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Agnès
(o las torturas del flamenco)

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El lápiz labial quebrado. El último pedacito y se había partido. Con el dedo, ¡qué remedio! Tendría que pintarse los labios con el dedo –después el pañuelo un desastre, pero ¡nada que hacer!–. Así aprovecharía los restos de la barrita. Colocó el rimmel, Maybelline, que por suerte en estos lares al menos se encuentra Maybelline, y además barato, lo colocó, decía, sobre el pupitre al lado del peine y de la peineta. ¡Ay!, la peineta había perdido tres de las perlas y cómo reponerlas. Tal vez con bolitas de naftalina. Total, de largo no se nota… solo que el olor… y con lo alérgica que se había puesto. El clima de porquería le producía asma. No paraba de toser. Mejor ni pensarlo porque si empezaba ya no terminaría nunca. El cepillito de pintarse las pestañas un tanto pegajoso. En una de esas la Hermana Clara Mercedes, tan dulce ella, tan caribeña, le haría el favor de traerle un poquito de agua para humedecerlo. ¡Y tan largas que tuvo las pestañas! Pero eso antes, antes. Ahora cada día eran menos. Cuatro pelos ralos. Bueno, pero el Maybelline en algo ayuda. Sacó el pomo con los polvos de arroz ¡mare meva!, ¡parece que se evaporan!, la borla que fue de plumas y ya algo parecido a un estropajo. La colocó cuidadosamente al lado del rimmel, de la barrita del labial despuntado y del lápiz para delinearse los ojos. Agnès revolvió con cuidado la pequeña maleta hasta encontrar el espejo. Estaba rajado en una esquina no fuera a cortarse mala suerte dicen las malas lenguas pero como que ya más imposible se quedó tranquila. El vestido de manola, con lo que odio el flamenco, fondo rojo y lunares de colores, mostraba dos lamparones debajo de las axilas… ¡este clima de mierda! La humedad revuelta con el calor torturaba su piel blanca, blanquísima. Y su ropa. Con lo dificultoso que era encontrar un sitio decente para lavar. Bueno, usaría carmín. En una de esas un poco más que el de costumbre. Las luces eran pobres y ella con ese color que suelen tener los muertos cuando la sangre se estanca.

Afuera el bullicio crecía. Oía pasos precipitados, grititos de burla, ella en camisón con sus tetas caídas, por la hendijas sentía los ojos espiándola, y sus caderas anchas, cada día más anchas. El culo le crecía sin misericordia. No soportaba las piernas. Miró la izquierda, congestionada aún más que la otra con los cordeles azules que eran sus venas resaltándose en la piel blanca. Dispuestas a romperse en cualquier momento. Pensó que tanto esfuerzo le estaba cobrando su cuota.

Por la ventana entró el reflejo de una palmera que se movía con una ráfaga que medio refrescó el ambiente. Sacó su vestido, lo colgó de una percha para que se estirara, y luego el mantón de manila. Su hermoso mantón verde. El mantón que había sido de su abuela. Aunque ya descolorido al menos los bordados se mantenían. Flores fucsias, rosadas, rojas, las puntadas en espiral que aún atesoraban su brillo, flores que flotaban en la seda verde. Tendría que remendarlo. Se había rasgado un poco y la seda en cualquier momento se rajaría de parte a parte. En el fondo de la maleta su cajita de la costura. Cortó una hebra no demasiado grande, “el perezoso y el mezquino siempre hacen doble su camino” oía a su profesora de manualidades de esa infancia más bien lejana, cortó la hebra de un tamaño tal que no se enredase. Buscó el enhebrador además de los anteojos, y con dificultad logró dejar la aguja con su cola de color: la hebra verde dispuesta. Oyó el golpe a la puerta. La Madre Natividad que le preguntaba: ¿Estamos listos? Con su suave acento tropical. No, no estamos listos, estoy con el culo al aire, estoy cansada, me muero de calor y no termino de zurcir el mantón. No, jolines, ¡no estamos listos! ¡En un momento Madre! Sí, porque ya los chicos están impacientes. ¡Impacientes! Yo también estoy impaciente. Perdí la paciencia. Estoy sin paciencia. Me perdí hace mucho, mucho tiempo.

Arnau en el aula contigua no se escucha. ¿Estás ahí? ¿Arnau? ¿Estás? ¡Tienes que sacudir bien la chaquetilla! En un grito destemplado. Se acercó al espejo minúsculo casi rozándolo para paliar la miopía. Pasó el cepillito varias veces por las pestañas del ojo izquierdo. Date prisa con el disco, hay que probarlo, el sudor lo manchó feo la última vez. Luego las pestañas de la derecha. Fíjate que esté limpio no vaya a ser que se atasque. Las de arriba y las de abajo. ¿Me escuchas? Pues sí que te escucho y deja de gritar que no estoy sordo.

También él cada día más impaciente, más necio y más intolerante. Como si ella fuese la responsable. Como si ella no extrañara como él los aires de su pueblo. Como si ella no añorara un buen vaso de vino, un estofado de judías con butifarras, unas setas y unos calcots cocinados a las brasas, una crema catalana, o al menos un poco de pan con tomate, pero tomate con sabor a tomate, no esos remedos insípidos que crecen en el trópico.

