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Alba
(o de las impúdicas)

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A los diecisiete años el mundo es posible. O quizás totalmente imposible.

Cuando llegó a la meseta con su añoranza de mar Alba quedó sin fuerzas. Viviría en una casa extraña con gentes cuyos textos estaban escritos en un idioma también extraño. Ya no más las tardes pedaleadas sin descanso en la costa. Ya no el beso apresurado en los anocheceres de luna. Ni las mañanas de sol, las mañanas de mar. Tampoco el macizo de palmeras y árboles desmesurados que era la Isla frente al puerto. No más esas calles tersas en donde las mujeres en eternas bicicletas buscaban horizontes para su miseria. Ni el cuerpo de Rodrigo cercano a su cuerpo ni ella flotando en ese espejo en llamas, el mar al mediodía; ni las tardes de tormenta, ni Rodrigo, ni sus besos adolescentes, ni esa ola acunándose tímidamente en el territorio aún inexplorado: su piel.

Alba sospechó que no podría soportar el dolor. Sobre todo cuando el tren de la mañana pasó el límite geográfico que imponía Turrialba, –un pueblo todavía de palmeras– pero ya sin puerto ni mar. Lo que seguía: bruma, volcanes, neblina y una tristeza encerrada igual que la ciudad entre montañas. Al menos allí no estaría el ojo de su madre persiguiéndola. Sería más sencillo desaparecer por las aceras de laja donde los pasos retumban al unísono con otros, sin el sigilo de los pasos transitados sobre la arena. Hasta podría inventarse una nueva identidad, deslizarse sin temor entre el caminar de tanta gente.

Ya en la meseta el té de manzanilla: la primera bofetada. Humeante, con olor medicinal, a ovario dolorido. La tía de oración matutina con la cual tendría que vivir y ese té al desayuno eran inseparables. Té entre inciensos y cánticos a Buda y galletas de avena. Y no es que estuviese acostumbrada a fiestas culinarias. Para nada… Pero prefería el pan de bollito con mantequilla entibiada por el clima tropical, el gusto ilimitado de la jalea de guayaba, que desde el frasco seducía. La taza de té negro, transportado en barco desde muy lejos, hasta el muelle de Puerto Limón, su hogar, su refugio. ¡Pero aquel té de manzanilla, en aquella ciudad inhóspita…! ¡Y al desayuno!

La segunda bofetada fue el orden. No es que la casa de su madre fuese caótica. Es que en esta todo era un exceso. Cajones para resguardar cofres, estuches celosos escondiendo llaves para abrir baúles. Ese esquema se reproducía a lo largo y ancho del lugar, su morada a partir del beso, –¡pecado!–, descubierto por su madre y el inmediato destierro.

No tuvo más remedio que acostubrarse al té. Imposible el nuevo colegio con el estómago vacío. Al menos allí habitaba el consuelo. Lo conocía de antes. Cuando los estudiantes llegaron a Limón con su equipaje de poesía, de teatro, de música. En cuanto los conoció, Alba estuvo segura de que esa sería su familia. No sabía cuándo, pero sí, esa sería su familia.

Pasaron las semanas y la rutina de tés de manzanilla, colegio y soledad fue diluyendo su añoranza de mar. Aceptó como mal necesario el desayuno con olor medicinal, los cánticos matutinos, las caras anónimas, las tardes mojadas.

Una de esas tardes de lluvia, en el teatro a medio construir del colegio escuchó una voz oscura. No una voz adolescente. Su dueño, un hombre con olor a viento y sol de ese mar desconocido para ella, el Pacífico. Alba olvidó los amores pulcros dejados entre las olas. Adentro de ella un látigo. Ese hombre. El hombre con olor a viento y sol del Pacífico, ese hombre con nombre de héroe griego. El hombre que diseñaba el mural escultórico a la entrada del teatro. Ese hombre llegaba todas las tardes a su nueva casa, su colegio. Alba olvidó. Y a partir de ese encuentro el té de manzanilla mejoró su sabor y los días fueron más amables. Alba transformada, sin saberlo, en espera. Alba esperaba, esperando cada tarde.

Otra tarde de aguacero optó por no ir a la clase de danza. Moriría si no le hablaba. El autobús repleto hasta el centro. Un edificio carcomido por la humedad. La escalera pesada de tan perpendicular. ¿O sería el peso de su premura? La puerta se tomó tiempo. El tiempo se transformó en plomo. Pasó un instante. Un día. Una semana. Hasta que al fin. Nada la detuvo esta vez. Ni sus diecisiete años, ni la lluvia, ni el dintel triste de la puerta, ni la presencia hermosa que la enfrentaba. Sí, vengo a decírselo. No más silencio: yo sé que usted sabe. De todos modos me incomoda el silencio. Sí, sé que usted sabe. Y aquí estoy para que sepa que yo sé que usted ya sabe.

