabeto extraño. En la mayoría de las especies animales y en numerosos vegetales los cromosomas se pueden agrupar en parejas —su número es constante para cada especie—, de tal modo que cada uno de sus miembros resulta, en estructura y constitución, parecido a su compañero u homólogo.

En las hembras de los mamíferos, los dos cromosomas que determinan el sexo son simétricos, y, tal vez por su forma, se los llama cromosomas X (dícese, entonces, que la composición de las hembras es XX). En los machos se presenta una excepción a la regla de emparejamiento: los dos cromosomas son asimétricos, uno de ellos es el mismo X de las hembras, mientras que el otro, llamado Y, es mucho más pequeño (se habla de composición XY). En la mayoría de las aves y mariposas, en algunos anfibios y reptiles y en muchos peces la situación es al contrario: las hembras presentan la composición XY y los machos la XX.

La mitad de los cromosomas son heredados del padre, la otra mitad de la madre. El conjunto de cromosomas o genoma humano consta de 23 pares (véase figura 1.2), los del chimpancé, gorila y orangután de 24, el del macaco tiene 21, y 22 el del gibón. El perro posee 39 pares de cromosomas, el caballo 32 y la mosca del vinagre o Drosophila 4. Existe una especie que solo posee un par y se conoce una clase de ave que tiene alrededor de 1.200, muy pequeños, como es de suponer.


Figura 1.2 Los veintitrés pares de cromosomas que se encuentran en cada célula somática de una mujer

Fuente: Dobzhansky, Ayala, Stebbins y Valentine (1977).

Entre el hombre y el chimpancé —nuestro pariente animal más cercano— existe un parecido cromosómico notable. Creen los biólogos que estas dos especies pertenecieron a un tronco común y que en algún momento de su historia evolutiva, situado apenas entre seis y ocho millones de años atrás, los cromosomas 2 y 24 del antecesor común a hombre y chimpancé se fusionaron de manera accidental y dieron origen, por milagroso azar, a una nueva y exitosa rama primate que se transformaría, milenios más tarde, en el hombre moderno. Sin este afortunado accidente, la inteligencia superior podría estar ausente de la Tierra. Sería esta el planeta de los simios, en el mejor de los casos.

De acuerdo con el modelo geométrico propuesto por Watson y Crick, la molécula de adn está conformada por una doble cinta helicoidal, con forma de escalera de caracol, construida a partir de cuatro bases nitrogenadas. Cuatro compuestos orgánicos complejos: adenina (A), citosina (C), guanina (G) y timina (T), que se presentan organizados en parejas, siempre A con T y T con A, C con G y G con C. Estas parejas complementarias forman los barrotes de la escalera y van soportadas por un azúcar, la desoxirribosa, y un fosfato, sustancias que forman el pasamanos de la escalera (se está hablando de una escalera liliputiense pues la distancia entre dos barrotes consecutivos es inferior a una millonésima de milímetro). El conjunto formado por base nitrogenada, azúcar y fosfato se denomina nucleótido.

Dado que las bases nitrogenadas solo se agrupan formando las parejas AT, TA, CG y GC, entonces, conocida una de las mitades de la cinta helicoidal puede conocerse de inmediato la opuesta o complementaria. Si la secuencia de una cadena fuese TCCGATGC..., por ejemplo, la secuencia de la cadena complementaria sería AGGCTACG...

Antes de la división celular (se verá con cierto detalle más adelante), sea mitosis o meiosis, la hélice de adn se abre en dos mitades, como lo hace un cierre de cremallera, y al frente de cada mitad se forma automáticamente el filamento complementario. De esta manera queda explicada con gran sencillez y lógica la réplica o duplicación del material genético, conocida también con el nombre de réplica semiconservativa, una operación que es indispensable para, durante la división celular, preservar intacta la información genética de cada especie.

Código genético

La información genética contenida en el adn depende del orden que presenten en él las bases nitrogenadas. Cada triplete o terna de bases consecutivas codifica un aminoácido bien determinado —de ahí que también lleve el nombre de codón— entre los veinte que constituyen el conjunto de elementos o ladrillos básicos con los cuales están construidas las proteínas de todos los seres vivientes. Así, por ejemplo, el triplete TTT codifica la lisina, CTT codifica el ácido glutámico y CGG la alanina. Una secuencia particular de tripletes determina, en consecuencia, la cadena de aminoácidos o polipéptido que va a ser sintetizado por la célula. Dos o más polipéptidos se encadenan para formar proteínas (a veces una proteína consta de un solo polipéptido), productos finales de la actividad química de las células.

La forma, tamaño y demás características hereditarias de los organismos dependen, en última instancia, del conjunto de proteínas sintetizado en sus células y este, a su vez, de las secuencias de tripletes presentes en el material genético. El tener nariz aguileña o recta, ojos azules o negros, pelo liso o ensortijado depende del orden que en el adn presenten las ternas de bases nitrogenadas. En consecuencia —afirmaba cierto biólogo—, en el gobierno de la vida, el adn ostenta el poder legislativo y las proteínas el ejecutivo. El judicial, como veremos en el capítulo siguiente, lo ostenta el nicho ecológico o medio ambiente.

Mientras que la información contenida en el adn es lineal —las secuencias de bases nitrogenadas—, su traducción final en órganos y tejidos es espacial. Estamos en presencia de un complicado isomorfismo entre espacios de distinta dimensión; esto es, de una correspondencia uno a uno entre los elementos de los dos entes y una perfecta identidad entre las respectivas relaciones estructurales. En palabras más sencillas, el mismo producto en envases diferentes. Una solución inesperada y genial —además simplísima— de la naturaleza a un problema matemático extremadamente difícil.

Con las 4 bases nitrogenadas A, C, G y T es posible construir un total de 64 (4 x 4 x 4) ternas o tripletes. De estos, 61 codifican los 20 aminoácidos básicos para la vida; los 3 restantes sirven para indicar el fin de la secuencia. Por existir más de 20 ternas, se da el caso de que un mismo aminoácido aparece codificado por 2 o más tripletes diferentes, como ocurre con la lisina, codificada simultáneamente por las ternas TTT y TTC. Significa todo esto que el código genético es redundante o degenerado.

Genes

Una secuencia ordenada de tripletes, en algunas ocasiones limitada por dos de las ternas que indican terminación, configura un gen o unidad funcional. Esta secuencia casi siempre determina una cadena particular de aminoácidos que, unidos en el orden especificado, conforman un polipéptido. En muchos casos la unión de varios polipéptidos forma una proteína. La ley biológica, aproximada, es: a cada gen corresponde exactamente un polipéptido. En el texto o mensaje genético los tripletes representan, entonces, las palabras del código, y el gen o secuencia completa, la frase con el mensaje codificado. Los cromosomas, en esta analogía literaria, corresponden a los párrafos de la obra.

En consecuencia, los genes son los mínimos segmentos cromosómicos con una función biológica bien determinada; esto es, son las mínimas unidades funcionales del adn. Además, se heredan de padres a hijos y, salvo accidentes, de manera completa, por lo que constituyen, también, las unidades mínimas de la herencia, resultado ya anticipado por Mendel. Hay genes encargados de elaborar los elementos constituyentes de los organismos vivos y por eso se los denomina estructurales; hay otros, llamados reguladores, cuyas funciones se reducen a controlar la actividad de sus compañeros, entre ellos algunos de su misma clase. Por tanto, puede tenerse una jerarquía completa de genes reguladores entramados de forma compleja: los de más poder regulan la acción de los que les siguen en orden descendente. En el más alto nivel del escalafón están situados los genes estructurales. Existen también genes mixtos, es decir, estructurales y reguladores a la vez.