Terminó el maquillaje, después de arquearse las cejas con el lápiz negro, pintarse a duras penas la boca con los restos del labial que dormían en el tubito, el flamenco, ¡ah, el flamenco!, pasarse la borla con el polvo de arroz por la cara, el cuello, los brazos, ¡ay! Los brazos cada día más flácidos y más pesados, pensar en sus parientes, marcarse con el lápiz negro el lunar para que resaltara, pasar por última vez el cepillito mojado en saliva, qué remedio, la Hermana Clara nunca apareció para pedirle un poquito de agua. Los pendientes le lastimaban las orejas, sus pobres lóbulos se habían estirado con el peso. Se anudó el cabello largo, larguísimo y escaso, en un bonete redondo y lo coronó con la peineta de las tres perlas menos. Intentó pintarse el nacimiento de las canas con el resto de rimmel. Rebuscó en la maleta las flores de tela ya marchitas, las sopló para darles aliento, !maldito Franco! y las colocó al lado de la peineta. Una leve rociada con Heno de Pravia, para confundir los humores. Se miró en el espejito. Bueno, no la maravilla pero al menos presentable. Luego, apoyándose en la silla más bien minúscula, se fue metiendo en el vestido, como sirena dispuesta a nadar en el mar de las incongruencias. No quiso ponerle atención a los volantes, ni al borde de suciedad que los empaña. ¡Arnau y su pasión por la República! Se pasó sobre los hombros el mantón, lo prendió con el alfiler que había sido de su madre, –y que le recordaba el pasado–, coronó su arreglo con las pulseras, se miró –a falta de un espejo de verdad– en el reflejo de la ventana que daba al jardín, la ventana por donde se colaba la palmera, sí, estoy bien, dentro de lo posible estoy bien. Y se dispuso a salir.

Arnau ¿Estás pronto? Ven, para que salgamos juntos. Arnau apareció con su chaquetilla gitana, su sombrero andaluz, ¡hay que joderse!, con lo que odio el flamenco, –ya conocía el gesto y lo que signficaba–, el pantalón ceñido inmisericorde dejaba su abdomen expuesto, la faja roja de raso ajado que intentaba detenerlo, la camisa con sus mangas mustias; y su silencio. A él le pesaba aún más el exilio.

Marcharon por el pasillo, infestado de chiquillos nerviosos que saludaban entre perplejos y admirados mientras iban de camino al salón de actos. Agnès revoloteaba su mantón y dejaba a su paso una bruma de polvos de arroz. Arnau trataba de sonreír pero siempre temía que la prótesis superior, demasiado floja, terminara cayéndose y el dentista imposible, así que sus sonrisas más bien moderadas. Finalmente la Hermana Clara. Toda ella una risa amable. De dientes blancos, estrepitosamente jóvenes y parejitos. Tome, Hermana, este es el disco. Cuando subamos al escenario y el respetable esté en su sitio, usted por favor lo pone. ¡Y cuidado se le raya!

Estaban prontos. En actitud. Como le había enseñado su profesora de ballet. El flamenco la tenía hasta la coronilla. Y la Hermana que no ponía la música. Por milésima vez Las Bodas de Luis Alonso.

De nuevo pensó en qué momento se torció su destino. Cómo y por qué había ido a parar a ese puerto perdido, Puerto Limón, en esa América inhóspita por lo salvaje, por lo exuberante, tanto verde y tanta selva, árboles que no terminan nunca tapando el sol y perdiéndose en lo alto, humedales y selva, tan lejos de su casa, tan lejos de su Muelle de San Beltrán allá en su Cataluña extraviada, donde llegaba en las tardes de verano a escuchar el sonido acompasado del mar, de su Mediterráneo doméstico y familiar. ¿Qué hacía allí, en aquel lugar húmedo y endemoniadamente caliente, embutida en el vestido de manola, si su vida había quedado en Barcelona? ¿Qué hacía allí frente a ese mar de altas olas entre palmeras y perezosos? Y además, ¡bailando flamenco!

Los chicos se impacientaban, comenzaban a silbar, y la Hermana que no ponía la música. Les daba la bienvenida, una bienvenida eterna, en nombre de la Escuela María Inmaculada. A ella se le entumecían los brazos con la espera. ¡Para lo que le importaban las bienvenidas! Al fin comenzó el disco a sonar y ellos a bailar. De pronto se atoró. Se durmió repitiendo la misma frase musical una, cien, mil veces, oía el golpe seco de la aguja que se devolvía, una, cien, mil veces, ¿Qué hacemos si el disco se rayó? los chicos –horda demente–, gritaban, y ella, con su maquillaje corrido por las lágrimas que no sentía, con el maybelline que le tiznaba la cara, con el lunar que se agrandaba hasta transformarse en un círculo negro emborronándole el rostro, pisando el último volante de su vestido de manola, casi cayendo de bruces pensó que esa no era una manera justa de llegar a su aniversario setenta y seis.

Impúdicas

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