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Miedo

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Una cafetería. Vos y yo. Nadie más. Asientos pegados al suelo, inamovibles. ¿Mac Donald's? El olor a tortas de carne frita se cuela desde los enormes extractores de grasa y regresa para inundar el espacio. Piso húmedo y letrero en inglés: letrero amarillo letras negras y el escueto: “wet floor”, piso húmedo. Sobreentendido “Prohibido pasar”. Gris el suelo y como ya mencioné, húmedo, como el asfalto después de un aguacero. Paredes de un ocre desteñido y un enorme abanico girando sin cesar en el techo.

Tu torpeza habitual –niño viejo– te lleva a tratar de apartar la silla, separarla de la mesa para movilizarte cómodamente. Imposible. Observás la silla y veo en tu cara la incomodidad: la silla que no cede clavada en el suelo, tu impaciencia que crece, el deseo de que nada se interponga en tu decisión y el impulso: hacer lo que se te antoja. Te inclinás. Te arrodillás. Pasás por debajo de la mesa. Tengo que ir al baño, me decís. Está bien, contesto. Te observo gateando. Tu figura endeble, tu pelo blanco, la panza. Sí, te vas gateando. Así recorrés el salón húmedo y gris y pienso que no es una manera adecuada de andar por la vida. Que debería avergonzarte. Pero no. Puede más tu impaciencia.

Miro alrededor. Un zumbido cada vez más intenso me inunda en su vorágine. El lugar se va poblando de monjas, hábitos, sillas de ruedas que no sé muy bien de dónde aparecen, ni qué hacen allí: caos. Las sillas giran sobre sí mismas, se elevan, descienden, vacías; los hábitos revolotean como pájaros malignos, cruces y rosarios atraviesan la estancia, se entrechocan en el aire, gravitan, oscurecen, llenan de sombras el espacio que se nutre con el desorden, se agigantan, su dimensión ahora colosal para luego caer en la inmovilidad del silencio.

Después de la inmovilidad, esa inmovilidad de aire estancado y ausencia de sonido que dura un tiempo ajeno a relojes, de nuevo las sillas a girar por su cuenta, vivas, en un remolino ascendente. Locura. Las sillas bailan empinándose sobre una rueda. Trato de esquivarlas, evitar el impacto contra mi cuerpo pero inútil. No puedo moverme. Pasan sobre mi cabeza, se entrechocan, casi me agreden. Cubro mi rostro, pasan a milímetros, de pronto alguna pega con mi espalda, el dolor es insoportable hasta que comienzan a aminorar sus desplazamientos. Poco a poco decrece el caos, y las cosas, ahora domesticadas, pareciera que quieren regresar a su medida justa.

Espero tu regreso. En medio del silencio nuevo, escucho los ruidos innecesarios del agua en el baño que corre como si fuese un río. Me avergüenza, ¡ah, sí, me avergüenza tanto ese sonido del agua que corre en el baño! Quisiera no estar allí. Esos sonidos me incomodan sobremanera. Quisiera que estuviéramos exentos. Eructos, pedos, aguas indiscretas que manan, orines como fuentes de surtidores incansables. A veces los llantos también me alteran. Pese a que nadie me ve aparento no escuchar. A veces me da por aparentar situaciones aún cuando no haya espectadores. Actúo para un público inexistente. Sé que no hay público pero sospecho del gran ojo que todo lo ve. Podría estar mirándome. Las sillas cada vez más frenéticas han vuelto a girar. No puedo mover la cabeza, los ojos anclados en un punto. No te puedo buscar ni siquiera con la mirada. No aparecés. Borrado. Será que tu presencia no era necesaria.

El lugar inesperadamente solo. Otro letrero: Prohibido pasar. Ahora sí contundente. En perfecto castellano. Una orden. Sin escapatoria. Odio las órdenes pero el mundo está lleno de ellas: Alto. No traspasar. Prohibido girar a la derecha. No girar en rojo. El aire no se mueve, el sonido tampoco. Solo las sillas desenfrenadas han vuelto a girar. Como si su misión, no declarada, enloquecerme. La vida un páramo y yo, en el centro, ahora inmóvil. Nadie alrededor. Solo las sillas que giran. Ajenas a cualquier orden, a cualquier indicación. Desobediencia total. Sé que muchas veces yo también desobedezco. Y tengo miedo.

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