Casi el 98 % del genoma no codifica proteínas, por lo que fue mirado durante mucho tiempo como simple basura. Alguien decía que los genes son meros oasis de sentido en desiertos de sinsentido. Hoy se sabe que el término basura fue desafortunado, pues esa parte desdeñada del genoma contiene segmentos que entran en acción y desempeñan un papel a veces muy importante en la determinación de las características del futuro individuo. Steven Pinker dice que el término basura es una muestra de nuestra ignorancia, pues el tamaño, la colocación y el contenido de adn que no codifica proteínas puede tener efectos dramáticos en la manera como los genes vecinos se activan y llevan a cabo sus funciones. Los genetistas dicen (Ridley, 2000) que esa basura está compuesta por un parque zoológico de extrañas entidades llamadas pseudogenes, retropseudogenes, minisatélites, microsatélites, ribosuiches y transposones, y que la receta más común del genoma humano es el de la proteína transcriptasa inversa, sin ninguna utilidad para el cuerpo humano, pero sí una molestia y una amenaza en potencia.

Cada par homólogo de cromosomas está dividido de manera igual en genes, también homólogos, que desempeñan por lo regular funciones similares. Si en una misma posición o locus, en un par de cromosomas homólogos, los genes que los ocupan son idénticos, se dice que el individuo es homocigótico para ese locus; en caso contrario se dice que es heterocigótico. Así, por ejemplo, un individuo que tenga un gen para ojos azules en uno de sus cromosomas y para ojos cafés en el homólogo será heterocigótico para ese gen particular.

Si en un locus determinado una especie presenta dos o más formas diferentes para los genes que lo ocupan, se dice que existe polimorfismo para ese gen, y a cada una de las formas presentes se la llama un alelo. Estiman los genetistas que la especie humana presenta polimorfismo en cerca del 6,7 % de sus genes. Esto significa que el resto del material genético, la mayor parte, es idéntico en todos los humanos, sin importar la raza. En conclusión, dos cromosomas homólogos son tan parecidos como lo pueden ser dos ediciones de un mismo libro. Un buen argumento para aquellos que defienden la igualdad humana y rechazan el concepto de raza.

Cuando un individuo presenta dos alelos distintos en un locus determinado, ocurre con mucha frecuencia que uno de los genes domina o encubre la acción del otro. Al primero se lo llama dominante y al segundo recesivo. Si ninguno de ellos domina al otro, se dice que son codominantes o dominantes incompletos. Existe un gen que en los humanos especifica el tipo de sangre A, otro el B y otro el 0; los genes A y B son dominantes sobre el 0, que por ese motivo es recesivo; sin embargo, ni A domina a B ni B a A y, por tanto, un individuo heterocigótico portador de los alelos A y B tendrá sangre mixta del tipo AB.

La cantidad de adn por célula no guarda relación directa con la complejidad aparente de los organismos, como lo dicta engañosamente nuestro sentido común. La rana posee 15 picogramos o billonésimas de adn por célula, la gallina 2,6, el ratón 5, el sapo 7,3, las salamandras y algunos peces primitivos pasan de 10 y el hombre apenas 6,4.

¿Por qué razón el hombre, el rey de la creación, según él mismo se define, es aventajado en este aspecto por el rústico sapo? Hay quienes explican esta aparente inconsistencia suponiendo que mucha parte del adn es redundante o no posee ninguna función (en el genoma humano se ha descubierto una secuencia misteriosa, conocida con el nombre de Alu, que se repite más de un millón de veces, tartamudeo genético cuyas funciones son desconocidas). Otros opinan que a un ser tan poco especializado como es el hombre —de él se ha llegado a afirmar que su especialización es no tenerla— debe corresponder un código genético más simple que el de animales de rango evolutivo inferior, pero de alta especialización. Aclaremos que evolucionado es distinto de especializado.

Cabe destacar en este punto, y con asombro, lo que significa la cantidad de información contenida en el adn. Proeza de almacenamiento no igualada por ningún computador creado por el ingenio humano. Toda la información requerida para construir un hombre, con sus virtudes y defectos, sus preferencias y pasiones, el color de su piel y de sus ojos, su estatura, su sexo, cada uno de sus huesos, músculos, vasos sanguíneos y hasta lunares y demás detalles insignificantes —en términos de información, más de 4.000 megabits—, está empaquetada en menos de 7 billonésimas de gramo y ocupa apenas un rinconcito insignificante dentro de una célula microscópica. Es algo que uno se resiste a aceptar como perteneciente al mundo de la realidad.

Alguien ha aseverado que el papel de la ciencia consiste en crear programas comprimidos para representar el universo real. Piénsese en la formidable lección que nos ha dado la naturaleza, cuando ha conseguido que los programas genéticos de los más de seis mil trescientos millones de seres humanos que pueblan en este momento el planeta puedan ser almacenados cómodamente en un recipiente de menos de cuatro centésimas de centímetro cúbico de volumen. Mucho menos que una gota. Y si de cada una de los diez millones de especies, supuestamente existentes sobre la Tierra, tomásemos su material genético y lo depositásemos en un recipiente, esta moderna arca de Noé demandaría un volumen inferior a una diezmilésima de centímetro cúbico (para marear al mismo Noé). Palidecen ante esto los magníficos logros de los constructores de microfichas para computador.

Los estudiosos del genoma humano calculan que nuestro adn puede contener cerca de tres mil millones de pares de bases nitrogenadas, repartidos en cerca de cuarenta mil genes, lo que muestra su enorme complejidad y el tamaño de los problemas que deberá enfrentar el ingeniero genético del futuro. Si se dispusiera el adn de los 46 cromosomas formando una sola línea, ocuparían una longitud aproximada de 3 metros. Y si se mecanografiara el código genético de un hombre de manera apretada sobre una tirilla de papel, el texto resultante tendría una extensión cercana a los 150 kilómetros. Y 10 kilómetros el de una simple bacteria como la Escherichia coli, huésped permanente del intestino humano. A propósito de esto, comenta Richard Dawkins que cada vez que comemos un trozo de carne, estamos destruyendo el equivalente en información a más de cien mil millones de copias de la Enciclopedia Británica.

En febrero del 2001, el Proyecto Genoma Humano (pgh) publicó sus resultados; es decir, la secuencia de los tres mil millones de pares de bases nitrogenadas que constituyen el adn humano. Gracias a tan descomunal proyecto hoy podemos disponer de una biblioteca de tamaño mediano, tres mil volúmenes de formato normal, con todas las instrucciones genéticas requeridas para construir un ser humano. ¡Se ha revelado al fin la secreta fórmula del hombre! Y disponemos de un tenebroso túnel del tiempo que muchos temen. Desde la primera infancia podremos asomarnos al futuro de nuestra salud y conocer todas aquellas enfermedades y propensiones que tienen origen genético y que se manifestarán en la adultez: propensiones a ciertos tipos de cáncer, enfermedad de Alzheimer, corea de Huntington, diabetes y esquizofrenia, para citar solo algunas. En un futuro lejano —ciencia ficción— estaremos en capacidad de enviar mensajes a otras civilizaciones extraterrestres, si de verdad existen, con la secuencia obtenida por los biólogos, y así podremos mostrarles, sin necesidad de enviar ovnis terrícolas, cómo realmente estamos construidos los humanos.


Figura 1.3 El código genético del bacteriófago φX174

Así deben aparecer cada una de las páginas de los tres mil volúmenes requeridos para escribir el genoma humano.

Fuente: Hofstadter (1987).

Aclaremos que el adn no es un plano detallado del organismo. Se parece más bien a una receta para construirlo. En las células se ejecutan las instrucciones genéticas, que conjugadas con las leyes de la física y la química producen los organismos durante el periodo de desarrollo, y luego dirigen su funcionamiento. En realidad, dice el matemático Ian Stewart, los genes complementan las leyes del mundo físico, no las remplazan ni superan.