La mano de él fuerte y consoladora, tal vez un poquito burlona, tomó la suya y la hizo cruzar el umbral, entrar al estudio donde se desbordaban bocetos, modelos en barro, pinturas en proceso. Mientras la conducía hacia el sofá, junto a la ventana por donde espiaba la lluvia, el hombre puso a hervir agua en una pequeña hornilla, y minuciosamente se dedicó a preparar un té para entibiar los labios de Alba, hasta que decidió aplacar antes ese frío colocando su boca sobre la boca de ella. Sus manos, despacio. Alba con los ojos cerrados, imaginando lo que sentía. No sabía si era el tacto o la imaginación o simplemente no estaba allí aunque estuviese, –una manera de estar no estando que iría haciendo cada vez más recurrente–, mientras él la ayudaba a despojarse el uniforme colegial, las medias negras de lana se hacían innecesarias, la malla de la clase de danza también innecesaria. Ella en una suave desnudez de ojos cerrados, estoy allí. Y no estoy. Ahora la danza sería otra: la danza del tacto, de las manos anudadas a su cuello, los brazos que la rodean, las manos cobijándose en sus axilas, bajando por sus pechos ateridos, acariciando, tocando, acunándose en el recinto tibio de su pubis mientras él se deshacía también de su ropa y los dos cuerpos desnudos, uno caricia del otro, se transformaban.

A partir de ese momento palabras sustituidas por tacto y tacto por palabra sin retroceso. Siguieron las tardes en las que Alba se diluía subiendo la escalera hasta llegar a la puerta de esa habitación de las manos repletas de caricias, nunca excesivas, caricias dóciles, caricias que la llevaban a una indagación minuciosa de los resquicios donde se ocultaba el placer. Alba aprendía a acariciar. Con timidez y con descaro, conociendo, desde sus ojos cerrados, explorando por primera vez otro cuerpo. Tardes destinadas a la fiesta de dos pieles palpándose, reconociéndose, inventándose.

Las lecciones quedaron en un plano perdido. Solo importaban los encuentros furtivos evadiendo a compañeros y profesores, las miradas concretando la cita próxima, el desacato, el sobresalto.

Hasta ese día en que ocurrió lo inesperado. El dentista le había sacado dos cordales. Sus muelas del juicio, o mejor: de la cordura. Otra manera de perder algo del poco juicio que aún le quedaba. Su cita suspendida. La mejilla derecha una abultada colina. El dolor impedía hablar. Nadie en la casa. Y esa tarde el té de manzanilla ausente. Los analgésicos adormilándola. Alba brumosa y el timbre del teléfono que recorría los distintos aposentos transformándose en un eco: el sonido del sonido que recorría la casa rebotaba de pared a pared hasta la habitación repleta con su dolor. Decidió contestar pese a que casi nunca las llamadas eran para ella. Le costó incorporarse de la cama. Su delgadez no alcanzaba para mucho. Débil por el ayuno. Recogió de paso un suéter pues temblaba con las corrientes de aire, medio se embutió las zapatillas de danza arrinconadas bajo la cama, se dirigió hacia el timbre mientras trataba de evitar la vibración en la cabeza al caminar. Trabajosamente llegó al teléfono. ¡Aló! Mientras se estiraba el suéter para cubrirse en algo las piernas, sus pobres nalgas ateridas ¿Su nombre es Alba? Sí, Alba. Con voz algodonosa. La otra voz estremecida, diciendo: Alba que no tiene nada de Alba, la puta, la que visita a un hombre que tiene mujer, es decir, me tiene a mí. La llamo para advertirle. Nunca, nunca más se le ocurra acercarse a su estudio ¡nunca más! Ya sé que vos sos de la costa, ya sé que todas las de por ahí son iguales, no pasan de eso, las mujeres del Caribe son… son… son unas putas, sí, todas putas, putas impúdicas… ¡sí! y vos, vos, igual que todas, ¡puta impúdica!

La palabra se quedó sembrada en la piel de Alba. No entendió muy bien la dimensión del insulto, que en el fondo le produjo gracia. Lo de puta, para ser honestos, no le gustó mucho… algo, o bastante había oído al respecto y no era de lo mejor… pero lo de impúdica, lo de impúdica, casi podría decirse que lo disfrutó. Porque la verdad no sabía mucho de pudores, ni de convenciones, ni de represión. Y en su piel de sol, su piel de mar, la palabra germinó y marcó su destino para siempre:

¡Impúdica!

Impúdicas

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