Es importante señalar que el material genético y el código por él representado son similares en todos los organismos vivos. Desde la ameba hasta Einstein. La maquinaria química de la célula es la misma para todas las formas vivas, y los elementos constituyentes de los organismos terrestres son siempre los mismos veinte aminoácidos, lo que sugiere un origen único o monogénesis de la vida. El poeta nicaragüense Ernesto Cardenal (1989) en su Cántico cósmico lo cantó así: “Todas las formas de la bella vida terrestre / araña, jaguar o Greta Garbo / no son sino formas de ordenación de veinte aminoácidos” (p. 460).

La universalidad de las cuatro bases nitrogenadas en la constitución del código genético permite sospechar que el adn tuvo un origen único. No se descarta la posibilidad de que antes de la aparición de la vida existiesen, adicionalmente, otras bases distintas de las cuatro actuales, y que por selección natural se hubiesen eliminado las menos eficientes.

Genotipo y fenotipo

Se llama genotipo al material genético particular de un individuo. Al organismo resultante del proceso de desarrollo u ontogenia, fruto de la interacción del medio ambiente o nicho ecológico con el genotipo, se lo llama fenotipo. El fenotipo es entonces una entidad dinámica que varía de manera permanente desde el nacimiento hasta la muerte. De manera simplificada y descriptiva, alguien decía que el genotipo es el huevo y el fenotipo la gallina. Podríamos agregar, metafóricamente, que el fenotipo es el disfraz particular y cambiante que utiliza en todo momento el genotipo.

Para una persona cuya sangre sea tipo A —fenotipo A—, su genotipo admite dos posibilidades: AA o AO. En el primer caso los dos genes que determinan el tipo de sangre, uno de origen materno y el otro paterno, codifican el aglutinógeno A. En el segundo caso uno solo de los dos genes codifica el aglutinógeno A y el otro una sustancia neutra, pero el portador de todas maneras seguirá siendo positivo para la sustancia A y, en consecuencia, para fines de transfusión sanguínea, será clasificado como tipo A. En resumen, dos genotipos distintos y un solo fenotipo verdadero.

De manera similar, la persona con sangre tipo B puede ser BB o B0. Aquellos que poseen sangre AB, necesariamente serán portadores de un gen para A y otro para B y, por tanto, pueden recibir en una transfusión cualquier tipo de sangre, de ahí que se les llame receptores universales. Por último, las personas tipo 0 no pueden poseer más que dos genes que codifican ambos la sustancia neutra. Su sangre sirve a todo tipo de persona, por lo cual se las llama donantes universales.

Se recuerda todavía lo ocurrido al actor de cine Charles Chaplin. En 1944, la actriz Joan Barney demandó al actor por una paternidad que él se negaba a reconocer. El niño poseía sangre tipo B, la actriz A y Chaplin 0. Aun dentro de los limitados conocimientos de genética de la época, la paternidad del genial comediante era imposible, pues el gen que codifica la sustancia B aparecía en el niño y no estaba presente ni en él ni en la madre; sin embargo, el jurado, apoyado en el hecho de que la prueba de sangre en el estado de California no tenía ninguna validez en ese momento, obligó al actor a asumir los gastos de manutención del niño. Sobra decir que poca gracia le causó la decisión al famoso cómico. Este caso demuestra, también, que el derecho, por su misma estructura legal, “bien manejado” puede llegar a funcionar al revés. Hoy, lo único que podría argumentarse a favor de la señora Barney sería una improbabilísima y milagrosa serie de mutaciones del gen 0 aportado por Chaplin hasta convertirse en B.

Entre el genotipo y el fenotipo siempre existirá una estrecha correspondencia. El genotipo determina los límites o rango dentro del cual ha de desarrollarse cada característica del individuo, intervalo conocido por los biólogos como norma o rango de reacción. Se lo puede también denominar marco fenotípico. Para ayudar a entender el concepto de rango de reacción, asimílese el genotipo a un conjunto de canales por donde han de desarrollarse las características que definen el organismo. Esto hace, por tanto, que el rango quede convertido en la amplitud de cada canal. La trayectoria final o trayectoria ontogénica seguida por una característica dada dependerá del efecto combinado de las fuerzas del genoma y las aportadas por el ambiente.

Así, por ejemplo, el rango de reacción de la estatura está determinado por el material genético, y su interacción con el medio determina la estatura final del organismo adulto. Si se ha gozado de buena salud y se ha tenido alimentación y ejercicio apropiados, la estatura será la máxima autorizada por el rango; pero de no contar el individuo con las condiciones ambientales correctas, la estatura final será algún valor intermedio entre el máximo y el mínimo.

Existen características de rango muy amplio, como es el caso de la inteligencia. Los niños fenilcetonúricos, si se los somete a una dieta que contenga fenilalanina, desarrollan retraso mental irreversible; en caso contrario, su inteligencia puede ser normal o aun superior. Aquellos niños cuyas madres padecieron alguna enfermedad de tipo eruptivo durante el embarazo —fuerzas negativas del entorno— también pueden resultar con alguna deficiencia mental.

Existen otras características, como el color de los ojos, el número de dedos en pies y manos, el color de la piel, la forma, color y distribución del cabello, el sexo anatómico y muchas más, que muestran un rango de variación estrecho. Cualquier modificación en estos casos exige una acción muy drástica del medio ambiente. Entre las características de rango más estrecho, esto es, las más difíciles o aun imposibles de modificar, pueden citarse las formas de comportamiento instintivo, los movimientos reflejos, el plan corporal, la arquitectura ósea y otras características básicas de la especie.

Mutaciones

A pesar de la réplica o duplicación casi perfecta del material genético, de cuando en cuando y de forma impredecible se producen errores de copia, alteraciones conocidas con el nombre de mutaciones (lo de copias fieles es solo una verdad aproximada). Las mutaciones pueden clasificarse en dos grandes categorías: las puntuales o puntiformes, que afectan partes específicas de un solo gen y que consisten en supresiones, adiciones y modificaciones de unos pocos pares de bases nitrogenadas; y las cromosómicas, que consisten principalmente en supresiones, duplicaciones, inversiones o translocaciones de segmentos cromosómicos, en la fisión de un cromosoma o en la fusión de uno de ellos con un segmento de otro, con la posibilidad de presentarse, a veces, la adición o supresión de uno o más cromosomas completos.

Las mutaciones son desórdenes moleculares, muchos de ellos derivados de procesos cuánticos esencialmente impredecibles, por lo cual ocurren al azar, legítimo azar, y esto no significa, como equivocadamente creen algunos científicos que no han sido formados en la disciplina del cálculo de probabilidades, que sean todos igualmente probables, esto es, equiprobables. Se sabe que algunos puntos del adn son más frágiles que otros e, igualmente, que algunos de sus sectores son más propensos a mutar, y que al hacerlo siguen ciertas direcciones preferidas. Pero eso no les quita en absoluto su carácter aleatorio. Equiprobable y aleatorio son dos conceptos diferentes. Y es justo ahí donde se presenta la confusión.

Es tan común el malentendido que hasta una persona tan prestigiosa en el mundo intelectual como el paleontólogo y ensayista norteamericano Stephen Jay Gould ha caído en ese error. En su ensayo “Sombras de Lamarck”, publicado en el volumen titulado El pulgar del panda, escribe: “Los darwinianos hablan de la variación genética, el primer paso, como algo que se produce al azar. Este constituye un término desafortunado, puesto que no nos referimos al azar en el sentido matemático de igualdad de probabilidades en todas las direcciones” (Gould, 1983a). El zoólogo y evolucionista de Oxford Richard Dawkins (1988) se equivoca también cuando escribe en El relojero ciego: “Solo si definimos el concepto ‘al azar’ con el significado de ‘ausencia de una tendencia general hacia la producción de mejoras corporales’, es cuando las mutaciones se producen verdaderamente al azar”.

Si se habla con rigor científico, la palabra aleatorio debe entenderse solo en el sentido de que es imposible predecir con certeza cuál será el resultado futuro. Aclaremos que los estadísticos clasifican los distintos casos de aleatoriedad en familias, determinadas completamente por sus respectivas funciones de distribución. Hay variables aleatorias con distribución uniforme, en las cuales todo el universo de resultados posibles es equiprobable. Las hay con distribución poissoniana, como la que rige el tráfico de los automóviles en las autopistas o la ocupación de las líneas telefónicas, o con distribución normal, en la cual los valores centrales ocurren con frecuencias altas y los laterales con frecuencias que descienden muy rápidamente a medida que se alejan del centro. Y las hay tan raras y estrambóticas como puedan imaginarse.

Aquellas mutaciones que ocurren durante el proceso de división celular llamado meiosis, actividad encargada de producir las células germinales o gametos —óvulos y espermatozoides—, tendrán la oportunidad de pasar a la generación siguiente y, de contar con buena fortuna, fijarse definitivamente en el patrimonio genético de una población. La mitosis o división celular normal es un proceso elaboradísimo, desencadenado por la puesta en marcha de un reloj molecular cuyo componente fundamental es un gen específico, conocido como cdc2. El proceso comienza por la desintegración de la membrana nuclear. Luego los cromosomas se desanudan, se individualizan y manifiestan su forma plena. Al final, la célula se estrangula por su centro y da como resultado dos hijas idénticas a la original, salvo por aquellas mutaciones que hayan ocurrido durante el transcurso de estas operaciones. En nuestro organismo, la mitosis es un fenómeno de ocurrencia permanente, de tal modo que alrededor de cincuenta millones de células son remplazados cada segundo por células jóvenes. Heráclito no lo sabía de esta manera, pero lo sospechaba: siempre estamos en proceso de cambio, nunca seremos el mismo que fuimos hace un segundo.

Las células del intestino duran día y medio, luego mueren y son retiradas de circulación. Los glóbulos blancos duran dos semanas y los rojos cuatro meses, de ahí que nuestra sangre, aunque estemos muy viejos, se mantendrá siempre joven. El cerebro, por el contrario, envejece inexorablemente, pues las neuronas, y lo mismo ocurre con las células más especializadas del organismo, al poco de haber nacido suspenden la mitosis. Las que mueren se pierden para siempre. Otra situación muy distinta se presenta cuando devienen cancerosas: en lugar de morir se reproducen de manera enloquecida y buscan una inmortalidad indeseada. Con el tiempo nos vamos convirtiendo en un mosaico de partes viejas y nuevas. Todo parece indicar que la diferenciación y la especialización celulares conducen al envejecimiento de los tejidos y órganos correspondientes. La juventud pertenece a las células indiferenciadas. El especialista es siempre más frágil que el generalista.

Las mutaciones, en su mayoría letales o dañinas, son en realidad la fuente de la vida. Gracias a ellas se produce el cambio en el material genético y se incrementa la diversidad biológica de la especie. De esa manera se genera parte de la materia prima sobre la cual actúa la selección natural para producir la evolución. Sin mutaciones no sería posible la adaptación de las especies a la gran variedad de nichos existentes, no habría evolución y difícilmente existiría la vida.

Por lo que sabemos hasta el momento, las mutaciones ocurren espontáneamente, pero puede aumentarse su frecuencia de manera artificial introduciendo algunos agentes físicos o químicos llamados mutágenos. Los rayos cósmicos, la radiación ultravioleta y los rayos X y gamma son ejemplos del primer tipo. Entre los mutágenos químicos pueden citarse el yoduro de potasio, el permanganato de potasio y el gas mostaza. Y existen algunas sustancias aromáticas y colorantes cuyas moléculas tienen dimensiones y superficies similares a las del adn, lo que les permite infiltrarse subrepticiamente en este, distorsionarlo y propiciar así los errores de copia.

Defectos genéticos

No existe una correspondencia directa y fija entre el tamaño de una mutación y el efecto causado. Algunas variaciones minúsculas en un cromosoma pueden transformarse en alteraciones mayúsculas en el individuo. Una mutación que modifique solo una pareja de bases nitrogenadas puede alterar la proteína involucrada y producir un daño letal, o convertir en un monstruo al portador. Toda la teratología humana y animal, los experimentos fallidos de la naturaleza, ha sido escrita por el azar en el lenguaje de las mutaciones genéticas.

La anemia falciforme es producida por una mutación que afecta a dos de las cuatro cadenas de aminoácidos que forman la molécula de hemoglobina, de tal modo que en cierto punto de la cadena la valina sustituye al ácido glutámico. Los portadores de esta mutación, si la presentan en estado homocigótico, portan eritrocitos deformes que se aglutinan, entorpecen la circulación de la sangre y causan daño renal, cardiaco y cerebral. Los afectados padecen dolores terribles y mueren mucho antes de llegar a edad reproductiva. No obstante, en estado heterocigótico la mutación confiere una gran resistencia a la malaria, razón por la cual este cambio genético ha conseguido fijarse en el genoma de ciertas poblaciones del África ecuatorial, del sur de India y de Yemen.

La fenilcetonuria, defecto que conduce al retraso mental, es causada por un solo gen recesivo. Los individuos que presentan el gen defectuoso en estado homocigótico no metabolizan la fenilalanina, deficiencia de la cual se deriva, de no seguirse un régimen alimenticio apropiado, retraso mental, disminución de la talla corporal y de las dimensiones craneales y una excesiva pigmentación de la piel. La galactosemia es otra deficiencia también causada por un gen recesivo: los homocigóticos no sintetizan una enzima encargada del metabolismo de la galactosa, lo que hace que la leche se vuelva tóxica. La acondroplasia o enanismo la atribuyen a un gen dominante que aparece espontáneamente con una frecuencia de uno en cada veinte mil gametos y que inhibe el desarrollo normal del individuo.

El daltonismo o imposibilidad para reconocer ciertos colores es causado por un gen recesivo que, cuando involucra el rojo o el verde, pertenece al cromosoma X. El físico escocés John Dalton, afectado por esta anomalía, fue el primero en describirla (de ahí tomó su nombre). Cuando la deficiencia se manifiesta en la percepción del azul, fenómeno mucho más raro, el gen defectuoso se encuentra localizado en el cromosoma 7.

La hemofilia, al igual que el daltonismo, se debe a otro defecto en un gen localizado en el cromosoma X. Los hemofílicos presentan deficiencia en la coagulación de la sangre, de ahí que sean propensos a hemorragias que muchas veces llegan a ser fatales. Alexis, hijo del último zar ruso, Nicolás II, era hemofílico, motivo que aprovechó el astuto Rasputín, con la promesa de curarlo, para reforzar su influencia en el ámbito real.

Se sabe también que la reina Victoria de Inglaterra era portadora del gen hemofílico y que lo transmitió a la casa reinante de Rusia por intermedio de la familia de Hesse, como también a la casa real de España. Victoria recibió el gen de su madre, quien a su vez lo había recibido de la suya. El príncipe Alberto, esposo de Victoria, pertenecía, en apariencia, a una línea real portadora del gen hemofílico, pero no padecía la enfermedad. Por tal motivo —una aplicación práctica de la genética— y con el refuerzo de algunos chismes que circulaban por los pasillos del palacio, se sospecha que era hijo ilegítimo. Gracias a la restrictiva endogamia real o tendencia de la realeza a casarse solo entre ellos, esta tara victoriana, para fortuna de los plebeyos, se volvió patrimonio casi exclusivo de príncipes y reyes.

El mongolismo o síndrome de Down se origina por la presencia simultánea de tres cromosomas 21 —trisomía 21—. Y la trisomía 13 produce el labio leporino, paladar hendido y dedos supernumerarios. Una sola mutación hace que el portador no sintetice la melanina, pigmento que da color a la piel y al cabello, y cuya ausencia conduce al albinismo (véanse figuras 1.4 y 1.5). Una simple mutación causa la corea de Huntington, afección debida a la degeneración de las neuronas de la corteza y de los núcleos basales, y que se manifiesta con movimientos involuntarios y desordenados.


Figura 1.4 Dos niños albinos en una familia de raza negra

Fuente: Biblioteca Salvat de Grandes Temas (1974e).


Figura 1.5 El popularísimo Copito de Nieve, gorila albino del zoológico de Barcelona, muerto hace ya algunos años

Fuente: Schultz (1979).

La lista de defectos originados en mutaciones dañinas puede alargarse indefinidamente: la polidactilia o posesión de más de cinco dedos en una o más extremidades, la sinfalangia o fusión de dos de las falanges, la enfermedad de Alzheimer, la braquidactilia o cortedad de la falange media, la aniridia o falta de iris, la fragilidad hereditaria de los huesos, el xeroderma pigmentoso o sensibilidad excesiva de la piel a la luz solar, las ictiosis o defectos en la textura de la piel, la falta absoluta de dientes y la sordera son una muestra ligera de las terribles taras que acechan ocultas dentro del genoma humano.

La carga de productos químicos artificiales de la vida moderna se ha convertido en una grave amenaza de cáncer debido a las mutaciones dañinas, desconocida en el mundo natural y simple de nuestros antepasados. Por esa razón nos ha tomado sin ninguna preparación adaptativa para ello. Pesticidas, preservativos de alimentos, edulcorantes artificiales y antibióticos son apenas unos pocos nombres de una lista larga de enemigos útiles que cada día crece más y más.

El fenómeno de cambios pequeños, pero con efectos grandes —esencia del transistor—, es también común en la vida diaria. Del gran Julio César se cuenta que en cierta ocasión, habiendo decidido perdonar a uno de sus altos oficiales acusado de traición, envió a quienes debían juzgarlo el siguiente lacónico mensaje: “Liberarlo, no ejecutarlo”. Los encargados de transmitirlo, para mala fortuna del acusado, introdujeron sin querer una “mutación” letal en el texto: una transposición de la modesta coma. El mensaje quedó así: “Liberarlo no, ejecutarlo”.

Reproducción sexual

La segunda fuente, y muy importante, de diversidad genética en las poblaciones tiene su origen en la reproducción sexual. En aquellos organismos que presentan reproducción asexual —especies formadas únicamente por madres solteras—, el material genético pasa completo de la madre a los hijos. Estos forman, entonces, un clon o conjunto de réplicas exactas de la madre, salvo que en el mismo momento de engendrarse el nuevo individuo se produzca algún tipo de mutación que tenga efecto sensible. En las especies con reproducción sexual, por el contrario, el material genético del hijo se obtiene por la combinación o mezcla de la mitad del material genético del padre con la mitad aportada por la madre.

Los gametos o células germinales, óvulo y espermatozoide, son producidos por medio de la meiosis, un proceso especial y complejo de división celular compuesto por dos divisiones nucleares consecutivas. Durante la primera, los cromosomas homólogos se aparean —beso de despedida, lo llamó un biólogo— y, con frecuencia relativamente alta, se rompen e intercambian entre sí algunos segmentos, también homólogos. Este apareamiento —microcoito genético— con intercambio, denominado entrecruzamiento o recombinación genética, tiene como efecto directo un aumento apreciable en la variabilidad genética de los descendientes. Y, también, hace que los cromosomas no sean, hablando en sentido estricto, las unidades mínimas de la herencia, ya que después del entrecruzamiento cada cromosoma resultante es un mosaico de partes maternas y paternas. Un collage de padre y madre.

Todo lo anterior significa, en rigor, que los cromosomas de los descendientes son, casi con certeza, algo nuevo bajo el sol. Una combinación no experimentada antes y, dada su altísima improbabilidad, algo que no se repetirá jamás sobre el planeta Tierra. Ni fuera de él. Un factor que acentúa más nuestra individualidad. Podemos afirmar con absoluta confianza que, aparte de los mellizos idénticos, cada uno de nosotros es un suceso único en el universo. El poeta Ernesto Cardenal (1989) también lo ha entendido con toda claridad: “La sexualidad no es dos en uno únicamente / sino la unión de dos para uno distinto. / Es pues la fuente de la diversidad, de lo diferente, / la asimetría de la vida y su belleza” (p. 329).

La meiosis en la especie humana se conoce con lujo de detalles. Cuando el feto hembra llega al quinto mes de su desarrollo, los óvulos, que le servirán años más tarde para producir su propia descendencia, comienzan a formarse, sobra decir que muy prematuramente, y siguen un proceso bastante diferente del de los espermatozoides. Después de iniciada la primera división nuclear, y cuando aún los cromosomas se encuentran apareados realizando el entrecruzamiento, el proceso se paraliza de manera misteriosa. El millón o más de células que potencialmente se convertirán en óvulos permanecen en un estado de animación suspendida hasta que, años más tarde, a uno de ellos, seleccionado al azar durante uno de los ciclos menstruales, le llegue el turno de salir al encuentro de un espermatozoide. Si el encuentro no se lleva a cabo, el huevo muere y desaparece. En caso contrario, el proceso de división se reanima, justamente en el punto donde se había suspendido años atrás, y muy pronto se completa el proceso de división.

Durante la meiosis se presenta una notable asimetría: la mayor parte del citoplasma se localiza en una de las dos células hijas, la que luego pasará a ejecutar la segunda división. La otra célula queda convertida en un insignificante vestigio, conocido con el nombre de cuerpo polar, que, después de dividirse en dos células, también insignificantes —un recuerdo inútil de su pasado—, termina desapareciendo sin pena ni gloria. La misma asimetría en la repartición del material citoplasmático se presenta durante la segunda división: una de las células se queda con casi todo, la otra se convierte en cuerpo polar y también desaparece de la escena. Por último, si se produce el encuentro sexual, la célula triunfadora mezcla su material genético con el del espermatozoide que primero se presente en la meta y se da inicio al desarrollo embrionario de un nuevo individuo, heredero de estos dos triunfadores. La evolución marcha siempre a paso de vencedores. Es una de sus características intrínsecas.

En el instante justo de la fecundación, los materiales genéticos aportados por óvulo y espermatozoide se combinan para completar el germen de un nuevo organismo, portador futuro de la mitad de la dotación genética de cada uno de sus progenitores. La fecundación se convierte en una forma de comunicación entre los programas genéticos, la más íntima. El sexo se convierte en nexo.

Ledyard Stebbins (1982) compara este proceso con el juego de póquer entre dos. Cada jugador trata de mejorar su mano, cambiando las cartas malas. En el póquer genético se descarta la mitad de los cromosomas para recibir a cambio un conjunto nuevo. En ambos juegos se corre el riesgo de desmejorar. Pero en el genético el riesgo es mayor, pues al descartar no se eligen exactamente los cromosomas defectuosos. Es lo que se denomina póquer a ciegas. Sin embargo, la gran similitud de los conjuntos genéticos —más del 92 % de los genes son idénticos en la especie humana— hace que el juego a ciegas sea menos riesgoso de lo esperado de acuerdo con el simple cálculo de probabilidades.

Para comprender con plenitud la enorme fuente de variabilidad que lleva implícita la reproducción sexual entre humanos basta un poco de matemáticas elementales. Dado que cada gameto recibe de cada par homólogo de cromosomas uno solo determinado al azar, y son veintitrés pares, el cálculo combinatorio afirma que podrán existir un poco más de ocho millones de gametos diferentes (dos elevado a la potencia veintitrés). Ahora bien, cada uno de los ocho millones de posibles espermatozoides puede combinarse con el mismo número de posibles óvulos, lo que da una cifra aproximada de setenta billones de individuos diferentes, descendientes de una sola pareja y con los cuales, si se materializaran todas las posibilidades, habría gente suficiente para poblar dieciocho mil planetas similares al nuestro. Y esto sin considerar las novedades creadas por el entrecruzamiento y las inevitables mutaciones.

Estas consideraciones aritméticas revelan un hecho extraordinario: cada uno de nosotros es un fenómeno de altísima improbabilidad. Un ganador —perdedor, dirán los pesimistas— en una rifa de más de setenta billones de boletas. Así que, contra toda nuestra intuición, algunos fenómenos muy improbables también se dan. Todo depende de la forma como se realice el sorteo. En ocasiones son más comunes de la cuenta: más de seis millardos de esos “raros” fenómenos congestionamos ahora la superficie del planeta.

Es oportuno señalar en este momento que los principales mecanismos generadores de variabilidad: las mutaciones, el entrecruzamiento, la combinación del material genético de los dos progenitores y la transferencia directa de adn o arn entre coespecíficos presentan el elemento azar enraizado en sus propios fundamentos. De esta manera, aunque suene paradójico, tiene sentido afirmar que el gran ordenador de la vida, el agente creador de la enorme variedad de formas que encontramos en la biosfera, no es más que el desorden del azar. Equivale a decir que para obtener y refinar el orden se hace necesaria la presencia de una fuente generadora de desorden o “ruido”.

El mecanismo de copia del adn es de altísima fidelidad, hasta un extremo tal que resulta inimaginable un mecanógrafo que fuese capaz de copiar un texto de semejante longitud con tan pocos errores. Sin embargo, no es de fidelidad perfecta. No podría serlo, pues en tal caso no habría variaciones, y sin ellas sería imposible la evolución. Hasta la vida misma sería imposible. Digamos, entonces, que el mecanismo biológico de copia es de fidelidad casiperfecta. En consecuencia, un individuo de una especie con reproducción asexual será una copia casi-perfecta de su padre —o madre, si se prefiere—, y un individuo que pertenezca a una especie con reproducción sexual será media copia casi-perfecta de cada uno de sus dos progenitores.

Reproducción sexual versus asexual

La diversidad genética es sinónima de potencial evolutivo. Una función importantísima de la reproducción sexual es crear nuevos individuos por medio de la mezcla de los materiales hereditarios de los padres. La reproducción sexual obliga a los programas genéticos, como bien lo expresa François Jacob, a recorrer las amplísimas posibilidades de la combinatoria genética. Esto hará que la familia resultante sea fácilmente adaptable a condiciones ambientales nuevas, a nichos muy competidos o a entornos sometidos a fuertes variaciones naturales —nichos inciertos o inestables—. Los hijos, además, estarán mejor capacitados para enfrentar y colonizar territorios desconocidos.

El evolucionista W. D. Hamilton señala una importante ventaja de la reproducción sexual frente a la asexual: un agente patógeno que evolucione hasta hacerse efectivo contra un solo individuo, en una especie asexual —línea clonal o familia de gemelos idénticos—, lo será contra todos, y en una sola generación podrá acabar con toda la población. No puede decirse lo mismo de una especie sexual: la variedad de individuos presentes en cada generación hace más que imposible la existencia de un agente patógeno universal, capaz de arrasar de un solo tajo con toda la población.

Después del mortífero paso de cada peste por la Europa de la Edad Media, siempre quedaban sobrevivientes inmunes al microorganismo, y con ellos se reconstruía de nuevo la población. Esa herencia, que tal vez la portamos muchos de nosotros, está impidiendo que se vuelvan a repetir hechos tan luctuosos. En 1845, en Irlanda, una enfermedad atacó la cosecha de papa. Por ser genéticamente semejantes todas las plantas cultivadas en esa región, el microorganismo arrasó de la noche a la mañana con toda la población y, como consecuencia nefasta, medio millón de personas murió de hambre, en tanto que el millón restante tuvo que emigrar a Liverpool. En este caso el hombre sustituyó equivocada y temerariamente la diversidad genética por un invariante que era óptimo antes de la peste, pero que no lo era en el momento de enfrentarla.

El hundimiento y desaparición misteriosa y casi instantánea de la civilización maya se lo atribuyen algunos biólogos a un virus que, en solo unos pocos días, acabó con todos los sembrados de maíz (una doble extinción biológica en cadena). Y no hace mucho —verano de 1970—, en Estados Unidos una cepa mutante de un hongo del maíz, conocida popularmente con el nombre de plaga sureña de la hoja, generó una ola de extinción que alcanzó a recorrer cerca de 80 kilómetros por día en las plantaciones de cierta variedad híbrida, causando la ruina repentina de los agricultores afectados.

Y si en vez de un agente patógeno se tratase de una catástrofe ecológica o geológica que de forma brusca transformase esencialmente el nicho ocupado por una especie, al ser esta asexual, todos sus miembros quedarían desadaptados instantáneamente, lo que la conduciría con toda seguridad a una extinción relámpago. Tiene razón esta vez la sabiduría popular —no siempre la tiene— cuando recomienda no poner todos los huevos en la misma canasta.

La reproducción sexual puede interpretarse como una estrategia evolutiva de la vida en previsión de las incertidumbres del futuro. De no ser por esto, la reproducción asexual sería una solución superior, pues es barata —desde el punto de vista energético—, privada y cómoda, directa, segura y no competida. No obstante, a veces las variaciones del nicho son tan exigentes que ni las especies mejor preparadas logran sobrevivir. Los dinosaurios con toda seguridad fueron incapaces de enfrentar los drásticos cambios presentados en el entorno a finales del periodo Cretácico y eso significó su extinción. Y lo mismo pudo ocurrirles a los cientos de especies desaparecidas en esa misma época.

No puede menospreciarse, una vez establecida la reproducción sexual sobre la Tierra, la gran ventaja evolutiva adicional representada por la lucha masculina para hacer valer su derecho a la reproducción. El efecto principal ha sido el acelerar considerablemente el proceso evolutivo, dada la alta selección impuesta. Todos los descendientes de los leones marinos pertenecientes a una generación, por ejemplo, lo son del 12 % de los machos; los restantes no dejan descendencia. Y esta historia de desigualdad de derechos, injusta dentro de sanos criterios humanos, se repite con frecuencia en muchas otras especies animales.

El desarrollo vertiginoso de la genética en el último decenio ha arrojado nuevas luces sobre el proceso reproductivo. En efecto, algunas investigaciones realizadas en 1983 (Michod, 1989) han revelado que durante la meiosis todo defecto presente en el adn —defecto no significa mutación— es reparado automáticamente. En la meiosis, antes de que las parejas de cromosomas homólogos se separen, justo durante el entrecruzamiento, se corrigen mutuamente las secciones defectuosas —algo análogo a desparasitarse a escala microscópica—. En consecuencia, las células hijas resultantes quedan libres de los defectos que por envejecimiento hubiesen aparecido en la célula original. Los autores de la citada investigación consideran tan importante esta función de mantener joven y en buen estado el material genético que no dudan en proponerla como explicación única de la génesis y consolidación de la reproducción sexual. La creación de variabilidad pasaría, en consecuencia, a ser una función importante pero complementaria. Un subproducto casual que apareció más tarde y sirvió de refuerzo.

Es conveniente destacar, asimismo, que al combinarse el óvulo con el espermatozoide se crea la posibilidad de que los genes defectuosos y recesivos sean enmascarados funcionalmente por sus alelos dominantes normales. En resumen, la reproducción sexual acumula tres ventajas biológicas importantes: creación de variabilidad, mantenimiento del adn y suplantación de genes defectuosos.

Las especies que poseen reproducción mixta, es decir, sexual y asexual, parecen desacreditar la última propuesta. Cuando hay prosperidad en el ambiente, o cuando la descendencia va a ocupar con seguridad el mismo nicho, utilizan el método asexual, de lo que resultan descendientes idénticos. La partenogénesis o desarrollo de los huevos sin el concurso masculino, la yemación y la reproducción por acodos son algunos de los artificios asexuales empleados. En estos casos las especies implicadas parecen no necesitar ningún tipo de reparación de su adn; pero si las condiciones del entorno se vuelven difíciles, o si se intenta colonizar otros nichos distantes y desconocidos, los individuos prefieren la reproducción sexual, en consonancia con las necesidades de variabilidad. Persiste, entonces, la incógnita acerca de la función primigenia del sexo.

Asimetrías en la reproducción sexual

Al descubrirse la reproducción sexual como eficiente mecanismo creador de diversidad genética y, por tanto, de variabilidad de individuos —germen de la futura desigualdad humana—, se presenta automáticamente una molesta asimetría, además de la ya señalada en la meiosis, y es la relacionada con el aporte de los dos sexos al proceso reproductivo. Una verdadera injusticia de la naturaleza. Mientras que las hembras aportan una célula casi completa, el óvulo, a la cual solo le falta la mitad del adn, los machos aportan únicamente la mitad complementaria. Y es que el espermatozoide, en esencia, no es más que una delgada película que encierra en su interior la mitad de los cromosomas, la fuente de energía para sus desplazamientos y algunas enzimas para penetrar el óvulo. En la especie humana, el óvulo pesa ochenta y cinco mil veces más que el espermatozoide (véase figura 1.6), y no es la especie en la cual esta desproporción alcanza su valor máximo. Por eso puede afirmarse, sin exagerar en absoluto, que siempre heredamos un poco más de la madre que del padre.


Figura 1.6 Óvulo rodeado de espermatozoides

Fuente: Bloom y Lazerson (1988).

Esta diferencia, pequeñísima al comienzo, fue amplificándose con el correr del tiempo hasta hacerse significativa en las especies superiores. En aves y reptiles, el óvulo se convirtió en un huevo de alto costo energético, dotado de todo el material biológico necesario para construir un nuevo organismo. Los huevos del epiornis, ave gigante de Madagascar (lastimosamente exterminada por los hombres durante la Edad Media), podían llegar a pesar el equivalente a ciento cuarenta huevos de nuestras gallinas actuales. No es la única vez que el hombre mata la gallina de los huevos de oro. Los huevos del avestruz alcanzan en muchas ocasiones 1,5 kilogramos de peso, y los del megapodio de Australia están cercanos a la nada despreciable cifra de 250 gramos.

En los mamíferos placentarios el aporte energético de las hembras es aún mayor, y la injusticia peor: además de patrocinar completamente la vida parasitaria del feto, después deben alimentar, transportar, proteger y educar a sus crías durante la infancia. El espermatozoide, empero, fiel a su inicial principio de economía, sigue siendo microscópico y barato. La asimetría reproductiva se trasladó al costo energético y castigó unilateralmente al sexo femenino. La evolución, siempre oportunista, no tardó en aprovechar tan rico filón. Con el fin de aumentar las probabilidades de fecundación del óvulo, los machos, que seguían aportando cómodamente el recurso barato, evolucionaron aumentando de manera astronómica la producción de espermatozoides, hasta alcanzar una proporción de millones de ellos por cada óvulo o huevo de las hembras. Recordemos que una mujer normal puede llegar a producir unos cuatrocientos óvulos maduros en toda su vida, contra una multitud de doscientos millones de espermatozoides por cada eyaculación. Un hombre puede producir unos trescientos millones de espermatozoides por día (Small, 1991), cantidad suficiente para repoblar el mundo en menos de tres semanas y media. En suma: la mujer, uno por mes; el hombre, millones cada vez y varias veces por mes.

A partir de ese momento histórico, un solo macho fue capaz de fecundar a varias hembras, sin ningún costo biológico significativo. Un comercio sexual que de momento pareció sonreírle al sexo masculino. Pero en la naturaleza no hay desayunos gratuitos: por ser tan barata la reproducción para los machos, de inmediato se presentó exceso de oferta y escasez de demanda. La hembra se convirtió en artículo de lujo y se desencadenó la lucha despiadada que conocemos, situación que hace que solo los mejores machos —en sentido biológico— logren dejar descendencia.

El beneficio final fue para la especie, pues el proceso evolutivo se vio considerablemente acelerado. Piénsese, a manera de ejemplo, que un par de machos exitosos pueden ser los padres de todos los hijos de un grupo dado, con la consecuencia benéfica de que todos heredan las cualidades de los dos padres. Vale la pena señalar que la velocidad evolutiva producida por la lucha masculina para tener acceso a la reproducción es otra ventaja destacada de la reproducción sexual sobre la asexual. El dimorfismo sexual, esto es, una marcada y visible diferencia entre machos y hembras, fue reforzado por la exigente selección masculina, lo que hace probable que de esas remotas épocas puedan provenir algunos de los residuos arcaicos y dimórficos del hombre moderno: barba, abundancia de vellos y mayores talla y peso corporal.

La asimetría de aportes reproductivos introduce un cambio importante en las estrategias sexuales óptimas. Para los machos, la mejor política será buscar el mayor número de apareamientos con el mayor número de hembras —poliginia múltiple—; para las hembras, la hipergamia, esto es, seleccionar la pareja de mayor calidad. Se explica así por qué los retrasados mentales, los enanos, los deformes y los tarados de sexo masculino tienen enormes dificultades para encontrar una mujer normal que esté dispuesta a aparearse con ellos. Para el macho, cantidad; para la hembra, calidad (entre primates, una hembra rara vez tiene más de doce descendientes; los machos, en cambio, tienen o bien muchos o ninguno). El resultado combinado de las dos estrategias reproductivas es que, para el beneficio de la especie, algunos machos triunfan y muchos pierden, y casi todas las hembras ganan.

Al macho, en general, le renta beneficios genéticos ser agresivo con sus compañeros del mismo sexo y no respetar exclusividades sexuales. A la hembra le renta excelentes dividendos genéticos tener su descendencia solo con aquellos que le aseguren alta calidad biológica y sean capaces de responder por la supervivencia de la prole. Además, le resulta conveniente concentrar su actividad sexual —estro— en cortos periodos, repartidos cíclicamente a lo largo del año. El macho, en cambio, puede darse el lujo de permanecer activo sexualmente durante casi todo el año, sin importar mucho con quién lo hace. Es un donante universal. Se entiende con claridad, entonces, por qué las conductas sexuales de macho y hembra parecen estar diseñadas en la mayoría de las especies en consonancia con estas estrategias óptimas.

No obstante, para los dos sexos es, en general, ventajosa la poligamia, con el fin de obtener nuevas combinaciones genéticas. La voluminosa historia universal del adulterio, dentro de un matrimonio teóricamente monogámico, confirma con plenitud la existencia de un residuo animal poligámico en nuestra especie. Un individuo de tendencias monogámicas estrictas, cuya pareja resulte estéril o produzca descendientes con una tara que los limite severamente, de persistir en esa exclusividad sexual arruinará todo su linaje biológico, lo que marcará el final de la historia de su genoma. Y, por igual, el final de la tendencia.

Casi se podría afirmar que la competencia masculina se reduce a competencia espermática. Algunos investigadores aseguran que la mayoría de los espermatozoides emitidos durante la eyaculación se sacrifican para bien de sus compañeros. En realidad, son espermatozoides defectuosos que entrelazan sus colas y forman una barrera viva que impide el paso fácil a los espermatozoides de otros machos. Asimismo, en el esperma existen sustancias espermicidas destinas a combatir el semen de aquellos machos que hayan copulado con anterioridad. Y el esperma en exceso, al secarse, sirve para interferir y bloquear el semen de los machos que copulen enseguida. La función principal de generar un número astronómico de gametos, según los investigadores, es poder contar con una fuerza de infantería numerosa y asegurar, a fuerza de número, la batalla sexual masculina por la concepción. Se concluye de esto que el concepto de competencia espermática permite explicar la fuente básica de la que se deriva la masculinidad, y sirve como tema unificador de la evolución masculina.

Esas ideas permiten también explicar por qué el gorila produce un número tan bajo de espermatozoides —sesenta y cinco millones por eyaculación— y sus testículos son tan pequeños en relación con su corpulencia, mientras que una sola eyaculación del macaco puede contener miles de millones de espermatozoides, y sus testículos son relativamente grandes. La razón aducida es que el gorila vive en grupos de pocos machos y varias hembras, con baja competencia sexual. Los macacos, en cambio, viven en grandes grupos y en medio de una enconada lucha sexual. El hombre ocupa una posición intermedia y lo mismo ocurre con su producción de espermatozoides. El tamaño relativo de sus testículos también lo sitúa, en este aspecto, en una posición intermedia.

En las especies de mamíferos superiores es fácil reconocer una serie de lugares comunes, asociados por regla general a los machos: menor interés por las crías, papel más activo en el cortejo y en el apareamiento, menor discriminación en la elección de la pareja sexual, mayor inclinación a la poligamia —promiscuidad, para ser más claros—, mayor tamaño y peso corporal, posesión de más adornos naturales y un poco más de agresividad y propensión a la lucha. Estas características se derivan, dentro de una sana lógica, de la asimetría de aportes reproductivos y de la forma como trabaja la evolución. En la sociedad humana contemporánea, esta lógica ya no es ni sana ni santa.

Peligros de la endogamia

La endogamia, esto es, el cruce genético entre organismos estrechamente relacionados desde el punto de vista genético, también llamado incesto, genera un aumento apreciable de encuentros homocigóticos de genes defectuosos —genes defectuosos por doble partida—, con el consiguiente aumento en la aparición de taras y reducción en la eficacia biológica. Los biólogos tienen un nombre para esto: depresión endogámica. Y hablan de vigor híbrido o heterosis para destacar el efecto biológico positivo arrastrado por la conducta opuesta, la exogamia.

La endogamia en la especie humana conduce con frecuencia al albinismo, retraso mental, enanismo y otros defectos congénitos (el albinismo, que normalmente presenta una frecuencia aproximada de 1 en 10.000, aumenta cuarenta veces su frecuencia en los hijos de matrimonios entre primos). Obviamente, estos defectos se traducen en una disminución sensible de la eficacia reproductiva. Para H. J. Muller, muchos de los preceptos éticos y religiosos prohíben el matrimonio entre hermanos y entre padres e hijos porque todos portamos al menos diez rasgos recesivos, muy nocivos, que son hereditarios.

En la especie humana, el número de descendientes por hembra es relativamente bajo, característica común a todas las especies animales superiores. En épocas primitivas, el número total de hijos por hembra difícilmente llegaba a diez, de los cuales, la alta mortalidad infantil en esos rudos tiempos, 50 % o más, dejaba solo tres o cuatro descendientes con posibilidades de llegar a edad reproductiva. Compárese lo anterior con los cuatro o cinco de cada camada de perros o gatos, decenas de huevos fértiles por cada postura de una tortuga, algunos millones de huevos en cada desove del salmón o del esturión, los trescientos millones de huevos por desove del pez luna, o los dieciséis mil millones de esporas desprendidos por algunos hongos. Por tanto, en especies de baja tasa reproductiva es crucial el cuidado de los hijos y el asegurarles una buena mezcla genética. Una madre primate no puede arriesgar su escasa descendencia engendrándola con su hijo, con el cual comparte exactamente la mitad de los genes, ni con su hermano, que está en condiciones similares.

La estrategia biológica óptima consiste en buscar una pareja que, desde la perspectiva genética, sea distante, aunque no demasiado, debido a que los genomas de los habitantes de una región pueden tener adaptaciones locales, que no las poseen los extraños. En especies de poca descendencia, esto se vuelve un imperativo insoslayable, por lo cual es importantísimo evitar el incesto, relación que no es tan peligrosa en especies con descendencia abundante. Por ejemplo, no tendría consecuencias apreciables para la supervivencia del salmón si varios cientos de miles de los huevos diesen lugar a individuos tarados. Quedarían todavía algunos millones de individuos sanos para perpetuar la estirpe.

La exogamia promovida por el rechazo al incesto es motivo de enriquecimiento en la diversidad genética de la población, y esta riqueza, como ya lo sabemos, representa un incremento en las reservas genéticas del grupo, lo que permite a la especie enfrentar con éxito los múltiples y variados desafíos del entorno, sobrevivir a las inevitables catástrofes ecológicas y sobreponerse a los caprichosos desastres geológicos. Especie de seguro contra la inestabilidad del medio.

Es tan importante para una especie la evitación del incesto que hasta las plantas, libres por completo de complejos edípicos, han evolucionado tratando de resolver dicho problema. En algunas especies se obtiene la autoesterilidad por medios químicos: el polen y el pistilo poseen sustancias proteínicas (Pelt, 1986) que inhiben la fecundación. Para las plantas hermafroditas, la autofecundación sería tarea sencilla, pues en cada flor están muy próximos entre sí los órganos masculinos y femeninos. Este es el incesto más peligroso y de más alto grado: yo conmigo (los de habla inglesa lo denominan selfing). Para evitar tales accidentes, los ovarios están maduros cuando la flor se abre; pero los estambres, órganos masculinos, se encuentran en ese momento inmaduros. Cuando estos maduran, los huevos ya han sido fecundados por los insectos, con polen de otras plantas de la misma especie.

Y tiene que ser bastante importante el servicio biológico prestado por los insectos, pues la planta no economiza atractivos para lograrlo y asegurarlo: aceites aromáticos de refinada química, formas y colores en número incontable, deliciosa miel de alto contenido calórico, polen energético. Al referirse a los ingeniosos mecanismos desarrollados por las orquídeas para asegurar la polinización cruzada, no incestuosa, escribió Charles Darwin (1985) en El origen de las especies: “[...] toda una prodigalidad de recursos para llegar a un mismo fin, a saber, la fertilización de una flor por el polen de otra planta” (p. 124). Y continúa así más adelante:

¡Qué extraño que el polen y la superficie estigmática de una misma flor, a pesar de estar situados tan cerca, precisamente con el objeto de favorecer la autofecundación, hayan de ser en tantos casos mutuamente inútiles! ¡Qué sencillamente se explican estos hechos bajo la hipótesis de que un cruzamiento accidental con un individuo distinto sea ventajoso o indispensable! (p. 124).

Al rechazar las relaciones sexuales dentro del grupo familiar, todos los individuos superdotados, todos aquellos portadores de mutaciones afortunadas y los fuera de serie logran rápidamente diseminar su adn por las diferentes poblaciones vecinas. Las enriquecen y premian a sus poseedores con más y más variados descendientes. Hacen más frondosos sus árboles genealógicos. La familia que entrega sus hijos recibe, a su vez y como compensación, los de las familias vecinas, y de ellos selecciona los mejor dotados como parejas para sus hijos. Por medio de esta sencilla dialéctica reproductiva se enriquecen los acervos genéticos, se renueva el universo de posibilidades y se amplían las esperanzas biológicas de la especie.

Del big bang al Homo sapiens

Подняться наверх